Quizás, para mí, de este libro, las mejores páginas descriptivas y de pensamiento están cuando, en Sao Paulo, el autor visita el criadero de serpientes de Butanan. Una fábrica de sueros terapéuticos para las frecuentes picaduras. «Y por ser las cosas sensibles, ópticas, las que más poderosamente obran sobre mi imaginación, nada me impresionó allí tanto como un solo frasco de tamaño mediano, lleno de diminutos cristales blanquecinos: es el veneno de ochenta mil serpientes, que se guardan en aquel frasco en forma cristalina, de máxima concentración. Es el más tremendo de todos los venenos. Cada uno de esos granos, apenas perceptibles, que desaparecería completamente debajo de una uña, puede producir fácilmente la muerte instantánea de un hombre […]. Nunca he visto la muerte en forma tan concentrada, ni la he tenido entre las manos multiplicada centenares de miles de veces, como en aquel minuto en que mis dedos tocaron ese frasco frío y frágil…» ¿Pensó Zweig en ese veneno cuando se suicidó?
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Brasil, país del futuro
no percibo nada de lo que se le criticó. El libro sólo sirve para demostrar fehacientemente que estaba enamorado de este país casi virgen (como lo estuvieron y habitaron por esas fechas Ungaretti, Blaise Cendrars, Le Corbusier o Elizabeth Bishop) y que, además, pensaba que en medio de esa naturaleza la convivencia entre las razas, culturas y religiones era posible: «Antes de dejar el Brasil, tenemos ya nostalgia del Brasil, el deseo de volver pronto a este país maravilloso […]. Hasta aquel a quien el Brasil ha presentado sólo una parte de su increíble multiplicidad ha visto bastante hermosura para lo que le queda de vida».
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Una revisión de la historia judía y otros ensayos
se reúne buena parte de los textos que Hannah Arendt (19061975), escribió y publicó sobre la cuestión judía entre 1942 y 1966. En cinco de ellos se refiere directa o indirectamente a Stefan Zweig tomándolo como ejemplo de «mal judío» (las comillas son mías) y asimilacionista. Los cinco artículos llevan por título, sucesivamente: «Nosotros, los refugiados» (1943), «La creación de una atmósfera cultural» (1947), «Una revisión de la historia judía» (1948), «Las enseñanzas de la Historia» (1946) y «Retrato de un período» (1943) (Paidós ha editado gran parte de sus libros).
En «Nosotros, los refugiados», Arendt redefine el término «refugiado». Históricamente se refería a una persona obligada a buscar refugio por algún acto político cometido o por sostener alguna opinión política radical. Contemporáneamente los refugiados, como ella misma lo fue en Estados Unidos, eran aquellos que habían tenido la desgracia «de llegar a un país nuevo sin medios y que han tenido que recibir ayuda de comités de refugiados. Perdimos nuestro hogar, es decir, la cotidianeidad de la vida familiar. Perdimos nuestra ocupación, es decir, la confianza de ser útiles en este mundo. Perdimos nuestra lengua, es decir, la naturalidad de las reacciones, la simplicidad de los gestos, la sencilla expresión de los sentimientos. Dejamos a nuestros parientes en los guetos polacos y nuestros mejores amigos han sido asesinados en campos de concentración, lo que equivale a la ruptura de nuestras vidas privadas…». Stefan Zweig era uno de estos refugiados que, a diferencia de Arendt, no quiso quedarse en Estados Unidos, y prefirió refugiarse en Brasil. Hannah Arendt habla del proverbial buen humor judío, o al menos de los judíos austriacos-alemanes, que se basaba en una peligrosa predisposición a la muerte. Pensaron que nada podía sucederles, pero, cuando comenzó la persecución, el optimismo se tornó tal profundo pesimismo que a muchos los llevó al suicidio. «A diferencia de otros suicidas, nuestros amigos no dejan explicación alguna de su acto, ninguna acusación, ningún cargo contra un mundo que ha forzado a un hombre desesperado a hablar y a comportarse alegremente hasta su último día…» Como vimos, eso fue lo que hizo Zweig. Este acto es heroico, subversivo, ejemplar. Para Hannah Arendt, en cambio, el pueblo judío debía haber resistido, combatido, pues «los pueblos que no hacen historia, sino que sólo la sufren, tienen la tendencia a considerarse víctimas de “acontecimientos todopoderosos e inhumanos que no tienen sentido, a cruzarse de brazos y esperar un milagro que no llega jamás”». Hannah Arendt rechazaba que se aceptara el mal, en lugar de combatirlo o de resistir. El suicidio, hasta ese momento, había sido considerado como cobardía. El mismo Kafka, tan propenso a esta acción, así se lo confesaba a su amigo Max Brod: «Con un tiro me quito del lugar en el que no estoy. Bueno, sería cobarde; sin duda, cobarde es cobarde, incluso en el caso de que no existiese sino la cobardía». Pero ¿qué hubiera hecho en aquellas circunstancias? No sólo se suicidaban los refugiados, sino que también dicha acción se llevaba a cabo en los guetos y en los campos de concentración. Era una respuesta in extremis, la última y suprema garantía de la libertad humana: «Los judíos piadosos no pueden realizar esta libertad negativa; entienden el suicidio como un asesinato, es decir, la destrucción de lo que el hombre no puede nunca producir, una interferencia en los derechos del Creador. El suicidio era una forma silenciosa y modesta de esfumarse. Si nos salvan, nos sentimos humillados; y si recibimos ayuda, nos sentimos degradados», dirá la ensayista.
Hannah Arendt, como Stefan Zweig, o como el propio Kafka, eran los primeros judíos no religiosos perseguidos. Eran los primeros judíos, como en el caso de Zweig, famosos y respetados mundialmente que, sin razón alguna, se quería destruir. Y no sólo destruían sus bienes y prestigios, sino también su identidad. Hannah Arendt, como Stefan Zweig, o antes Kafka, eran judíos que querían asimilar una cultura sin limitaciones, laica, y se alejaron del judaísmo. Unos, como Hannah y Kafka, mantuvieron la conciencia de su origen; mientras otros, como Zweig, no le dieron importancia. «La secularización, e incluso el aprendizaje secular, se identificaron exclusivamente con la cultura no judía, de modo que nunca se les ocurrió a esos judíos que podrían haber puesto en marcha un proceso de secularización respecto a su propia herencia. Fue exclusivamente como individuos como los judíos empezaron a emanciparse de la tradición. Sin embargó, puesto que sus logros individuales no encontraron eco en una audiencia judía preparada y cultivada, no pudieron fundar una tradición específicamente judía en la literatura y el pensamiento secular (aunque esos escritores, pensadores y artistas judíos tenían más de un rasgo en común)», comenta Hannah Arendt en su ensayo «La creación de una atmósfera cultural». Por su lado, en «Una revisión de la historia judía», basándose en los estudios de Scholem, analiza el papel desempeñado por los judíos en la formación del hombre moderno. Y, por fin, en «Las enseñanzas de la historia», la filósofa se refiere a un aspecto esencial: a los judíos había que considerarlos en su totalidad y no por sus méritos individuales, como siempre se hizo en Europa. No había judíos privilegiados. No había o no debería haber «judíos y al mismo tiempo no serlo», Heine y Borne insistieron en ser hombres corrientes y como tales fueron incorporados a la historia universal.
Será en su texto «Retrato de un período» donde más injustamente Hannah Arendt arremeta contra Stefan Zweig, ese judío que nunca quiso serlo, o que no quería saber que lo era hasta que vio cómo llegaban a su país las olas de antisemitismo que a él no le libraban de esa peste excluyente y racista. Zweig, para Arendt, era un burgués interesado sólo por su dignidad personal y su arte. Vivía al margen de la política. ¿Acaso era muy diferente de tantos otros artistas o intelectuales gentiles? Zweig se declaró siempre apolítico y defendió una idea individual de los judíos como miembros de los países ya existentes en Europa y no asimilados a un estado judío. Zweig reaccionó contra la humillación social y «en lugar de odiar a los nazis, su deseo era simplemente fastidiarlos y daba las gracias a Richard Strauss por seguir aceptando sus libretos. En lugar de luchar, guardaba silencio, contento de que sus libros no hubieran sido inmediatamente prohibidos», dirá esta autora. Hannah Arendt llega incluso a calificarlo como cobarde en los asuntos públicos», mas como habrá podido comprobar el lector siguiendo mi texto, eso no fue así. La propia pensadora, al final de su vida, reconoció que cuanto había escrito era «provisional». Y este texto escrito en 1943 lo es y mucho. Tomar a Zweig como chivo expiatorio era, y hoy aún más lo es, una injusticia. Conquistar la fama era un derecho de judíos y gentiles, dedicarse únicamente a su obra literaria también. Hannah Arendt, erróneamente, afirma que Stefan ignoró a los dos grandes poetas de posguerra en lengua alemana: Kafka (que nunca lo fue) y Brecht. Zweig apenas habló de sus contemporáneos y tampoco de Kafka y Brecht. Además, la obra del primero todavía estaba por ser conocida en su totalidad, mientras que la del otro estaba vinculada a otra tendencia totalitaria que igualmente le repelía en lo más hondo, como profundo europeísta y demócrata que siempre fue. Decir que Zweig confundía el significado histórico de los escritores con el número de sus ediciones, es una ignominia sólo disculpable por las circunstancias en que fueron escritos estos textos. Hannah Arendt habla de vanidad en el caso de Stefan Zweig, ¿acaso ella no la tenía? Vanidad de judía, de perseguida, de refugiada. ¿Acaso se inmoló ella como lo hizo Zweig? «La fama y el éxito le brindaban a una persona socialmente desarraigada medios para crearse un hogar y unos antecedentes. Como quiera que un éxito notable trascendía las fronteras nacionales, los personajes famosos podían fácilmente erigirse en representantes de una nebulosa sociedad internacional, en la que los prejuicios nacionales parecían perder todo su valor. La ciudadanía planetaria de esta generación, la singular nacionalidad que invocaban tan pronto como se mencionaba su origen judío, recuerda en cierto modo esos modernos pasaportes que otorgan al portador el derecho de permanecer en todos los países menos en el que ha emitido el pasaporte.» ¿Por qué no se podía ser ciudadano del mundo? Parece como si Hannah Arendt culpase a Zweig de ser el provocador de todos los males. ¿Por qué no se podía renunciar a ser judío o a convenirse al judaísmo? ¿Por qué no se podía dejar de ser cristiano o convertirse al cristianismo? Más adelante, añade la escritora: «La suspensión del anonimato, la posibilidad de ser reconocido por gentes desconocidas, de ser admirado por extranjeros. No hay duda de que no había nada que Zweig temiera más que hundirse de nuevo en la oscuridad en la que, despojado de su fama, volvería a ser lo que había sido al principio de su vida». ¿No le sucedió esto a tantos y tantos intelectuales judíos y no judíos? Mientras Zweig se suicidaba en Petrópolis, Hannah Arendt se encontraba ya en Estados Unidos después de haber vivido varios años en Francia. En Estados Unidos no tuvo problemas de ningún tipo y pudo ser profesora, lectora de editoriales y llevar a cabo su obra ensayística. ¿Alguien le reprochó esta «huida»?
Al final de «Retrato de un período» vuelve a acusar a Zweig de no citar la palabra «judío»: «En un último artículo, “The Great Silence” (1942), escrito poco antes de su muerte, artículo que, en mi opinión, es uno de los trabajos más espléndidos de Stefan Zweig, trató por primera vez en su vida de tomar posición política. Pero todavía no le salió la palabra “judío”. Si hubiera hablado de la terrible suerte de su propio pueblo, habría estado más próximo a todos los pueblos europeos que participan hoy en la batalla contra su opresor, luchando contra el perseguidor de los judíos…». ¿Cómo se puede acusar a una víctima de verdugo? Zweig tenía su profesión y a ella se dedicó, como Freud y tantos otros perseguidos. No eran políticos, no eran agitadores, vivían en el retiro dedicados a su labor. ¿Pudo Zweig haber hecho otra cosa, como los millones de judíos asesinados? ¿Fueron todos ellos culpables por no empuñar las armas, por no resistir, por no asesinar a sus asesinos? Me parece indigno este último comentario suyo: «Así, el judío burgués y hombre de letras, que nunca se había preocupado por los asuntos de su propio pueblo, se convirtió sin embargo en víctima de los enemigos de éste (y se sintió tan desgraciado que no pudo soportar más la vida). Como había deseado toda su vida vivir en paz con las normas políticas y sociales de su entorno, no pudo lanzarse a combate alguno contra un mundo que estigmatizaba al judío. Cuando, finalmente, todo el montaje de su vida, con su distanciamiento de la lucha cívica y de la política, se vino abajo y vivió la desgracia en carne propia, fue incapaz de descubrir qué puede significar el honor para el hombre». También lo dijo Heinrich Mann de él, en el momento de su muerte, en una célebre frase: «Vivía en una torre de marfil y, cuando el último peldaño de la torre cedió ya no pudo soportarlo». Zweig, a pesar de lo que podían decir Arendt y otros, tuvo ese honor que se le negaba, y mucho, a lo largo de su vida irreprochable como persona (con sus defectos) y como escritor. Y también a la hora de morir, pues el suicidio fue así mismo una forma pacífica de protesta, incluso contra la inflexible fiscal Hannah Arendt.
A cincuenta y seis kilómetros de la ciudad de Zacatecas, y a más de dos mil metros de altura sobre el nivel del mar, se encuentra la ciudad de Jerez. Situada en un largo valle a la entrada del Cañón de Tlaltenango, está rodeada de grandes y altas serranías. La antigua Xerez de la Frontera, así denominada por encontrarse rodeada de enemigos por sus cuatro costados, fue fundada en el año 1572 por Pedro Carrillo, Martín Moreno y Pedro Caldera, originarios de Jerez de los Caballeros, en Badajoz (Extremadura). Estamos en lo que se llamó la Nueva Galicia. El valle es regado esporádicamente por el río Grande y el Jomulco.
La casa museo del poeta Ramón López Velarde se encuentra sita en el número treinta y tres de la calle del mismo nombre. En la plaza donde se alza la parroquia de la Inmaculada Concepción aparco el coche. Nada más salir del automóvil me encuentro con una funeraria. Está abierta de par en par y con todos los artículos a la vista. Nunca pensé que pudiera haber tanta variedad de féretros. Están exhibidos como si la tienda fuera un concesionario de automóviles. Son las cuatro de la tarde de un día calurosísimo de fines de la primavera. El empleado, rodeado de estos catafalcos, duerme una siesta hundido en un amplio sillón medio desvencijado. Frente a él y encima de un ataúd de madera, parlotea un televisor sin que nadie lo atienda. Haciendo caso omiso a uno de los carteles que figuran en la entrada, paso sin compromiso y me dispongo a echar una ojeada. La mayor parte de los ataúdes están abiertos, dejando a la luz las condiciones diversas de habitabilidad en el interior. Me muevo libremente por el establecimiento sin que el dependiente se inmute, pues sabe que esa mercancía no es robable. Entonces me encuentro con una pila de pequeños féretros blancos. Me causan tal desasosiego que abandono el local cuyo nombre es La Quemazón. De nuevo absuelto en la acera, giro y tomo la calle que lleva en su homenaje el nombre del autor de
La sangre devota
. No mucho más allá está la casa familiar, que, como las de gran parte de esta vetusta vía, tiene zaguán, rejas hasta el suelo y patio arcado en el interior. Al entrar me reciben varias personas. Están sentadas en una salita que hace las veces de recepción y pequeña librería improvisada. Al reconocerme como extranjero me atienden con la mayor de las solicitudes. Una gran foto del poeta está colgada de la pared junto a un gigantesco mapa heráldico de la saga del poeta. Le echo un vistazo y compruebo que se remonta nada menos que hasta nuestra convulsa Edad Media. «Tardaron en recomponerlo más de diez años», me dice un joven que, a partir de ahora, me va a acompañar por las estancias.