Lujuria de vivir (56 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: Lujuria de vivir
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—¿Y usted estuvo mirándola todo este tiempo? —inquirió Vincent sorprendido.

—Sí, sí, me parece que comienzo a comprenderla...

—Disculpe mi presunción, doctor Gachet, pero éste es un magnífico Guillaumin Si usted no le hace poner un marco conveniente, pronto estará arruinado del todo.

Pero Gachet ni siquiera lo oyó.

—Usted me dijo que siguió a Gauguin en el dibujo... No concuerdo con usted..., esa oposición de colores... mata su femineidad..., no, no la mata pero... En fin, voy a volver a mirarla..., poco a poco creo que la comprenderé...

Pasó todo el resto de la tarde contemplando la arlesiana, haciendo infinidad de preguntas a su respecto y hablándose a sí mismo. Cuando cayó el sol la mujer lo había conquistado por completo.

—Qué difícil es ser sencillo —comentó por fin exhausto mirando aún al retrato.

—Así es.

—Esa mujer es hermosa, hermosa. Jamás sentí semejante profundidad de carácter.

—Si le agrada a usted, doctor —dijo Vincent—, es suya, lo mismo que la escena que hice del jardín.

—Pero, ¿por qué me regala esos cuadros, Vincent,? tienen valor.

—Tal vez dentro de poco tenga usted que cuidarme, y yo no tengo dinero para pagarle... le pago con cuadros.

—Pero yo no lo cuidaré a usted por dinero, Vincent, lo cuidaré por amistad.

—Perfectamente; entonces acepte estos cuadros como el obsequio de un amigo.

NO SE PUEDE PINTAR UN ADIÓS

Y Vincent comenzó de nuevo su vida de pintor. Se acostaba a las nueve, después de haber pasado un rato mirando a los trabajadores jugar al billar bajo la lámpara del café Ravoux. A la mañana se levantaba a las cinco. E1 tiempo estaba hermoso y el sol brillaba suavemente sobre los campos verdes del valle, pero como consecuencia de su enfermedad y sus períodos de forzada inactividad, su pincel parecía querer escapársele de los dedos.

Pidió a Theo que le enviara los sesenta estudios al carbón de Bargue, pues deseaba copiarlos, temiendo que si no volvía a estudiar las proporciones y el desnudo otra vez, no podría seguir adelante. Anduvo buscando por el pueblo para ver si encontraba alguna casita en la cual podría instalarse permanentemente, y se preguntaba si Theo estaba en lo cierto cuando decía que en el mundo debía haber alguna mujer que consintiera en compartir su vida. Desembaló algunos de los cuadros que había hecho en St. Remy, deseoso de retocarlos y mejorarlos, pero su repentina actividad sólo fue momentánea; el reflejo de un organismo que era aún demasiado fuerte para ser destruido.

Después de su prolongado encierro en el asilo, los días se le hacían largos como semanas y no sabía cómo emplearlos, pues carecía de fuerzas para pintar durante todo el día, y hasta la voluntad para ello. Antes de sufrir su accidente en Arles, los días le parecían siempre demasiado cortos para todo lo que quería pintar, y ahora se le hacían interminables.

Pocas eran las escenas de la naturaleza que le tentaban, y cuando trabajaba lo hacía con toda calma, casi con indiferencia. Esa pasión afiebrada que se apoderaba de él antes cuando pintaba lo había abandonado por completo, y si no terminaba su tela el mismo día que la empezaba..., ya no le importaba.

El doctor Gachet era el único amigo que tenía en Auvers. E1 médico, que pasaba la mayoría de sus días en su consultorio de París, venía a menudo al café Ravoux al anochecer para mirar los cuadros de Vincent y éste se preguntaba por qué el médico tenía esa expresión de desaliento.

—¿Se siente usted desgraciado, doctor Gachet? —le preguntó un día.

—Ah, Vincent..., hace tantos años que trabajo..., y he hecho tan poco bien... Los médicos sólo ven el dolor, siempre el dolor.

—Sin embargo, gustoso cambiaría mi profesión por la suya, doctor.

—No, Vincent; ser pintor es la cosa más maravillosa del mundo. Toda mi vida quise ser artista..., pero sólo disponía de una hora de aquí y de allá... Hay tantos enfermos que necesitan de mí.

El doctor Gachet se arrodilló y sacó de debajo de la cama de Vincent un montón de cuadros, y contemplando uno que representaba un hermoso girasol exclamó:

—Si yo hubiera pintado un solo cuadro como éste, Vincent, consideraría mi vida justificada. Empleé años enteros aliviando el dolor de la gente..., pero al final se mueren lo mismo... Entonces, ¿de qué sirve mi trabajo? En cambio esos girasoles suyos..., curarán el dolor del corazón de la gente..., les darán alegría..., durante siglos y siglos. He ahí por qué considero que usted tuvo éxito en la vida..., y es por eso que debería considerarse un hombre feliz.

Algunos días más tarde, Vincent pintó el retrato del doctor con su gorro blanco y su bata azul, sentado cerca de una mesa roja donde se veía una planta con flores púrpuras y un libro amarillo. Una vez que lo hubo terminado se percató de que se parecía bastante al retrato que había hecho de sí mismo en Arles poco antes de la llegada de Gauguin

El médico estaba loco de alegría con su retrato y no cesaba de alabar al autor, insistiendo para que Vincent hiciera una copia para él. Cuando el artista consintió, su alegría no tuvo límites.

—Usará usted mi máquina de imprimir que está en el desván, Vincent —exclamó— Iremos a París a buscar todos sus cuadros y usted hará litografías de todos ellos. No le costará un solo centavo, ni uno solo. Suba conmigo, verá mi taller.

Subieron por una escalera de mano y abrieron una trampa en el techo para entrar en el desván. Este se hallaba tan atestado de fantásticos implementos que Vincent creyó encontrarse en el taller de algún alquimista de la Edad Media.

Al volver a bajar el pintor notó que el desnudo de Guillaumin aún se hallaba tirado en un rincón.

—Doctor Gachet —dijo—, insisto en que haga poner un marco a ese cuadro. Está dejando arruinar una obra maestra.

—Sí. sí lo haré. ¿Cuándo vamos a París a buscar sus telas? Podrá usted imprimir todas las litografías que desee, yo le suministraré los materiales.

Así pasó mayo y junio. Vincent comenzó a hacer un cuadro de la iglesia sobre la colma, pero ni siquiera se molestó en terminarlo. Haciendo prueba de gran perseverancia logró pintar un trigal, que realizó estando semiacostado entre el trigo. Hizo también un gran cuadro de la casa de la señora de Daubigny y otro de una casita blanca en medio de unos árboles.

Pero ya no encontraba placer en pintar. Trabajaba por costumbre, porque no tenía otra cosa en qué ocuparse. Las escenas de la naturaleza que antes lo habían entusiasmado lo dejaban ahora indiferente.

—He pintado esos paisajes tantas veces —se decía mientras caminaba por los campos en busca de tema—. Ya no tengo nada nuevo que decir... ¿A qué repetirme? Millet tiene razón:
«Prefiero no decir nada a expresarme débilmente».

Su amor por la naturaleza no había muerto, pero ya no sentía la necesidad imperiosa de crear. Durante todo el mes de junio sólo pintó cinco cuadros. Se sentía cansado, excesivamente cansado, y hueco, como si los cientos y cientos de dibujos y pinturas que había realizado durante los últimos diez años le hubiesen costado cada uno un pedacito de su vida.

Si seguía trabajando, era porque le parecía que se lo debía a Theo en pago de todo el dinero que había gastado en él, pero cuando recordaba que la casa de su hermano se hallaba abarrotada de cuadros que jamás se venderían, abandonaba su pincel con profundo desgano.

Sabía que su próxima crisis debía presentarse en el mes de julio, al cabo del período de tres meses, y le preocupaba el temor de hacer algún disparate durante su inconsciencia y malquistarse la voluntad de la gente del pueblo. No había hecho ningún arreglo económico con Theo antes de salir de París, y no sabía el dinero que su hermano le enviaría.

Y para colmo, el hijo de su hermano se enfermó.

La ansiedad que le producía la enfermedad de su sobrinito lo trastornaba, hasta que finalmente, no pudiendo soportarla más tiempo tomó el tren para París. Su inesperada llegada en la Cité Pigalle aumentó la confusión que allí reinaba, Theo estaba pálido y parecía enfermo, y Vincent trató de consolarlo.

—¡No es sólo el pequeño que me preocupa! —dijo por fin.

—¿Y qué es, entonces, Theo?

—Valadon. Me ha amenazado con pedirme la renuncia.

—¡Pero, Theo! ¡Hace dieciséis años que estás en la casa Goupil!

—Lo sé, pero dice que he descuidado las ventas generales en favor de los Impresionistas. Sin embargo no vendo muchos, y cuando lo hago los precios son bajos. En fin, Valadon dice que mi galería ha perdido dinero este último año.

—¿Te parece que podría despedirte?

—¿Y por qué no? Los Van Gogh ya no tienen intereses allí.

—¿Y qué harías, Theo? ¿Abrirías una galería por tu cuenta?

—¿Y con qué? Tenía un poco de dinero ahorrado, pero lo gasté todo en mi casamiento y con el bebé.

—Ah..., si no hubieras gastado tantos miles y miles de francos en mí...

—Vamos, Vincent, no empieces. Eso no tiene nada que ver con mi situación... Ya sabes que yo...

—Pero, ¿qué harás, Theo? Debes pensar en Johanna y el bebé...

—Sí,.. No sé... En fin, por el momento lo que me preocupa es el bebé.

Vincent permaneció unos diez días en París. La mayor parte del tiempo lo pasaba fuera del departamento a fin de no molestar al niño. París y sus viejos amigos lo agitaban, y sentía que poco a poco la fiebre se apoderaba de él. Cuando el niño se repuso algo, tomó el tren de regreso a Auvers y a su tranquilidad.

Pero la tranquilidad no le hizo bien. Se sentía atormentado por sus preocupaciones. ¿Qué le sucedería a Theo si perdía su empleo? ¿Acaso se vería echado a la calle como un pobre mendigo? ¿Y qué sería de Johanna y del bebé? ¿Y si la criatura moría? Sabía que la salud frágil de su hermano no resistiría el golpe. ¿Quién los iba a mantener mientras su hermano conseguía otra ocupación? ¿Y tendría acaso el joven fuerzas para buscarla?

Durante largas horas permanecía sentado pensativamente en el café Ravoux que le hacía recordar el café Lamartine con su olor a cerveza agria y a tabaco ordinario. No tenía dinero para comprar alcohol ni pinturas ni telas, y no podía pedírselo a Theo en ese momento de prueba. Le aterraba el solo pensar que durante su ataque de julio pudiera hacer algún disparate que causara a su hermano más preocupaciones y gastos.

Trató de trabajar, pero inútilmente. Ya había pintado todo lo que quería pintar, expresado todo lo que quería expresar. La naturaleza ya no lo conmovía, ni le causaba deseos de crear; sabía que la mejor parte de sí mismo estaba muerta.

Pasaron los días y llegó el calor; a mediados de julio, Theo, a pesar de sus fastidios y preocupaciones consiguió enviar cincuenta francos a su hermano, y éste los entregó a Ravoux. Con eso tenía la vida asegurada casi hasta fin de julio... pero, ¿y después? No podía esperar más dinero de parte de Theo.

Pasaba los días acostado de espaldas en los trigales, cerca del cementerio, bajo el cálido sol; caminaba por las barrancas del Oise aspirando el perfume del agua fresca y el follaje verde que cubría sus bordes. Iba a comer a lo de Gachet y engullía todo lo que le presentaban a pesar de que no le encontraba sabor a lo que comía ni podía digerirlo. Cuando el doctor hablaba entusiastamente de sus pinturas, se decía:

—No es de mí de quien habla. Esas no son mis obras, yo nunca pinté nada. Ni siquiera reconozco mi firma en mis cuadros... No recuerdo haber dado ni una sola pincelada en esas pinturas... ¡Deben haber sido hechas por otro hombre!

Otras veces, acostado en la oscuridad de su cuarto, se decía:

—Supongamos que Theo no pierda su empleo. Supongamos que esté en condiciones de enviarme ciento cincuenta francos mensualmente. ¿Qué haré con mi vida? Si me he mantenido con vida estos últimos miserables años es porque tenía que pintar, porque tenía que decir cosas que me estaban quemando interiormente. Pero ahora ya me siento hueco, no tengo más que expresar. ¿Tendré que seguir vegetando como esos pobres infelices de St. Paul hasta que un accidente me barra de la superficie de la tierra?

Otras veces se preocupaba por Theo, Johanna y el bebé.

—Supongamos que me vuelvan las fuerzas y el ánimo y que sienta deseos de pintar de nuevo. ¿Cómo podré aceptar el dinero de Theo si lo necesita para Johanna y el pequeño? No debe gastar su dinero en mí. Debe emplearlo para enviar a su familia al campo para que se reponga del todo. Hace diez años que yo gravito sobre sus espaldas. ¿No es eso suficiente?. Debo dejar lugar para el pequeño Vincent. Yo ya he vivido y él recién empieza.

Pero en el fondo de todas estas preocupaciones existía el pavoroso temor de lo qué podía resultar de sus ataques epilépticos. Ahora estaba sano y cuerdo y podía hacer de su vida lo que quería, pero suponiendo que su próximo ataque lo dejara demente o idiota para siempre, ¿qué haría el pobre Theo? ¿Encerrarlo definitivamente en un asilo?

Obsequió al doctor Gachet con dos nuevos cuadros y le rogó que le dijera la verdad.

—No, Vincent —le aseguró el médico—. Sus ataques han terminado, y de aquí en adelante gozará de perfecta salud. No todos los epilépticos son tan afortunados.

—¿Y qué es lo que les sucede, doctor?

—A veces, después de un cierto número de ataques pierden por completo la razón.

—¿Y no la recobran más?

—No. Pueden vivir muchos años en algún asilo, pero sin esperanzas de curarse. —¿Y cómo se puede saber si se repondrán del próximo ataque o no? —No es posible saberlo... Pero dejemos ese tema, hablemos de otra cosa. ¿Quiere que subamos arriba para hacer unos dibujos?

Durante los cuatro días siguientes, Vincent no abandonó su habitación, y la señora de Ravoux le subía todos los días la comida.

—Ahora estoy cuerdo y soy dueño de mi destino —se repetía sin cesar—. Pero cuando me sobrevenga el próximo ataque..., si me deja loco del todo..., no seré capaz de matarme... y estaré perdido. Oh, Theo, Theo; ¿qué debo hacer?

Al atardecer del cuarto día fue a lo del doctor Gachet, a quien encontró en su living room. Vincent se dirigió directamente hacia el rincón donde estaba aún el desnudo de

Guillaumin y levantándolo dijo:

—Le dije que haga poner un cuadro a esto.

El doctor Gachet lo miró con sorpresa.

—Es verdad, Vincent. Encargaré un marco en Auvers uno de estos días.

—¡Debe hacerlo inmediatamente! ¡En este mismo instante!

—Vamos, Vincent, no diga disparates.

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