Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
El marciano bajó flotando hacia el norteamericano, acercándose despacio para no asustarlo demasiado.
Aun así, el norteamericano parecía preocupado, pues murmuró:
—No eres real, ¿verdad? No puedes ser real. ¿O sí? El marciano examinó con moderación la mente del norteamericano y comprendió que los demagogos chinos de cinco metros de altura no eran imágenes tranquilizadoras para la psicología norteamericana cotidiana. Atisbo levemente la mente del norteamericano buscando una imagen tranquilizadora. La primera imagen que vio fue la de la madre del norteamericano, así que el marciano adoptó la forma de la mujer y respondió:
—¿Qué es real, querido?
El norteamericano se puso un poco verde y se cubrió los ojos con la mano. El marciano examinó de nuevo la mente del norteamericano y vio una imagen ligeramente confusa.
Cuando el norteamericano abrió los ojos, el marciano había cobrado la forma de una enfermera de la Cruz Roja haciendo
strip-tease.
Aunque la maniobra estaba destinada a resultar agradable, el norteamericano no se tranquilizó. Su miedo se convirtió en ira.
—¿Qué diablos eres? —preguntó.
El marciano renunció a mostrarse complaciente. Adoptó la forma de un general nacionalista chino educado en Oxford y dijo con claro acento británico:
—Soy uno de los personajes pintorescos de la región. Me atrae lo sobrenatural, sabes. Espero que no te moleste. La ciencia occidental es tan maravillosa que tenía que examinar la fantástica máquina que tienes en la mano. ¿Te gustaría charlar un poco antes de irte?
El marciano captó un embrollo de imágenes en la mente del norteamericano. Algo llamado
prohibición
se mezclaba con un concepto llamado
abstinencia y
con la reiterada pregunta «¿Cómo diablos he llegado aquí?».
Entre tanto, el marciano examinó el encendedor.
Se lo devolvió al norteamericano, quien parecía aturdido.
—Excelente truco —le felicitó el marciano—. No tenemos nada igual en estas colinas. Soy un demonio de baja categoría. Veo que eres capitán del ilustre ejército de Estados Unidos. Permíteme presentarme. Soy la 1.387.229
a
encarnación subalterna oriental de un Lohan. ¿Tienes tiempo para charlar?
El norteamericano miró el uniforme chino nacionalista. Luego miró a sus espaldas. El intérprete y los porteadores chinos yacían como pilas de harapos en el suelo herboso del valle; todos se habían desmayado. El norteamericano atinó a preguntar:
—¿Qué es un Lohan?
—Un Lohan es un Arhat —explicó el marciano.
El norteamericano tampoco comprendió esta información y el marciano dedujo que no había acertado en los detalles necesarios para entablar conocimiento con oficiales norteamericanos. El afligido marciano borró su imagen de la memoria del norteamericano y de los chinos desmayados. Regresó a la cima del cerro, recobró la forma de abeto y despertó al grupo. Vio que el intérprete chino gesticulaba y supo que le decía al norteamericano:
—Hay demonios en estas colinas...
Al marciano le gustó la estentórea risotada con que el norteamericano acogió esta muestra de superstición china.
Vio cómo el grupo desaparecía rodeando el bellísimo Lago del Río de Ocho Bocas.
Esto sucedía en 1945.
El marciano pasó muchas horas de reflexión tratando de materializar un encendedor, pero nunca logró crear uno que no se disolviera en un desagradable efluvio primordial a las pocas horas.
Llegó 1955. El marciano oyó que llegaba un oficial soviético, y aguardó con genuino placer la oportunidad de conocer a otra persona del milagrosamente actualizado mundo occidental.
Peter Farrer era un alemán del Volga.
Los alemanes del Volga son tan rusos como los holandeses de Pennsylvania norteamericanos.
Han vivido en Rusia durante más de doscientos años, pero las crudezas de la Segunda Guerra Mundial dislocaron la mayoría de sus comunidades.
Farrer no había salido mal librado de esto. Tras servir varios años en el Ejército Rojo con el grado de
yefreitor
, había llegado a subteniente. Había estudiado geología y agrimensura en un
technikum.
El jefe de la misión militar soviética en la provincia de Yunnan, en la República Popular China, le había dicho:
—Farrer, serán unas verdaderas vacaciones. No hay peligro en este viaje, pero queremos obtener un cálculo de las posibilidades de construir una carretera de montaña en los cerros del oeste del lago Pakou. Le tengo a usted en alta estima, Farrer. Ha olvidado su apellido alemán y es un buen ciudadano y oficial soviético. Sé que no creará problemas con nuestros aliados chinos ni con los montañeses entre quienes debe viajar. Muéstrese tolerante con ellos, Farrer. Son muy supersticiosos. Necesitamos el respaldo de nuestros aliados, pero podemos tomarnos el tiempo necesario para obtenerlo. Aún queda lejos la liberación de la India, pero cuando ayudemos a los hindúes a combatir el imperialismo norteamericano no queremos tener huecos en la retaguardia. No se muestre demasiado exigente, Farrer. Cerciórese de realizar un buen trabajo técnico, pero trabe amistad con todo el mundo, salvo con los elementos reaccionarios e imperialistas.
Farrer asintió con seriedad.
—¿Quiere usted decir, camarada coronel, que debo trabar amistad con
todos!
—Todos —repitió con firmeza el coronel.
Farrer era joven y le gustaba desempeñar el papel de cruzado.
—Soy ateo militante, coronel. ¿Debo mostrarme simpático con los sacerdotes?
—Especialmente con los sacerdotes —dijo el coronel, clavando la mirada en Farrer—. Trabe amistad con todos, excepto con las mujeres. ¿Me oye, camarada? No se meta en problemas.
Farrer se cuadró y regresó a su despacho para disponer los preparativos para el viaje.
Tres semanas después, Farrer ascendía dejando atrás las pequeñas cascadas que conducían al Río de las Arenas Doradas, el Chinshachiang, como llamaban los indígenas al Río Largo o Yang Tse.
Junto a él trotaba Kungsun, secretario del Partido. Kungsun era un aristócrata de Pequín que se había afiliado al Partido Comunista en su juventud. De cara y voz angulosas, compensaba su origen aristocrático siendo el comunista más violento del noroeste de Yunnan. Aunque disponían de escasas tropas y muchos porteadores locales de suministros, contaban con un oficial del viejo Ejército de Liberación Popular para atender su bienestar militar y para vigilar la competencia técnica de Farrer. El camarada capitán Li, rechoncho y jovial, sudaba fatigosamente detrás de ellos mientras escalaban los abruptos cerros.
—Si quieren ustedes ser héroes del trabajo —gritó Li—, sigamos trepando. Pero si se atienen a una sensata logística militar, sentémonos a tomar el té. De cualquier modo, no podemos llegar a Pakouhu antes del anochecer.
Kungsun miró hacia atrás desdeñosamente. La hilera de soldados y porteadores se extendía doscientos metros hacia abajo, formando una serpiente de polvo que reptaba por la rocosa ladera de la montaña. Desde su posición, veía las gorras de los soldados y los cañones de los rifles apuntando hacia arriba mientras trepaban. Vio las cabezas de los porteadores liberados, envueltas en toallas, y supo sin hablarles que lo maldecían en un lenguaje tan violento como el que habían usado para maldecir a los opresores capitalistas en el lejano pasado. Debajo de ellos, el hilillo del Chinshachiang se trenzaba como una hebra de oro en el verdor grisáceo del crepúsculo del valle.
—Si por usted fuera —escupió al capitán—, estaríamos sentados en una posada tomando té caliente mientras los hombres dormían.
El capitán no se ofendió. Había conocido a muchos secretarios del Partido. En la Nueva China era más seguro ser capitán. Algunos secretarios del Partido que él conocía habían llegado a ser hombres muy importantes. Uno de ellos había llegado a Pequín, donde le habían asignado un Buick para él solo, además de cincuenta y una plumas Parker. En la mentalidad de la burocracia comunista, esto representaba un estado rayano en el júbilo. El capitán Li no quería nada de eso. Dos suculentas comidas diarias y una incesante sucesión de patrióticas campesinas, preferiblemente rechonchas, representaban su concepto de una China totalmente liberada.
Farrer no dominaba el chino, pero comprendió de qué iba la discusión. En mandarín torpe pero comprensible comentó en tono burlón:
—Vamos, camaradas. Aunque no lleguemos al lago hasta el anochecer, no podemos acampar en este cerro.
Silbó
Ich hatt' ein Kameraden
entre dientes mientras avanzaba para encabezar el ascenso.
Así que fue Farrer quien llegó primero a la cima del cerro y se encontró cara a cara con el marciano.
Esta vez el marciano estaba preparado. Recordaba su desalentadora experiencia con el norteamericano, y no quería asustar a su huésped y echar a perder la ocasión. Mientras Farrer subía la cuesta, el marciano se había asomado a la mente de Farrer, entrando y saliendo de sus recuerdos como una traviesa ardilla entra y sale de un inmenso roble. De la mente de Farrer había extraído muchos recuerdos gratos. Luego había vuelto deprisa a la cima del cerro y había encarnado esos recuerdos en fantasmas con una apariencia muy real.
Farrer casi había llegado a la cumbre cuando advirtió qué tenía delante. Había dos camiones militares soviéticos acampados en un pequeño claro, y mesas frente a ambos. Una de las mesas presentaba una muy elaborada
zakouska
(el equivalente ruso de un
smorgasbord).
El marciano esperaba mantener materializados esos objetos mientras Farrer los comía, pero tendría que hacerlos desaparecer cada vez que Farrer tragara porque el marciano no estaba muy familiarizado con el proceso digestivo de los seres humanos y no quería causar a su huésped un violento dolor de estómago al permitirle depositar en su interior objetos de composición química muy improvisada e incierta.
En el primer camión flameaba una gran bandera roja con caracteres rusos blancos: Bienvenidos sean los héroes de Bryansk.
El segundo camión era aún mejor. El marciano notó que a Farrer le gustaban mucho las mujeres, así que había materializado cuatro bonitas muchachas soviéticas, una rubia, una morena, una pelirroja y una albina, para que todo resultara más interesante. El marciano no confiaba en su capacidad para hacerles pronunciar las formas correctamente femeninas y seductoras del idioma ruso, así que después de materializarlas las había puesto a dormir en sillas de jardín. Se había preguntado qué forma debía adoptar, y decidió que resultaría hospitalario si se presentaba como Mao Tse-tung.
Farrer no avanzó hacia la cima del cerro. Se quedó donde estaba. Miró al marciano, que le dijo con voz zalamera:
—Ven. Te estamos esperando.
—¿Quién demonios eres? —ladró Farrer.
—Soy un demonio prosoviético —respondió el aparente Mao Tse-tung—, y ésta es la materialización de una recepción comunista. Espero que te agrade.
En ese momento aparecieron Kungsun y Li. Este subió por la izquierda de Farrer, Kungsun por la derecha. Los tres se detuvieron, boquiabiertos.
Kungsun fue el primero en recobrar la compostura. Reconoció a Mao Tse-tung. Nunca desperdiciaba la oportunidad de conocer al alto mando del Partido Comunista. Con voz muy débil tensa e incrédula dijo:
—Señor presidente del Partido Mao, nunca creí que te veríamos en estas colinas. ¿O acaso no eres tú? Y si no eres tú ¿quién eres?
—No soy el presidente de vuestro partido —explicó el marciano—. Soy sólo un demonio local con fuertes sentimientos procomunistas y me agradaría conocer a gente agradable como vosotros.
Li se desmayó. Habría rodado cuesta abajo tumbando soldados y porteadores si el marciano no hubiera extendido el brazo izquierdo, dándole forma de pitón, para recoger al inconsciente Li y apoyarlo suavemente contra el flanco de uno de los camiones. Las bellas durmientes soviéticas siguieron durmiendo. La pitón volvió a ser un brazo.
La cara de Kungsun se había puesto blanca; como él ya tenía un agradable y pálido color marfil, su blancura era muy intensa.
—Creo que este
wang-pa
es un impostor contrarrevolucionario —murmuró débilmente—, pero no sé qué hacer con él. Me alegra que la República Popular China cuente con un representante de la Unión Soviética para instruirnos en engorrosos procedimientos de partido.
—Si es un embaucador, es un embaucador chino, no ruso —ladró Farrer—. Pero será mejor que no le dé este nombre insultante. Parece tener ciertos poderes que funcionan. Mire lo que hizo con Li.
El marciano decidió alardear de su cultura y dijo en tono conciliador:
—Si yo soy un
wang-pa
, tú eres un
wang-pen.
—Y añadió de buen humor, en ruso—: Eso significa ingrato. Mucho peor que un impostor. ¿Te agrada mi forma, camarada Farrer? ¿Tienes un encendedor? La ciencia occidental es tan maravillosa. Yo nunca consigo hacer cosas sólidas, y vosotros fabricáis aviones, bombas atómicas y toda clase de refrescantes entretenimientos.
Farrer buscó un encendedor en el bolsillo.
Un grito resonó a sus espaldas. Uno de los soldados chinos había dejado atrás la columna y se había asomado sobre el borde del cerro para ver qué ocurría. Al descubrir los camiones y la imagen de Mao Tse-tung se puso a gritar:
—¡Aquí hay demonios! ¡Aquí hay demonios!
Después de siglos de experiencia, el marciano sabía que resultaba inútil tratar de entenderse con los lugareños, a menos que fueran muy jóvenes o muy viejos. Caminó hasta el borde del cerro para que todos los hombres pudieran verlo. Infló la figura de Mao Tse-tung hasta que alcanzó siete metros de altura, Luego adoptó la forma de un antiguo dios chino de la guerra, con patillas, cintas y borlas que ondearon en la brisa. Todos se desmayaron, tal como pretendía. Los apoyó en las rocas para que ninguno rodara cuesta abajo. Luego adoptó la forma de un miembro del Ejército soviético —una bonita rubia con insignias de sargento— y volvió a materializarse junto a Farrer. Farrer ya había sacado el encendedor. —¿Te gusta más esta forma? —le dijo la bonita rubia. —No creo nada de esto —replicó Farrer—. Soy un ateo militante. He luchado contra la superstición toda mi vida. —Farrer tenía veinticuatro años.
—Creo que no te gusta que sea una muchacha —comentó el marciano—. Te molesta, ¿verdad?
—Como no existes, no puedes molestarme. Pero si no te importa, adopta otra forma.