Ivo Andric había nacido en Dolac Travnik (Bosnia) de familia croata, en el año 1892. Estudió en Sarajevo, Zagreb, Viena, Cracovia y Graz. Durante la primera guerra mundial fue hecho prisionero por las autoridades del Imperio austrohúngaro. Pertenecía a la organización socialista Mlada Bosna. En el capítulo XIX de
Un puente sobre el Drina
, se autorretrata, quizá, a través de Ianko Stikovic, «hijo de un sastre de Meidan, que había empezado, hacía cuatro semestres, sus estudios de ciencias naturales en Graz. Era un muchacho flaco, de perfil acusado y cabello negro y liso, vanidoso, susceptible y descontento de sí, pero mucho más de cuanto lo rodeaba. Leía mucho y escribía artículos, bajo un pseudónimo conocido en la prensa juvenil; también redactaba octavillas revolucionarias que aparecían en Praga y en Zagreb. Y poemas que publicaba con otros seudónimos. Tenía preparada una colección que iba a ser lanzada por La Aurora (casa que se dedicaba a la impresión de ediciones nacionalistas). Era, por añadidura, un buen orador, un polemista inflamado que intervenía en las reuniones de estudiantes…». Este capítulo abarca ese período estudiantil y revolucionario que desembocaría en el estallido de la primera guerra mundial. Los otros arquetipos de jóvenes airados son Velimir Stevanovic, Iakov Herak y Ranko Mihailovic, «un muchacho silencioso, amable, que estudiaba derecho en Zagreb y proyectaba hacerse funcionario, una vez concluidos los estudios. Participaba débil, blandamente, en las discusiones que entablaban sus amigos sobre el amor, la política, la vida y la organización social. Por línea materna era bisnieto del pope Mihailo, cuya cabeza había sido expuesta con un cigarro en la boca, clavada en una estaca, en la
kapia»
. A través de estas vidas en plena juventud, Andric expresó las inquietudes de aquella generación que veía como única salida la constitución de una gran Serbia independiente tanto de Turquía como del Imperio austrohúngaro. Serbia como unificadora de las otras naciones balcánicas, respetando las diferentes religiones y orígenes. ¿Cómo hacer compatible el nacionalismo con el socialismo internacionalista? ¿Cómo hacer compatible la revolución burguesa con la bolchevique? Estos jóvenes hablaban, discutían, se respetaban desde sus diferencias. «El sentido de la unificación de nuestros pueblos en un Estado nacional, grande, poderoso y moderno, consiste precisamente en eso: en que de ahora en adelante nuestras fuerzas quedarán dentro de nuestro país, se desarrollarán en él y contribuirán a la cultura universal bajo nuestro propio nombre y no surgiendo de centros extranjeros», dice uno de los estudiantes. Y más adelante se añade otro pensamiento del propio Andric, en boca de otro de los protagonistas: «El nacionalismo contemporáneo triunfará sobre las diferencias de credo y los prejuicios pasados de moda, liberará al pueblo de las influencias y de la explotación extranjera. Entonces nacerá un Estado nacional que reunirá en torno a Serbia, constituido en una especie de Piamonte, todos los eslavos del sur. La base del movimiento sería el derecho a las nacionalidades, la tolerancia religiosa y la igualdad de los ciudadanos…». Éste era el sentimiento del propio escritor, que vio en Tito una especie de representante de este pensamiento que unía a los eslavos del sur en la denominada Yugoslavia, que significa eso mismo. Este capítulo transcurre en medio de las opiniones que tratan de llevar adelante unos jóvenes de los cuales no se va a saber cuál fue su futuro, pues la novela sólo atiende a la historia del puente y no a la de las personas. Entre las fotos expuestas en la casa museo, hay una del año 1912 en Sarajevo. Allí está el propio Andric, muy joven, rodeado de sus compañeros de estudios, algunos de cuyos rostros e historias seguro que coincidirán con los relatos por él contados en ese capítulo de su novela.
Andric, posteriormente liberado, sirvió durante la contienda en un hospital de Zagreb y, durante el período de entreguerras, trabajó como diplomático al servicio de la recién creada Yugoslavia. En Madrid ejerció como vicecónsul durante los años 1928 y 1929, como así consta en una placa conmemorativa puesta, en el año 1987, en el número 27 de la madrileña calle de Velázquez. Hasta el año 1941 estuvo en el ministerio de Asuntos Exteriores, fue vicecónsul en Roma ante el Vaticano, además de en Trieste y Graz, donde se doctoró con una tesis titulada
Desarrollo de la vida cultural en Bosnia bajo el gobierno turco
. Luego continuó su carrera diplomática en Marsella, Bruselas y Ginebra. Después de un tiempo en Belgrado, en el año 1939, fue enviado a Berlín, en donde estuvo hasta abril de 1941. De esta época es muy importante la correspondencia que mantuvo el escritor con su ministro, Cincar-Markovic. El embajador le advertía de los peligros de los nazis. Andric también había tenido un cargo en el ministerio de las Religiones. Tras la invasión de Yugoslavia, se refugió en Suiza, regresando luego de manera clandestina a Belgrado. Se negó a publicar hasta ver finalizada la contienda.
En la exposición hay otra foto muy significativa. El novelista en un primer plano, de pie, con las manos metidas en los bolsillos de la gabardina delante del puente de Visegrado. Se ve perfectamente la magnificencia de la obra de ingeniería: su altura, su robustez, su belleza, su longitud y, justo en el centro del mismo, donde se ensancha en dos terrazas simétricas a ambos lados del camino transitable, alcanzando así el doble de su anchura, la
kapia
. «En la
kapia
y alrededor de ella nacen los primeros sueños de amor, las primeras ojeadas lanzadas al pasar, las reflexiones y los cuchicheos. También nacen aquí los primeros negocios, las querellas y los acuerdos, las citas y las esperas; aquí sobre el parapeto de piedra, se exhiben para la venta las primeras cerezas y los primeros melones…» El puente tenía una gran estela con una inscripción. Fue fijada en la
kapia
, sobre el muro de piedra rojiza que se elevaba a una altura de tres
archinas
por encima del parapeto del puente. La fecha que figuraba era la del año 979 de la hégira musulmana, es decir, el año 1571 de los cristianos. La
kapia
es también el eje principal de esta novela, un escenario inmóvil que atraviesan cientos de vidas. La
kapia
es el punto más importante del puente, de igual modo que el puente es la parte más importante de la ciudad. Andric pone en boca de un viajero turco esta frase: «Su
kapia
es el corazón del puente, el cual es el corazón de esta ciudad, que ha de permanecer en el corazón de todos». La acción de cada capítulo de Un puente sobre el Drina se desarrolla vertiginosamente pero, sin embargo, cada conclusión final es una reflexión sobre lo que queda y no pasa: el propio puente y su «sala de estar» o escenario. Pasan los hombres, las ideas, los conflictos, incluso hasta las aguas caudalosas del Drina, «pero en la
kapia
situada entre el cielo, el río y las montañas, las generaciones sucesivas aprendieron a no afligirse en exceso por lo que llevaban consigo las aguas turbias del Drina. Allí aprendieron a adoptar la filosofía inconsciente de la pequeña ciudad: la vida es un milagro incomprensible; se gasta y se diluye sin cesar, y, no obstante, dura y permanece sólidamente, «como el puente sobre el Drina”». Así finaliza el capítulo V. En la foto sólo se ven ocho de los once ojos del puente. Construido por orden del gran visir Mehmed Pachá, el arquitecto fue un tal Radé, «cuya vida debió de durar varios siglos; de lo contrario, no se explica cómo pudo erigir todo cuanto hay de bello y permanente en tierras serbias: maestro legendario y realmente anónimo tal como la masa lo imagina y lo desea…». Pero este puente, como todos los puentes en el acerbo popular, en realidad fue levantado por el diablo o por las hadas, al igual que tantas otras obras de ingeniería a lo largo de Europa y, también, en España. «El pueblo sólo recuerda y cuenta aquello que puede comprender y transformar en leyenda. Lo demás discurre junto a él sin dejar huella profunda, en la indiferencia muda de los fenómenos naturales y anónimos, sin tocar su imaginación y sin grabarse en su memoria», escribe Andric manifestando así la labor suya como la de un recopilador de las historias de la gente. Y más adelante añade este otro comentario: «El pueblo inventa cuentos con facilidad y los propaga rápidamente, pero la realidad se mezcla curiosa e inseparablemente con los cuentos». De esta leyenda se desprende una primera historia un tanto cruel. El hada se dedicaba a destruir por la noche lo que se levantaba durante el día. Una voz surgida de las aguas aconsejó a Radé que buscase a dos hermanos gemelos, niño y niña, y los emparedase en los pilares centrales del puente. Así se hizo, «pero el arquitecto tuvo piedad de ellos y dejó en los pilares dos aberturas, a través de las cuales la desdichada madre podía dar de mamar a sus hijos». El puente alberga ya, desde sus inicios, la tragedia. Andric la va mostrando en sus diferentes etapas conflictivas, desde el siglo XVI hasta los inicios del XX, con moderación y sin partidismos. Realmente el novelista está narrando disputas familiares y guerras civiles propias o abocadas por esas fuerzas extranjeras turcas (islamistas) o austrohúngaras (cristianas católicas). Otra de las historias más crueles narradas en
Un puente sobre el Drina
y relacionado con los niños, es la referente a los jenízaros. A los esclavos convertidos al islamismo los llamaban «turcos recientes»: observaban mucho más estrictamente los preceptos del islamismo, pues habían sido cristianos en los pueblos de Bosnia, «niños varones, sanos, inteligentes y de buen aspecto, de diez a quince años de edad», escribe el narrador y añade en el capítulo II, «cuyo destino habría de consistir en ser islamizados y circuncisos, en tener que olvidar su fe, su tierra y su origen y en pasar su vida en destacamentos jenízaros o en algún servicio importante del Imperio otomano…». Pero Ivo Andric habla más de convivencia que de desavenencias, habla más de cosas buenas que malas. En el capítulo V lo explica: «No se observaba distinción entre turcos, cristianos y judíos. La violencia de los elementos y el peso de la desgracia común había unido a todos y, en particular, a los cristianos con los turcos…». Había judíos españoles, los sefardíes, establecidos en esas tierras desde hacía siglos, antes incluso de haberse levantado el puente; y judíos askenazíes provenientes de Galitzia. Las fiestas religiosas, ramadán,
sabbat
o las cristianas eran respetadas por todos. Aunque la paz, como la guerra, no fue eterna. Bajo la lucha entre creencias religiosas se escondía la verdadera pugna en torno a las tierras y al poder, e incluso «los adversarios se habían arrebatado unos a otros no solamente las mujeres, los caballos y las armas, sino también las canciones y muchos poemas que habían pasado así, de un bando a otro, como un precioso botín» (capítulo VI).
En la novela, o en este conjunto de historias diversas, en tiempos también diversos, la historia avanza como el Drina bajo el puente de Visegrado. Y no sólo está la alta Historia de un territorio y sus habitantes más destacados, sino también la pequeña historia relacionada con la vida cotidiana: «No tenéis que compadecerme. Cualquiera de nosotros muere sólo una vez, mientras que los grandes hombres mueren dos veces: la primera, cuando dejan el mundo; y la segunda, cuando desaparecen las obras creadas por ellos». Un magnífico pensamiento senequista expresado por uno de los cientos de personajes anónimos del libro. Los turcos se retiran, entra el Imperio austrohúngaro, comienzan las sublevaciones serbias. Para la mayoría de las personas la vida es siempre más importante y más imperativa que la forma que reviste. «En las ciudades lejanas y desconocidas para nosotros, desde las que se gobernaba nuestro país, se había establecido por aquel entonces —en el último cuarto de siglo XIX— uno de esos escasos y breves períodos tranquilos que surgen en las relaciones humanas y en los acontecimientos sociales. Llegaba un poco de esta tranquilidad a nuestras regiones perdidas, de igual modo que el gran silencio del mar se hace sentir en las bahías más distantes.» Esta paz estalló por los aires con la primera guerra mundial. El atentado en Sarajevo, que costó la vida al archiduque Francisco Fernando y a su mujer, levantó una serie de persecuciones contra los serbios, «a los que se acechaba en todas partes». Fue declarada la guerra a Serbia y el puente fue bombardeado. Ahora no luchan cristianos contra islamistas, sino cristianos contra cristianos. «La
kapia
seguía en su sitio pero, inmediatamente después, el puente quedaba cortado. El séptimo pilar ya no existía; entre el sexto y el octavo se abría un vacío a través del cual, mirando en diagonal, podía verse el agua verde del río. A partir del octavo pilar, seguía el puente y alcanzaba la otra orilla; se mostraba tan liso, tan regular, tan blanco como siempre.» El año 1914 es el último año de la crónica del puente sobre el Drina, año fatal para esa obra de ingeniería. El puente talismán, respetado por la Historia, es testigo paciente de la misma. Amores, desamores, odios, venganzas, deseos, ilusiones, charlas, sacerdotes-popes-rabinos-imanes, todo lo soportó el puente hasta el año 1914 en que finaliza la novela. E incluso después, e incluso hasta nuestros días, allí sigue reconstruido, piedra a piedra.
La obra de Andric es un canto a la convivencia, a pesar de los horrores. Es un canto a la paz desde la integración y no desde la exclusión. El puente une, nunca separa. El final de la obra es inquietante. El puente queda medio derrumbado y, al lector de comienzos del siglo XXI, le hubiera gustado saber cuál fue el destino de esta construcción en el resto del siglo XX. ¿Qué pasó durante el período de entreguerras? ¿Qué pasó durante la segunda guerra mundial? ¿Qué pasó durante las décadas de Tito y la nueva Yugoslavia? ¿Qué pasó durante las últimas y más recientes guerras balcánicas? Evidentemente, Andric hubiera podido llegar hasta la época de Tito, pero yo creo que en la novela está incluso condensada la parte de la cual no se habla. La vida en el puente se repite, la historia se repite, la envoltura exterior de los hombres cambia, la interior es la misma.
Un puente sobre el Drina
, de Andric, junto con la monumental novela de Milos Cernianski,
Migraciones
, son las obras a través de las cuales entendí el problema balcánico. Cernianski, contemporáneo de Andric, pertenecía a una modesta familia del reino de Serbia. Hecho prisionero por los austríacos, luchó con ellos contra su propio país. Esta contradicción marcará toda su obra y su vida. Como Andric, ocupó puestos diplomáticos representando a Yugoslavia. Al estallar la segunda guerra mundial también se exilió. Su destino fue Londres. Durante más de veinte años escribió
Migraciones
. «¿Quién podrá predecir cuántas naciones emigrarán y adónde dentro de cien años, igual que en su día emigró la nación serbia? Esto escapa al entendimiento humano. Migraciones, las ha habido. Y las habrá, como hay nacimientos, para continuar la vida. Las migraciones existen. La muerte no.» Cernianski narra la historia de la familia Isakovich, quien, junto a miles de serbios, huyó en el siglo XVIII de la dominación turca, poniéndose al servicio del imperio austrohúngaro.