Finalmente llego al lugar donde se inició este cementerio-jardín. Está bastante elevado sobre la base del mausoleo y se observan muy cercanos los bloques de mármol, así como la inscripción latina de la Pirámide de Cestios. Esta parte del cementerio no tiene diferentes estratos y calles como la anterior. Es una pequeña extensión que se asemeja a un campo de golf cuyos hoyos son las propias tumbas. Está todo cubierto de césped recién cortado y se camina por encima de él pues no hay una senda. Debió de haber más tumbas pues hoy apenas se conservan medio centenar de lápidas hundidas en la propia tierra o alzadas sobre ella. En medio del lugar está la de William Shelley:
«Born January XXIV / MDCCCXVI / Died lune VII MDCCCXIX / Son of Percy and Mary Wolstonecraft Shelley»
. Esta parte del cementerio está cercada por un pequeño muro abierto que la conecta con el resto y la aísla, así como la abrazan dos muros que la abren únicamente a la vista de la Pirámide.
Colgada, al fondo de todo, en las paredes de una pequeña caseta, está una lápida que dice:
«Keats! If thy cherished narre be “Writ in water ” / Each drop has fallen from some mourner's cheek; / A sacred tribute; such as heroes seek / though oft in vainfor dazzling deeds of slaughter / Sleep on! Not honoured less for Epitaph so meek!»
. Oscar Wilde le dedicó estos versos en “Heu miserande puer”: «Libre ya del dolor y la injusticia, / un mártir de la vida aquí reposa. / No tuvo amor ni una ilusión dichosa; / bello cual Sebastián, vino propicia // la muerte y su existencia se desquicia / en plena juventud. Sobre su losa / no hay un ciprés. A veces una rosa / con sus hojas caídas la acaricia. // ¡Oh, corazón por el dolor marchito! / ¡Oh, poeta, el más triste de este mundo! / ¡Oh, cantor, el más dulce de Inglaterra! // Tu nombre sobre el agua queda escrito, / mas nuestro llanto, cálido y fecundo, / tu memoria eterniza aquí en la tierra».
A lo largo de los últimos años he pasado varias veces por este lugar y noto como si algo se moviera. Nunca lo veo igual. Un cementerio acoge a nuestros muertos, pero él tiene su propia vida. Ni siquiera la tierra es eterna para nadie. Lápidas borradas, caídas y comidas por la misma tierra, antiguos inquilinos desalojados por el paso del tiempo y otros ocupando esos huecos. Contemplo esta quietud la mañana del día de Nochebuena del año 2004 y emprendo la retirada hacia la salida principal. Entonces, cuando atravieso esa pequeña frontera entre el cementerio antiguo y su ampliación, noto un intenso olor a comida. Sale por todos los poros de una amplia caseta adosada al muro lindante con la Via Caio Cestio. Intrigado me acerco. A través de una gran puerta de cristal veo dos amplias estancias. En la primera hay una cocina y una gran mesa desplegada; mientras que la otra alberga un generoso tresillo y otros varios asientos. Alrededor de esa mesa están dispuestas unas quince personas y algunos niños pequeños corretean entrando y saliendo. Las mujeres y hombres, mientras comen, charlan animadamente y algunos se ríen a grandes voces. Las tumbas están a pocos metros y algunos de los comensales, desde sus asientos, pueden leer perfectamente los nombres inscritos en las lápidas. Junto a esta caseta hay otra más pequeña cerrada. A través de las cristaleras de la entrada veo exhibidos varios libros relacionados con éste y otros cementerios. Vuelvo entonces sobre mis pasos y con los nudillos de la mano toco la puerta de los comensales. Aparece una mujer y le pregunto si me puede abrir la tienda para comprar uno de esos libros. Me dice que está cerrada y que quien tiene la llave se encuentra ausente. Al contemplarme tan apesadumbrado me invita a participar en el banquete. Y no es la única, pues la mayor parte de los presentes insisten. Yo se lo agradezco pero parto, acortando mi salida por la puerta lateral que da a la Via Caio Cestio. Huyo como huían los románticos. Huían de los hechos desagradables y, como con la edad se desilusiona de los ideales, que va sustituyendo, acaba idealizando lo único que no le ha decepcionado: el mecanismo de la huida.
Vuelvo a la Via Nicola Zabaglia y a pocos metros doy con el Testaccio. Es una gran loma artificial, de unos cuarenta metros de altura, formada por los fragmentos de ánforas procedentes de los almacenes próximos del puerto de Ripa Grande, del que apenas quedan vestigios. Una vez utilizadas, y ya inservibles, eran acumuladas allí. A este lugar también se lo conocía como el Monte dei Cocci, el Monte de los Cascos. Salía de un cementerio de cuerpos y me encontraba con otro de almas. En el
Gorgias
de Platón, el alma se asemeja a una tinaja, porque las almas son como receptáculos de energías y aptitudes determinadas. Pero estas tinajas estaban partidas, rotas y sobre ellas la naturaleza había levantado una montaña.
Por la tarde, paseando por la Piazza di Spagna, entro en el número 26, junto a las escaleras de la Trinitá dei Monti y frente a la fuente de la Barcaccia. Aquí murió Keats en el año 1821. El 21 de octubre de 1820 Keats llegó a Nápoles tratando de que el buen clima italiano mejorara su tuberculosis. Pasada la cuarentena en el barco, el 15 de noviembre pudo dirigirse a Roma. Se alojó en este domicilio acompañado de su amigo, el pintor Joseph Severn. Su enfermedad se agravó en enero del siguiente año y falleció el 23 de febrero de 1821, cuando sólo contaba veinticinco años de edad. Severn retrató magníficamente la triste agonía del poeta. Las heridas físicas no habían sido nada comparables con las morales. Criticado ferozmente, había sido acusado de poco imaginativo y artificioso. En Roma únicamente escribió una carta, quejosa, a su amigo Charles Brown. Cuando Shelley, que estaba pasando el invierno en Pisa, se enteró de la muerte de su compañero escribió la elegía
Adonais. Pocos
meses después, ambos escritores compartirían el mismo camposanto romano. En el año 1907, la casa de la Piazza di Spagna fue adquirida por una fundación, la Keats-Shelley Memorial Association, respaldada por personalidades de la política como el rey Eduardo VII, el presidente Theodore Roosevelt y el rey Vittorio Emanuelle III que inauguró el museo en el año 1909. Hoy el precioso inmueble custodia una de las mejores bibliotecas de literatura romántica: primeras ediciones, manuscritos, cartas y pinturas de Severn. Me detengo en la habitación donde se produjo el óbito y escribo estos versos míos: «Alto puerto / frondoso olivo / dunas desnortadas / cegadas grutas / cráteras / ánforas / tinajas rotas / del puerto de Ripa / llenas de panales / llenas de dones / opuestos / pétreos telares / púrpura marina / manantiales / perennes / hombres al viento norte / dioses al viento sur / penetrad en el Monte dei Cocci / Cáncer y Capricornio / las puertas dobles / de las abejas / guardianas de horas / mugen / humedeciendo / el alma seca».
P.D. E. J. Trelawny, marino y amigo de Byron y Shelley, escribió un libro magnífico sobre los últimos días de ambos poetas ingleses. En él cuenta cómo murió Shelley. Embarcado en su navío, en el puerto de Livorno, quedó envuelto por una espesa bruma que se adelantó a una fuerte tormenta. Durante varias horas se desconoció la suerte corrida por el poeta y su amigo Williams, hasta que se supo la noticia de la aparición de dos cadáveres en la costa, uno de ellos cerca de Viareggio: «La cara y las manos, las zonas del cuerpo que no estaban protegidas por la ropa, habían perdido la carne. La figura alta y delgada, la chaqueta, el volumen de Sófocles en su bolsillo y los poemas de Keats en el otro, doblados como si el lector los hubiera guardado apresuradamente, me resultaban demasiado familiares para albergar la menor duda de que aquel cuerpo mutilado era el de Shelley». El poeta inglés no sabía nadar y decía siempre que, en caso de un naufragio, desaparecería al instante y no pondría en peligro valiosas vidas permitiendo a otros salvar la suya, que a él — por otra parte— le parecía tan inútil. Se decidió, debido a cuestiones sanitarias, quemar los restos de Shelley y trasladarlos a Roma para enterrarlos junto con los de su hijo y su amigo Keats. «¿Eso es un cuerpo humano?», preguntó Byron cuando contempló los restos de su amigo. Y él mismo se respondió: «Esto es una sátira de nuestro orgullo y nuestra locura». Trelawny cuenta que, al abrir el horno donde habían sido dispuestos los restos del ahogado, sólo quedaban un montón de cenizas oscuras y algunos fragmentos de los huesos más grandes. «Recogí las cenizas y las guardé en una cajita de roble que llevaba una inscripción de latón, cerré la caja y la dejé en el coche de Byron.» Una vez en Roma se enterraron las cenizas en el cementerio protestante. «La vieja muralla encerraba parcialmente el cementerio y había en el muro un nicho situado entre dos contrafuertes, justo bajo la antigua pirámide que, supuestamente, albergaba la tumba de Cayo Cestio. No había más sepulturas en las inmediaciones. El lugar resultó de mi agrado, de manera que compré mi nicho y el espacio suficiente para plantar una hilera de cipreses […] Se contrataron albañiles sin más demora para construir dos tumbas en el receso. En una de ellas, una vez terminada, deposité la caja que contenía las cenizas de Shelley y la cubrí con una sólida piedra en la que figuraba un epitafio latino escrito por Leigh Hunt:
PERCY BYSSHE SHELLEY, ANGLUS, ORAM ETRUSCAM LEGENS IN NAVIGLIOLO INTER LIGURNUM PORTUM ET VIAM REGIAM, PROCELLA PERIIT VIII. NON. JUL. MDCCCXXII. AETAT. SUAE XXX. EDVARDUS ELLLIKER WILLIAMS, ANGLICA STIRPE ORTUS, INDIA ORIENTALI NATUS, A LIGURNO PORTU IN VIAM REGIAM NAVIGIOLO PROFICISCENS, TEMPESTATE PERIIT VIII. NON. JUL. MDCCCXXII. AETAT. SUAE XXX. IO, SOTTOSCRITTA, PREGO LE AUTORITÁ DI VIAREGGIO O LIVORNO DI CONSEGNARE AL SIGNORE ADOARDO TRELAWNY, INGLESE, LA BARCA NOMINATA
IL DONJUAN
, E TUTTA LA SUA CARICA, APPARTENENTE AL MIO MARITO, PER ESSERE ALLA SUA ISPOZIZIONE.
MARIA SHELLEY
GENÓVA, 16 SETTBRE 1822
A lo cual yo añadí dos versos de la obra de teatro favorita de Shelley,
La tempestad
:
Nothing of him that doth fade,
But doth suffer a sea change into something
Rich and strange.
Nada de él se esfuma,
sino que se transforma en algo
extraño y rico.»
Trelawny (en la versión española de Catalina Martínez Muñoz) cierra este episodio de sus interesantísimas memorias comentando que la otra tumba fue construida con la única intención de cubrir el hueco, «planté ocho cipreses. La última vez que los vi en 1844, los siete que quedaban medían treinta y cinco pies. También llevé flores. Cerqué el terreno que había comprado y con ello terminé mi tarea». Trelawny coincidió en Roma con Joseph Severn. El pintor le hizo un retrato, pero no congeniaron.
María Zambrano dejó a cada uno de los pocos amigos que la acompañamos hasta el final de sus días una serie de encargos. Todos los hemos tratado de cumplir. También María, desde donde se encuentre, nos ayuda. Así regreso, una vez más a Roma, para, en la ciudad más amada por ella, dejar inscrito su nombre tanto en una biblioteca como en una de las casas donde vivió. Roma ha vuelto a oír su nombre, su pensamiento a través de aquellos que la tratamos personal e intelectualmente.
El seminario «María Zambrano e Italia» se inicia en una sala del Palazzo Senatorio, encima de los Foros Imperiales. En la Roma clásica se encontraba aquí el Tabularium, el archivo. Ahora este edificio aloja las oficinas del Ayuntamiento. Las
tabulae
eran de bronce y en ellas se grababan las leyes y los textos oficiales. También aquí se reunían los magistrados. Sobre los muros del viejo edificio, Miguel Ángel diseñó una nueva fachada llevada a cabo por Della Porta y Rainaldi. La fachada principal da a la Piazza del Campidoglio. La torre es posterior y no la vio su creador, que sí contempló la escalera de dos rampas. Con posterioridad se le añadió la fuente. La plaza está cerrada en sus flancos laterales por otros dos palacios igualmente configurados por Miguel Ángel y sus seguidores. El Palazzo dei Conservatori y el Palazzo Nuovo. En el siglo XV se les denominaba «conservadores» a aquellos magistrados que gobernaban la ciudad junto con los senadores. El Palazzo Nuovo fue levantado idéntico al otro por decisión del artista y llevado igualmente a cabo por Della Porta y Rainaldi. Este conjunto configura la plaza. Antes la presidía una verdosa y magnífica estatua ecuestre de Marco Aurelio y, desde hace poco tiempo, ha sido sustituida por una copia en un horrible color marrón. No sé cómo pudo ser de bello este lugar durante la Roma imperial, cuando estaba repleto de templos, pero tal cual la miro ahora también es magnífica. La plaza está en todo lo alto de una de las siete colinas de Roma. Para ascender hasta ella hay que hacerlo por la escalinata o
cordonata
de Miguel Ángel, protegida por las estatuas y los caballos de los Dióscuros: Castor y Pólux. El Palazzo Senatorio y el Palazzo Nuovo albergan las colecciones romanas de los museos capitolinos. La escalinata de la vecina iglesia de Aracoeli no es menos bella y empinada, tanto la principal como la lateral. A esta última la observo mientras subo por la de servicio del Palazzo Senatorio. La sala donde hablamos se encuentra, nada más entrar, a mano izquierda. En las paredes de la misma hay adosadas inscripciones romanas que, probablemente, lucieron allí desde los más viejos tiempos. Mi voz suena distinta entre estas bóvedas. Mientras hablo me embarga una gran emoción. No sólo por encontrarme donde resuenan las voces de antaño, sino por otra morriña debida únicamente a los años que me van restando facultades para sentir con la misma intensidad, como cuando vine otras veces a Roma. «Mi ruina no es lo bastante grande como para consolarse con la de Roma», le escribe Chateaubriand a Monsieur Villemain; y añade en este otro texto igualmente perteneciente a las
Memorias de ultratumba
: «Cuando ahora me paseo solo, en medio de todos estos escombros de los siglos, no me sirven más que de escala para medir el tiempo: me remonto al pasado, veo lo que he perdido y el fin de ese corto porvenir que tengo por delante». Chateaubriand reconocía algo de lo que yo, mientras leo mi ponencia, me voy dando cuenta, que las ruinas de Roma rejuvenecen mientras nosotros nos arruinamos. Salgo de nuevo a la escalera y ese lateral del muro del palacio que la sostiene está repleto de fragmentos de otras viejas piedras roturadas. Miro al frente y veo de nuevo las escaleras de la iglesia de Aracoeli, al fondo los foros y también muy cercano el lugar donde debió estar la Roca Tarpeya, por donde se arrojan nuestros sueños. A diferencia de Montaigne, poco habló Chateaubriand del arte de Roma y sí de las rosas y las alcachofas que crecían a las orillas del Tíber, yo procuro reencontrarme con esos otros edificios que el autor de los
Ensayos
llamaba «bastardos» y que en un futuro podrían también pasar a ser ruinas. Entre mi primer viaje a Roma, en el año 1970, y este último, han pasado nada menos que treinta y cinco años. Las mujeres que dejé jóvenes se han vuelto mayores e igualmente me ha sucedido a mí. Roma empieza a ser ahora, de nuevo, más joven que todos nosotros. Así lo entendió María. En Roma sólo hay eternidad.