Los viajes de Gulliver (16 page)

Read Los viajes de Gulliver Online

Authors: Jonathan Swift

BOOK: Los viajes de Gulliver
11.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

;; ; El rey quedó horrorizado por la descripción que yo le había hecho de aquellas terribles máquinas y por la proposición que le sometía. Se asombró de que tan impotente y miserable insecto -son sus mismas palabras- pudiese sustentar ideas tan inhumanas y con la familiaridad suficiente para no conmoverse ante las escenas de sangre y desolación que yo había pintado como usuales efectos de aquellas máquinas destructoras, las cuales -dijo- habría sido sin duda el primero en concebir algún genio maléfico enemigo de la Humanidad. Por lo que a él mismo tocaba, aseguró que, aun cuando pocas cosas le satisfacían tanto como los nuevos descubrimientos en las artes o en la Naturaleza, mejor querría perder la mitad de su reino que no ser consabidor de este secreto, que me ordenaba, si estimaba mi vida, no volver a mencionar nunca.

;; ; ¡Extraño efecto de los cortos principios y los horizontes limitados! ¡Un príncipe adornado de todas las cualidades que inspiran estima, veneración y amor, de excelentes partes, gran sabiduría y profundos estudios, dotado de admirables talentos para gobernar y casi adorado por sus súbditos, dejando escapar, por un supremo escrúpulo, del cual no podemos tener en Europa la menor idea, una oportunidad puesta en sus manos, y cuyo aprovechamiento le hubiera hecho dueño absoluto de la vida, la libertad y la fortuna de sus gentes! No digo esto con la más pequeña intención de disminuir las muchas virtudes de aquel excelente rey, cuyos méritos, sin embargo, temo que habrán de quedar muy mermados a los ojos del lector inglés con este motivo; pero juzgo que este defecto tiene por origen la ignorancia de aquel pueblo, que todavía no ha reducido la política a una ciencia, como en Europa han hecho ya entendimientos despiertos. Recuerdo muy bien que en una conversación que mantuve con el rey un día, como yo le dijera que nosotros habíamos escrito varios millares de libros sobre el arte de gobernar, él formó -en contra de lo que yo pretendía- un concepto muy pobre de nuestra inteligencia. Declaró abiertamente que detestaba, a la vez que despreciaba, todo misterio, refinamiento e intriga en un príncipe o en un ministro. No podía comprender lo que designaba yo con el nombre de secreto de Estado, siempre que no se tratase de algún enemigo o alguna nación rival. Reducía el conocimiento del gobierno a límites estrechísimos de sentido común y razón, justicia y lenidad, diligencia en rematar las causas civiles y criminales, con algunos otros tópicos sencillos que no merecen ser consignados. Y afirmó que cualquiera que hiciese nacer dos espigas de grano o dos briznas de hierba en el espacio de tierra en que naciera antes una, merecía más de la Humanidad y hacía más esencial servicio a su país que toda la casta de políticos junta.

;; ; Los estudios de este pueblo son muy defectuosos, pues consisten únicamente en moral, historia, poesía y matemáticas, aunque hay que reconocer que en estas materias descuella. Pero la última se aplica tan sólo a aquello que puede ser útil en la vida, como es el progreso de la agricultura y de las artes mecánicas; así que entre nosotros no merecía gran aprecio. En cuanto a ideas trascendentales, abstracciones y trascendencias, jamás pude meterles en la cabeza la más elemental concepción.

;; ; Ninguna ley de aquel país debe exceder en palabras el número de las letras del alfabeto, que es allí de veintidós; pero, en verdad, son muy pocas las que alcanzan esta extensión. Están redactadas con los términos más claros y sencillos, y aquellas gentes no son lo bastante perspicaces para descubrir en ellas más de una interpretación, y escribir un comentario a una ley es un crimen capital. En cuanto a los fallos en las causas civiles y los procedimientos contra los criminales, tienen allí tan pocos precedentes, que mal podrían jactarse de pericia ninguna en ellos.

;; ; Conocen el arte de la imprenta, como los chinos, desde tiempo inmemorial; pero sus bibliotecas no son muy grandes. La del rey, considerada como la mayor, no excede de mil volúmenes, colocados en una galería de doce mil pies de longitud, de la cual yo tenía licencia para sacar los libros que deseara. El carpintero de la reina había ideado y construído en una de las habitaciones de Glumdalclitch una especie de aparato de madera de veinticinco pies de alto, formado como una escalera puesta en pie, cuyos peldaños tenían cincuenta pies de largo; era, en fin, una escalera portátil, cuya parte inferior quedaba a unos diez pies de la pared del cuarto. El libro que yo quería leer se apoyaba en la pared; subía yo luego hasta el último peldaño de la escalera, y volviéndome hacia el libro empezaba por la parte superior de la página, y así continuaba, andando a la derecha y a la izquierda unos diez pasos, según la longitud de las líneas, hasta que llegaba un poco más abajo del nivel de mis ojos, y de este modo bajaba gradualmente hasta el final; luego subía de nuevo y empezaba la otra página de la misma manera, e igualmente volvía la hoja, lo que podía hacer fácilmente con las dos manos, porque era nada mas de gruesa y dura como un cartón, y en los folios mayores no pasaba de dieciocho a veinte pies de largo.

;; ; El estilo de aquellas gentes es claro, masculino y cuidado, pero no florido, pues nada evitan con tanto escrúpulo como multiplicar palabras innecesarias o emplear para el mismo fin varias expresiones. He leído atentamente muchos de aquellos libros, especialmente de historia y de moral. Entre los demás me divirtió mucho un pequeño tratado antiguo que estaba siempre en el dormitorio de Glumdalclitch y pertenecía al aya de ésta: una dama de alcurnia, grave y entrada en años, que mantenía estrecho comercio con los textos de moral y devoción. El libro trata de la debilidad de la condición humana, y no goza de gran estima, salvo entre las mujeres y el vulgo. Era, sin embargo, curioso para mí ver lo que un autor de aquel país podía decir sobre tal materia. El escritor recorría todos los tópicos corrientes en los moralistas europeos mostrando cuán diminuto, despreciable e indefenso animal es el hombre por su propia naturaleza; cuán incapaz de defenderse por sí mismo de la inclemencia del aire y de los ataques de las bestias feroces; cómo un ser le aventaja en fuerza, otro en ligereza, un tercero en previsión, un cuarto en industria. Añadía que la Naturaleza había degenerado en estas decadentes edades últimas del mundo y hoy sólo producía pequeñas criaturas abortivas en comparación con las nacidas en los tiempos antiguos. Decía que era lógico pensar no sólo que las especies de hombres eran en su origen mucho mayores, sino también que en lejanas épocas debió de haber gigantes, así como la tradición y la historia lo atestiguan y ha sido confirmado por los enormes huesos desenterrados por casualidad en diversas partes del reino, y que pasan en mucho los de la mermada raza del hombre de nuestros días. Argumentaba que las mismas leyes de la Naturaleza exigían, sin dejar lugar a duda, que en un principio hubiésemos sido creados de más alto y robusto talle, no tan sujetos a ser destruídos por cualquier pequeño accidente, como el desprendimiento de una teja desde una casa, o el lanzamiento de una piedra por la mano de un niño, o la caída en cualquier arroyuelo donde perecer ahogado. De esta índole de razones sacaba el autor varias normas morales útiles para conducirse en la vida, pero que no es necesario copiar aquí. Por mi parte, no pude dejar de reflexionar en lo universalmente extendido que está el talento de hacer discursos de moral, o más bien de descontento y condolencia por las contiendas que con la Naturaleza nos empeñamos en imaginar. Y creo que con una seria averiguación quedaría evidenciado que esas contiendas son tan infundadas por lo que toca a nosotros como por lo que toca a aquel pueblo.

;; ; En cuanto a cuestiones militares, se hace gala allí de que el ejército del rey consiste en ciento setenta y seis mil infantes y treinta y dos mil caballos, si es que puede llamarse ejército el formado por comerciantes en varias ciudades y por agricultores en los campos, bajo el único mando de la nobleza y de las gentes principales, que no reciben paga ni recompensa ninguna. Cierto que alcanzan bastante perfección en el ejército y observan muy buena disciplina. Pero yo no veo en ello gran mérito; porque ¿cómo podría ser de otro modo en un sitio donde cada campesino está bajo el mando del propio señor de las tierras y cada ciudadano bajo el de un hombre principal de su misma edad elegido por votación, a la manera de Venecia?

;; ; He visto muchas veces a la milicia de Lorbrulgrud salir a ejercitarse en un gran campo próximo a la ciudad, de unas veinte millas en cuadro. No eran en conjunto más de veinticinco mil infantes y seis mil caballos; pero a mí me era imposible calcular el número a causa del mucho terreno que ocupaban. Un jinete montado en un caballo de buena alzada levantaba del suelo unos noventa pies. Yo he visto a todo aquel cuerpo de caballería sacar a la voz de mando las espadas y blandirlas. La imaginación no puede concebir nada tan grande, tan sorprendente, tan asombroso. Parecía como si diez mil llamaradas de relámpagos fuesen lanzados a la vez de todo el ámbito de los cielos.

;; ; Tuve curiosidad de saber cómo este príncipe, a cuyos dominios no puede llegarse desde ningún otro país, había podido pensar en ejércitos ni instruir a su pueblo en la práctica de la disciplina militar. Pero pronto quedé informado, tanto por conversaciones que sostuve como por las historias que leí; pues supe que por espacio de largas épocas aquel pueblo había sufrido la enfermedad a que está sujeta toda la especie humana: la lucha frecuente de la nobleza por el poder, del pueblo por la libertad y del rey por el dominio absoluto. Todo lo cual, aunque felizmente moderado por las leyes de aquel reino, había sido violado a veces por cada una de las tres partes y había provocado en una o varias ocasiones guerras civiles. A la última puso término venturoso el abuelo de este príncipe con un acomodamiento general, y la milicia, establecida entonces por común acuerdo, se ha mantenido siempre dentro de su más estricto deber.


Capítulo octavo

El rey y la reina hacen una excursión a las fronteras. -El autor les acompaña. -Muy detallada relación del modo en que sale del país. -Regreso a Inglaterra.

;; ; Tenía yo siempre una firme confianza en que recobraría la libertad alguna vez, aunque me era imposible conjeturar por qué medios, ni formar proyecto ninguno que tuviese probabilidad de salir bien. El barco en que yo navegaba fue el único del que supiese que hubiera llegado a la vista de aquellas costas, y el rey había dado rigurosas órdenes para que, si algún otro apareciera, lo sacaran del agua y en un carro lo llevaran a Lorbrulgrud. Tenía él grandes deseos de procurarme una mujer de mi mismo tamaño con quien pudiera propagar la casta; pero yo creo que hubiese consentido morir antes que sufrir la desventura de dejar una descendencia para ser enjaulada como canarios domésticos, y quizá alguna vez vendida por todo el reino a las personas de condición, en calidad de rareza. Cierto que se me trataba con mucha amabilidad y que era el favorito de unos poderosos reyes y el deleite de toda la corte; pero todo ello bajo un pie que resultaba en desdoro de la dignidad humana. Nunca podía olvidarme de los cariños domésticos que había dejado detrás de mí. Deseaba estar entre gentes con quienes pudiese conversar en términos llanos y pasear por las calles y los campos sin miedo a ser muerto de un pisotón, como una rana o un perrillo faldero. Pero mi liberación vino más pronto de lo que yo esperaba y por caminos nada comunes. Relataré fielmente la completa historia y las circunstancias de ella.

;; ; Llevaba ya dos años en aquel país, y hacia el principio del tercero, Glumdalclitch y yo acompañábamos al rey y a la reina en un viaje a la costa Sur del reino. A mí me llevaban, según costumbre, en mi caja de viaje, que, como ya he referido, era un muy cómodo gabinete de doce pies de anchura. Yo había mandado que me colgaran una hamaca con cuerdas de seda sujetas a los cuatro ángulos superiores a fin de amortiguar los vaivenes cuando un criado me llevaba delante de él en el caballo, como muchas veces solicité, y con frecuencia dormía en ella cuando estábamos en camino. En el techo de mi gabinete, justamente sobre el centro de la hamaca, abrió el carpintero por encargo mío un agujerito de un pie cuadrado para que me entrara aire en tiempo caluroso mientras dormía, agujero que yo cerraba y abría a voluntad con un tablero que se deslizaba por una muesca.

;; ; Cuando llegamos al término de nuestro viaje, el rey encontró de su gusto pasar unos días en un palacio que tenía cerca de Flanfasnic, ciudad enclavada a unas dieciocho millas inglesas del mar. Glumdalclitch y yo estábamos muy fatigados. Yo me había enfriado un poco, y en cuanto a la pobre niña, estaba tan delicada, que no salía de su habitación. Yo ansiaba ver el océano, que había de ser el único escenario de mi escapatoria, si era que alguna vez llegaba. Fingía yo estar más enfermo de lo que estaba realmente y pedí licencia para tomar el aire fresco del mar con un paje a quien yo apreciaba mucho y a quien algunas veces me habían confiado. Nunca olvidaré con qué mala gana consintió Glumdalclitch, ni el severo encargo que hizo al paje para que tuviese cuidado conmigo, al mismo tiempo que se deshacía en lágrimas, como si tuviese algún presentimiento de lo que había de ocurrir. El joven me llevó en mi caja durante una media hora de camino desde el palacio hacia las rocas de la costa. Le ordené que me pusiera en el suelo, y levantando una de las vidrieras miré melancólica y atentamente hacia el mar. No me encontraba bueno del todo y dije al paje que iba a echar en la hamaca una siesta, que esperaba que me hiciese bien. Entré y el muchacho cerró la ventana para preservarme del frío. Me dormí pronto, y todo lo que puedo deducir es que mientras yo dormía, el paje, pensando que nada podría ocurrirme, iría a buscar entre las rocas huevos de pájaros, pues antes le había visto desde la ventana coger uno o dos de las hendeduras. Sea lo que fuere, me despertó de pronto un violento tirón del anillo que tenía la caja en la parte superior para facilitar el transporte. Sentí mi caja levantada por los aires a gran altura y luego llevada hacia adelante con velocidad prodigiosa. La primera sacudida casi me lanzó de la hamaca; pero luego el movimiento se hizo bastante suave. Grité varias veces tan alto como pude, pero no me sirvió de nada. Miré hacia las ventanas y no vi sino nubes y cielo. Oía sobre mi cabeza un ruido como de batir de alas, y entonces empecé a darme cuenta de la espantosa situación en que me veía: alguna águila había cogido sin duda en el pico mi caja por la anilla con la intención de dejarla caer sobre una peña, como una tortuga dentro de su concha, y sacar luego mi cuerpo y devorarlo. Sabido es que la sagacidad y el olfato de esta ave le permiten descubrir su presa a gran distancia y aunque esté más escondida que pudiera yo estar bajo una tabla de dos pulgadas,

Other books

The Grey Girl by Eleanor Hawken
Broken People by Hildreth, Scott
The Vatard Sisters by Joris-Karl Huysmans
Together Forever by Vicki Green
All Fall Down by Carter, Ally
A Headstrong Woman by Maness, Michelle
Taking a Shot by Catherine Gayle