Los señores de la instrumentalidad (85 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Ignoraban su mayor secreto personal. Sospechaban que podía audir de cuando en cuando sin control sobre sí mismo. No sabían que en esas ocasiones podía audir todos los pensamientos en kilómetros a la redonda con detalle microscópico y alcance telescópico. Su recepción telepática, cuando funcionaba, atravesaba los escudos mentales ajenos como si no existieran. (Si algunas mujeres de las granjas que rodeaban la Finca de la Condenación hubieran sabido que él les había leído la mente sin proponérselo, se habrían avergonzado el resto de sus días.) En consecuencia, Rod McBan disponía de una temible cantidad de conocimientos caóticos que no encajaban del todo.

Los comités anteriores no le habían otorgado la Finca de la Condenación ni lo habían enviado a la muerte risueña. Habían valorado su inteligencia, su ingenio, su gran fuerza física. Pero les preocupaba la carencia telepática. Lo habían juzgado tres veces. Tres veces.

Y las tres veces se había postergado la sentencia.

Habían optado por la crueldad menor; no lo habían enviado a la muerte, sino a una nueva infancia y una nueva educación, con la esperanza de que su capacidad telepática se elevara naturalmente a la normalidad norstriliana.

Lo habían subestimado.

El lo sabía.

Gracias a ese fisgoneo que no podía controlar, captaba fragmentos de lo que ocurría, aunque nadie le había explicado los cornos y porqués racionales del proceso.

Un sombrío pero tranquilo Rod McBan holló por última vez el polvo de su patio, entró en la cabaña por la puerta principal, siguió hasta la puerta trasera y el patio trasero, y saludó cortésmente a las mujeres mientras ellas, ocultando su corazón entristecido, se disponían a prepararlo para la prueba. No querían contrariar al niño, aunque era grande como un hombre y manifestaba más aplomo que la mayoría de los hombres adultos. Querían ocultarle la terrible verdad. ¿Cómo podían evitarlo?

Él ya la sabía.

Pero fingía ignorarla.

Cordialmente, con sólo un poco de miedo, dijo:

—¡Hola, tía! ¿Qué hay, prima? Buenos días, Maribel. He aquí a vuestro cordero. Adornadlo y acicaladlo para el "concurso de ganado". ¿Me pondréis una argolla en la nariz o una cinta alrededor del pescuezo?

Una o dos jóvenes rieron, pero su «tía» mayor —en realidad era una prima cuarta, casada con un hombre de otra familia— señaló seria y serenamente una silla del patio y ordenó:

—Siéntate, Roderick. Ésta es una ocasión seria, y por lo general no hablamos mientras se disponen los preparativos.

Se mordió el labio inferior y añadió, no para asustarlo sino para impresionarlo:

—Hoy vendrá el vicepresidente.

(El «vicepresidente» era el jefe del gobierno; hacía miles de años que el Gobierno Provisional de la Commonwealth no tenía presidente. A los norstrilianos no les agradaba la ostentación. Vicepresidente ya era demasiado título para cualquiera. Además, eso intrigaba a los habitantes de otros mundos.)

Rod no se impresionó. Había visto al hombre en uno de esos raros momentos en que audía con claridad, y había descubierto que la mente del vicepresidente estaba atestada de números y caballos, los resultados de cada carrera hípica durante trescientos veinte años, y la proyección de seis carreras hípicas probables durante los dos próximos años.

—Si, tía.

—Hoy no metas bulla constantemente. No tienes que usar la voz para decir sí. Sólo asiente. Causará mucha mejor impresión.

Rod iba a responder, pero tragó saliva y asintió.

Ella le hundió el peine en la espesa y amarilla melena.

Otra de las mujeres, casi una niña, trajo una mesita y una jofaina. Por la expresión Rod, comprendió que ella le estaba linguando, pero era una de las ocasiones en que él no podía audir.

La tía le tiró bruscamente del pelo mientras la muchacha le cogía la mano. Rod no supo qué se proponía y apartó la mano.

La jofaina se cayó de la mesita. Rod advirtió que sólo era agua jabonosa para una manicura.

—Lo lamento —dijo. Incluso a él la voz le pareció ruidosa. Por un instante experimentó un feroz torrente de humillación y odio hacia sí mismo.

Tendrían que matarme
, pensó.
Cuando caiga el sol me desternillaré de risa basta que la medicina me haga hervir los sesos.

Se había reprendido a sí mismo.

Las dos mujeres no habían dicho nada. La tía se había ido a buscar champú, y la muchacha regresaba con una jarra para llenar de nuevo la jofaina.

Se miraron directamente a los ojos.

—Te quiero —declaró ella con claridad y calma, y con una sonrisa que a Rod le resultó inexplicable.

—¿Para qué? —preguntó Rod, también en voz baja.

—Te quiero a ti. Te quiero para mí. Vas a vivir.

—Tú eres Lavinia, mi prima —dijo él, como si acabara de descubrirlo.

—Silencio —murmuró la muchacha—. Ella vuelve.

Cuando la muchacha se puso a limpiarle las uñas, y la tía le frotó el pelo con algo parecido a un zumo de oveja, Rod empezó a sentirse feliz. La indiferencia que había fingido se transformó en una verdadera indiferencia ante su destino, una fácil aceptación del cielo gris y la tierra opaca y ondulante. Un temor —un temor diminuto, tan pequeño que parecía una mascota enana dentro de una jaula en miniatura— recorría sus pensamientos. No era el miedo a la muerte: de pronto aceptó el riesgo y recordó cuántas personas habían tenido que hacer la misma apuesta. Este pequeño miedo era otra cosa, el temor a no saber comportarse si le ordenaban morir.

Pero no tengo de qué preocuparme, pensó. La negativa nunca es una palabra: sólo una hipodérmica, de modo que la primera mala noticia que recibe la víctima es su propia risa, excitada y feliz.

Con esta extraña paz de espíritu, de pronto audió mejor.

No veía el Jardín de la Muerte, pero podía atisbar las mentes que se encargaban del mantenimiento; era un enorme camión cerrado más allá de la siguiente hilera de cerros, donde guardaban a Oíd Billy, la oveja de mil ochocientas toneladas. Oía el parloteo de voces en el pueblo que estaba a dieciocho kilómetros. Y atisbaba la mente de Lavinia.

Era una imagen de él mismo. Pero, ¡qué imagen! Tan alto, tan apuesto, tan gallardo. Se había entrenado para no moverse cuando audía, para que los demás no advirtieran que había recobrado su poco frecuente don telepático.

La tía le linguaba a Lavinia sin palabras ruidosas.

—Esta noche veremos a este bonito muchacho en el ataúd.

Lavinia respondió bruscamente:

—No, no será así.

Rod permanecía impasible en la silla. Las dos mujeres, con rostro grave y silencioso, continuaron linguando.

—¿Cómo lo sabes? No tienes tantos años —linguó la tía.

—Tiene la finca de más solera de Vieja Australia del Norte. Lleva uno de los apellidos más antiguos. Es... —Y aun al linguar se le enmarañaron los pensamientos, como en un tartamudeo—. Es un hermoso muchacho y será un hombre maravilloso.

—Recuerda mis pensamientos —le advirtió la tía—. Esta noche lo veremos en el ataúd y a medianoche emprenderá el Largo Viaje Hacia Fuera.

Lavinia se incorporó de un salto. Casi volcó la jofaina de agua por segunda vez. Movió la garganta y la boca para hablar pero sólo graznó:

—Lo lamento, Rod. Lo lamento.

Rod McBan, con expresión discreta, asintió estólidamente, como si no tuviera ni idea de lo que ambas habían linguado.

Ella se volvió y echó a correr, linguando a gritos:

—Consigue a otra para que le arregle las uñas. Eres despiadada y cruel. Consigue a otra persona que lave tu cadáver. No yo. No yo.

—¿Qué le pasa a Lavinia? —preguntó Rod a la tía, como si no supiera nada.

—Es difícil, eso es todo. Difícil. Nervios, supongo —añadió con un suave graznido. No sabía hablar muy bien, pues toda su familia y sus amigos linguaban y audían con elegancia—. Estábamos linguando acerca de lo que harías mañana.

—¿Dónde hay un cura, tía? —preguntó Rod.

—¿Un qué?

—Un cura, como en el viejo poema, en los duros tiempos antes de que nuestro pueblo hallara este planeta y trajera las ovejas. Todos lo conocen.

Aquí el cura perdió el juicio.

Allá ardió mi madre.

No puedo mostrarte la casa que teníamos.

Perdimos esa ladera cuando tembló la montaña.

—Es más largo —añadió Rod—, pero ésta es la parte que recuerdo. ¿Un cura no es un especialista en la muerte? ¿No hay ninguno por aquí?

Le sondeó la mente mientras ella le mentía. Mientras hablaba, Rod recibió una clara imagen de un vecino distante, un hombre llamado Tolliver, que tenía modales muy suaves; pero la tía no le habló de Tolliver.

—Algunos asuntos son cosa de hombres —cloqueó—. De todos modos, esta canción no habla de Norstrilia sino de Paraíso VII y la causa por la cual nos fuimos de allí. No sabía que la conocías.

En la mente de la tía Rod leyó:

—Este chico sabe demasiado.

—Gracias, tía —murmuró Rod dócilmente.

—Ven a enjuagarte —ordenó ella—. Hoy estamos usando mucha agua verdadera contigo.

Rod la siguió y se tranquilizó cuando la oyó pensar:
Lavinia tenía los sentimientos correctos, pero llegó a la conclusión equivocada. Esta noche él morirá.

Eso era demasiado.

Rod titubeó un instante, templando las cuerdas de su mente extrañamente afinada. Luego soltó un aullido de alegría telepática, tan sólo para fastidiar a todo el mundo. Todos se quedaron quietos. Luego lo miraron severamente.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó la tía con palabras.

—¿Qué? —preguntó él con aire inocente.

—Ese ruido que has linguado. No significa nada.

—Una especie de estornudo, supongo. No me he dado cuenta. —En su interior se echó a reír. Aunque estuviera en camino hacia la Casa del Ja Ja, les arruinaría el día mientras iba.

Era un modo estúpido de morir.

Y luego se le ocurrió una idea loca, extraña, feliz: Quizá no puedan matarme. Quizá yo tenga poderes. Poderes propios. Bien, pronto lo averiguaremos.

El juicio

Rod atravesó el terreno polvoriento, subió tres escalones por la escalera plegable que habían tendido por el flanco del camión, golpeó la puerta una vez, tal como le habían dicho. Una luz verde le alumbró la cara. Rod abrió la puerta y entró.

Era un jardín.

El aire húmedo, dulzón y perfumado era como un narcótico. Abundaban las plantas verdes y brillantes. Las luces eran claras pero tenues; el techo parecía un cielo muy azul y penetrante. Miró alrededor. Era una copia de la Vieja Vieja Tierra. Las flores que crecían en los arbustos verdes eran
rosas
; Rod recordó imágenes que le había mostrado su ordenador. Las imágenes no le habían indicado que las rosas no sólo tenían un bonito aspecto sino también un agradable olor. Se preguntó si sería así siempre, y entonces recordó el aire húmedo: la humedad retiene mejor los olores que el aire seco. Al fin miró tímidamente a los tres jueces.

Notó con sobresalto que uno de ellos no era un norstriliano, sino el comisionado local de la Instrumentalidad, el Señor Dama Roja, un hombre delgado de cara aguda e inquisitiva. Los otros dos eran el viejo Taggart y John Beasley. Los conocía, pero no mucho.

—Bienvenido —saludó el Señor Dama Roja, hablando con el acento cantarín de un habitante de la Cuna del Hombre.

—Gracias —dijo Rod.

—¿Eres Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan número ciento cincuenta y uno? —preguntó Taggart, aunque sabía muy bien que Rod era esa persona.

¡Bendito sea el Señor! ¡Qué suerte!
, pensó Rod.
¡Puedo audir, aun en este lugar!

—Sí —dijo el señor Dama Roja.

Se hizo un silencio.

Los otros dos jueces miraron al hombre que procedía de la Cuna del Hombre; el forastero contempló a Rod; Rod puso cara de susto. De pronto se le revolvió el estómago.

Por primera vez en su vida, se topaba con alguien capaz de captar sus peculiares aptitudes perceptivas.

Al fin pensó:
Comprendo.

El Señor Dama Roja lo miró con agudeza e impaciencia, como esperando una respuesta a su simple «sí».

Rod ya había respondido... telepáticamente.

El viejo Taggart rompió el silencio.

—¿No piensas responder? Te he preguntado tu nombre.

El Señor Dama Roja levantó la mano pidiendo paciencia; Rod jamás había visto ese ademán, pero lo entendió de inmediato.

El Señor Dama Roja proyectó su pensamiento hacia Rod:

—Me estás leyendo los pensamientos.

—Pues sí —pensó Rod, respondiéndole.

El Señor Dama Roja se llevó la mano a la frente.

—Me estás haciendo daño. ¿Has dicho algo?

—He dicho que te estaba leyendo la mente —respondió Rod con la voz.

El Señor Dama Roja se volvió hacia los otros dos hombres y linguó:

—¿Alguno de vosotros ha audido lo que él intentaba linguar?

—No —respondieron ambos—. Sólo un ruido fuerte.

—Él percibe en una banda ancha, como yo. Esta circunstancia ha significado mi humillación. Sabéis que soy el único Señor de la Instrumentalidad a quien han degradado de la jerarquía de Señor a la de Comisionado...

—Sí —linguaron ambos.

—¿Sabéis que no podían curar mis gritos y sugirieron que yo muriera?

—No —respondieron.

—¿Sabéis que la Instrumentalidad pensó que no podría molestaros aquí y me envió a vuestro planeta con este mísero trabajo, tan sólo para quitarme de en medio?

—Sí —respondieron.

—Pues bien. Entonces, ¿qué queréis hacer con él? No tratéis de engañarlo. Él ya lo sabe todo sobre este lugar. —El Señor Dama Roja miró de soslayo a Rod con una expresión cómplice, sonriendo para alentarlo—. ¿Queréis matarlo? ¿Exiliarlo? ¿Dejarlo suelto?

Los otros dos hombres cavilaron. Rod notó que los turbaba la idea de que él pudiera leer sus pensamientos, pues habían pensado que era un sordomudo telepático; además les molestaba la brusquedad con que el Señor Dama Roja había precipitado la decisión. A Rod casi le parecía estar nadando en el aire húmedo y denso. El aroma de las rosas le saturaba tanto las fosas nasales que nunca olería nada salvo rosas.

De pronto captó una conciencia abrumadora muy cerca de él: una quinta persona en el cuarto, en quien antes no había reparado.

Era un soldado uniformado de la Tierra. El soldado era apuesto y alto, y permanecía erguido con rígida formalidad militar. Además no era humano y llevaba un arma extraña en la mano izquierda.

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