Los rojos Redmayne (4 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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»John Redmayne, mi abuelo, pese a su gran fortuna, tenía la religión del trabajo y exigía que sus hijos hallaran ocupación y justificaran su existencia. Mi tío Albert, que era sólo un año menor que mi padre, demostró siempre afición por el estudio y la literatura. En su juventud fue empleado de un librero de Sydney; años después vino a Inglaterra, trabajó con una firma importante del ramo y se hizo un experto. Lo asociaron al negocio, realizó viajes comerciales y residió varios años en Nueva York. Se especializó en la literatura italiana del Renacimiento y, como adoraba Italia, ahora reside allí. Como es soltero y vive modestamente, hace alrededor de diez años se retiró de los negocios en bastante buena posición. Además, sabía que su padre moriría pronto, y puesto que su madre ya había fallecido, podía contar con una parte de la cuantiosa fortuna que se dividiría entre él y sus dos hermanos vivos.

»De estos dos, mi tío Benjamin Redmayne era marino mercante. Llegó a capitán de la Mala Real Inglesa y se jubiló en la época en que murió mi abuelo, hace cuatro años. Es un viejo marino francote y rudo y carente de atractivos; nunca lo ascendieron al servicio de pasajeros; se quedó siempre al mando de buques de carga, circunstancia que despertaba en él un profundo resentimiento. Pero el mar es su vida y, cuando estuvo en condiciones de hacerlo, se edificó una casita en los acantilados de Devon, donde vive ahora junto al rumor de las olas.

»De mi tercer tío, Robert Redmayne, se sospecha en este momento que haya asesinado a mi marido; pero cuanto más pienso en ello menos posible me parece semejante atrocidad. Porque ni la pesadilla más extravagante parecería tan inexplicable e insensata como este horror.

»En su juventud, Robert Redmayne era el preferido de su padre; y si puede decirse que éste mimó a alguno de sus hijos, fue al menor. Mi tío Robert llegó a Inglaterra y, como era aficionado a la ganadería y la agricultura, se empleó en la propiedad de un terrateniente, hermano de un amigo australiano de John Redmayne. Parecía que prosperaba en su trabajo, pero iba y venía, porque a mi abuelo no le agradaba que pasara un año sin verlo.

»A mi tío Robert le gusta la buena vida, y especialmente las carreras de caballos y la pesca en el mar. Basándose en sus buenas perspectivas económicas, pidió dinero prestado y se endeudó. Cuando murió mi padre, estreché las relaciones con mi tío Robert, porque era bondadoso conmigo y le agradaba que pasara con él las vacaciones. Trabajaba muy poco. Pasaba la mayor parte del tiempo en las carreras o en Cornualles, en la localidad de Penzance, donde, según se decía, cortejaba a una muchacha, hija de un hotelero. Acababa de salir del colegio y me disponía a marcharme de Inglaterra para vivir con mi abuelo en Australia, cuando los acontecimientos, uno tras otro, se sucedieron con rapidez, modificando la vida de los Redmayne.»

—Descanse un poco, si está fatigada —dijo Marc. Advertía, al observar las pausas ocasionales y los suspiros que oprimían el pecho de Mrs. Penrod, el enorme esfuerzo que ésta hacía para relatar bien su historia.

—Continuaré sin detenerme —repuso ella—. Cierto verano, en que pasaba una temporada con mi tío Robert en Penzance, dos grandes, en realidad, tres grandes acontecimientos se produjeron. Estalló la guerra, mi abuelo murió en Australia y yo me prometí en matrimonio a Michael Penrod.

»Hacía un año que amaba a Michael, cuando me pidió que nos casáramos. Pero al darle la noticia a mi tío Robert, no la aprobó, diciéndome que mi elección era equivocada. Los progenitores de mi novio habían muerto. Su padre había sido jefe de la firma Penrod y Trecarrow, que exportaba sardinas a Italia. Pero a Michael, que había sucedido a su padre en el negocio, no le interesaba en absoluto esa actividad. Le producía una renta, pero su verdadera afición era la mecánica. (Y, entre paréntesis, fue siempre un soñador que prefería planear a ejecutar.)

»Nos amábamos apasionadamente, y no dudo de que con el tiempo mis tíos no se habrían opuesto a nuestra boda si ciertos desgraciados sucesos, contrarios a nuestro compromiso, no se hubieran producido.

»Al morir mi abuelo, se descubrió que había dejado un curioso testamento, y supimos también que su fortuna era considerablemente menor de lo que creían sus hijos. No obstante, dejó algo más de ciento cincuenta mil libras. Según parece, en los últimos diez años de su vida, la disminución de su lucidez para los negocios lo había impulsado a efectuar malas inversiones de dinero.

»En las disposiciones de dicho testamento, mi abuelo ponía toda su fortuna en manos de mi tío Albert, el mayor de los hijos vivos, pidiéndole que dividiese el producto total de la herencia entre él y sus dos hermanos, de acuerdo con los dictados de su propio criterio; porque sabía que Albert era hombre de honor muy escrupuloso y que sería equitativo con todos. En lo que a mí se refiere, le ordenaba a mi tío que separara veinte mil libras que debía entregarme cuando me casara; y, aunque no estuviera casada, cuando cumpliera veinticinco años. Entretanto, mis tíos estaban obligados a cuidar de mí, y agregaba que mi futuro esposo, si se presentaba, tenía que obtener el consentimiento de mi tío Albert.

»A pesar de su desilusión al saber que recibiría mucho menos de lo que había esperado, mi tío Robert recobró pronto su buen humor, porque el hermano mayor les comunicó a él y a Benjamin que dividiría la fortuna en tres partes iguales. De esta forma cada uno recibió alrededor de cuarenta mil libras, y el legado que me correspondía fue reservado. Todo, sin duda, hubiera ido bien; poco faltaba para convencer a mis tíos, que veían el desinterés de Michael Penrod; en efecto, éste nada sabía de nuestros asuntos e ignoraba por completo que yo heredaría algún dinero. Era una boda puramente por amor, y ambos considerábamos que las cuatrocientas libras anuales que recibía Michael del negocio de pesca de sardinas eran más que suficientes para nuestras necesidades.

»Pero estalló la guerra en aquellos aciagos días de agosto y la faz del mundo cambió, creo que para siempre.»

Hizo una nueva pausa, se levantó, se acercó al aparador y se sirvió un poco de agua. De un salto, Marc se puso de pie y le retiró de la mano la jarra de cristal.

—Descanse ahora —rogó; pero ella, mientras bebía el agua a pequeños sorbos movió la cabeza.

—Descansaré después que usted se haya marchado —contestó—, pero le ruego que vuelva luego si puede darme un poco de esperanza.

—Tenga la seguridad, señora, de que así lo haré.

Ella volvió a su silla y él también se sentó.

—La guerra modificó todas las cosas —siguió diciendo Mrs. Penrod— y creó una dolorosa desavenencia entre mi novio y mi tío Robert. Éste se alistó inmediatamente, regocijándose ante la idea de las aventuras que podrían presentársele. Engrosó las filas de un regimiento de caballería y propuso a Michael que hiciese lo mismo; pero Michael, aunque no existe hombre más patriota... debo de hablar como si existiera aún, Mr. Brendon...

—Naturalmente; todos debemos de suponer que vive, mientras no se pruebe lo contrario.

—¡Gracias por haberme dicho eso! Michael no tenía mentalidad guerrera: era delicado de complexión y de temperamento apacible. Lo horrorizaba la idea del combate cuerpo a cuerpo, y existían, por supuesto, otras mil maneras de servir a la patria; sobre todo para un hombre tan hábil como él.

—Por supuesto.

—Sin embargo, mi tío Robert hizo de ello una cuestión personal. El país pedía con urgencia el alistamiento de voluntarios para el servicio activo y mi tío declaró que las filas eran el único lugar que correspondía a un hombre en edad de combatir que deseara seguir considerándose hombre. Expuso la situación a sus hermanos y mi tío Benjamin (que acababa de jubilarse, pero que, por pertenecer a las reservas de la armada, volvía a prestar servicio al mando de algunos barreminas) escribió una carta enérgica diciendo que Michael debía alistarse. Desde Italia, mi tío Albert opinó en el mismo sentido; y, aunque la actitud de los tres me ofendía, la decisión, como es natural, dependía de Michael, y no de mí. En esa época mi novio sólo tenía veinticinco años y no deseaba otra cosa que cumplir con su deber. A nadie podía pedir consejo y, advirtiendo el riesgo de oponerse a la voluntad de mis tíos, cedió y se presentó como voluntario.

»Pero no fue aceptado. El médico dijo que su corazón no permitía someterlo a la instrucción necesaria. Cuando lo supe, di gracias a Dios. Aquí empezaron las tribulaciones; mi tío Robert se enfureció y acusó a Michael de eludir su obligación, de haber sobornado al médico para que lo eximiera. Tuvimos varias discusiones sumamente desagradables y respiré cuando mi tío se marchó a Francia.

»Accediendo a mis deseos, Michael se casó conmigo y participé la boda a mis tíos. Esto tuvo por resultado que nuestras relaciones se hicieran muy tirantes; pero nada me importaba, porque mi marido sólo vivía para hacerme feliz. Entonces, en mitad de la guerra, la nación lanzó una urgente llamada para reclutar trabajadores y, al enterarse de que aquí en Princetown se necesitaban hombres que hubieran pasado la edad de combatir o que estuvieran incapacitados para la lucha, Michael se ofreció y vinimos juntos.

»El príncipe de Gales contribuyó a instalar un gran depósito de musgo destinado a la fabricación de vendajes quirúrgicos, y tanto mi marido como yo nos incorporamos a esta empresa. En ella se recogía el musgo esfagníneo de los pantanos de Dartmoor, que, después de ser secado, limpiado y sometido a un proceso químico, era enviado a todos los hospitales de guerra del reino. Un limitado personal, activo y dispuesto, realizaba esta buena obra; y mientras me unía a las mujeres que juntaban y limpiaban el musgo, mi marido, cuyas escasas fuerzas no le permitían recorrer las ciénagas ni entregarse al duro trabajo de recogerlo y llevarlo a Princetown, se ocupaba de secarlo y extenderlo en el asfalto de los campos de tenis de los guardianes del presidio, lugar donde se efectuaba este proceso preliminar. Michael tenía también a su cargo los archivos y la contabilidad; y, a decir verdad, organizó a la perfección el depósito.

»Cerca de dos años continuamos dedicados a esta tarea, viviendo aquí en casa de Mrs. Gerry. Durante ese tiempo me enamoré de este paraje y rogué a mi marido que, cuando terminase la guerra, y si sus recursos lo permitían, me construyera una casita en Dartmoor. Su comercio de sardinas con Italia había quedado prácticamente paralizado desde el verano de 1914. Pero la compañía Penrod y Trecarrow poseía algunas pequeñas embarcaciones que pronto se valorizaron mucho. Y Michael, que a su vez se había encariñado con Dartmoor tanto como yo, se ocupó del proyecto y obtuvo un largo contrato de arriendo de un bellísimo y resguardado terreno cerca de la cantera de Foggintor, a pocos kilómetros de aquí.

»Entretanto, no tenía noticias de mis tíos; sólo había visto en los periódicos el nombre de mi tío Robert, que figuraba en la lista de los condecorados con la medalla de Servicios Distinguidos. Michael me aconsejó que no me ocupara de mi dinero hasta después de la guerra, y así lo hice. Empezamos a construir la casa el año pasado y vinimos a vivir con Mrs. Gerry hasta que estuviese terminada.

»Hace seis meses escribí a Italia a mi tío Albert y me contestó que reflexionaría sobre el asunto, pero que estaba muy disgustado con mi boda. También escribí a mi tío Benjamin, que vivía en su nueva casa; pero, aunque en su respuesta no se mostraba muy enfadado conmigo, me hablaba con desdén de mi querido Michael. Estos hechos nos traen a la situación que repentinamente se produjo hace una semana, Mr. Brendon.»

Joanna se detuvo y volvió a suspirar.

—Me aflige ver que se fatiga usted tanto —dijo él—. ¿No prefiere dejar el resto para otro momento?

—No. Es mejor que le cuente todo ahora. Así no habrá confusiones. Hace una semana, salía de la oficina de correos cuando tuve la sorpresa de ver a mi tío Robert que llegaba en motocicleta. Esperé a que bajara de ella y la colocara frente a correos. Luego me acerqué a él. Antes de que supiera lo que ocurría le había echado los brazos al cuello y lo había besado; porque no necesito decirle que lo había perdonado hacía tiempo. Al principio frunció el ceño, pero luego se ablandó. Estaba alojado en Paignton, Torbay, donde pasaba el verano, y me dio a entender que iba a casarse. Traté de mostrarme lo más cariñosa posible y, cuando me anunció que se dirigía a Plymouth por unos días, antes de regresar a Paignton, le imploré que olvidara el pasado, que fuésemos amigos y que viniera a visitar a mi marido.

»Mi tío Robert había ido a ver a un viejo camarada de armas que vive en Two Bridges, a tres kilómetros de aquí, y pensaba almorzar en el Hotel del Ducado para luego seguir a Plymouth; pero al final lo convencí, conseguí que viniera a compartir nuestro almuerzo y tuve oportunidad de contarle cosas de Michael que no podían menos que modificar su inflexible actitud. Para alegría mía insistió en detenerse aquí varias horas y le preparé un sabroso almuerzo. Poco después mi marido volvió de la casa en construcción y logré que se reconciliaran. En el primer momento Michael se puso a la defensiva; pero no es rencoroso, y cuando advirtió la actitud amable de mi tío Robert y su interés al enterarse de que había merecido ser condecorado con la Orden del Imperio Británico por sus valiosos servicios en el depósito, se mostró rápidamente dispuesto a perdonar y olvidar el pasado.

»Creo que fue el día más feliz de mi vida; y libre de mi anterior preocupación, pude detenerme a observar un poco a mi tío Robert. Su aspecto no había cambiado, pero hablaba con voz más alta y parecía más excitable que nunca; la guerra había despertado en él nuevos y más amplios intereses; era capitán y, si nada se oponía, tenía la intención de continuar en el ejército. En actividad durante casi toda la guerra, se había salvado milagrosamente en muchas batallas. Poco antes del armisticio, sufrió los efectos de los gases y fue enviado al hospital; pero antes había estado internado dos meses, curándose de una conmoción nerviosa. Hablaba de estas cosas sin darles mucha importancia, pero adiviné que algo había cambiado en él y atribuí este cambio a la conmoción que había tenido. Siempre había sido excitable e inclinado a extremismos, sintiéndose a veces exageradamente optimista y otras en el colmo de la desesperación; pero la terrible experiencia de la guerra había acentuado esta peculiaridad y, pese a sus modales amables y aparente buen ánimo, Michael y yo comprendimos que sus nervios se hallaban en tensión y que no era posible confiar en su buen sentido, pues, a decir verdad, nunca se singularizó por éste.

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