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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (53 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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Vincent no regresó al Asilo esa noche como lo había prometido, y al día siguiente lo encontraron desvanecido en una zanja entre Tarascón y St Remy.

UNA OLLA VIEJA ES SIEMPRE UNA OLLA VIEJA

Durante tres semanas la fiebre oscureció su cerebro. Los hombres del pabellón que había compadecido tanto a causa de sus ataques repetidos fueron muy pacientes con él. Cuando recobró suficientemente sus facultades como para comprender lo que había sucedido, no cesaba de repetirse:

—¡Es abominable! ¡Es abominable!

Al final de la tercera semana, cuando comenzaba a caminar por el gran dormitorio, las hermanas trajeron un nuevo paciente. El hombre se dejó poner en cama con toda docilidad, pero en cuanto las hermanas partieron fue acometido de un violento ataque de ira. Desgarró toda su ropa al mismo tiempo que pegaba alaridos espantosos. Destrozó su cama, el estante, y pateó su valija hasta convertirla en un montón informe.

Los compañeros nunca tocaban a un recién llegado, y finalmente tuvieron que venir dos guardianes que se llevaron al demente encerrándolo en una celda del pasillo. Allí permaneció gritando salvajemente durante dos mañanas consecutivas. Vincent lo oía día y noche, hasta que de pronto los gritos cesaron por completo. El hombre fue enterrado por los guardianes en el pequeño cementerio detrás de la capilla.

Vincent sufrió, un intenso ataque de depresión. Cuanto más recuperaba la salud, más su cerebro estaba en condiciones de razonar fríamente, y más le parecía absurdo seguir pintando ya que le costaba tan caro y le reportaba tan poco. Y sin embargo, si no trabajaba, no podía vivir.

El Dr. Peyron le hizo llevar comida y vino de su propia mesa pero no le permitió acercarse a su estudio. Mientras estuvo convaleciente, no se preocupó, pero cuando se sintió más fuerte y se vio condenado a la inactividad de sus compañeros, se rebeló.

—Doctor Peyron —dijo al médico—, necesito de mi trabajo para reponerme; si usted me obliga a haraganear como esos locos, pronto me convertiré en uno de ellos.

—Lo sé, Vincent —repuso el doctor—. Pero su ataque ha sido provocado por el exceso de trabajo. Debe usted permanecer tranquilo.

—No fue el trabajo, doctor. Fue mi visita a Arles. En cuanto vi la Place Lamartine y la casa amarilla me enfermé. Si no vuelvo allí, nunca más sufriré otro ataque. Le ruego que me deje ir a mi estudio.

—No deseo tomar semejante responsabilidad, Vincent. Escribiré a su hermano y si él lo consiente, le dejaré trabajar a usted.

La contestación de Theo no se hizo esperar. Rogaba al médico que permitiera pintar a Vincent. Theo iba a ser padre en breve, y la noticia llenó de felicidad a su hermano, quien le escribió una sentida carta.

Volvió pues a su estudio y pintó de nuevo la escena que se veía desde la ventana enrejada, donde hizo predominar los tonos amarillos.

En cumplimiento a los deseos de Theo, el doctor Peyron permitió al enfermo que saliese al campo a pintar. El artista realizó varios cuadros de los cipreses que se erguían oscuros en un cielo amarillo. Pintó otra tela de las mujeres recogiendo olivas, empleando tonalidades vivísimas.

Cuando caminaba por el campo en busca de motivos, solía detenerse cerca de los labradores a conversar con ellos.

—Ustedes labran la tierra y yo labro mis pinturas —dijo una vez a uno de ellos, pues en el fondo de su mente se consideraba un trabajador como ellos.

El otoño provenzal era maravilloso con sus magníficos coloridos. Vincent recuperó todas sus fuerzas y su trabajo progresaba. Ahora que había aprendido a comprender la naturaleza de los campos de St. Remy no deseaba alejarse de ellos ni del asilo. Allí el sol no era tan deslumbrante ni el Mistral tan cruel, pues las sierras lo atajaban antes de que pudiera llegar hasta allí. Durante los primeros meses que estuvo en el Asilo, rogaba sin cesar de que pudiera transcurrir el año sin perder la razón en aquel lugar, pero ahora, interesado por su trabajo, ni se acordaba si se hallaba en un hotel o en un hospital, y a pesar de que se sentía perfectamente bien de salud, le parecía tonto cambiar de lugar, puesto que tendría que perder por lo menos otros seis meses para adaptarse a cualquier nuevo ambiente.

Las cartas de París lo llenaban de felicidad. La esposa de Theo preparaba ella misma la comida para su marido, quien recuperaba rápidamente la salud. Johanna soportaba su embarazo con toda facilidad y el joven matrimonio aguardaba con ansiedad la llegada del bebe. Semanalmente Theo enviaba a su hermano un poco de tabaco, chocolate, pinturas, libros y un billete de 10 ó 20 francos.

El recuerdo del ataque producido por el viaje a Arles se desvaneció de la mente de Vincent. Estaba convencido que si no hubiese regresado a aquella ciudad el ataque no se hubiera producido.

Cuando sus estudios de los cipreses y de las huertas de olivos estuvieren secos, los envió a Theo, y éste le escribió que los iba a exhibir en el «Salón de los Independientes», lo que causó cierto fastidio al artista, pues estaba seguro de que aún no había realizado su mejor trabajo. Se hallaba empeñado en mejorar su técnica.

Su hermano le aseguraba que sus pinturas progresaban en forma sorprendente, y Vincent decidió que una vez transcurrido el año en el Asilo, tomaría una casita en el pueblo de St. Remy y continuaría pintando allí. Sentía de nuevo la misma alegría alborozada que lo había embargado poco antes de la llegada de Gauguin a Arles, cuando realizaba sus famosos paneles de girasoles.

Una tarde, mientras estaba trabajando tranquilamente en el campo, su mente comenzó a divagar. Esa noche los guardianes del asilo lo encontraron a varios kilómetros de distancia de su caballete, caído al pie de un ciprés.

DESCUBRÍ LA PINTURA CUANDO YA NO ME QUEDABA MAS ALIENTO.

Al cabo del quinto día recuperó los sentidos. Lo que le dolía más profundamente era que sus compañeros de infortunio aceptaban su ataque como cosa inevitable.

Llegó el invierno. Vincent ni siquiera tenía voluntad de levantarse de la cama. La estufa en medio del dormitorio ahora ardía con un buen fuego, y los hombres seguían sentados silenciosamente a su alrededor desde la mañana a la noche. Vincent, despierto, yacía en su estrecho lecho. ¿Qué es lo que le había enseñado aquel cuadro de la playa de Scheveningen pintado por Mauve?
«Saber sufrir sin quejarse».
Sí, saber sufrir sin quejarse, enfrentar el dolor sin repugnancia... Si se dejaba vencer por su dolor, por su desesperación, sucumbiría.

Los días transcurrían monótonamente iguales. Su mente estaba hueca de ideas y de esperanzas. Oía a las hermanas comentar sus pinturas, y preguntarse si pintaba porque estaba loco o si estaba loco porque pintaba.

El idiota solía venir a sentarse a su lado durante horas enteras y Vincent se sentía reconfortado por la amistad de aquel hombre, y le conversaba como si le entendiera.

—Creen que mi trabajo me ha vuelto loco —dijo un día al pobre infeliz—. En el fondo sé que es cierto que un pintor es un hombre demasiado absorto por lo que ven sus ojos y no suficientemente dueño de sí mismo para dirigir su vida. Pero ¿acaso eso le impide vivir en este mundo?

Lo que finalmente le dio fuerzas para abandonar su cama fueron unas líneas de Delacroix. «Descubrí la pintura —decía Delacroix en su libro— cuando ya no me quedaba más aliento».

Durante varias semanas ni siquiera sintió deseos de ir hasta el jardín. Permanecía sentado cerca de la estufa leyendo los libros que Theo le enviaba desde París. Cuando algunos de sus compañeros sufría un ataque, ni siquiera levantaba la vista o se movía. Lo anormal se había convertido en normal para él. Hacía mucho que no había vivido entre personas sensatas y ya no consideraba a sus compañeros como irracionales.

—Lo siento, Vincent —le dijo el Dr. Peyron—, pero no puedo permitirle que salga de nuevo al campo tiene que permanecer usted dentro de los límites del asilo.

—¿Me permitirá volver a trabajar en mi Estudio?

—No se lo aconsejo.

—¿Prefiere usted que termine por suicidarme, doctor?

—Si es así, trabaje en su estudio, pero solamente algunas horas por día.

Ni la vista de su caballete y sus pinceles disipó el letargo de Vincent
,
Largas horas permanecía sentado en un sillón frente a la ventana, mirando los campos de trigo.

Algunos días más tarde, el doctor Peyron lo hizo llamar a su oficina a fin de que firmara el recibo de una carta certificada que acababa de llegar para él. Cuando abrió el sobre encontró en un cheque por 400 francos extendido a su nombre. Era la suma mayor que jamás había poseído. Se preguntaba por qué Theo le había enviado ese dinero.

—«Mi querido Vincent —decía la carta de su hermano—. ¡Por fin! He vendido uno de tus cuadros en 400 francos. Es el del "Viñedo rojo" que pintaste en Arles la última primavera. Lo compró Anna Bock, hermana de un pintor holandés. ¡Te felicito, viejo! Pronto se venderán tus cuadros en toda Europa. Emplea ese dinero para volver a París si te lo permite el Dr. Peyron. Hace poco he conocido a un hombre encantador, el doctor Gachet, que tiene su casa en Auvers-sur-Oise, a una hora de París. Desde el tiempo de Daubigny, todo pintor de categoría ha trabajado allí. Dice que entiende tu caso perfectamente y que cuando quieras ir a Auvers te cuidará. Mañana volveré a escribirte. Theo».

Vincent enseñó la carta de su hermano al Dr. Peyron y a su esposa. El médico la leyó hasta el fin y felicitó al pintor por su buena fortuna. El artista, feliz, tomó su cheque y salió de la oficina, pero apenas había dado unos pasos se percató que se había olvidado la carta; dio media vuelta y se disponía a llamar de nuevo a la puerta cuando oyó pronunciar su nombre y se contuvo.

—¿Y por qué crees que lo hizo? —preguntaba la señora de Peyron.

—Tal vez pensó que le haría bien a su hermano.

—Pero..., ¿y si no puede disponer de tanto dinero?

—Supongo que pensó que cualquier sacrificio es poco con tal de volver a Vincent a la normalidad.

—¿Entonces estás del todo convencido de que no es verdad?

—Pero, querida María, ¿cómo podría serlo? Dice que la persona que compró el cuadro es la hermana de un artista... ¿Cómo podría una persona con un poco de percepción...

No queriendo oír más, Vincent se alejó.

Esa noche, a la hora de la cena, recibió un telegrama de su hermano:

«Llamamos al niño como tú. Johanna y Vincent siguen bien».

La venta de su cuadro y las buenas noticias de Theo le hicieron un bien enorme, y a la mañana siguiente se dirigió temprano a su estudio, comenzando a preparar sus pinceles y telas con entusiasmo. Empezó a pintar una copia del «Buen Samaritano» de Delacroix, y «El Sembrador» y «El Labrador» de Millett. Estaba decidido a aceptar las desgracias de su vida con flema nórdica.

Exactamente quince días después de haber recibido el cheque de 400 francos, recibió un ejemplar del «Mercure de France» en el cual Theo había marcado un artículo con rojo, en la página titulada: «Los Aislados».

"Lo que caracteriza todo el trabajo de Vincent Van Gogh— leyó—, es el exceso de fuerza y la violencia de su expresión. En su categórica afirmación del carácter esencial de las cosas, en su simplificación de la forma, en su deseo insolente de mirar al sol de frente, en la pasión de su dibujo y color, se distingue un temperamento poderoso, varonil, osado, casi brutal a veces, y delicadamente ingenuo otras.

«
Vincent Van Gogh pertenece a la sublime estirpe de Frans Hals. Su realismo va más allá de la verdad de aquellos grandes pequeños burgueses de Holanda, tan sanos de cuerpo, y tan equilibrados de mente que fueron sus antepasados. Lo que resaltaba en sus cuadros es su estudio concienzudo del carácter, su continua búsqueda de la quintaesencia de cada objeto, su profundo y casi infantil amor a la naturaleza y a la verdad.»

«¿Conocerá algún día ese robusto y verdadero artista con alma iluminada las alegrías de la rehabilitación del público?. No lo creo. Es demasiado simple, y al mismo tiempo demasiado sutil para nuestro espíritu burgués contemporáneo. Nunca sería del todo comprendido, excepto por sus hermanos artistas».

G. Albert Aurier.

Vincent no enseñó ese artículo al doctor Peyron.

Recobró toda su fuerza y su ímpetu . Pintó un cuadro del interior del gran dormitorio donde dormía, y un retrato del superintendente del establecimiento y otro de su esposa, y copó varias obras de Milet y Delacroix, llenando así sus días y sus noches con tumultuoso trabajo.

Haciendo una recopilación cuidadosa de su enfermedad, se percató de que sus ataques se producían cada tres meses. Perfectamente, si sabía cuando se iba a enfermar, podía cuidarse en consecuencia; dejar de trabajar en el momento oportuno, meterse en cama y prepararse para una breve indisposición. Después de algunos días se levantaría repuesto, como si hubiera sufrido de un simple resfrío.

La única cosa que le molestaba en el asilo era la gran religiosidad que allí reinaba. Le parecía que a medida que avanzaba el invierno las hermanas sufrían una crisis de histerismo religioso. A veces, mientras las observaba pasar murmurando sus oraciones, besando sus cruces, desgranando sus rosarios y entrando y saliendo cinco o seis veces por día de la capilla, se preguntaba cuáles eran los dementes, si los pacientes o sus cuidadoras. Desde los días del Borínage sentía horror por toda exageración religiosa y por momentos le parecía que las aberraciones de las hermanas le trastornaban el espíritu. Se dedicó con más pasión aún a su trabajo a fin de borrar de su mente la imagen de aquellas criaturas.

Cuarenta y ocho horas antes de finalizar el tercer mes, se metió en cama en perfecta salud y completa lucidez, a fin de prevenir el ataque. Cuando llegó el día que debía hacer crisis su enfermedad, Vincent aguardó impacientemente, casi con satisfacción, pero las horas pasaron y no le sucedió nada. Se sintió sorprendido y hasta decepcionado. Pasó también el segundo día sintiéndose completamente normal. Cuando finalizó el tercer día, comenzó a reírse de sí mismo.

—He sido un idiota —se dijo—. Nunca más sufriré esos ataques. El doctor Peyron está equivocado. Estuve perdiendo mi tiempo al quedarme en cama. Mañana me levantaré y reanudaré mi trabajo.

Esa noche, cuando todos se hallaban acostados, se levantó y comenzó a caminar descalzo por la gran sala. Se dirigió hacia el depósito de carbón y arrodillándose comenzó a embadurnarse el rostro con el polvillo negro.

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