—¡Suficiente! —rezongó Carfilhiot—. Entiendo adonde van tus consejos. Debo tratar a los dos niños como huéspedes de honor.
—Exactamente. No responderé por los daños que inflijas, ya sea por frivolidad, lascivia, malignidad o despecho. ¡Y Shimrod me lo ha exigido!
Carfilhiot dominó sus tumultuosos sentimientos.
—Comprendo tus instrucciones —dijo con voz calma—. Las obedeceré —Tamurello caminó alrededor del carromato. Frotó las ruedas y los aros con un talismán de jade azul. Se acercó a los caballos, les levantó las patas y les tocó los pies con la piedra. Ambos temblaron y se pusieron rígidos ante ese contacto pero, reconociendo su poder, fingieron no verlo.
Tamurello acarició las cabezas, los flancos, las ancas y los vientres de los caballos con la piedra, luego frotó los costados del carromato.
—¡Ahora estás preparado! ¡Lárgate! —Carfilhiot se acercó deprisa— ¡Vuela bajo, vuela alto, pero vuela a Tintzin Fyral!
Carfilhiot se encaramó al pescante y tomó las riendas. Saludó con la mano a Tamurello, chasqueó el látigo. Los caballos se remontaron en el aire. El carromato del doctor Fidelius voló hacia el oeste por encima del bosque, por encima de los árboles más altos, y la gente del bosque miraba azorada a los caballos bicéfalos que surcaban el cielo arrastrando el alto carromato.
Media hora después, cuatro jinetes llegaron a Pároli. Se apearon de los caballos y se sintieron aturdidos por la fatiga y la frustración, pues gracias a Nunca-Falla ya sabían que el carromato de Shimrod se había ido. Un chambelán salió de la mansión.
—¿Qué necesitáis, nobles señores?
—Anúncianos a Tamurello —dijo Shimrod.
—¿Vuestros nombres?
—Él nos espera.
El chambelán se retiró.
Shimrod vio una sombra fugaz en una de las ventanas.
—Nos observa y escucha —les dijo a los demás—. Está decidiendo con qué disfraz se nos presentará.
—La vida de un brujo es extraña —dijo Cargus.
—¿Está avergonzado de su propia cara? —preguntó Yane con asombro.
—Pocos la han visto. Ya ha oído lo suficiente. Ahora se acerca.
Despacio, paso a paso, un hombre alto se aproximó desde las sombras. Vestía un traje de malla de plata, tan fina que era casi invisible, un jubón de seda verde mar, un yelmo rodeado por tres altas púas, semejantes a espinas de pez. De la frente colgaban cadenillas de plata que le tapaban la cara. A varios pasos de distancia se detuvo y cruzó los brazos.
—Soy Tamurello.
—Sabes por qué estamos aquí. Llama de vuelta a Carfilhiot, con los dos niños que secuestró.
—Carfilhiot vino y se fue.
—Entonces eres su cómplice y compartes su culpa
Una risa sorda se oyó detrás de la malla de plata:
—Soy Tamurello. No acepto alabanzas ni críticas por mis actos. En todo caso, vuestra pelea es con Carfilhiot, no conmigo.
—Tamurello, no tengo paciencia para palabras vacías. Sabes lo que te pido. Trae de vuelta a Carfilhiot, con mi carromato y los dos niños que tiene prisioneros.
Tamurello respondió ahora con voz más profunda y vibrante.
—Sólo los fuertes pueden amenazar.
—De nuevo palabras vacías. Una vez más: ordena a Carfilhiot que regrese.
—Imposible.
—Has facilitado su fuga: por tanto, eres responsable de Glyneth y Dhrun.
Tamurello guardó silencio, los brazos cruzados. Los cuatro hombres notaron que los inspeccionaba desde detrás de la malla de plata.
—Habéis comunicado vuestro mensaje —dijo al fin Tamurello—. No es preciso que demoréis más vuestra partida.
Los cuatro hombres montaron a caballo y se marcharon. En el borde del claro se detuvieron para mirar atrás. Tamurello entró en su residencia.
—Conque así son las cosas —dijo Shimrod con voz hueca—. Deberemos enfrentarnos a Carfilhiot en Tintzin Fyral. Al menos por el momento, Glyneth y Dhrun están a resguardo de todo daño físico.
—¿Qué hará Murgen? —preguntó Aillas—. ¿Intercederá?
—No es tan fácil como crees. Murgen obliga a los magos a no entrometerse en asuntos ajenos, y él está bajo la misma obligación.
—Ya no puedo esperar más —dijo Aillas—. Debo regresar a Troicinet. Tal vez ya sea demasiado tarde, si el rey Ospero ha muerto.
Los cuatro regresaron hacia el Camino de Icnield, tomaron hacia el sur por Pomperol, y cruzaron Lyonesse hasta Slute Skeme, en el Lir.
En el puerto los pescadores no querían ni hablar de un viaje a Troicinet. El capitán del Dulce Lupus les dijo:
—Una nave troicina patrulla unas veces a lo largo de la costa, otras en alta mar, y hunde todos los barcos que puede sorprender. Es una nave veloz. Y lo peor es que Casmir tiene docenas de espías. Si yo aceptara ese viaje, la noticia llegaría a Casmir y me tomarían por agente troicino. Quién sabe qué sería de mí. Ahora que el viejo rey agoniza, podemos esperar cambios, y ojalá sean para mejor.
—¿Entonces aún no ha muerto?
—La noticia llegó hace ya una semana, así que quién sabe. Entretanto debo navegar con un ojo atento al tiempo, otro atento a los troicinos, y un tercero atento a los peces, pero nunca a más de una milla de la costa. Sólo una fortuna me tentaría a viajar hasta Troicinet.
Shimrod comprendió que la decisión del pescador no era indeclinable.
—¿Cuánto se tarda en cruzar?
—Oh, si se zarpa de noche, para evitar los espías y las patrullas, se llega a la noche siguiente; eso si el viento es favorable y las corrientes están calmas.
—¿Cuál es tu precio, entonces?
—Diez coronas de oro podrían tentarme.
—Nueve coronas de oro y nuestros cuatro caballos.
—Trato hecho. ¿Cuándo queréis partir?
—Ahora.
—Demasiado arriesgado. Y debo preparar el barco. Regresad al caer el sol. Dejad vuestros caballos en ese establo.
El Dulce Lupus cruzó el Lir sin incidentes y atracó en Shircliff, a medio camino de la costa troicina, dos horas antes de medianoche, cuando aún estaban encendidas las luces de las tabernas de la dársena. El capitán del Dulce Lupus amarró en el muelle con una manifiesta falta de temor.
—¿Qué hay de las autoridades troicinas? —preguntó Cargus—. ¿No confiscarán tu barco?
—No, esto es una tempestad en un vaso de agua. ¿Por qué importunarnos unos a otros con tonterías? Mantenemos buenas relaciones, nos hacemos mutuos favores, y las cosas continúan como de costumbre.
—Bien, entonces buena suerte.
Los cuatro fueron al establo en busca de caballos y despertaron al establero, que dormía sobre la paja. Al principio se negó a atenderlos.
—Esperad hasta la mañana, como gente sensata —rezongó—. ¿Por qué este ajetreo a todas horas, negando el sueño a los hombres honestos?
—Basta de quejas —rezongó Cargus con más energía—, y danos cuatro buenos caballos.
—Si debo hacerlo, lo haré. ¿Adónde vais?
—A Domreis, a buena velocidad.
—¿Para la coronación? Salís tarde para una ceremonia que empieza al mediodía.
—¿El rey Ospero ha muerto?
El establero hizo un signo reverente.
—Para nuestro pesar, pues era un buen rey, exento de crueldad y vanidad.
—¿Y el nuevo rey?
—Será el rey Trewan. Le deseo prosperidad y una larga vida, pues sólo un necio desearía lo contrario.
—Date prisa con los caballos.
—Ya llegáis tarde. Reventaréis los caballos si esperáis llegar para la coronación.
—¡Apresúrate! —exclamó Aillas apasionadamente—. ¡Muévete!
El establero, mascullando, ensilló los caballos y los llevó a la calle.
—¡Y ahora mi dinero!
Shimrod le pagó y el establero se retiró.
—En este momento soy rey de Troicinet —dijo Aillas a sus compañeros—. Si llegamos a Domreis antes del mediodía, seré rey mañana.
—¿Y si llegamos tarde?
—Entonces coronarán a Trewan y él será rey. En marcha.
Los cuatro cabalgaron hacia el oeste a lo largo de la costa, frente a apacibles aldeas de pescadores y largas playas. Al amanecer, con los caballos tambaleando de fatiga, llegaron a Slaloc, donde cambiaron los caballos y siguieron rumbo a Domreis.
El sol se elevó hacia el cénit, y delante la carretera se curvó en un declive, cruzando un parque hasta el Templo de Gea, donde mil notables asistían a la coronación.
Al llegar al templo, los cuatro fueron detenidos por una guardia de ocho cadetes del Colegio de Duques, que vestían armadura ceremonial azul y plata, con altos penachos escarlata en el costado del yelmo. Les cerraron el paso con alabardas.
—¡No podéis entrar!
Desde dentro llegó la vibración de los clarines, una fanfarria ceremonial indicando la aparición del futuro rey. Aillas espoleó el caballo y apartó de un empellón a los alabarderos, seguido por sus tres acompañantes. Ante ellos se erguía el Templo de Gea. Un macizo entablamento reposaba sobre columnas de estilo clásico. El interior estaba abierto a los vientos. En un altar central ardía el fuego dinástico. Desde su caballo, Aillas vio que el príncipe Trewan subía la escalinata y caminaba con solemnidad ritual a través de la terraza para arrodillarse en un banco con cojines. Entre Aillas y el altar se encontraban los notables de Troicinet con atuendos formales. Los que estaban detrás se volvieron con fastidio al ver a esos cuatro jinetes.
—¡Abrid paso, abrid paso! —gritó Aillas. Intentó avanzar a través de los nobles, pero unas manos furiosas aferraron la brida y detuvieron el caballo. Aillas bajó de un brinco y se abrió paso a empujones, apartando bruscamente a los fascinados y respetuosos espectadores, que lo miraban escandalizados.
El sumo sacerdote, delante de Trewan, sostenía la corona en alto y pronunciaba una vibrante bendición en la antigua lengua danaan.
Empujando y esquivando, sin mirar a quiénes apartaba, golpeando los brazos aristocráticos que procuraban detenerlo, maldiciendo y jadeando, Aillas ganó la escalinata.
El sumo sacerdote extrajo la espada ceremonial y la dejó delante de Trewan, quien, como exigía la tradición, apoyó las manos sobre la cruz de la empuñadura. El sacerdote abrió un pequeño corte en la frente de Trewan, y extrajo una gota de sangre. Trewan, inclinando la cabeza, mojó con su sangre la empuñadura de la espada, para simbolizar su voluntad de defender Troicinet con sangre y acero.
El sacerdote alzó la corona, y la sostuvo sobre la cabeza de Trewan mientras Aillas subía la escalinata. Dos guardias se le interpusieron; Aillas los apartó de un empellón, corrió al altar, y sostuvo el brazo del sumo sacerdote antes de que la corona tocara la cabeza de Trewan.
—¡Detened la ceremonia! ¡Este no es vuestro rey!
Trewan, pestañeando de confusión, se puso de pie y se volvió para encontrarse con la cara de Aillas. Abrió los ojos, boquiabierto. Luego, fingiéndose ofendido, exclamó:
—¿Qué significa esta lamentable intrusión? ¡Guardias, llevaos a este demente! ¡Ha cometido sacrilegio! ¡Llevadlo aparte y cortadle la cabeza!
Aillas apartó a los guardias.
—¡Miradme! —exclamó—. ¿Me reconocéis? ¡Soy el príncipe Aillas!
Trewan vaciló, frunciendo el ceño. La boca le temblaba y manchas rojas le crecían en las mejillas.
—¡Aillas se ahogó en el mar! —dijo al fin con voz nasal—. ¡Tú no puedes ser Aillas! ¡Guardias, a él! Es un impostor.
—Esperad. —Un anciano corpulento con traje de terciopelo negro subió lentamente la escalera. Aillas reconoció a Este, el senescal de la corte del rey Granice.
El senescal observó un instante la cara de Aillas y se volvió hacia los nobles reunidos, que se habían acercado a la escalinata.
—No es un impostor. Es el príncipe Aillas —se volvió hacia Trewan—. Tú deberías saberlo mejor que nadie.
Trewan no respondió y el senescal se volvió hacia Aillas.
—No puedo creer que te ausentaras de Troicinet y nos causaras pesadumbre a todos por mera frivolidad, ni que hayas regresado ahora sólo para causar un escándalo.
—Señor, acabo de regresar a Troicinet. Cabalgué hasta aquí a toda la velocidad que permitían los caballos, como atestiguarán mis compañeros. Antes fui prisionero del rey Casmir. Escapé sólo para ser capturado por los ska. Hay más que contar, pero con la ayuda de mis compañeros llegué a tiempo para arrebatar mi corona al criminal Trewan, quien me empujó al tenebroso mar.
Trewan soltó un grito de furia:
—¡Ningún hombre mancillará mi honor ni vivirá para contarlo! —empuñó la antigua espada ceremonial para decapitar a Aillas. Cerca estaba Cargus. Extendió el antebrazo; su daga gallega voló por el aire y se hundió en la garganta de Trewan, de modo que la punta salió por el lado opuesto. La espada cayó ruidosamente al suelo de piedra. Los ojos de Trewan rodaron hacia arriba mostrando los blancos, y Trewan se desplomó entre convulsiones; finalmente quedó rígido. El senescal hizo una seña a los guardias.
—Llevaos el cadáver —luego dijo a los reunidos:
—¡Nobles de Troicinet! Reconozco al príncipe Aillas como el rey apropiado y legítimo. ¿Quién objeta mi juicio? ¡En tal caso, que se adelante a declarar!
Esperó medio minuto.
—¡Qué continúe la ceremonia!
Aillas y Shimrod partieron del palacio de Miraldra antes del alba y cabalgaron hacia el este por el camino de la costa. Durante la tarde atravesaron la Brecha del Hombre Verde, donde se detuvieron para mirar el paisaje. El Ceald se extendía ante ellos en franjas multicolores: un brumoso verde oscuro, un amarillo grisáceo, una lavanda humosa. Aillas señaló un destello plateado a lo lejos.
—Allá está el lago de Janglin, y Watershade. Cien veces miré desde aquí con mi padre. Siempre se alegraba más de volver a casa que de marcharse. Dudo que le haya alegrado ser rey.
—¿Y a ti? &mdsah;Aillas reflexionó.
—He sido prisionero, esclavo, fugitivo, y ahora rey —dijo al fin—, y prefiero lo último. Aun así, no es la vida que habría escogido.
—Al menos —dijo Shimrod—, has visto el lado negro del mundo, lo cual puede serte ventajoso.
Aillas rió.
—Mi experiencia no me ha vuelto más benévolo, te lo aseguro.
—Aun así, eres joven y flexible —dijo Shimrod—. La mayor parte de tu vida aún te espera. Una boda, hijos, quién sabe qué más.
Aillas gruñó.
—Hay pocas esperanzas de eso. No hay nadie con quien desee casarme. Excepto… —Una imprevista imagen cruzó la mente de Aillas: una muchacha morena, delgada como una vara, de tez verde oliva, con largos ojos de color verde mar.