Julien Alexander es el ángel de los subterráneos; «subterráneo» es un nombre inventado por Adam Moorad, poeta y amigo mío, que dijo: «Son
hipsters
sin ser insoportables, son inteligentes sin ser convencionales, son intelectuales como el demonio y saben lo que se puede saber sobre Pound sin ser pretenciosos ni hablar demasiado de lo que saben, son muy tranquilos, son unos Cristos». Julien sí que es un Cristo. Aquel día pasaba yo por la calle con Larry O’Hara, viejo amigo mío de parrandas en San Francisco, ya que en otros tiempos, en mis largas, mis nerviosas y locas correrías, yo solía emborracharme todas las noches, y es más, me hacía pagar las copas por los amigos con una regularidad tan «genial» que ya nadie me hacía realmente caso ni se preocupaba por declarar que estoy progresando o que estaba progresando como escritor, cuando yo era joven; una costumbre muy fea beber gratis aunque por supuesto nadie se fijaba y me encontraban simpático y como dijo Sam: «Todos recurren a ti para cargar el tanque, muchacho, qué buena estación de servicio tienes» o algo por el estilo; el viejo Larry O’Hara, siempre tan bueno conmigo, un joven comerciante de San Francisco, irlandés y loco, con una trastienda balzaciana en la librería donde se fumaba marihuana y se charlaba de los buenos tiempos, de la banda del gran Basie, o de los días del gran Chu Berry; del cual hablaremos más adelante ya que ella tuvo algo también con él, porque con todos tenía que acostarse, por el hecho de conocerme a mí que soy nervioso y multiforme y de ningún modo tengo una sola alma —y ni un poco de mi dolor ha asomado todavía— ni de mi sufrimiento —¡ángeles, sostenedme!, ni siquiera estoy mirando el papel sino fijamente la penumbra vacía de la pared de mi cuarto y el programa de radio de Sarah Vaughan y Gerry Mulligan sobre el escritorio en forma de radio; en otras palabras, estaban sentados sobre el guardabarros de un coche delante del bar Black Mask de la calle Montgomery, Julien Alexander, el Cristo sin afeitar, flaco, juvenil, tranquilo, casi extraño, algo así habría dicho Adam, como un ángel apocalíptico o un santo de los subterráneos, por cierto estrella (ahora)—, y ella, Mardou Fox, cuya cara, cuando la había visto por primera vez en el bar de Dante a la vuelta de la esquina me había hecho pensar: «Demonios, tengo que hacer algo con esta mujercita», y tal vez también porque era negra. Además tenía la misma cara de Rita Savage, una amiga de adolescencia de mi hermana, una muchacha con la que entre otras cosas yo solía soñar despierto, arrodillada entre mis piernas sobre el piso del baño, y yo sentado, con esos labios suyos especiales y frescos, y esos pómulos duros de india, protuberantes y suaves; la misma cara, pero atenazada, dulce, y un par de ojos brillantes, francos e intensos, ella, Mardou, estaba inclinada hacia adelante, diciéndole algo con extrema seriedad a Ross Wallenstein (amigo de Julien) inclinada sobre la mesita, exageradamente —«tengo que hacer algo con ella»—, y yo traté de dirigirle miradas pícaras, miradas sensuales; pero a ella ni se le ocurría levantar la vista, ni siquiera verme. Debo explicar que yo acababa de dejar el barco en Nueva York, despedido antes de iniciar el viaje a Kôbe (Japón) por unas complicaciones que había tenido con el contramaestre dada mi imposibilidad de mostrarme amable, y, para decir la verdad, humano y como una persona cualquiera, mientras desempeñaba mis tareas de cantinero de la tripulación (y no me podrán decir que no soy fiel a la verdad y concreto), una cosa muy típica en mí, me daba por tratar al primer mecánico y a los demás oficiales con una cortesía desconcertante, terminé por enfurecerlos a todos, querían que dijera alguna cosa, por lo menos que rezongara por la mañana cuando les servía el café, y yo en cambio me precipitaba silenciosamente, como sobre suelas de goma, para obedecer sus órdenes, y no les concedía nunca una sonrisa, o si la concedía era una sonrisa enfermiza, una sonrisa de superioridad, y todo por culpa de ese ángel de la soledad que tenía posado sobre el hombro cuando bajé por la calle Montgomery esa noche cálida y vi a Mardou sentada en el guardabarros con Julien, recordé de pronto: «¡Oh!, ahí está esa chica con la cual quiero tener un asunto, quién sabe si anda con uno de esos muchachos», oscura, apenas se la veía en esa calle poco iluminada, con los pies envueltos en las correas de unas sandalias de aspecto tan excitante que sentí deseos de besarlos, aunque no me imaginaba nada todavía.
Los subterráneos estaban gozando de la cálida noche delante del Mask, Julien en el guardabarros, Ross Wallenstein de pie, Roger Beloit, el gran cornetista de
bop
, Walt Fitzpatrick, que es el hijo de un famoso director de cine y se ha criado en Hollywood en un ambiente de fiestas de Greta Garbo al amanecer y Chaplin cayéndose al entrar borracho, varias otras muchachas, Harriet la ex esposa de Ross Wallenstein, una especie de rubia con rasgos delicados pero sin expresión, con un vestido de algodón sencillo casi de ama de casa, pero de aspecto suave y dulce como un vientre. Debo hacer una confesión más, como tantas otras que tendré que hacer antes de terminar: soy cruda, virilmente sexual, no puedo contenerme y habitualmente manifiesto propensiones libidinosas y lo demás, como sin duda les sucede a la mayoría de mis lectores varones; confesión por confesión, soy canadiense, no aprendí a hablar en inglés hasta los cinco o los seis años de edad, a los dieciséis hablaba con un acento horrible y en la escuela era un desastre aunque después me puse a jugar al básquet y si no hubiera sido por eso nadie se hubiese dado cuenta de que poseía alguna capacidad para hacer frente al mundo (falta de fe en mí mismo) y me habrían encerrado en un manicomio por alguna especie de inadaptación…
Pero será mejor que hable de Mardou (es tan difícil redactar una verdadera confesión y explicar lo que ocurrió cuando uno es tan egomaníaco que lo único que puede hacer es escribir párrafos larguísimos sobre pequeños detalles personales mientras los detalles espirituales importantes sobre las demás personas pueden esperar sentados); de todos modos, como decía, también estaba Fritz Nicholas, el líder titular de los subterráneos, y le pregunté (habiéndolo conocido la víspera de Año Nuevo en un elegante apartamento de Nob Hill sentado con las piernas cruzadas como un indio sobre una alfombra mullida, con una especie de camisa rusa blanca y limpia y una amiga loca estilo Isadora Duncan con una larga cabellera azul sobre los hombros fumando marihuana y hablando de Pound y de peyote) (flaco y también él como un Cristo, con una mirada de fauno, joven y serio y una especie de padre del grupo, como cuando de pronto uno lo veía en el Black Mask, sentado, con la cabeza echada hacia atrás y los ojitos oscuros que observaban a todos con un especie de lento y repentino asombro: «Aquí estamos, hijitos, y ahora qué, queridos», pero también loco por la droga, todo lo que le pudiera dar una buena sacudida le atraía, a cualquier hora, y muy intenso) le pregunté: «¿Conoces a esta muchacha, la negra?» «¿Mardou?» «¿Se llama Mardou? ¿Con quién anda?» «Con ninguno en especial por el momento, en su tiempo éste ha sido un grupo incestuoso», me dijo, una frase bastante rara, mientras nos dirigíamos hacia su viejo Chevrolet 36 sin asiento trasero estacionado en la acera de enfrente, delante del bar, dentro del cual había dejado la marihuana que luego fumaríamos todos juntos, ya que le dije a Larry: «Oye, ¿dónde podemos conseguir marihuana?» «¿Y para qué fumar con toda esa gente?» «Me gustaría estudiarlos en grupo», dije, sobre todo porque estaba delante de Nicholas, para que así pudiera apreciar mi sensibilidad, ya que era un forastero para ellos y así pensarían que a pesar de todo, enseguida, etc., habiendo advertido cuánto valían — hechos, hechos, hace mucho que la dulce filosofía me abandonó, con la esencia de otros años ya olvidados —incestuosos— y finalmente integraba el grupo otra gran figura, que sin embargo este verano no estaba allí sino en París, Jack Steen, un hombrecillo muy interesante tipo Leslie Howard que caminaba (más tarde le imitó Mardou para divertirme) como un filósofo vienés con los brazos muertos colgando a los costados, largos pasos lentos y fluidos, hasta detenerse en la esquina con una pose imperiosa y suave —también él había tenido algo que ver con Mardou y como supe más tarde de la manera más extraña— pero ahora él significaba para mí una primera migaja de información con respecto a esta mujer con la cual yo
trataba
de tener algo, como si no hubiera padecido ya suficientes dolores de cabeza, como si otros amoríos anteriores no me hubieran enseñado su mensaje de dolor; seguía buscando, buscando de por vida…
Del bar salían montones de personas interesantes, la noche me producía una honda impresión; una especie de Marlon Brando de pelo oscuro estilo Truman Capote con un hermoso efebo delgado o muchacha con pantalones de chico y estrellas en los ojos y caderas tan suaves que cuando se metía las manos en los bolsillos se advertía el cambio, y oscuras piernas delgadas que terminaban en pies pequeños, y esa cara, y tras ellos un tipo con otra bella muñeca que se llamaba —el tipo— Rob y es una especie de soldado de fortuna israelí con acento inglés, de esos que uno, supongo, encuentra a las cinco de la madrugada en un bar de la Riviera bebiéndose todo lo que tienen delante de los ojos por orden alfabético con un montón de interesantes amigos pertenecientes a algún grupo loco internacional de juerga. Larry O’Hara me presentó a Roger Beloit (y no me parecía posible que ese jovencito de cara ordinaria que tenía delante fuera el gran poeta que yo había venerado en mi juventud, mi juventud, mi juventud, es decir, 1948, insisto en decir mi juventud). «¿Roger Beloit? Soy Bennett Fitzpatrick» (el padre de Walt), lo que provocó una sonrisa en los labios de Roger Beloit; y Adam Moorad que finalmente había emergido de la noche mientras la noche se abría…
De modo que nos fuimos todos a casa de Larry y Julien se sentó en el suelo delante de un diario abierto sobre el cual había volcado la marihuana (L. A. de mala calidad, pero bastante buena de todos modos) y empezó a liar los cigarrillos, o a «retorcerlos», como me había dicho Jack Steen, el ausente, el día de Nochevieja, y ése había sido mi primer contacto con los subterráneos, se había ofrecido para liarme un leño y yo le había contestado bastante fríamente. «¿Por qué? Yo me lío los míos», e inmediatamente una nube había atravesado su carita sensitiva, etcétera, y me odió —y por tanto me volvió la espalda toda la noche— cada vez que se le presentó la ocasión; pero ahora era Julien el que estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, era él el que preparaba los cigarrillos y todos hablaban como zumbando, conversaciones que por cierto no repetiré, salvo que era algo así como, «Estoy buscando este libro de Percepied… ¿quién es Percepied?, ¿no lo han reventado todavía?», y cosas por el estilo, o mientras escuchábamos a Stan Kenton que hablaba de la música del porvenir y oíamos a un nuevo tenor que estaba abriéndose camino, Ricci Comucca, y de pronto Roger Beloit dice, con una mueca de sus labios expresivos, delgados y purpúreos: «¿Y ésta es la música de mañana?», mientras Larry O’Hara nos cuenta las habituales anécdotas de su repertorio. Al venir, en el Chevrolet 36, Julien, sentado a mi lado en el suelo, había tendido la mano y había exclamado: «Me llamo Julien Alexander, algo tengo, he conquistado Egipto», y a continuación Mardou le había tendido la mano a Adam Moorad y se había presentado diciendo, «Mardou Fox», pero no se le ocurrió hacerlo conmigo, lo que hubiera sido mi primer atisbo de la profecía de lo que sucedería después, de modo que tuve que darle
yo
la mano y decirle, «Me llamo Leo Percepied…» y, siempre buscamos a los que realmente no nos buscan, ella en realidad estaba interesada en Adam Moorad, ya que Julien acababa de rechazarla, fría y subterráneamente; a ella le interesaban los flacos, ascéticos, extraños intelectuales de San Francisco y Berkeley, y no los vagos corpulentos paranoicos como yo, que viajaban en barcos y en trenes y escribían novelas y todas esas cosas odiosas que en mí son tan evidentes para mí y por lo tanto también lo serán para los demás; aunque sin ver, tal vez porque era diez años más joven que yo, ninguna de mis virtudes que de todos modos hace tiempo han quedado sumergidas bajo años de drogas y de desear morir, renunciar a todo y olvidarlo todo, morir en la estrella oscura: fui yo quien le di la mano a ella, no ella, ¡ah, qué tiempos!
Pero mientras observaba sus diminutos encantos tenía todo lo más la sola idea de que debía a toda costa sumergir mi alma solitaria («un hombre grandote, triste y solitario», según me dijo ella una noche más tarde al verme de pronto en el sillón) en el baño cálido y en la salvación de sus muslos, anhelaba esas intimidades de los jóvenes amantes en la cama, altos, los ojos ante los ojos, el pecho contra el pecho desnudo, órgano contra órgano, rodilla que se aprieta contra rodilla temblorosa y pecosa, cambiándose actos de amor y de existencia por el gusto de
hacerlo
. «Hacerlo», la gran expresión suya; me parece estar viendo sus dientecitos salientes entre los labios rojos, viendo «hacerlo», la clave del dolor sentada en un rincón, al lado de la ventana, y demostraba sentirse «separada» o «aislada», o «dispuesta a no tener nada que ver con ese grupo» por motivos especiales suyos. Al rincón me fui, apoyando mi cabeza no sobre ella sino contra la pared, y primero probé la comunicación silenciosa, luego palabras en voz baja (como conviene en una reunión), palabras al estilo elegante de la Playa, «¿qué estás leyendo?», y por primera vez abrió la boca y me habló, comunicándome un pensamiento completo, y el corazón no se me subió exactamente a la boca, pero me pregunté, al oír la cómica entonación culta, parte estilo Playa, parte modelo de Magnin, parte Berkeley, parte negro aristocrático, algo raro, una mescolanza de idioma y entonación y uso de las palabras que yo no había oído nunca hasta ese momento, salvo en ciertas mujeres excepcionales, por supuesto
blancas
, algo tan raro que hasta Adam se dio cuenta enseguida y me lo comentó esa misma noche, pero era sin lugar a dudas la manera de hablar de la nueva generación del
bop
, con las vocales arrastradas y deformadas, como el estilo que antes se llamaba «afeminado», de modo que cuando uno lo oye en un hombre al principio suena bastante desagradable, y cuando uno lo oye en una mujer es encantador, pero resulta demasiado extraño; una entonación que yo ya había oído sin lugar a dudas con mucha curiosidad en la voz de los nuevos cantantes de
bop
, como Jerry Winters especialmente con la banda de Kenton en el disco
Yes Daddy Yes
, y tal vez en Jeri Southern, también; pero el alma se me cayó a los pies porque la Playa siempre me ha odiado, me ha hecho a un lado, me ha pasado por alto, se ha burlado de mí, desde el principio, en 1943, hasta hoy; porque naturalmente, cuando me ven pasar por la calle, soy una especie de tipo de baja extracción, pero después, cuando se enteran de que no soy eso sino una especie de santo loco, no les gusta nada y además temen que de pronto me vuelva después de todo un tipo de baja extracción, y me ponga a pegarles, a romper cosas, y en realidad es lo que casi siempre he hecho, durante la adolescencia especialmente, como la vez que vagaba por la Playa con el equipo de básquet de Stanford, más exactamente con Red Kelly cuya mujer (¿correcto?) murió en Redwood City en 1946, con todo el equipo detrás de nosotros, además de los hermanos Garetta, y Red obligó a empujones a un violinista, un homosexual, a entrar en un zaguán y yo atrapé a otro, y mientras él la emprendía a golpes con el suyo yo atravesaba al mío con la mirada; yo tenía dieciocho años, era guapo y además fresco como una rosa; y ahora, al leer ese pasado mío en el ceño fruncido y en la mirada fija y en el horror y en el desorden de mi frente orgullosa, no querían saber nada de mí, y por eso, naturalmente, también comprendí que Mardou sentía una verdadera y genuina desconfianza, hasta repugnancia por mí mientras estaba allí a su lado sentado «tratando» (no de hacerlo) sino «de hacerla»: tan poco
hipster
, tan atrevido, tan sonriente, con esa falsa sonrisa histérica, «compulsiva» como la llaman; yo caliente, ellos fríos, y además tenía una camisa muy llamativa, lo contrario de una camisa elegante, que había comprado en Broadway, cuando estaba en Nueva York y pensaba que no bajaría del barco hasta llegar a Kôbe, una ridícula camisa hawaiana estilo Bing Crosby con dibujos estampados; de la cual, viril y vanamente, de acuerdo con la honesta humildad original de mi persona de todos los días (esto va de veras), una vez que hube fumado dos caladas de marihuana me sentí obligado a abrirme un botón más de lo normal, para mostrar mi pecho peludo y tostado, lo que le habrá causado asco; sea como fuere no miró; hablaba poco y en voz baja, todo el tiempo mirando a Julien que estaba sentado en cuclillas y le daba la espalda, y escuchaba y murmuraba siguiendo las risas de la conversación general, en gran parte dirigida por O’Hara y el vocinglero Roger Beloit y ese inteligente aventurero Rob, y yo, demasiado callado, escuchando, estudiándolos, pero con la vanidad de la droga dejando de vez en cuando caer alguna observación «perfecta» (así lo creía yo) que en realidad era «demasiado perfecta», pero para Adam Moorad, que me conocía de siempre, clara indicación de mi respeto y mi atención y en el fondo mi temor al grupo; para ellos era una persona nueva que intercalaba observaciones para demostrar su condición de
hipster
; era todo horrible, irredimible. Aunque en un primer momento, antes de la marihuana, que nos pasábamos por turno al estilo indio, tuve la sensación definida de que podía acercarme a Mardou y tener algo con ella y llevármela conmigo esa mismísima noche, es decir, salir con ella sola aunque fuera para tomar un café y nada más, pero después de la marihuana, que me hizo rezar reverentemente y con secreta seriedad por el retorno de mi «cordura» pre-droga, me encontré extremadamente inseguro de mí mismo, probando y probando, sabiendo que yo no le gustaba, odiando las circunstancias; recordando aquella primera noche cuando conocí a mi amor Nicki Peters, en 1948, en el cuarto de Adam Moorad, en el (entonces) Fillmore; yo estaba despreocupadamente bebiendo cerveza en la cocina como siempre (y en casa trabajando furiosamente en una enorme novela, loco, chiflado, seguro, joven, talentoso como nunca más volví a serlo) cuando ella señaló el perfil de mi sombra en la pared verde claro y dijo: «qué hermoso es tu perfil», lo que me desconcertó y (como la droga) me volvió inseguro de mí mismo, atento, tratando de «empezar a conquistarla», comportándome de una manera que a causa de su casi hipnótica sugestión me condujo a los primeros sondeos preliminares de orgullo
versus
orgullo y belleza o beatitud o sensibilidad
versus
la estúpida nerviosidad neurótica del individuo de tipo fálico, constantemente consciente de su falo, su torre, y de las mujeres en su calidad de pozos; lo que es en el fondo la verdad de la cuestión, y el hombre un descentrado, sin punto fijo; y ya no estamos en 1948 sino en 1953, con una nueva generación, y yo con cinco años más encima, o cinco años menos, obligado a hacerlo (o hacerlas) con un estilo nuevo y disimular el nerviosismo… en todo caso, renuncié a tratar conscientemente de conquistar a Mardou y me preparé para una noche de estudio del grandioso nuevo grupo de subterráneos que Adam había descubierto y denominado en la Playa.