Los señores de la instrumentalidad (92 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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La voz de Rod flaqueó, pero el ordenador estaba seguro, el ordenador era infatigable, el ordenador respondía a todas las preguntas del exterior.

Muchas veces Rod y el ordenador recibieron advertencias telepáticas incorporadas a la red de comunicaciones de los mercados. El ordenador quedó excluido y Rod no pudo audirlas.

No oyeron las advertencias.

Compro... vendo... retener... confirmo... depósito... conversión... garantía... arbitraje... mensaje... impuesto de la Commonwealth... comisión... compro... vendo... compro... compro... compro... compro... ¡Título de depósito, título de depósito, título de depósito!

El proceso de adquisición de la Tierra estaba en marcha.

Cuando al fin despuntó el alba gris y plateada, lo habían conseguido. Rod estaba mareado de fatiga y confuso.

—Ve a casa a dormir —dijo el ordenador—. Cuando la gente descubra lo que hemos hecho, muchos se pondrán nerviosos y querrán mantener largas discusiones contigo. Te sugiero que no digas nada.

El ojo sobre el gorrión

Ebrio de fatiga, Rod volvió tambaleando a su cabaña.

No podía creer que hubiera ocurrido.

Si el Palacio del Gobernador de la Noche...

Si el Palacio...

Si el ordenador decía la verdad, ya era el ser humano más rico que hubiera existido jamás. Había apostado y ganado, no unas pocas toneladas de
stroon
en un par de planetas, sino créditos suficientes para sacudir la Commonwealth hasta los mismos cimientos. Era dueño de la Tierra, en virtud del sistema que permitía la liquidación de todo depósito excedente a muy alto margen. Era dueño del planeta, los campos, las minas, los palacios, las cárceles, los sistemas de policía, las flotas, las guardias fronterizas, los restaurantes, las sustancias farmacéuticas, los textiles, los clubes nocturnos, los tesoros, los derechos, las licencias, las ovejas, las tierras, el
stroon
, más ovejas, más tierras, más
stroon.
Había ganado.

Sólo en Vieja Australia del Norte se podía haber conseguido esta operación sin que soldados, reponeros, guardias, policías, investigadores, recaudadores de impuestos, cazafortunas, médicos, sabuesos de la publicidad, los enfermos, los inquisitivos, los compasivos, los iracundos y los ultrajados acudieran a protestar.

Vieja Australia del Norte mantenía la calma.

Reserva, sencillez, frugalidad: estas virtudes les habían permitido sobrevivir al infierno de Paraíso VII, donde las montañas devoraban a la gente, los volcanes envenenaban a las ovejas, el oxígeno hacía delirar de júbilo a los hombres mientras saltaban hacia la muerte. Los norstrilianos habían sobrevivido a muchos contratiempos, entre ellos la enfermedad y la deformidad. Si Rod McBan había causado una crisis financiera, no había periódicos para imprimirlo, ni cajas ópticas para informar de ello, nada que excitara a la gente. Las autoridades de la Commonwealth se enterarían de la crisis después del desayuno y el té, a la mañana siguiente, al recoger los documentos del cesto de «entrada»; y por la tarde Rod, su crisis y el ordenador estarían en el cesto de «salida». Si el trato había funcionado, todo se pagaría al pie de la letra. Si el trato no había funcionado, según las previsiones del ordenador, subastarían las tierras de Rod y lo arrestarían. Pero de cualquier modo, el onsec pensaba hacerlo: ¡Oh Tan Simple, un hombre pequeño y molesto, impulsado por el odio de muchos años atrás!

Rod se detuvo un momento. Alrededor se extendían las ondulantes planicies de su propia tierra. Adelante, a la izquierda, centelleaba el vidrioso gusano de una tapa fluvial, la línea combada como un tonel que impedía que la preciosa agua se evaporara. Eso también era suyo.

Quizá. Después de esa noche.

Pensó en acostarse en el suelo y dormir allí. Lo había hecho antes.

Pero no aquella mañana.

No cuando quizá fuera el hombre que hacía oscilar el mundo con su riqueza.

El ordenador había empezado fácilmente. No podía tomar el control de la propiedad de Rod salvo en una emergencia. El ordenador le había hecho crear la emergencia vendiendo su producción de santaclara de los tres próximos años al precio del mercado. Era una emergencia grave que ponía en un brete a cualquier granjero.

El resto había sido la consecuencia de ello.

Rod se sentó.

Trató de no pensar en la noche transcurrida, pero los recuerdos se le agolpaban en la mente. Quería recobrar el aliento, seguir viaje a casa, dormir.

Había un árbol cerca, con una cubierta controlada por termostato que lo protegía cada vez que los vientos eran demasiado fuertes o secos, y un irrigador subterráneo que lo mantenía con vida cuando la humedad de la superficie no bastaba. Era una de las extravagancias del viejo MacArthur que su antepasado McBan habían heredado y añadido a la Finca de la Condenación. Era un roble terrícola modificado, muy grande, de trece metros de altura. Rod se sentía orgulloso de él, aunque no le gustaba demasiado, pero tenía parientes que estaban obsesionados por el árbol y cabalgaban tres horas tan sólo para sentarse a la tenue y difusa sombra de un auténtico árbol de la Tierra.

Mientras contemplaba el árbol, un ruido violento lo sobresaltó.

Una risa frenética.

Una risa descontrolada.

Una risa enferma, salvaje, ebria, desbocada.

Experimentó enfado y curiosidad. ¿Quién se reía ya de él? Más aún, ¿quién invadía su propiedad? ¿Y de qué se reía?

(Todos los norstrilianos sabían que el humor era una «disfunción placentera corregible». Constaba en el Libro de Retórica que sus parientes designados tenían que darles para que aprobaran las pruebas del Jardín de la Muerte. No había escuelas, clases ni maestros, no había bibliotecas salvo las privadas. Sólo existían las siete artes liberales, las seis ciencias prácticas y las cinco compilaciones de estudios policiales y de defensa. Los especialistas se educaban en otros planetas, pero se escogían sólo entre los supervivientes del Jardín, y nadie podía llegar hasta el Jardín a menos que los patrocinadores, que apostaban sus vidas junto con la del alumno —en lo que concernía al problema de la aptitud—, garantizaran que el solicitante dominaba las dieciocho clases de conocimiento norstriliano. El Libro de Retórica era el segundo, después del Libro de las Ovejas y los Números, así que todos los norstrilianos sabían por qué reír y de qué reír.)

Pero, ¿esa risa?

¿Qué podía ser?

¿Un hombre enfermo? Imposible. ¿Alucinaciones hostiles provocadas por el hon. sec. con inusitados poderes telepáticos? Improbable.

Rod empezó a reír.

Era algo raro y hermoso, un pájaro kukaburra, la misma raza de pájaro que había reído en la Australia original de la Vieja Vieja Tierra. Algunos habían llegado a este planeta y no se habían reproducido bien, aunque los norstrilianos los respetaban, amaban y cuidaban.

Esa salvaje risa de pájaro traía buena suerte y auguraba un buen día. Suerte en el amor, un dedo en el ojo del enemigo, nueva cerveza en la nevera, o una buena oportunidad en el mercado.

Ríe pájaro, pensó Rod.

Tal vez el pájaro captó el pensamiento. La risa se agudizó y alcanzó proporciones maniáticas y desenfrenadas. El pájaro parecía estar presenciando la comedia de pájaros más cómica jamás vista por un público de pájaros, con bromas sorprendentes, convulsivas, alocadas, increíbles, sabrosas, atrevidas, demoledoras. La risa de pájaro se volvió histérica y cobró un tono de temor y advertencia.

Rod avanzó hacia el árbol.

Aún no había visto al kukaburra.

Escudriñó el árbol protegiéndose del brillo del cielo, que refulgía en un buen amanecer.

El árbol lo deslumbraba con su verdor, pues conservaba buena parte de su color original. No se había vuelto beige o gris como las hierbas de la Tierra adaptadas al suelo norstriliano.

Y allí estaba el pájaro, una figura diminuta, esbelta, risueña e insolente.

De pronto el pájaro cloqueó: eso no era risa.

Sobresaltado, Rod dio un paso atrás y miró alrededor buscando el peligro.

Ese paso le salvó la vida.

El cielo silbó, el viento le golpeó, una forma oscura pasó veloz como un proyectil y se esfumó. Cuando la forma se posó en el suelo, Rod descubrió qué era.

Un gorrión loco.

Los gorriones habían alcanzado veinte kilos de peso, con picos rectos como espadas de casi un metro de longitud. En general, la Commonwealth los dejaba en paz, porque cazaban los piojos gigantes, del tamaño de balones, que crecían con las ovejas enfermas. A veces enloquecían y atacaban a las personas.

Rod se volvió, mirando al gorrión que se alejaba saltando, a cien metros.

Se rumoreaba que algunos gorriones locos no eran locos, sino que se trataba de gorriones adiestrados y enviados en malignas misiones de venganza o muerte por orden de hombres norstrilianos seducidos por el crimen. Era raro, constituía un crimen, pero era posible.

¿Sería un ataque del onsec?

Rod se palpó el cinturón buscando armas mientras el gorrión emprendía el vuelo otra vez, aleteando con aire inocente. Rod sólo tenía una linterna y una cantimplora. No resistiría mucho a menos que acudiera alguien. ¿Qué podía hacer un hombre cansado y desarmado contra una espada que hendía el aire guiada por el cerebro maniático de un pájaro?

Rod se preparó para el siguiente ataque del pájaro, usando la cantimplora como escudo.

La cantimplora no servía de mucha defensa.

El pájaro bajó, precedido por el silbido del aire contra la cabeza y el pico. Rod prestó atención a los ojos, y cuando los vio dio un brinco.

El polvo se arremolinó cuando el gorrión gigante alzó el largo pico abriendo las alas y batiendo el aire, frenó a centímetros de la superficie y se elevó con fuertes aleteos; Rod miró en silencio, satisfecho de haber escapado.

Sentía humedad en el brazo izquierdo.

La lluvia era tan rara en las llanuras de Norstrilia que no entendió cómo se podía haber mojado. Echó una ojeada.

Era sangre.

El pájaro había errado con el pico pero lo había rozado con las plumas del ala, afiladas como navajas, que habían mutado para convertirse en armas; tanto el cañón como las barbas de las grandes plumas estaban muy reforzadas, con el desarrollo de una protuberancia cortante en las puntas de las alas. El pájaro le había hecho un corte tan rápido que Rod no lo había sentido ni notado.

Como todo buen norstriliano, pensó en términos de primeros auxilios.

El flujo de sangre no era muy rápido. ¿Debía hacerse primero un torniquete u ocultarse del próximo ataque en picado?

El pájaro respondió por él.

El ominoso silbido se oyó de nuevo.

Rod se arrastró por el suelo hacia el tronco del árbol, donde el pájaro no podría atacarlo.

El pájaro, cometiendo un grave error de evaluación, pensó que lo había dejado fuera de combate. Se posó aleteando con calma, se irguió sobre las patas y ladeó la cabeza para examinarlo. Cuando el pájaro movió la cabeza, el pico-espada brilló malignamente bajo la débil luz del sol.

Rod llegó al árbol y aferró el tronco para levantarse.

Debido a este movimiento, casi perdió la vida.

Había olvidado con cuánta rapidez se desplazaban los gorriones por el suelo.

En un instante, el pájaro estaba erguido, cómico y maligno, estudiándolo con sus ojos agudos y brillantes; un instante después le había hundido el pico-espada bajo la parte huesuda del hombro.

Sintió el extraño tirón del pico al salir del cuerpo, el desgarrón de sus sorprendidas carnes antes del dolor electrizante. Lanzó un golpe con la linterna. Erró.

Las dos heridas lo habían debilitado. El brazo sangraba y la herida del hombro le empapaba la camisa.

El pájaro, retrocediendo, ladeó la cabeza para estudiarlo. Rod estudió sus posibilidades. Un manotazo seco liquidaría al pájaro. El pájaro había creído que su víctima estaba fuera de combate, pero ahora esta circunstancia era casi cierta.

Si no acertaba con el golpe, sería un punto para el pájaro, un hurra para el hon. sec., la victoria para Oh Tan Simple.

Rod ya no tenía la menor duda de que Houghton Syme era el responsable de este ataque.

El pájaro se abalanzó contra él.

Rod se olvidó de luchar como había planeado.

En cambio soltó una patada y le dio al pájaro en el centro del cuerpo pesado y tosco.

Era como una gran pelota llena de arena.

El puntapié le causó dolor pero el pájaro cayó a seis o siete metros de distancia. Rod se ocultó detrás del árbol y miró de nuevo el pájaro.

A estas alturas, la sangre le manaba a borbotones por la herida del hombro.

El pájaro asesino se había incorporado y caminaba con firmeza alrededor del árbol. Arrastraba un ala; el puntapié parecía haberle herido un ala, pero no las patas ni el fuerte cuello.

Una vez más, el pájaro ladeó la cómica cabeza. La sangre de Rod goteaba del largo pico enrojecido., que había sido gris al comienzo de la pelea. Rod lamentó no haber estudiado más a esos pájaros. Nunca había estado tan cerca de un gorrión mutante y no sabía cómo hacerle frente. Sólo sabía que rara vez atacaban a las personas y que a veces la gente moría en estos enfrentamientos.

Trató de linguar, de chillar con la mente para atraer a los vecinos y a la policía. Descubrió que no podía actuar telepáticamente porque tenía que concentrar toda su atención en el pájaro; sabía que su próximo movimiento podía causarle la muerte. No sería una muerte temporal, como cuando las cuadrillas de rescate estaban cerca. No había nadie en las inmediaciones, nadie salvo el excitado y amigable kukaburra que graznaba en el árbol.

Rod le gritó al gorrión, con la esperanza de asustarlo.

El pájaro le prestó tanta atención como si hubiera sido un reptil sordo.

La tonta cabeza se movía de un lado a otro. Los ojillos brillantes observaban a Rod. El pico rojo, que enseguida se volvía pardo en el aire seco, sondeaba dimensiones abstractas buscando un camino hacia el cerebro o el corazón de Rod. Rod se preguntó cómo resolvía el pájaro sus problemas geométricos: el ángulo de ataque, la línea de embestida, el movimiento del pico, el peso y la dirección del blanco móvil.

Retrocedió unos centímetros para mirar al pájaro desde el otro lado del tronco.

Oyó un siseo semejante al indefenso silbido de una serpiente pequeña.

El pájaro tenía ahora un extraño aspecto: de pronto parecía tener dos picos.

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