Los señores de la instrumentalidad (103 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Ruth se levantó bruscamente y se sacudió la arena del trasero. Era un poco más alta que el padre; aunque él era un hombre muy apuesto, de aire aristocrático, la joven era una persona aún más llamativa. Cualquiera podía darse cuenta de que nunca le faltarían pretendientes.

—Bien, padre. Tú siempre tienes planes. Por lo general, te interesa el dinero antiguo. Pero esta vez yo estoy involucrada en ello, de lo contrario no estarías aquí. Padre, ¿qué quieres que haga?

—Que te cases. Que te cases con el hombre más rico que ha existido en el universo.

—¿Eso es todo? —rió ella—. Claro que me casaré con él. Nunca me he casado con un extranjero. ¿Has concertado una cita con él?

—No entiendes, Ruth. No se trata de una boda terrestre. Según la ley y la costumbre de Norstrilia te casas sólo con un hombre, te casas una sola vez, y sigues casada con él mientras vivas.

Una nube tapó el sol. El aire se volvió más fresco. Ruth contempló a su padre con una extraña mezcla de compasión, desprecio y curiosidad.

—Eso es harina de otro costal —dijo—. Primero tendré que verlo...

Oficina del ayudante del comisionado, cima de terrapuerto, cuatro horas después

—No me digas que no hay nada. Ni inventes historias sobre los hombres azules. ¡Vuelve a la pista y regístrala molécula por molécula hasta averiguar dónde estalló esa bomba mental!

—Pero...

—¡Sin peros! Yo he estado en guerra y tú no. Reconozco una bomba cuando la siento. Esa maldita cosa todavía me da dolor de cabeza. Vuelve con tus hombres a la pista de arriba y averigua dónde estalló esa bomba.

—Sí, señor —respondió el abatido y joven subjefe, sin la menor esperanza de cumplir su misión. Saludó con desaliento.

Cuando encontró a sus hombres en la puerta, sacudió la cabeza casi imperceptiblemente. El y sus hombres subieron por la rampa como un patético grupo de espantajos sin fuerzas.

Antecámara de la campana y el banco, a la misma hora

—Apresamos al hombre-toro T'dank, pero de algún modo escapó. Tal vez esté escondido en las cloacas. No veo razón para enviar la policía a perseguirlo. Allí abajo no durará mucho. Y la policía armaría un escándalo si yo lo perdonara. Tú puedes darme la razón, pero el resto del Consejo no lo haría.

—¿Y el comisionado Bebedor de Té, Señor? ¿Qué piensas hacer con él? Es una cuestión engorrosa, pues es un ex Señor de la Instrumentalidad. No podemos consentir que esa gente cometa delitos —declaró enfáticamente la Dama Johanna Gnade.

—Tengo el castigo para él —respondió Jestocost, con una blanda sonrisa.

—¿Olvido y recondicionamiento? —preguntó la Dama Johanna—. Básicamente, es un hombre inteligente.

—Nada tan simple.

—¿Entonces qué mi Señor?

—Nada.

—¿Qué quieres decir con «nada», Jestocost? No tiene sentido —exclamó la Dama Johanna con una extraña nota de petulancia.

—Quiero decir lo que he dicho, señora. Nada. Él sabe que yo sé algo. La araña ha muerto. El robot está destruido. Hay otros nueve Rod McBans causando un pequeño caos en la ciudad baja. Pero Bebedor de Té ignora que yo lo sé todo. Tengo mis propias fuentes.

—Sabemos que te enorgulleces de ello —comentó la Dama Johanna, con una encantadora y artera sonrisa—. También sabemos que te gusta guardar secretos personales. Lo toleramos, Señor, porque te amamos y confiamos en ti, pero sería una práctica muy peligrosa si la llevaran a cabo personas menos juiciosas o menos hábiles que tú. Y podría resultar peligrosa si... —Titubeó, lo estudió un instante y continuó—. Sería peligrosa si perdieras tu astucia, o murieras de repente.

—Lo cual no ha ocurrido —replicó él, desechando el tema.

—No me has contado qué harás con Bebedor de Té.

—Nada, como he dicho —contestó Jestocost con enfado—. No haré nada y dejaré que él espere que yo ordene su destrucción. Si empieza a creer que me he olvidado, encontraré algún modo de recordarle que alguien o algo le sigue el rastro. Bebedor de Té será un hombre muy desdichado antes de que termine con él.

—Eso parece muy cruel, mi Señor. Él podría apelar.

—¿Y ser juzgado por asesinato?

La Dama Johanna desistió.

—Tu estilo es inaudito, Señor. Te has adaptado al Redescubrimiento del Hombre. Dejar que la gente sufra. Dejar que las cosas salgan mal. Yo fui educada en la vieja filosofía... si ves un problema, resuélvelo.

—Y yo me di cuenta de que estábamos muriendo de perfección.

—Supongo que estás en lo cierto —suspiró ella—. Supongo que aún vigilas a ese hombre rico.

—En la medida de lo posible —dijo Jestocost.

—Perfecto —dijo Johanna, dando el asunto por concluido—. Sólo espero que no te hayas liado con esa extravagante afición tuya.

—¿Extravagante afición? —dijo Jestocost a la manera cortesana, enarcando las cejas.

—El subpueblo —explicó ella con tono de disgusto—. El
subpueblo.
Me caes bien, Jestocost, pero tus comentarios sobre esos animales a veces me repugnan.

Jestocost no planteó objeciones. Se quedó rígido y la miró. La Dama Johanna sabía que Jestocost estaba eludiendo una provocación. Él era mayor, así que la Dama saludó con una ligera reverencia y se marchó de la sala.

Antecámara de la campana y el banco, diez minutos después

Una mujer-oso con cofia almidonada y uniforme de enfermera entró en la sala empujando la silla de ruedas del Señor Crudelta. Jestocost apartó los ojos de los cuadros de situación que estaba examinando. Cuando vio quién era, saludó a Crudelta con una profunda inclinación. La mujer-oso, excitada por el famoso lugar y los grandes dignatarios a quienes conocía, habló con voz singularmente aguda.

—Señor y amo Crudelta —suplicó—, ¿puedo dejarte aquí?

—Sí, vete. Te llamaré luego. Ve al cuarto de baño mientras sales. Está a la derecha.

—¡Señor...! —jadeó ella avergonzada.

—No te habrías atrevido si no te lo hubiera dicho. Hace media hora que leo tu mente. Ahora márchate.

La mujer-oso salió con un susurro de las faldas almidonadas.

Crudelta se volvió hacia Jestocost, quien se inclinó. Al alzar los ojos contempló la cara de ese hombre viejo, muy viejo, y dijo, con cierto orgullo en la voz:

—¡Aún sigues con tus mañas, Señor y colega Crudelta!

—Y tú con las tuyas, Jestocost. ¿Cómo sacarás a ese chico de las cloacas?

—¿Qué chico? ¿Qué cloacas?

—Nuestras cloacas. El chico a quien le vendiste esta torre.

Por una vez, Jestocost quedó atónito de sorpresa. Se le aflojó la mandíbula. Luego recobró la compostura y dijo:

—Eres un hombre informado, Señor Crudelta.

—Lo soy, y también soy mil años mayor que tú. Ésa fue mi recompensa por regresar de la nada del espacio.

—Lo sé, Señor. —La cara carnosa y agradable de Jestocost no expresaba preocupación, pero estudiaba al viejo con gran cautela. En su juventud, el señor Crudelta había sido el mayor Señor de la Instrumentalidad, un telépata siempre temido por los demás Señores, pues leía las mentes con tanta destreza y rapidez que era el mejor carterista mental que jamás había existido. A pesar de ser un conservador acérrimo, jamás se había opuesto a una medida determinada porque atentara contra sus ambiciones. Por ejemplo, había presidido la votación por el Redescubrimiento del Hombre regresando de su retiro e intimidando al Consejo con su vehemente discurso a favor de la reforma. Jestocost nunca le había tenido simpatía. ¿Quién podía simpatizar con una lengua mordaz, una mente de insondable inteligencia, una personalidad vieja y fría que no ofrecía ni pedía compañerismo? Y si el viejo se había embarcado en la aventura Rod McBan, quizá supiera algo sobre el anterior trato de Jestocost con...
/No, no, no! No pienses eso aquí, no mientras te observan estos ojos.

—También lo sé —dijo el viejo.

—¿Qué?

—El secreto que más quieres ocultar.

Jestocost esperó sumisamente a que le asestaran el golpe.

El viejo rió. La mayoría de la gente habría esperado un graznido de aquella cara apuesta, joven y lozana con un cuerpo enclenque y marchito. Habría sido un error. La risa sonaba amable, genuina y cálida.

—Dama Roja es un estúpido —afirmó Crudelta.

—Estoy de acuerdo —dijo Jestocost—. ¿Pero cuáles son
tus
razones, Señor y amo?

—El muy tonto. Sacar a ese joven de su propio planeta cuando tiene tanta riqueza y tan poca experiencia.

Jestocost asintió, sin querer decir nada mientras el viejo no hubiera mostrado su línea de ataque.

—Sin embargo, tu idea me gusta —continuó el Señor Crudelta—. Venderle la Tierra y luego cobrarle impuestos por eso. ¿Pero cuál es tu finalidad última? ¿Nombrarlo emperador del planeta Tierra, al viejo estilo? ¿Asesinarlo? ¿Volverlo loco? ¿Lograr que tu muchacha-gato lo seduzca y luego lo mande a casa arruinado? Admito que yo también he pensado en estas posibilidades, aunque no entendía cómo encajaban con tu pasión por la justicia. Pero hay una cosa que no puedes hacer, Jestocost. No puedes venderle el planeta Tierra y luego permitirle que se quede aquí y lo administre. Podría exigir esta torre como residencia. Eso sería demasiado. Soy demasiado viejo para mudarme a otra parte. Y no debe extraer todo el océano y llevárselo como recuerdo. Todos habéis sido muy listos, Señor... listos al extremo de la tontería. Habéis creado una crisis innecesaria. ¿Qué piensas obtener de ella?

Jestocost decidió ir al grano. El viejo debía de haberle leído la mente. Sólo así podría haber atado todos los cabos. Jestocost optó por la verdad y nada más que la verdad. Empezó con el día en que el Gran Parpadeo comunicó las enormes transacciones en
stroon
, apuestas financieras que pronto trascendieron los mercados de Vieja Australia del Norte para desequilibrar la economía de todos los mundos civilizados. Intentó explicar quién era Dama Roja.

—No me cuentes eso —exclamó el señor Crudelta—. Fui yo quien lo apresó, lo sentenció a muerte y luego fui persuadido a anular la sentencia. No es un mal hombre, pero es astuto. Tiene suficiente inteligencia para convertirse en un absoluto tonto cuando se enreda en sus conspiraciones lógicas. Te apuesto un minicrédito contra un crédito a que ya ha asesinado a alguien. Siempre lo hace. Le agrada la violencia teatral. Pero vuelve a tu historia. Dime qué planes tienes. Si me gustan, te ayudaré. Si no me gustan, presentaré la historia ante una reunión plenaria del Consejo esta mañana, y sabes que harán trizas tu brillante idea. Quizá confisquen la propiedad del muchacho, lo manden a un hospital y lo hagan salir hablando vasco y tocando música flamenca. Sabes tan bien como yo que la Instrumentalidad se muestra muy generosa con la propiedad ajena, pero se vuelve implacable cuando se ve amenazada. A fin de cuentas, yo fui uno de los hombres que exterminó a Raumsog.

Jestocost habló despacio y con calma. Habló con la certeza de un contable que, teniendo los libros en orden, explica un asunto intrincado a su gerente. A pesar de su edad, era un niño comparado con la antigüedad y sabiduría del señor Crudelta. Expuso los detalles, incluyendo los propósitos de Rod McBan. Incluso compartió con el señor Crudelta su simpatía por el subpueblo y la lucha secreta y silenciosa que él libraba para mejorar la consideración de las subpersonas. Lo único que no mencionó fue el A'telekeli y el contracerebro que el subpueblo había instalado en Abajo-abajo. Si el viejo lo sabía, Jestocost no podía impedirlo. Pero si no lo sabía, no debía contárselo.

El señor Crudelta no reaccionó con entusiasmo senil ni con risas infantiles. No volvió a la infancia sino a la madurez; con gran dignidad y energía, declaró:

—Apruebo. Comprendo. Cuentas con mi respaldo si lo necesitas. Llama a la enfermera para que venga a buscarme. Pensé que eras un tonto sagaz, Jestocost. A veces lo eres. Esta vez demuestras que tienes corazón además de cabeza. Algo más. Apresúrate a traer de Marte a ese doctor Vomact, y no atormentes mucho tiempo a Bebedor de Té, sólo para hacerte el listo. Se me podría ocurrir la idea de atormentarte a
ti.

—¿Y el ex Señor Dama Roja? —preguntó respetuosamente Jestocost.

—El, nada. Nada. Deja que siga su vida. Quizá los norstrilianos se sirvan de él para perder su inocencia política.

La mujer-oso entró en la sala con un susurro de faldas. El señor Crudelta agitó la mano. Jestocost se inclinó casi hasta el suelo, y la silla de ruedas, pesada como un tanque, atravesó chirriando el umbral.

—¡Eso pudo haber planteado un problema! —suspiró Jestocost, Se enjugó la frente.

En busca del Maestro Gatuno

Rod, G'mell y M'gentur habían tenido que asirse a los costados del conducto varias veces cuando el tráfico se volvía más denso y grandes cargamentos subían o bajaban junto a ellos. En una de estas esperas, G'mell contuvo el aliento y dijo unas rápidas palabras al monito. Rod sólo captó el repentino entusiasmo y la felicidad en la voz de G'mell. El mono murmuró una respuesta y ella insistió en tono lastimero.

—¡A'ikasus, debes hacerlo! La vida de Rod podría depender de ello. No se trata sólo de salvarle la vida ahora, sino de que disfrute una vida mejor durante cientos y cientos de años.

—No me pidas que piense cuando tengo hambre —exclamó el mono con enfado—. Este rápido metabolismo y este pequeño cuerpo no bastan para sostener verdaderos pensamientos.

—Si quieres comida, aquí tengo unas pasas. —Ella sacó un puñado de pasas sin semillas de una de sus bolsas.

M'gentur las comió con avidez pero sombríamente.

Rod dejó de prestarles atención para admirar los magníficos muebles dorados, con delicadas tallas e incrustaciones de material nacarado, que un numeroso grupo de locuaces hombres-perro llevaba hacia arriba. Les preguntó adonde llevaban los muebles. No le respondieron y él repitió la pregunta en tono más perentorio, como correspondía al norstriliano más rico del universo. El autoritarismo en su voz provocó respuestas, pero no las que él esperaba.

—Miau —dijo un hombre-perro—. Cállate, gato, o te perseguiré y tendrás que subirte a un árbol.

—Lo llevamos a tu casa, estúpido. ¿Qué crees que eres? ¿Una persona?

—Los gatos siempre son entrometidos. Mira ése.

El capataz de los perros subió por el conducto.

—Amigo gato —le dijo a Rod con aplomo y amabilidad—, si tienes ganas de charla, quizá te clasifiquen como material sobrante. ¡Será mejor que te calles en el conducto público!

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