Los señores de la instrumentalidad (95 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Cincuenta o sesenta —respondió inesperadamente la tía Doris—. Incluso yo lo sé.

—¿Y cuántas naves pasan?

—Todas pasan —dijo ella.

—No —exclamaron varios hombres al unísono.

—Se pierde alrededor de una nave cada sesenta u ochenta viajes, según el tiempo solar, la habilidad de los luminictores y los capitanes de viaje, y los accidentes de aterrizaje.

¿Alguno de vosotros ha visto alguna vez a un capitán realmente viejo?

—Sí —replicó Hopper con humor sombrío—, un capitán muerto en su ataúd.

—De modo que si queréis llevar algo a la Tierra, tenéis que pagar vuestra parte de las costosas naves, vuestra parte del sueldo del capitán de viaje y los salarios del personal, vuestra parte del seguro para sus familias. ¿Sabéis cuánto cuesta llevar esta silla a la Tierra? —preguntó Fisher.

—Trescientas veces el coste de la silla —respondió el doctor Wentworth.

—Bastante aproximado. Es doscientas ochenta y siete veces.

—¿Cómo demonios sabes tanto? —exclamó Bill—. ¿Y por qué perdemos el tiempo en estas jodidas tonterías?

—Cuida tu lenguaje, hombre —advirtió Fisher—. Hay jodidas damas presentes. Te digo esto porque esta noche debemos llevar a Rod a la Tierra, si quiere vivir y ser rico...

—¡Eso dices tú! —exclamó Bill—. Déjalo ir a casa. Podemos montar bombas y resistir contra cualquiera que intente atravesar las defensas norstrilianas. ¿Para qué pagamos esos jodidos impuestos si no es para que tíos como tú velen por nuestra seguridad? Cierra el pico, hombre, y llevemos al muchacho a casa. Ven, Hopper.

El Señor Dama Roja brincó al centro del cuarto. No era un terrícola travieso presentando un espectáculo. Era la vieja Instrumentalidad en persona, sobreviviendo con armas y cerebros despiadados. Sostenía en la mano algo que ninguno de los presentes veía con claridad.

—Homicidio —anunció—. Se cometerá de inmediato si alguien se mueve. Yo lo cometeré. Estoy hablando en serio. Moveos, ponedme a prueba. Y si cometo homicidio, me arrestaré a mí mismo, celebraré un juicio y me pondré en libertad. Tengo extraños poderes. No me obliguéis a usarlos. Ni siquiera me obliguéis a mostrarlos. —El objeto brillante que tenía en la mano desapareció—. Señor y doctor Wentworth, estás bajo mis órdenes, en préstamo. Los demás sois mis huéspedes. Estáis advenidos. No toquéis al muchacho. Esta cabina es territorio de la Tierra.

Se desplazó de lado y los miró con sus ojos extraños y brillantes.

Hopper escupió en el suelo.

—Supongo que me convertirías en un charco de jodida gelatina si ayudara a Bill.

—Algo parecido —admitió el Señor Dama Roja—. ¿Quieres intentarlo?

Los objetos difíciles de ver ahora estaban en ambas manos. El Señor Dama Roja miró a Bill y Hopper.

—Cállate, Hopper. Nos llevaremos a Rod si nos lo pide. Pero de lo contrario... no importa demasiado. Oye, señor y propietario McBan.

Rod miró alrededor buscando a su abuelo, muerto tiempo atrás: luego comprendió que se referían a él. Desgarrado entre el sueño y la angustia, respondió:

—No quiero irme ahora, amigos. Gracias por respaldarme. Adelante, señor secretario, con el dinero TAL y el dinero REAL.

El Señor Dama Roja guardó las armas.

—No me gustan las armas de la Tierra —comentó Hopper, en voz alta y clara, sin dirigirse a nadie en especial—, y no me gusta la gente de la Tierra. Es sucia. No tiene la pasta de un pillo bueno y honesto.

—Tomad una copa, muchachos —invitó el Señor Dama Roja con una disposición democrática tan falsa que la criada Eleanor, que había permanecido en silencio toda la velada, soltó una risa que evocaba el cloqueo del kukaburra. El le clavó la mirada, cogió la jarra y le Índico al secretario financiero que siguiera hablando.

Fisher estaba nervioso. Obviamente reprobaba esa costumbre terrícola de amenazar y llevar armas dentro de una casa, pero el Señor Dama Roja —a pesar de sus humillaciones y su descrédito— era el diplomático de la Instrumentalidad, y ni siquiera Vieja Australia del Norte ponía en juego su suerte ante la Instrumentalidad. Corrían ciertos rumores acerca de los mundos que habían osado hacerlo.

Fisher continuó, con voz serena y ronca:

—No es muy complicado. Si el dinero sufre un descuento del treinta y tres y un tercio por viaje, y sí se requieren cincuenta y cinco viajes para llegar a la Vieja Tierra, se necesita un montón de dinero para pagar aquí mismo antes de tener un minicrédito en la Tierra. A veces las probabilidades son mejores. El gobierno de la Commonwealth espera meses y años para obtener una tasa de cambio favorable, y desde luego enviamos nuestros cargamentos en veleros armados, que no viajan bajo la superficie del espacio. Tardan cientos de miles de años en llegar, mientras que nuestros cruceros entran y salen alrededor de ellos, para impedir que nadie los asalte durante el tránsito. Hay detalles de los robots norstrilianos que nadie de vosotros conoce, y que ni siquiera la Instrumentalidad conoce... —Echó una rápida ojeada al Señor Dama Roja y continuó—: Por lo cual no conviene entrometerse con nuestras naves náufragas. No nos asaltan con frecuencia. Y tenemos otras cosas que son aún peores que Mamá Hitton y sus mininos. Pero el dinero y el
stroon
que logran llegar a la Vieja Tierra son dinero TAL. Es dinero libre en la Tierra. TAL significa, precisamente Tierra: Acceso Libre. Es el mejor dinero que circula, allá en la Tierra, Y la Tierra tiene el mejor ordenador financiero. O lo tenía.

—¿Tenía? —preguntó el Señor Dama Roja.

—Se estropeó anoche. Rod lo hizo. Sobresaturación.

—¡Imposible! —exclamó el Señor Dama Roja—. Lo confirmaré.

Se dirigió a la pared, sacó un escritorio. Una consola miniaturizada brilló ante ellos. En menos de tres segundos fulguró. Dama Roja pronunció unas palabras con voz tan clara y fría como el hielo del que todos habían oído hablar.

—Prioridad. Instrumentalidad. Emergencia cuasibélica. Instantáneo. Dama Roja llamando a Terrapuerto.

—Confirmado —respondió una voz norstriliana—, confirmado y cargado.

—Terrapuerto —dijo la consola en un susurro sibilante que llenó el cuarto.

—Damarroja-mstrumentalidad-centrocómputos-oficial-de-acuerdo-pregunta-cargamento-aprobado-pregunta-fuera.

—Centrocómputos-de-acuerdo-cargamento-aprobado-fuera —dijo el susurro, y calló.

Los presentes habían visto dilapidar una fortuna inmensa. Una familia norstriliana no recurría a los mensajes ultra—lumínicos más de un par de veces cada mil años. Contemplaron a Dama Roja como si fuera un malvado con extraños poderes. La pronta respuesta de la Tierra a ese hombre enjunto les recordó que, aunque Vieja Australia del Norte producía la riqueza, la Tierra aún distribuía buena parte de ella y el supergobierno de la Instrumentalidad llegaba a lugares remotos, adonde ningún norstriliano deseaba aventurarse.

—Parece que el ordenador central funciona de nuevo —declaró el Señor Dama Roja—, si vuestro gobierno desea consultarlo. El «cargamento» es este muchacho.

—¿Le has hablado a la Tierra sobre mí? —preguntó Rod.

—¿Por qué no? Queremos que llegues allí con vida.

—Pero ¿la seguridad de mensajes...? —preguntó el médico.

—Tengo referencias que ningún agente externo conocerá —respondió el Señor Dama Roja—. Termina de una vez, señor secretario financiero. Dile al joven lo que tiene en la Tierra.

—Tu ordenador esquivó los ordenadores del gobierno —dijo John Fisher cien—, e hipotecó todas tus tierras, todas tus ovejas, todos tus derechos de comercio, todos los tesoros de tu familia, el derecho al apellido MacArthur y el derecho al apellido McBan. También se hipotecó a sí mismo. Luego adquirió bienes de futuro. Desde luego, no los compró el ordenador. Tú lo hiciste, Rod McBan.

Despejado por la sorpresa, Rod se llevó la mano derecha a la boca.

—¿Yo?

—Luego adquiriste títulos futuros en
stroon
, pero los ofreciste en venta. Retuviste las ventas, cambiando títulos y alterando precios, de modo que ni siquiera el ordenador central supo lo que hacías. Compraste casi todo el año octavo a partir del presente, casi todo el séptimo año a partir del presente, y parte del sexto. Hipotecaste cada adquisición sobre la marcha, para comprar más. De pronto sacudiste el mercado al ofrecer gangas increíbles, cambiando los derechos del año sexto por los del séptimo y octavo. Tu ordenador envió tantos mensajes instantáneos a la Tierra que la oficina de Defensa de la Commonwealth tuvo gente atareada de madrugada. Cuando comprendieron lo que podía ocurrir, ya era demasiado tarde. Registraste un monopolio de dos años de exportaciones, muy por encima de la cantidad estimada. El gobierno se apresuró a hacer nuevos cómputos climáticos, pero mientras lo hacía, tú registrabas tus posesiones en la Tierra y las volvías a hipotecar en dinero TAL. Con el dinero TAL empezaste a comprar todos los productos importados que hay alrededor de Nueva Australia del Norte, y cuando el gobierno declaró una emergencia, te habías asegurado el título final para un año y medio de
stroon y
más megacréditos, megacréditos en dinero TAL, de los que los ordenadores de la Tierra podían manejar. Eres el hombre más rico que ha existido o existirá. Cambiamos todas las reglas esta mañana y yo firmé un nuevo tratado con las autoridades de la Tierra, ratificado por la Instrumentalidad. Entre tanto, eres el más rico de los hombres ricos que jamás vivieron en este universo y también eres tan rico como para comprar toda la Vieja Tierra. De hecho, has presentado una oferta de compra, a menos que la Instrumentalidad haga una oferta mejor.

—¿De qué nos serviría? —se encogió de hombros el Señor Dama Rojo—. Que se quede con ella. Vigilaremos lo que haga con la Tierra después de comprarla, y si descubrimos que hace algo malo, lo mataremos.

—¿Me matarías, Señor Dama Roja? —preguntó Rod—. Creí que me estabas salvando.

—Ambas cosas —dijo el médico, poniéndose de pie—. El gobierno de la Commonwealth no ha intentado quitarte tu propiedad, aunque tiene sus dudas respecto a lo que harás con la Tierra si la compras. No permitirá que te quedes en este planeta y lo pongas en peligro por ser la víctima de secuestro más provechosa que ha existido jamás. Mañana te privarán de tu propiedad, a menos que quieras correr el riesgo de solicitarla. El gobierno de la Tierra hará lo mismo. Si puedes inventar tus propias defensas, puedes venir. Claro que la policía te protegerá. Pero ¿será suficiente? Yo soy médico, y estoy aquí para embarcarte si quieres ir.

—Y yo soy funcionario del gobierno, y te arrestaré si no vas —intervino John Fisher.

—Y yo represento a la Instrumentalidad, que no declara sus decisiones a nadie, y mucho menos a extraños. Pero mi decisión personal —declaró el Señor Dama Roja, extendiendo las manos y torciendo los pulgares en un ademán grotesco pero amenazador —es procurar que este muchacho llegue sano y salvo a la Tierra y obtenga un trato justo cuando regrese.

—¡Lo protegerás hasta el final! —exclamó dichosamente Lavinia.

—Hasta el final. Tanto como pueda. Mientras viva.

—¡Eso es mucho tiempo —masculló Hopper—, estúpido engreído!

—Cuida tu lenguaje, Hopper —advirtió el Señor Dama Roja—. ¿Rod?

—¿Sí?

—¿Qué respondes? —inquirió perentoriamente el Señor Dama Roja.

—Iré —decidió Rod.

—¿Qué deseas de la Tierra? —dijo ceremoniosamente el Señor Dama Roja.

—Un auténtico triángulo del Cabo.

—¿Un qué? —exclamó el Señor Dama Roja.

—Un triángulo del Cabo. Un sello de correos.

—¿Qué significa sello de correos? —preguntó desconcertado el Señor Dama Roja.

—Un pago por un mensaje.

—¡Pero eso se hace con huellas dactilares u oculares!

—No —dijo Rod—. Me refiero a mensajes de papel.

—¿Mensajes de papel? —preguntó el Señor Dama Roja, como si alguien hubiera mencionado naves de hierba, ovejas lampiñas, mujeres de hierro forjado o cualquier otra cosa igualmente improbable—. ¿Mensajes de papel? —repitió, soltando una risa encantadora—. ¡Ah! —exclamó con tono de descubrimiento—. Te refieres a antigüedades...

—Desde luego —afirmó Rod—. Anteriores al espacio mismo.

—La Tierra tiene muchas antigüedades, y sin duda podrás estudiarlas o coleccionarlas. Eso estará muy bien. Pero no cometas actos malintencionados, o te verás metido en apuros.

—¿Cuáles son los actos malintencionados?

—Comprar gente verdadera, o intentarlo. Llevar religión de un planeta a otro. Hacer contrabando de subpersonas.

—¿Qué es religión? —preguntó Rod.

—Más tarde, más tarde —dijo el Señor Dama Roja—. Lo sabrás todo más tarde. Doctor, hazte cargo.

Wentworth se levantó con cuidado para no golpearse la cabeza contra el techo. Tuvo que inclinar un poco el cuello.

—Tenemos dos cajas, Rod.

Mientras él hablaba, la puerta se abrió con un chirrido y les mostró un pequeño cuarto. Había una caja grande como un ataúd y una caja pequeña como una sombrerera.

—Habrá criminales, gobiernos crueles, conspiradores, aventureros y buena gente normal trastornada de sólo pensar en tu riqueza... Todos ellos te esperarán para secuestrarte, asaltarte e incluso matarte...

—¿Por qué matarme?

—Para hacerse pasar por ti y tratar de obtener tu dinero —explicó el médico—. Mira, ésta es tu gran decisión. Si escoges la caja grande, podemos ponerte en un convoy de veleros y llegarás allá en varios cientos o miles de años. Pero llegarás allá, con una seguridad del noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento. O podemos enviar la caja grande en una nave de planoforma, y alguien te robará. O bien te reducimos y te guardamos en la caja pequeña.

—¿Esta cajita? —exclamó Rod.

—Reducido. Tú has reducido ovejas, ¿verdad?

—He oído hablar de ello. Pero no con hombres. ¿Deshidratar mi cuerpo, poner mi cabeza en conserva y congelar esa jodida mezcla?

—Así es. ¡Exacto! —exclamó alegremente el médico—. Eso te dará una buena oportunidad de llegar con vida.

—¿Pero quién me volverá a unir? Necesitaría mi propio médico... —Le temblaba la voz ante lo antinatural del riesgo, no ante el peligro.

—He aquí tu médico —indicó el Señor Dama Roja—, ya adiestrado.

—Estoy a tu servicio —se presentó el pequeño animal de la Tierra, el «mono», con una pequeña reverencia ante los presentes—. Me llamo M'gentur y he sido condicionado como médico, cirujano y barbero.

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