—¿De modo que lo sabe usted? —preguntó Poirot suavemente.
—Querido amigo, no soy tan tonta como cree.
—¿Trafican en drogas?
—¡Ah, eso no! —la condesa replicó vivamente—. Eso sería abominable.
Poirot la miró durante unos momentos y luego suspiró.
—Le creo —dijo—. Pero en ese caso, es aún más necesario que me diga quién es el propietario de esto.
—Yo misma —contestó secamente.
—Sobre el papel sí. Pero hay alguien detrás de usted.
—¿Sabe usted, amigo mío, que lo encuentro demasiado curioso? ¿No te parece que es demasiado curioso,
Dou dou
?
Su voz descendió hasta convertirse en un murmullo cuando dijo estas últimas palabras. Luego cogió un hueso que tenía en el plato y se lo tiró al perrazo negro. Se oyó el feroz chasquido de las quijadas al cerrarse.
—¿Cómo ha llamado a ese perro? —preguntó Poirot, distraído de sus pensamientos por aquella acción.
—Es mi segundo
Dou dou
.
—Pero ese nombre es ridículo.
—¡Ah! Mi perrito es adorable. ¡Es un perro policía! Y sabe hacerlo todo... todo. ¡Espere!
Se levantó, miró a su alrededor, y súbitamente cogió un plato en el que acababa de ser servido un suculento filete a un comensal que se sentaba en una de las mesas contiguas. Fue hacia el nicho de mármol y puso el plato ante el perro, al propio tiempo que le decía unas cuantas palabras en ruso.
Cerbero
siguió mirando al frente, inmóvil, como si el filete no existiera.
—¿Ve usted? ¡Y no es cuestión de unos minutos! Así estaría durante horas si fuera necesario.
Luego murmuró una palabra y
Cerbero
inclinó su largo cuello con la velocidad del rayo. El filete desapareció como por arte de magia.
Vera Rossakoff rodeó con sus brazos el cuello del can.
—¡Mire qué dócil es! —exclamó—. Tanto yo, como Alice, como sus amigos, podemos hacer lo que queramos con él. Pero basta decirle una palabra y no hace falta más. Le aseguro que haría pedazos... a un inspector de policía, por ejemplo. ¡Sí: mil pedazos!
Se echó a reír.
—Me gustaría decir esa palabra...
Poirot la interrumpió apresuradamente. No se fiaba del sentido del humor de la condesa. El inspector Stevens podía encontrarse en verdadero peligro.
—El profesor Liskeard desea hablar con usted —dijo.
El aludido estaba de pie al lado de ella.
—Ha cogido usted mi filete —dijo—. ¿Por qué lo ha hecho? Era un buen filete.
—El jueves por la noche, amigo mío —anunció Japp—. Entonces será cuando salte todo el asunto por los aires. De ello se encargará Andrews, desde luego, ya que es cosa de la Brigada de Estupefacientes. Pero el chico estará encantado de contarle entre los suyos. No, gracias; no quiero ninguno de sus caprichosos
sirops
. Debo cuidar de mi estómago. ¿Es whisky aquello que veo allí? Eso está mejor.
Una vez dejó el vaso, continuó:
—Creo que hemos resuelto el problema. Hay otra salida del club y la hemos descubierto.
—¿Dónde está?
—Detrás de la parrilla. Parte de ésta gira sobre sí misma.
—Pero si es así tuvieron que verlo cuando...
—No, amiguito. Cuando empezó la batida se apagaron las luces; las desconectaron desde el interruptor general. Nadie salió por la puerta principal porque estábamos vigilándola, pero ahora parece claro que alguien se escurrió por la salida secreta, llevándose el cuerpo del delito. Hemos estado registrando la casa que hay detrás del club y así es como nos enteramos del truco.
—¿Qué se proponen hacer?
Japp parpadeó.
—Dejar que todo ocurra como de costumbre. Aparece la policía; se apagan las luces... y alguien estará al otro lado de la puerta secreta esperando a ver los que salen por allí. ¡Esta vez los cogeremos! —¿Y por qué el jueves precisamente?
El policía guiñó un ojo.
—Tenemos ahora bien vigilada a la «Golconda» y nos hemos enterado de que el jueves saldrá de allí una expedición de material. Las esmeraldas de lady Carrington.
—¿Me permitirá que yo también haga por mi parte unos cuantos preparativos? —preguntó Poirot.
Sentado en su mesa habitual, cerca de la entrada, se encontraba Poirot el jueves por la noche, estudiando el ambiente que le rodeaba. Como de costumbre, «El Infierno» estaba rebosante de público.
La condesa se había arreglado mucho más extravagantemente que de ordinario. Aquella noche parecía más rusa que en otras ocasiones; batía palmas y reía estrepitosamente. Había llegado Paul Varesco. Algunas veces iba vestido de rigurosa etiqueta, pero otras, como aquel jueves, aparecía con una especie de atavío «apache»; americana ajustada y pañuelo de seda al cuello. Tenía un aspecto depravado, pero atractivo. El joven se libró de una mujer corpulenta de mediana edad, recubierta de diamantes, y se acercó a la mesa donde Alice Cunningham escribía afanosamente en una libreta. Le solicitó un baile. La dama de los diamantes miró furiosa a la muchacha y luego contempló con ojos tiernos a Varesco.
Sin embargo, los ojos de Alice no reflejaban dulzura alguna. Relumbraban con mero interés científico y Poirot pudo oír varios fragmentos de la conversación que sostenía la pareja cuando pasaban junto a él bailando. La joven había completado sus averiguaciones sobre la niñera y ahora se ocupaba de informarse sobre la maestra que tuvo Varesco en la escuela de primaria.
Cuando acabó el baile, Alice tomó asiento junto a Poirot. Parecía feliz y excitada.
—Es interesantísimo —dijo—. Varesco será uno de los casos más importantes de mi libro; el simbolismo es inconfundible. Su repugnancia hacia los chalecos —y al decir chalecos entiéndase «camisas peludas», con todas sus asociaciones—, permite comprender claramente su carácter. Puede decirse que es un tipo criminal, sin lugar a dudas, pero se le podría curar con un tratamiento adecuado...
—El reformar a un bribón ha sido siempre una de las ilusiones favoritas de las mujeres —comentó Poirot.
Alice Cunningham lo miró fríamente.
—En esto no hay nada personal, señor Poirot.
—Nunca lo hay —dijo el detective—. Siempre se trata del más puro y desinteresado altruismo; pero su objeto suele ser, por lo general, un atractivo miembro del sexo opuesto. ¿Se interesa usted, acaso, por saber a qué colegio fui yo, o cómo me trataba la maestra?
—Usted no es un tipo delincuente —replicó la señorita Cunningham.
—¿Los conoce usted a primera vista?
—Claro que sí.
El profesor Liskeard se acercó y tomó asiento al otro lado de Poirot.
—¿Están hablando de delincuentes? Debería usted estudiar el código penal de Yamurabi, escrito el año mil ochocientos antes de Jesucristo, señor Poirot. Es muy interesante. «El hombre que sea sorprendido robando durante un incendio, será arrojado al fuego.»
Su mirada se dirigió hacia la parrilla eléctrica.
—Y las leyes, todavía más viejas, de los sumerios: «Si la esposa aborreciera al marido y le dijera: "Tú no eres mi marido", la echaría al río.» Más barato y fácil que un divorcio. Pero si el marido dijera eso a la mujer, sólo tendría la obligación de pagarle cierta cantidad de plata. Nadie lo echaría al río.
—Siempre la misma historia —comentó Alice Cunningham—. Una ley para el hombre y otra para la mujer.
—Las mujeres, desde luego, aprecian mucho mejor el valor del dinero —dijo pensativamente el profesor—. Sepa usted que me gusta este sitio —añadió—. Vengo casi todas las noches y no tengo que pagar nada. La condesa, que es muy amable, lo dispuso así, considerando la ayuda que, según dice, le presté aconsejándola acerca de la decoración del local. No tengo nada que ver con esas horribles pinturas, pues cuando me consultó no tenía yo idea de lo que se proponía. Así es que entre ella y el pintor lo han hecho todo al revés. Espero que nadie sepa nunca que existe ni la más mínima conexión entre yo y esos esperpentos. No podría refutar una calumnia así. Pero ella es una mujer maravillosa; siempre la comparo a una babilonia. Las babilonias eran unas mujeres que entendían mucho de negocios...
Las palabras del profesor quedaron ahogadas por un griterío general. Se oyó la palabra «policía»; las mujeres se levantaron de sus asientos y se armó un verdadero pandemónium. A continuación se apagaron las luces y lo mismo ocurrió con la parrilla eléctrica.
Como un contrapunto a la barahúnda, la voz del profesor siguió recitando tranquilamente varios puntos de las leyes de Yamurabi.
Cuando volvieron a encenderse las luces, Hércules Poirot estaba a la mitad de la escalera que conducía al exterior. Los policías que custodiaban la salida le saludaron. El detective salió a la calle y se dirigió a la esquina.
A la vuelta de ella, pegado a la pared, esperaba un hombrecillo de nariz colorada; a su alrededor se notaba un olor penetrante.
Con un murmullo ronco y apremiante, dijo:
—Aquí estoy, jefe. ¿Es ya hora de que haga lo mío?
—Sí. Vamos.
—¡Pero eso está plagado de polizontes!
—No se preocupe. Ya los avisé.
—Espero que no se meterán conmigo.
—No lo harán. ¿Está usted seguro de poder llevar a cabo lo que le dije? El animal en cuestión es grande y feroz.
—Conmigo no lo será —respondió el hombrecillo confiadamente—. Aquí traigo una cosa que lo amansará. ¡Cualquier perro me seguiría hasta el infierno por conseguirla!
—En este caso, lo sacará usted fuera de él —replicó Hércules Poirot.
El timbre del teléfono sonó a primeras horas de la mañana. Poirot cogió el auricular.
Se oyó la voz de Japp.
—¿Quería hablar conmigo? —preguntó el policía.
—Sí; eso es. ¿Qué me cuenta?
—No encontramos las drogas, pero conseguimos las esmeraldas.
—¿Dónde?
—En el bolsillo del profesor Liskeard.
—¿También se sorprende usted? Con franqueza, no sé qué pensar. Pareció tan asombrado como un niño de pecho. Las miró y dijo que no tenía ni la más remota idea de cómo habían llegado a su bolsillo, ¡maldita sea!, creo que decía la verdad. Varesco pudo ponérselas fácilmente mientras estuvo la luz apagada. No puedo imaginarme a un hombre como Liskeard mezclado en una cosa así. Pertenece a la alta sociedad y hasta se relaciona con el Museo Británico. En lo único que gasta el dinero es en libros, y así y todo, los compra de segunda mano. No; no encaja en ello. Empiezo a creer que estábamos equivocados; que nunca ha habido drogas en ese club.
—Pues sí que las hubo, amigo mío. Anoche estaban allí. Y dígame, ¿no salió nadie por la puerta secreta?
—Sí. El príncipe Henry de Scandenberg y su caballerizo mayor. Llegó ayer mismo a Londres. Y el ministro Vitemian Evans. Es un oficio bastante peliagudo ser ministro laborista, pues debe andar uno con mucho cuidado. A nadie le preocupa que un político conservador se gaste los cuartos en francachelas, porque todos se figuran que gasta de su dinero. Pero cuando se trata de un laborista, la gente piensa en seguida que está derrochando los fondos del partido. Y a decir verdad, así suele ocurrir. Bueno, lady Beatrice Viner fue la última; se casa pasado mañana con el presumido duque de Leominster. No creo que ninguno de ellos tenga nada que ver con lo que nos ocupa.
—Y está usted en lo cierto. De todas formas, las drogas estaban en el club y alguien las sacó de allí.
—¿Quién fue?
—Yo, amigo mío —respondió Poirot suavemente.
Colgó el auricular, cortando los farfulleos de Japp, al oír que sonaba el timbre de la puerta. El detective la abrió personalmente y dejó que entrara la condesa Rossakoff.
—Si no fuera por lo viejos que somos, esto iba a ser muy comprometedor —exclamó ella—. Ya ve que he venido, tal como me pedía en su nota. Creo que me ha seguido un policía, pero, por mí, que se espere en la calle; bien, amigo mío, ¿qué ocurre?
Poirot, galantemente, le ayudó a quitarse las pieles.
—¿Por qué puso las esmeraldas en el bolsillo del profesor Liskeard? —preguntó el detective—.
Ce n'est pas gentile, ce que vous avez fait la!
La condesa abrió los ojos de par en par.
—Pues lo que me propuse fue ponerlas en el bolsillo de usted.
—¿En mi bolsillo?
—Claro que sí. Fui precipitadamente hacia la mesa donde solía usted sentarse; pero supongo que al estar las luces apagadas, por inadvertencia puse las esmeraldas en el bolsillo del profesor.
—¿Y por qué quería hacerme cargar con unas esmeraldas robadas?
—Me pareció... Tuve que decidirme con rapidez, ¿comprende? Y aquello era lo mejor que podía hacer.
—Realmente, Vera, es usted
impayable
.
—¡Pero, mi querido amigo, considere...! Llegó la policía y se apagaron las luces, esto último es un arreglo que hemos hecho para los clientes que no desean ser molestados, y una mano cogió el bolso que tenía sobre la mesa. Lo recuperé de un manotazo y sentí a través del terciopelo una cosa dura en su interior. Introduje la mano, y por el tacto supe que eran piedras preciosas. En el acto comprendí quién las había puesto allí.
—¿De veras? ¿Lo sabe usted?
—Claro que lo sé. ¡Es ese
salaud
! Es ese basilisco, ese monstruo, ese hipócrita, ese traidor, ese reptil de Paul Varesco.
—¿Su socio?
—Sí, sí. Es el dueño; él fue quien puso el dinero. Hasta ahora nunca le traicioné, siempre le he sido fiel. Pero ya que me ha vendido, que ha querido entregarme a la policía... ¡Ah!; ahora he de decir a todos que ha sido él... sí ¡que ha sido él!
—Cálmese —dijo Poirot—. Entre conmigo en esta habitación.
Abrió la puerta. La habitación era pequeña y de momento daba la sensación de que estaba toda llena de «perro».
Cerbero
parecía desproporcionado en el espacioso sitio que ocupaba en «El Infierno»; pero en el pequeño comedor del piso de Poirot, causaba la impresión de que no había otra cosa más que él. A su lado, sin embargo, estaba el odorífero hombrecillo de la noche anterior.
—Hemos venido de acuerdo con lo acordado, jefe —dijo el acompañante del perro, con voz ronca.
—
Dou dou
! —exclamó la condesa—. Mi pobrecito
Dou dou
...
Cerbero
golpeó el suelo con la cola. Pero no se movió.
—Permítame que le presente al señor William Higgs —gritó Poirot para hacerse oír sobre el estruendo que hacía el perro con la cola—. Es un maestro en su profesión. Durante el batiburrillo que se armó anoche, el señor Higgs indujo a
Cerbero
que saliera de «El Infierno» y le siguiera.