Los señores de la instrumentalidad (20 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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La mirada de los ojos grises dio paso a una sonrisa de los labios. En ese rostro joven-viejo de rasgos masculinos y textura femenina, la sonrisa tenía un aire de inmensa benevolencia. Helen sintió un extraño deseo de llorar cuando vio que él le sonreía de ese modo. ¿Eso aprendía la gente entre las estrellas? ¿A interesarse por los demás y a abalanzarse sobre ellos sólo para ofrecer amor y no para devorarlos como presas?

—Te creo —dijo él con voz medida—. Eres la primera en quien creo. Muchos me han dicho mirándome a los ojos que deseaban ser navegantes. No podían saber lo que esto significa, pero lo decían, y yo los odiaba por eso. Pero tú eres distinta. Quizá llegues a navegar entre las estrellas, aunque espero que no.

Como despertando de un sueño, miró la lujosa habitación, los dorados y esmaltados robots-camareros que aguardaban con displicente elegancia. Estaban diseñados para estar siempre presentes sin llegar a estorbar: un difícil efecto estético, pero su diseñador lo había logrado.

El resto de la velada transcurrió con la fluidez de la buena música. Ambos se dirigieron a la solitaria playa que los arquitectos de Nueva Madrid habían construido junto al hotel. Hablaron un poco, se miraron e hicieron el amor con una certeza afirmativa que parecía ajena a ellos. El Señor Ya-no-cano se mostró muy tierno, y no advirtió que en una sociedad genitalmente sofisticada él era el primer amante que Helen había deseado o tenido. (¿Cómo podía la hija de Mona Muggeridge necesitar un amante, un compañero o un hijo?)

Al día siguiente por la tarde, aprovechando la permisividad de la época, Helen pidió al Señor Ya-no-cano que se casara con ella. Habían vuelto a la playa privada, donde el milagro de sutiles ajustes en el microclima había proporcionado una tarde polinesia a la alta y fría meseta de España central.

Ella le pidió que se casaran, ella, y él la rechazó de forma tan tierna y amable como un hombre de sesenta y cinco años puede rechazar a una muchacha de dieciocho. Ella no insistió, y continuaron su agridulce idilio.

Se sentaron en la arena artificial de la playa artificial y se mojaron los pies en la tibia agua del mar artificial. Luego se tendieron en una duna de arena artificial que les ocultaba la vista de Nueva Madrid.

—Dime —inquirió Helen—, ¿puedo preguntarte otra vez por qué te hiciste navegante?

—La respuesta no es fácil —dudó él—. Quizá por la aventura. Al menos, en parte fue por eso. Y deseaba ver la Tierra. No podía permitirme el lujo de venir en una cápsula. Ahora... bueno, tengo bastante dinero para el resto de mi vida. Puedo volver a Nueva Tierra en un mes, como pasajero, en vez de tardar cuarenta años. Me pueden congelar en un abrir y cerrar de ojos, encerrarme en una cápsula adiabática, cargarme en el próximo velero y despertarme de vuelta en casa mientras otro tonto navega por mí.

Helen asintió. No se molestó en decirle que ya lo sabía. Había investigado acerca de los veleros desde que había conocido al navegante.

—Has navegado entre las estrellas —dijo Helen—. ¿Puedes contarme... hay palabras para explicar cómo son las cosas allá?

El rostro de Ya-no-cano exploró su interior, su alma, y después la voz llegó como desde lejos.

—Hay instantes, o semanas, pues en un velero nunca se sabe, en que te parece que vale la pena. Sientes que tus terminales nerviosas se extienden hasta tocar las estrellas. De algún modo te sientes inmenso. —Poco a poco regresó desde la lejanía—. Por usar un tópico, nunca más vuelves a ser el mismo. No me refiero sólo al cambio físico, sino... te encuentras a ti mismo, o quizá te pierdes a ti mismo. Por esa razón —continuó, señalando hacia Nueva Madrid, oculta detrás de la duna de arena—, no soporto esto. Nueva Tierra es como debió de ser la Tierra en los viejos tiempos, o eso creo. Se presiente cierta frescura. Aquí...

—Ya sé —le interrumpió Helen América, y era cierto. El aire de la Tierra, algo decadente, algo corrupto, demasiado cómodo, debía de resultar sofocante para el hombre de las estrellas.

—Quizá no lo creas —comentó él—, pero allá el mar a veces está demasiado frío para nadar. Tenemos música que no sale de máquinas, y placeres que surgen de nuestros propios cuerpos, sin necesidad de que los implanten. Tengo que regresar a Nueva Tierra.

Helen permaneció un rato en silencio, tratando de aplacar el dolor que sentía en el corazón.

—Yo... yo... —balbuceó.

—Ya sé —dijo ferozmente el Señor Ya-no-cano, volviéndose hacia ella casi con salvajismo—. Pero no puedo atarte a mí. ¡No puedo! Eres demasiado joven, tienes una vida por delante y yo he derrochado un cuarto de la mía. No, eso no es cierto. No la he derrochado. No cambiaría mi experiencia por nada, porque me ha ofrecido algo que jamás había tenido. Y me ha permitido conocerte.

—Pero si... —intentó ella de nuevo.

—No. No lo eches a perder. La próxima semana seré congelado en mi cápsula para esperar un velero. No podré soportar esto mucho más tiempo. Y quizá me arrepintiera, lo cual sería un gran error. Pero aún nos queda tiempo para estar juntos. Y tendremos nuestras propias vidas para recordarlo. No pienses en otra cosa; no podemos hacer nada, nada.

Helen no mencionó al hijo que había empezado a desear, el hijo que ya nunca tendrían. OH, cuánto bien le habría hecho ese hijo. Habría servido para atarlo a ella, pues él era un hombre de honor y se habría casado con la joven si se lo hubiera dicho. Pero el amor de Helen, a pesar de su juventud, era tal que no le permitía valerse de esos recursos. Quería que él se acercara a ella voluntariamente, y se casara porque no podía vivir sin Helen. Para semejante matrimonio, un hijo habría significado una bendición más.

Desde luego, había otra alternativa. Podría haber tenido un hijo sin revelar el nombre del padre. Pero ella no era Mona Muggeridge. Conocía demasiado los terrores, la incertidumbre y la soledad de ser una Helen América como para crear otra. Y no había lugar para un niño en el destino que había escogido. Hizo, pues, lo único que estaba en sus manos. Al final de su estancia en Nueva Madrid, dejó que él se despidiera. Se marchó sin palabras ni llanto, y se trasladó a una ciudad ártica, una ciudad de placer donde esos problemas eran bien conocidos; con vergüenza, preocupación y tristeza recurrió a un servicio médico confidencial que eliminó al niño aún no nacido. Luego regresó a Cambridge y confirmó su inscripción como la primera mujer que llevaría un velero a las estrellas.

6

El Señor que presidía la Instrumentalidad en aquella época era un hombre llamado Wait. Wait no era cruel, pero nunca había destacado por su ternura de espíritu ni por su respeto hacia las inclinaciones aventureras de los jóvenes.

—Esta muchacha quiere llevar una nave a Nueva Tierra —informó a Wait el ayudante—. ¿Va usted a permitirlo?

—¿Por qué no? —sonrió Wait—. Una persona es una persona. Se trata de una joven culta, bien preparada. Si fracasa, sacaremos provecho del error dentro de ochenta años, cuando la nave regrese. Si triunfa, hará callar a algunas de esas mujeres protestonas. —El Señor se inclinó sobre el escritorio—. Pero si la muchacha cumple con los requisitos y emprende el viaje, no le den ningún convicto. Los convictos son colonos demasiado buenos y valiosos para que los embarquemos en un viaje de locos. Hagamos una jugada más arriesgada. Le daremos todos los fanáticos religiosos. Tenemos de sobra. ¿No hay veinte o treinta mil esperando?

—Sí, señor —respondió el ayudante—. Veintisiete mil doscientos, sin contar los últimos.

—Perfecto —dijo el Señor de la Instrumentalidad—. Que se los lleve a todos, y que le concedan esa nueva nave. ¿La hemos bautizado?

—No, señor —contestó el ayudante.

—Bien, es hora de hacerlo. El ayudante quedó desconcertado. Una sonrisa artera y desdeñosa cruzó el rostro del superior de la Instrumentalidad.

—Toma esa nave y bautízala. Llámala
El Alma
y que
El Alma
vuele a las estrellas. Y que Helen América se dé el gusto de ser un ángel. Pobrecilla, la vida no resulta muy agradable para ella aquí en la Tierra, teniendo en cuenta cómo nació y cómo la criaron. Y de nada sirve intentar reformarla, cambiarle la personalidad, pues es una criatura cálida y decidida. No veo en ello ninguna ventaja. No la podemos castigar por ser ella misma. Que vaya. Que se dé el gusto.

Wait se incorporó, miró de soslayo y repitió:

—Que se dé el gusto, pero
sólo si cumple los requisitos.

7

Helen América cumplió los requisitos.

Los médicos y los expertos intentaron aconsejarle que no fuera.

—¿Comprende lo que ocurrirá? —le dijo un técnico—. En un solo mes pasarán para usted cuarenta años de vida. Saldrá de aquí siendo una muchacha y llegará allá convertida en una sesentona. Bien, quizá todavía pueda vivir cien años después de eso. Pero es doloroso. Estará a cargo de todas esas personas, miles y miles. Transportará además un cargamento terrestre. Remolcará unas treinta mil cápsulas, atadas a dieciséis cuerdas. Tendrá que vivir en la cabina de mando. Le daremos todos los robots que necesite, tal vez una docena. Tendrá una vela mayor y un trinquete y manejará las dos.

—Lo sé. He leído el libro —dijo Helen—, Debo pilotar la nave con la luz, pero si el infrarrojo toca la vela representa el fin. Si se producen interferencias de radio debo recoger las velas; y si éstas fallan, tengo que esperar mientras siga con vida.

El técnico se enfadó.

—No se ponga trágica. Es fácil imaginar tragedias. Y si quiere ser dramática, allá usted, pero sin destruir a treinta mil personas y sin arruinar muchos bienes terrestres. Puede ahogarse aquí mismo, o lanzarse a un volcán como los japoneses de los antiguos libros. Lo difícil no es la tragedia. Lo difícil es cuando las cosas marchan bien y hay que seguir luchando. Cuando hay que seguir contra viento y marea, afrontando las tentaciones de la desesperación.

»Le enseñaré cómo funciona el trinquete. La anchura máxima es de treinta mil kilómetros. Se va abusando, y la longitud total llega a los ciento veinte mil kilómetros. Unos pequeños servo-robots se encargan de recoger y de izar la vela. Los servo-robots se controlan por radio, pero no use la comunicación más de lo imprescindible. Las baterías, aunque sean atómicas, tienen que durar cuarenta años. Tienen que mantenerla con vida.

—Sí, señor —dijo dócilmente Helen América.

—No olvide cuál es su misión. Usted va porque resulta barata; un navegante pesa mucho menos que una máquina. Hasta ahora no hay ningún ordenador múltiple que pese sólo cincuenta kilos. Usted sí. Va porque podemos sacrificarla. Quien viaja a las estrellas tiene una probabilidad entre tres de no llegar. Pero no le envían a usted porque sea un líder sino porque es joven. Tiene una vida que ofrecer, una vida que cuidar. La han escogido porque tiene los nervios bien templados. ¿Comprende?

—Sí, señor, sí.

—Además, la envían a usted porque hará el viaje en cuarenta años. Si nos decidiéramos por aparatos mecánicos para manejar las velas, quizá llegaran. Pero tardarían entre cien y ciento veinte años, tal vez más, y para entonces los cápsulas adiabáticas se habrían deteriorado y la mayor parte del cargamento humano no podría ser reanimado. La pérdida de calor echaría a perder la expedición, y ya nada ni nadie podrían evitarlo. Recuerde que su principal tragedia y dificultad consistirá en trabajar. Trabajar, nada más. Ésa es su tarea.

Helen sonrió. Era una muchacha baja, de pelo abundante y oscuro, ojos castaños y cejas muy marcadas, pero cuando sonreía parecía una niña, una niña adorable.

—Mí tarea es trabajar —repitió—. He comprendido, señor.

8

En la zona de entrenamiento, los preparativos eran rápidos pero no precipitados. En dos ocasiones los técnicos insinuaron a Helen que se tomara unas vacaciones antes de presentarse al ensayo general. Helen no aceptó el consejo. Quería seguir adelante; los técnicos ya sabían que ella quería abandonar la Tierra para siempre, y también sabían que la muchacha no era sólo la hija de su madre. Helen intentaba permanecer fiel a sí misma. Sabía que el mundo no creía en ella, pero no le importaba.

La tercera vez que le propusieron unas vacaciones, la sugerencia fue una orden. Disponía de dos melancólicos meses de los que al final disfrutó un poco en las maravillosas islas Hespérides, que habían aparecido cuando el peso de los Terrapuertos hizo aflorar un nuevo conjunto de archipiélagos al sur de las Bermudas.

Helen se presentó de nuevo, preparada, saludable y lista para partir.

El oficial médico habló sin rodeos.

—¿Sabe usted lo que vamos a hacerle? Le haremos vivir cuarenta años de vida en un mes.

La pálida Helen América asintió con un cabeceo, y el oficial continuó:

—Ante todo, para darle esos cuarenta años, le retrasaremos los procesos orgánicos. La sola tarea biológica de respirar el aire de cuarenta años en un mes implica un factor de aproximadamente quinientos a uno. No hay pulmones que lo resistan. Habrá que prepararle el cuerpo para que circule el agua que llevará los alimentos, sobre todo proteínas. También algunos hidratos. Además necesitará vitaminas.

»La primera operación será adaptarle el cerebro, y mucho, para que trabaje en esa proporción retardada de quinientos a uno. No queremos incapacitarla. Alguien tiene que manejar las velas.

»Por tanto, si usted titubea o reflexiona, un par de pensamientos le ocuparán varias semanas. También podemos retardarle las diferentes partes del cuerpo, pero no del mismo modo. Por ejemplo, rebajamos el agua en una proporción de ochenta a uno. Los alimentos, trescientos a uno.

»No le alcanzará el tiempo para beber el agua de cuarenta años. El agua circula por todo el cuerpo, se recicla y vuelve a incorporarse en el sistema, a menos que usted interrumpa el circuito.

»Así que tendrá que pasar un mes totalmente despierta, en una mesa de operaciones,
mientras la operamos sin anestesia
; ésta es una de las tareas más ingratas a que se ha enfrentado la humanidad.

»Tendrá usted que vigilar, tendrá que observar las cuerdas sujetas a las cápsulas que llevan el pasaje y el cargamento, tendrá que manejar las velas. Si hay alguien vivo en el lugar de destino, le saldrá al encuentro.

»Al menos así ocurre casi siempre.

»No le garantizo que llegue a puerto con la nave. Si nadie la recibe, entre en órbita más allá del último planeta y resígnese a morir o trate de salvarse. Sin ayuda no podrá llevar a treinta mil personas a puerto.

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