Los rojos Redmayne (5 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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»Pero se mostró muy alegre, aunque muy egoísta. Habló durante horas enteras de la guerra y de las hazañas con que había ganado sus galones y en su charla nos llamó especialmente la atención un detalle. A veces la memoria no le respondía. No quiero decir que nos contara inexactitudes, pero se repetía a menudo; después de referir alguna de sus aventuras volvía a contarla como cosa nueva cuando había transcurrido una hora, o menos, después de su primer relato.

»Michael me explicó más tarde que este defecto era cosa seria y que probablemente indicaba una lesión cerebral, susceptible de agravarse. Pero nuestra reconciliación me hacía tan feliz que en aquel momento ninguna preocupación podía asaltarme y después del té rogué a mi tío Robert que se quedara con nosotros unos días, en lugar de irse a Plymouth. Por la tarde nos dirigimos a pie hasta nuestra casa, atravesando el páramo, y a mi tío le interesó mucho nuestro futuro hogar. Finalmente decidió dormir aquí aquella noche y lo obligamos a alojarse en el cuarto de huéspedes de Mrs. Gerry, impidiéndole que fuera, como pensaba, al Hotel del Ducado.

»Se quedó más tiempo y lo divertía a veces ayudar a la construcción cuando los albañiles se habían marchado. En compañía de Michael, pasaba allí con frecuencia muchas horas de estas largas tardes y yo les llevaba el té.

»Mi tío Robert nos había hablado de su noviazgo con la hermana de un camarada de armas. Ella se encontraba en Paignton con sus padres; y él, en aquellos días, tenía la intención de visitarla. Nos hizo prometer que iríamos a Paignton en el próximo mes de agosto, cuando se realizaran las regatas de Torbay. Le pedí reservadamente que escribiese a mis otros dos tíos comunicándoles su convicción de que Michael había cumplido el deber que le correspondía en la guerra. Accedió a mis ruegos y pareció que nuestras aflicciones terminarían pronto.

»Ayer, después de tomar el té más temprano que de costumbre, mi tío Robert y Michael fueron juntos hasta la casa, pero no los acompañé. Enfilaron hacia la carretera; iban en la motocicleta de mi tío Robert; detrás, como siempre, se había instalado mi marido.

»Llegó la hora de la cena y ninguno de los dos apareció. Estoy hablándole de anoche. Hasta las doce no sentí gran preocupación, pero a esa hora me asusté. Fui a la comisaría, hablé con el inspector Halfyard y le dije que mi marido y mi tío no habían regresado de Foggintor y que su ausencia me inquietaba. El inspector conoce de vista a mi tío y personalmente a mi marido, porque le ayudó muchas veces cuando funcionaba el depósito de musgo. Esto es todo cuanto puedo decirle.»

Mrs. Penrod dejó de hablar, y Brendon se puso en pie.

—Lo demás me lo dirá el inspector Halfyard ——dijo—. Y permítame felicitarla por su relato. No creo posible presentar de modo más claro su situación pasada. Los hechos más importantes que usted menciona son que su marido y el capitán Redmayne se habían reconciliado por completo y que, cuando se separaron de usted la última vez, demostraron hallarse en excelentes términos de amistad. ¿Está segura de esto?

—Absolutamente segura.

—¿Ha revisado el cuarto de su tío después de su desaparición?

—No, nadie ha tocado nada.

—De nuevo, señora, muchas gracias. Volveré más tarde.

—¿Puede darme alguna esperanza?

—Hasta ahora nada sé del acontecimiento en sí, y por tanto ni puedo darle esperanzas ni desalentar las que tenga.

Joanna le estrechó la mano mientras en su rostro se esbozaba una levísima sonrisa que, aunque inconsciente, era infinitamente conmovedora. Hasta en la pena, aquella mujer era extraordinariamente bella y Brendon (cuyas emociones de orden personal intervenían influyendo en el esfuerzo intelectual que el caso exigía) la encontraba exquisita. Al separarse de ella deseó enfrentarse con un arduo problema. Anhelaba impresionarla y miraba hacia el futuro con una repentina exultación, desconocida en su habitual estado de ánimo juicioso y comedido; llegó al extremo de repetirse un refrán lleno de sentido, cuyo autor ignoraba, que había leído en un libro de proverbios: «Existe una hora en la que el hombre, si consigue descubrirla, puede ser feliz para el resto de su vida.»

Pero se avergonzó de sí mismo y sintió que el rubor sonrojaba su rostro de rasgos comunes.

En la comisaría lo esperaba un automóvil, y veinte minutos más tarde se encontraba en Foggintor. Mientras avanzaba con cuidado, dejando atrás las charcas, observaba los oscuros riscos y el vasto espacio de la cantera que se hallaban envueltos en una melancólica niebla y fue hacia la salida situada en el extremo opuesto. Luego, apartándose del arroyuelo que corría por este paso, se dirigió a la casa en construcción y pronto se halló en sus inmediaciones. Era la hora del almuerzo. Seis albañiles y carpinteros comían en una casita de madera levantada cerca del edificio; sentados al lado de ellos, se encontraban dos agentes de policía y el inspector Halfyard. Éste se puso de pie al ver a Brendon, se adelantó y le estrechó la mano.

—¡Qué suerte que se halle usted aquí, querido amigo! —dijo con su modo simpático y llano—. Aunque a decir verdad, el caso no presenta hasta ahora complicaciones que hagan necesaria su inteligencia.

El inspector Halfyard medía un metro ochenta de estatura y tenía hombros anchos y angulosos; pero su imponente torso estaba mal sostenido por unas piernas muy largas y delgadas, y ligeramente torcidas. Su nariz prominente, su cabeza pequeña y sus ojillos grises y brillantes le daban cierto aspecto de cigüeña. Además era reumático y esto hacía que se moviera con rigidez.

—Este agujero no es bueno para mis piernas —comentó—. Pero, por lo que sabemos hasta ahora, la cantera de Foggintor no entra en el asunto, aunque al verla se diría que sí. El asesinato fue cometido aquí, dentro de esta casa, y es seguro que al criminal no iba a ocurrírsele utilizar un escondrijo tan obvio.

—¿Han recorrido la cantera?

—Todavía no. De nada sirve emplear cincuenta hombres en ese hueco recóndito mientras no sepamos si es necesario; en realidad, todos los detalles indican otra dirección. Un caso muy extraño... Tan extraño que probablemente al extremo del hilo hallaremos a un loco homicida. El asunto parece muy claro, pero no es atribuible a gente cuerda.

—¿No han hallado el cadáver?

—No; pero a menudo se puede probar el crimen sin hallarlo..., como ahora. Venga a la casa y le diré lo que sabemos. No cabe duda de que ha habido crimen, pero es más probable que encontremos al asesino que a su víctima.

Salieron juntos y pronto estuvieron frente a la casa de campo.

—Ahora refiérame el asunto desde que usted intervino en él —dijo Brendon, y el inspector Halfyard inició su relato.

—Alrededor de las doce y cuarto de la noche me despertaron —explicó—. Acudí a la llamada, y el agente Ford, que se hallaba de servicio, me dijo que Mrs. Penrod deseaba verme. Conocía mucho a ella y a su marido, porque ambos fueron el alma del depósito de provisión de musgo instalado en Princetown durante la guerra. Ella me explicó que su marido y su tío, el capitán Redmayne, habían venido a esta casa con el objeto de adelantar un poco la obra, como lo hacían con frecuencia después de las horas de trabajo; pero a medianoche no habían regresado y estaba inquieta por ellos. Cuando me enteré de que habían salido en una motocicleta, supuse que tal vez habrían tenido algún contratiempo o un accidente, y ordené a Ford que despertase a un compañero y que inspeccionaran el camino. Así lo hicieron, y Ford volvió a las tres y media de la madrugada con la mala noticia de que no habían encontrado a nadie; en cambio, habían descubierto un gran charco de sangre dentro de esta casa... Como si alguien hubiese matado un cerdo. Ya había amanecido y vine inmediatamente hacia aquí en un automóvil. El charco está en el cuarto que servirá de cocina y hay sangre en el umbral de la puerta trasera que da sobre esta dependencia. Busqué minuciosamente algún indicio, pero no hallé ni siquiera un botón. A mi juicio, las declaraciones de los habitantes de las casitas situadas en el camino de Foggintor, que fue el que tomamos para venir, hacen inútiles nuestras investigaciones en este sitio. Viven allí varios picapedreros, con sus respectivas familias y también Tom Ringrose, el inspector de pesca en el río Walkham. Los picapedreros no trabajan aquí, porque este lugar está abandonado desde hace más de cien años, pero van a la cantera del Duque, en Merivale, y casi todos tienen bicicleta para trasladarse al trabajo.

»Cuando regresaba para desayunar obtuve en esas casitas informaciones muy concretas. Dos hombres me dijeron exactamente la misma cosa, sin haberse visto antes de hablar conmigo. Uno de ellos es Jim Bassett, segundo capataz de la cantera del Duque, y el otro es Ringrose, el inspector de pesca que vive en la última casa. Bassett ha venido a esta obra una o dos veces, porque el granito que emplean en ella lo traen de la cantera del Duque. Conocía de vista a Penrod y al capitán Redmayne y anoche, alrededor de las diez, hora de verano, cuando todavía había luz, vio que el capitán salía de aquí y pasaba luego frente a las casitas. En ese momento Bassett fumaba en la puerta de su domicilio, y Robert Redmayne se acercó empujando su motocicleta hasta llegar al camino. Detrás del asiento llevaba atado un saco de gran tamaño. Bassett le dio las "buenas noches" y él le contestó; y ochocientos metros más abajo del mismo camino, Ringrose también se cruzó con él. Robert Redmayne, montado en su motocicleta, se dirigía lentamente a la carretera principal. Según declara Ringrose, cuando el capitán llegó allí aceleró el motor y tomó velocidad. Siguió cuesta arriba y el inspector supuso que regresaba a Princetown.»

Halfyard calló.

—¿Y eso es todo cuanto sabe? —preguntó Brendon.

—En lo que concierne a los pasos del capitán Redmayne, sí —contestó el viejo inspector—. Probablemente nos darán alguna información cuando regresemos a Princetown, porque estamos haciendo averiguaciones a lo largo de los dos caminos: hacia Moreton y Exeter, por un lado, y desde Dartmeet a Ashburton y los pueblos de la costa, por el otro. Creo que debe de haberse internado en el páramo por uno de ellos; si no es así, significa que volvió sobre sus pasos y se dirigió a Plymouth o hacia el Norte. No tardaremos en encontrar su pista. Es un hombre que no pasa inadvertido.

—¿Declaró también Ringrose que había visto el saco detrás de la motocicleta?

—Sí.

—¿Antes de que usted lo mencionara?

—Sí, señaló el detalle, como lo había hecho Bassett.

—Veamos entonces lo que hay que ver aquí —dijo Brendon y juntos entraron en la futura cocina de la casa de campo.

3

El misterio

Brendon entró detrás de Halfyard en la futura cocina de la casa de campo de Michael Penrod y el inspector levantó un lienzo encerado que alguien había extendido en uno de los ángulos de la habitación, sobre el suelo. En el centro había un banco de carpintero, y el piso, cuyas tablas estaban ya colocadas, se hallaba cubierto de virutas y herramientas. Debajo del lienzo, una enorme mancha que había salpicado las paredes demostraba que allí había corrido mucha sangre. En partes, estaba húmeda todavía y sobre ella se veían virutas ensangrentadas. Un borde oscuro y viscoso rodeaba la mancha central y en él estaba estampada la huella de la suela claveteada de una bota.

—¿Han entrado hoy aquí los obreros? —inquirió Brendon, y el inspector Halfyard contestó categóricamente que no.

—Dos de mis hombres vinieron anoche después de la una: los dos que envié desde Princetown cuando Mrs. Penrod dio la alarma. Inspeccionaron el lugar con una linterna eléctrica y descubrieron la sangre. Uno de ellos fue a darme el informe; el otro pasó aquí la noche. Vine antes de que llegaran los obreros y les prohibí que tocaran algo hasta que efectuáramos la inspección. Penrod solía trabajar en la obra cuando se retiraban los albañiles.

—¿Podrían decirnos estos hombres si se hizo algún trabajo anoche... en lo concerniente al adelanto de la obra?

—Seguramente se darán cuenta si la recorren.

Brendon llamó a un albañil y a un carpintero, y mientras este último aseguraba que nada se había agregado a lo hecho por él, su colega, señalando un muro destinado a cercar el jardín, declaró que algunas pesadas piedras habían sido colocadas y aseguradas en su sitio con argamasa después de haberse marchado él de allí, la víspera, a las cinco de la tarde.

—Eche abajo el trabajo nuevo —ordenó Brendon. Y se dirigió a revisar con mayor detenimiento la cocina.

Su examen resultó infructuoso; no halló nada cuya presencia no fuera explicada por los carpinteros. Tampoco descubrió indicios de lucha. En aquel cuarto lo mismo podía haber hallado la muerte un cordero que un hombre; pero la sangre parecía humana, y a Halfyard no se le había pasado por alto un detalle, importante quizá. El marco de la puerta estaba colocado y tenía una primera capa de pintura blanca en la cual se veían manchas de sangre, sobre poco más o menos la altura del hombro de una persona.

Brendon examinó el suelo del lado exterior de la puerta de la cocina. Estaba desnivelado y pisoteado por los obreros, pero no presentaba huellas especiales, ni otros indicios de importancia. En veinte metros a la redonda recorrió cada palmo de terreno y halló las huellas de una motocicleta. La habían estacionado allí a diez metros de la casa y las marcas de las ruedas y del soporte que la había sostenido se destacaban claramente en el suelo pantanoso. Siguió las huellas dejadas por la máquina al ser retirada de allí y observó que, en un lugar más blando, se habían hundido profundamente. El dibujo de los neumáticos le era familiar: marca Dunlop. Media hora más tarde uno de los agentes se le acercó y, después de hacer el saludo militar, comunicó a Marc la siguiente información:

—Han echado abajo la pared, señor, y no han encontrado nada; sin embargo, Fulford, el albañil, dice que falta un saco grande de cemento que estaba en un rincón de la casita; su contenido ha sido volcado, pero el saco ha desaparecido.

El detective fue hasta el rincón indicado y desparramó el montón de cemento sin hallar nada debajo. Luego, después de revisar infructuosamente la casita de los obreros, dirigió sus pasos hacia los terrenos contiguos a la casa y examinó la entrada de las canteras. Ningún detalle revelador compensó su búsqueda. Regresó al rato, huyendo de la lluvia que empezaba a caer en forma sostenida; pero antes había llegado hasta las charcas y había visto, en la orilla arenosa, huellas claras de pies desnudos de hombre.

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