La persona que se hace cargo de mí es una joven encantadora. Se llama Silvia Caramella y trabaja en el equipo de producción. Me conduce hacia un antiguo estudio que ahora está dividido en despachos. Nada más atravesar la puerta, le comento que aquel largo y ancho pasillo, aún con las losetas coloreadas de barro cocido, se me hace familiar. Silvia me responde que estamos en el epicentro de
Bellísima
. El lugar por donde entraban las madres con las niñas para hacer la prueba. El lugar por donde Maddalena y Albelio (la Magnani y Walter Chiari) pactan el futuro de la niña a cambio de favores pecuniarios y sexuales. Estos últimos no se produjeron, pues Maddalena representa la fidelidad conyugal de una buena y esforzada madre romana. Silvia me adentra en uno de los despachos y me presenta a Maurizio Sperandini, director del Área de Producción. Maurizio lo hace no sólo como alto cargo directivo de Cinecittá sino como amigo y colaborador de Federico Fellini. Maurizio es el creador y el alma de un pequeño museo dedicado al director de
La dolce vita
. Maurizio es un hombre alto, fuerte, de sesenta y pico años, de pelo y barba blanca, con gafas y un semblante que se le ilumina cada vez que habla del maestro. Renunciando a un mayor espacio para su propio despacho, ha coleccionado un buen puñado de objetos rescatados de los rodajes. Nos lleva a este vecino
sanctasantórum
. Saca unas llaves, abre la puerta y, al encender la luz, veo al fondo de la estancia al Cristo con los brazos abiertos que Fellini paseó por los aires, atado a un helicóptero, al inicio de
La dolce vita
. Maurizio me comenta que Cinecittá era la verdadera casa, el verdadero hogar de Federico. «Él venía aquí cada día como un oficinista va a su empresa. No tenía horario y muchas veces había que echarlo para que se fuera a descansar. Aquí rodó prácticamente todas sus obras, pero también las pensó y las escribió.» Paseamos por en medio de los bustos en yeso de los cardenales de
Casanova
y el gran obelisco fálico que carga un pequeño rinoceronte en el mismo filme. Son sorprendentes los acusados rasgos de la cabeza de mujer de
La ciudad de las mujeres
. Las paredes están repletas con los carteles originales de todas las películas. También hay otros de homenaje, junto con dibujos y
collages
realizados por él mismo; así como proyectos de guiones, algunos de los cuales no se llegaron nunca a rodar, por ejemplo
El actor
: Fellini era un gran caricaturista. Dibujó infinidad de veces a sus amigos y a sí mismo. Otro artista como Ninoza lo retrata aquí a la perfección. Hay un curioso retrato del director Sergio Leone en el que representa a su compañero y amigo como un Dios-Padre. En otra pequeña habitación se ha reproducido casi tal cual el que fue su despacho en Cinecittá con elementos originales: su mesa de trabajo y su máquina de escribir, Olivetti Lettera 31 T. Enmarcadas, se encuentran muchas tarjetas postales que se enviaba a sí mismo desde diferentes partes del mundo para desearse buena suerte. Hay megáfonos de los rodajes, sillas de director con su nombre y claquetas con los títulos de todas sus cintas, escritas con tiza blanca. Maurizio me recuerda que hoy en día ya no se utilizan. «Para Federico eran un talismán, no podía iniciar el rodaje sin oír varias veces ese chasquido, seco como el de una piedra lanzada al mar. Las que vemos aquí no son las originales. La única que realmente se utilizó es esta de
La voce della luna.»
Hay cientos de recortes de prensa sobre su filmografía y un gran cuadro muestra las fotos de los actores y actrices con quienes trabajó o admiraba. Entre ese centenar de estrellas se encuentran Marcello Mastroianni, Anita Ekberg y ocupa un lugar de honor el español Fernando Rey. «Federico lo tenía en una gran estima personal y profesional. Yo lo traté mucho cuando venía a rodar en estos platós. Era todo un caballero», comenta Maurizio. En un artículo publicado en el
Corriere della Sera
titulado «Buñuel, mago y campesino» (25-81984), Federico Fellini hacía grandes alabanzas del cineasta español y de su actor favorito, Fernando Rey. Fellini recordaba que conoció al director de
La Via Láctea
en Cannes, en el año 1960, después de la proyección de
La dolce vita
. Calificaba a
El discreto encanto de la burguesía
como el filme «más hermoso y extraordinario que jamás se ha hecho. Basta un filme como éste para comprender qué es el cine y conferirle grandeza y originalidad […]. He aquí el cine, el verdadero cine, que se expresa por medio del lenguaje fantástico, libre y terrible de los sueños». Fellini, en este texto, cuenta algunos de los peculiares encuentros entre ambos. En el último, Buñuel recriminó a su compañero italiano de la siguiente manera: «¿ Por qué no me llamaste para hacer de cardenal en
Roma?»
.
El actor por excelencia para Federico, su
alter ego
, era Marcello Mastroianni. Marcello encarnaba al propio director, cuyos filmes son casi todos autobiográficos. A Federico le gustaba dibujar sobre servilletas y manteles de papel. Aquí Maurizio tiene una buena muestra de ellos. También coleccionaba fotos de jóvenes y guapas muchachas, posibles candidatas para intervenir en sus filmes. En el reverso de las fotos escribía jugosos comentarios. Este tipo de álbum le satisfacía más que aquellos otros en donde aparece junto a relevantes figuras de la cinematografía universal o la cultura de su país. El museo es pequeño, denso y da una idea de la familiaridad de Maurizio con Federico. Hay otros materiales en la sede de la Fundación Fellini, sita en su ciudad natal, Rimini, el espacio geográfico de
Amarcord
, gran parte del mismo rodado y recreado en Cinecittá.
A pesar de haber entrado Italia en la segunda guerra mundial, en el año 194o se rodaron en Cinecittá cuarenta y siete películas, entre ellas,
La corona de hierro
de Alessandro Blasetti. La moda histórica era abundante, pero nunca se dejaron de rodar magníficas comedias. Por esas fechas debutó un gran director y actor, Vittorio de Sica, con
Rose scarlate
. Las historias del pasado glorioso no impidieron el acercamiento al presente bélico que, por ejemplo, narró Roberto Rosellini en
Un pilota ritorna
. En el año 1942, de entre los cincuenta y un títulos destacan dos. Una comedia a la italiana del propio Blasseti,
Quattro passi tra le nuvole
, y
Obsesión
de Luchino Visconti, uno de los títulos esenciales del neorrealismo. En 1943, tras la caída del fascismo y en medio del desembarco aliado, sólo se llegaron a rodar veinticuatro títulos, algunos de ellos llevados a cabo bajo intensos bombardeos. Durante esos meses inquietantes, los nazis, en su retirada, trasladaron materiales de atrezo hacia el norte de Italia. Durante un breve período de tiempo, la Repubblica Sociale Italiana trató de construir en Venecia una nueva Cinecittá, a la que denominó Cinevillaggio. En este lugar sólo se rodaron cuatro películas durante el año 1944. Los estudios romanos fueron utilizados como campo de concentración, polvorín y cuarteles. Luego quedaron abandonados y arruinados económica y físicamente. Éstos y otros más complejos motivos sociales y estéticos, como, el rechazo a tanta artificiosidad, dieron pie al neorrealismo. Este movimiento, de tanta trascendencia, no necesitaba decorados ni platós. La calle misma, en toda su crudeza, era el mejor escenario. Actores anónimos hicieron de protagonistas con otros profesionales. Cinecittá sufrió un parón hasta el año 1946, en que se rodaron tres películas. Al siguiente tan sólo una, la adaptación de la novela de Edmundo de Amicis,
Corazón
, dirigida por Duilio Coletti. Pero el filme del nuevo renacimiento se rodó en el año 1948. Era una nueva película histórico-religiosa titulada
Fabiola
y dirigida por el creador de la casa Alessandro Blasetti. A partir de este momento Cinecittá volvió lentamente a resurgir de sus cenizas, ayudada por producciones italianas y coproducciones con otras filmografías
extranjeras. Con Francia se rodó
La belleza del diablo
de René Clair y
Arroz amargo
de Giuseppe de Santis, con una pecaminosa Silvana Mangano
.
Silvia y yo nos despedimos de Maurizio Sperandini y avanzamos por calles que yo ya no sé si son verdaderas o decorados. Al salir de un estrecho callejón aparecemos en medio de una calle de Nueva York del siglo XIX. Son los restos del rodaje de
Gangs of New York
de Martin Scorsese. Sobre una de las fachadas leo: Tontine Hotel. Silvia me recuerda que no existe nada en el mundo más mortal y efímero que un decorado cinematográfico. Una vez cumple su misión se usa para nuevos fines o se destruye para utilizar esos mismos restos en otra nueva estructura. Los últimos grandes rodajes han sido, por ejemplo,
El nombre de la rosa
de Jean Jacques Annaud,
Las aventuras del barón Munchausen
de Terry Gilliam,
El Padrino
(III parte) de Francis Ford Coppola,
El paciente inglés
de Anthony Minghella,
Máximo riesgo
de Renny Harlin,
Pánico en el túnel
de Rob Cohen,
El sueño de una noche de verano
de Michael Hoffman,
Titus
de Julie Taymor, U-571 de Jonathan Mostow,
La playa
de Danny Boyle y
La delgada línea roja
de Terrence Malick. Junto a los restos de
Gangs of New York
se alzan en todo su esplendor los de la superproducción televisiva
Roma
. Tardaron casi un año en reproducir la ciudad de César y Augusto, y otro más invirtieron en el rodaje de la primera parte. Pero desde hace siete años ya llevaban trabajando en esta superproducción, en la que se han invertido más de cien millones de dólares, para recrear la historia épica de vidas ordinarias en la antigua Roma y su imperio. Lucio Voreno (Kevin McKidd) y Tito Pullo (Ray Stevenson) regresan a casa en la época de la ascensión y caída de Julio César. Son los decorados más grandes jamás construidos: más de 20.000 metros cuadrados de terreno. Una ciudad levantada a base de fibra de vidrio, gomaespuma y cartón piedra y que, por las necesidades de espacio, mezcla las arenas de Egipto y algún trozo de sus pirámides junto al Arco del Triunfo para poder rodar las escenas de
Marco Antonio y Cleopatra
sin salir de Cinecittá. Pronto volverán a iniciar los trabajos de la segunda parte, me comenta Silvia. Por este motivo el recinto está cerrado a las visitas y hay un guardia que vigila la entrada. Como Silvia es de la casa nos dejan avanzar. La calzada parece de verdad y nos deslizamos por la Via Appia. Nos vamos encontrando con templos, el foro, la Curia, las casas palaciegas y populares de los bajos fondos, todo tan sólo a diez kilómetros de distancia de donde yacen las verdaderas ruinas de aquel entonces. Tantas callejuelas pintadas de colores y escritas con recomendaciones e insultos, o dibujadas con abundantes atributos sexuales masculinos, dan una extraordinaria sensación de veracidad. Es tan grande y laberíntico este entramado de fachadas vacantes que, a veces, hasta nos perdemos. Tabernas, urinarios, casas de mal vivir, ropas y telas colgadas al viento. ¡Roma, tantas Romas y ninguna la verdadera! Columnas de acanto, guirnaldas, paredes interiores con frescos de colores pastel de estilo pompeyano, techos con relieves esculpidos, suelos de mosaicos multicolores, arcadas y columnas triunfales. «Es feliz el hombre a quien basta su riqueza interior y que exige para su diversión muy poco o nada al mundo exterior, puesto que esa importación, que es cara, esclavizadora y peligrosa, expone a desengaños y, en definitiva, nunca es más que un mal sucedáneo», dice Schopenhauer. Sin embargo, yo necesito de estos sucedáneos del paisaje del pasado. Son falsos, lo sé, pero ellos, en su representación, cobran vida como el actor que interpreta a su personaje. ¿Soy yo más real que estos decorados? ¿Cómo me ven ellos a mí? ¿No soy yo también un actor entre estas largas fachadas de cartón piedra? Cesare Pavese, en
El oficio de vivir
, escribía que la vida práctica se desarrolla en el presente, la contemplativa en el pasado: acción y memoria. Yo busco siempre el pasado para meditar sobre el presente que algún día también lo será. Y es fundamental rodearse de una escenografía. Y las escenografías no son perennes a pesar de los materiales, son todas como este sucedáneo de Roma. Se levantan y se derrumban, como los hombres, como los dioses. Estos decorados perdurarán en la película. Los actores dejarán sus rostros entre estas callejuelas. Sólo Silvia y yo somos fantasmas, sombras inidentificables que nos deslizaremos por el celuloide. «No lloréis, pues tal es aquí la vida del hombre. / Vino sin que lo llamaran, se fue sin que lo enviaran…» dicen unos versos de la monja budista Patacara. Buda, en el momento de su muerte, ofreció este consuelo a sus discípulos: «…está en la naturaleza misma de las cosas, cercanas y queridas para nosotros, el deber de alejarnos de ellas». Por cierto, Silvia ha desaparecido, quizá para facilitarme estas meditaciones. La busco por el laberinto, mientras un ligero viento mueve inquietantemente las estructuras, que cada vez se me asemejan más a mis pensamientos. «¿Alguna vez has vuelto al hogar de tu infancia, encontrándolo igual que en aquel tiempo?», me susurran desconocidas voces al oído. La infancia del mundo. El tiempo es un torrente incesante que se lleva todos nuestros sueños. No tiene fronteras y es sólo futuro, liso, sólo con algunas pequeñas irregularidades. Al doblar una calle veo la larga Via Appia y, al fondo, en el foro, a Silvia hablando por un teléfono móvil.
Continuamos el recorrido pasando por el estudio número 5. Es una gigantesca nave donde pueden rodarse, a la vez, escenas interiores de varias películas. Hay otro más moderno, pero el número 5 es el más antiguo y famoso, por donde pasaron las estrellas y directores más conocidos de los inicios y de la edad dorada de Cinecittá, es decir, desde la década de los cincuenta hasta los ochenta del siglo XX. Apenas nos podemos asomar. Están en pleno rodaje y no se permite la entrada a nadie. Silvia me señala a Inés Sastre, que protagoniza una película titulada
La cena per fare il cognoscere
. A comienzos de la década de los cincuenta se produjeron los últimos filmes neorrealistas:
Milagro en Milán
y
Umberto D
. de Vittorio de Sica, así como la ya citada
Bellísima
de Visconti. Las tres tenían el guión de Cesare Zavattini, un escritor imprescindible para entender ese período. Hollywood descubrió Cinecittá y aquí se llevaron a cabo algunas de las superproducciones más famosas y taquilleras.
Quo vadis
de Mervyn Le-Roy,
Guerra y Paz
de King Vidor,
Ben-Hur
de William Wyler,
Cleopatra
de Mankiewicz, parte de los interiores de
La caída del Imperio romano
de Anthony Mann,
Espartaco
de Stanley Kubrick,
La Biblia
de John Huston o
Helena de Troya
de Robert Wise, con la mejor Helena que yo haya visto jamás, la prontamente desaparecida de los escenarios Rossana Podestá. El director italiano Mario Camerini rodó un
Ulises
interpretado por Kirk Douglas, haciendo de Penélope Silvana Mangano. En estas superproducciones hollywoodenses colaboraron de manera muy destacada guionistas, directores, actores, escenógrafos, técnicos y músicos italianos. Pero además de estas películas de época en las que Cinecittá siempre estuvo especializada, se rodaron otras comedias fundamentales en la historia del cine como
Vacaciones en Roma
de William Wyler,
La condesa descalza
de Mankiewicz, con la deslumbrante Ava Gardner y Humphrey Bogart,
Locuras de verano
de David Lean o
Creemos en el amor
de Jean Negulesco.