Los rojos Redmayne (32 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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—¿Qué ocurriría si les hiciéramos creer que habían tenido éxito, y Albert simulara que se sentía muy enfermo después del desayuno?

—Pensé en eso. Pero la dificultad reside en que no estaremos seguros de si utilizaron o no veneno. No hay tiempo para análisis.

—Probémoslo en el gato.

Peter reflexionó un instante.

—A menudo esta clase de engaños da excelente resultado —admitió luego—; pero he presenciado demasiados casos en que la policía ha cavado un pozo en el cual ha caído de narices. Una de las dificultades consiste en que no debemos alarmar a Albert más de lo necesario. Por el momento, sólo sabe que lo considero en peligro; pero no tiene la menor idea de que nuestras sospechas recaen sobre personas de la casa. No lo sabrá hasta que le prohiba tocar su desayuno. Sí; nadie nos impide recurrir a este ardid. Pedirá pan y leche...; sabemos quién se los subirá. Luego, su gato «Grillo» desayunará en lugar de él —Peter miró a Marc intencionadamente—. Esto lo convencerá, amigo mío.

Pero el otro movió la cabeza.

—Depende de las circunstancias. Aun cuando se emplease veneno, muchos hombres y mujeres honrados han sido instrumento inocente de la voluntad de un criminal.

—Es cierto; pero perdemos tiempo en algo que probablemente no sucederá. No creo que lo intenten. Correspondería a la ley del menor esfuerzo, y, en general, la ley del menor esfuerzo significa mayores riesgos después. No... Si se le ofrece la menor ocasión, Doria procederá en forma más ingeniosa. El peligro grande estaría en que se hallara a solas con Albert, aunque fuese un instante. Tal es la situación que es menester evitar a todo trance. Que nada lo induzca a usted a perder de vista a Albert; y aunque Doria, ostensiblemente, trate de escapar antes de que yo vuelva, no se deje engañar y no lo persiga. Después que me vaya, inventará cualquier ardid para desconcertarlo a usted; es decir, si sospecha que estoy dando un paso decisivo e inmediato. Pero si me marcho sin despertar sospechas sobre el objeto de mi partida, estaremos en condiciones de sorprenderlo antes de que dé el golpe. Tal es, en pocas palabras, nuestro objetivo.

Una hora más tarde, Ganns y Brendon acompañaron a Poggi hasta su bote, y luego regresaron a pie con Albert Redmayne. Peter llevaba alimentos ocultos entre sus ropas. Después de un rato explicó a su amigo que las cosas habían llegado a su punto culminante.

—En veinticuatro horas espero terminar con estos misterios y conspiraciones, Albert —dijo—; pero, mientras tanto, tendrás que obedecerme en todos los detalles; en esta forma me ayudarás a liberarte de la abominable acechanza que se cierne sobre tu cabeza. Confío en ti, y tú debes confiar, a ojos cerrados, en Marc y en mí, hasta mañana por la noche. Pronto estarás de nuevo en paz y sin preocupaciones.

Albert agradeció las palabras de Ganns y expresó su satisfacción porque se vislumbraba el final del asunto.

—Apenas he alcanzado a ver a través del vidrio, oscuramente —les dijo-. En realidad, no puedo decir que haya visto nada a través del vidrio. Estoy completamente desconcertado, y me alegra mucho saber que este horror que me amenaza terminará pronto. Sólo mi absoluta confianza en ti, Peter, ha impedido que pierda la razón.

Al llegar a la casa, Brendon se despidió de ellos, y Joanna recibió a su tío. La joven invitó a Marc a que entrara un momento antes de marcharse; pero era tarde, y Ganns opinó que convenía que se retiraran a descansar.

—Venga por aquí temprano, Marc —advirtió—. Albert me dice que hay en Como unos viejos cuadros sumamente interesantes. Tal vez vayamos a verlos mañana, cruzando el lago en excursión de placer, si a él le parece bien.

Antes de partir, Brendon se quedó un instante a solas con Joanna, y ella le dijo en secreto:

—Algo le ha ocurrido esta noche a Doria. Está mudo desde su paseo con Ganns.

—¿Está en casa?

—Sí; hace horas que se acostó.

—Elúdalo —aconsejó Marc—. Elúdalo, en lo posible, sin despertar sus sospechas. Los tormentos que usted sufre pueden terminar antes de lo que cree.

Se marchó sin decir más. Al día siguiente se presentó por la mañana temprano, y Joanna fue la primera que lo vio. Luego Ganns se reunió con ellos.

—¿Cómo está mi tío? —preguntó ella, y Peter le comunicó que el viejo bibliófilo se hallaba indispuesto.

—Estuvo de juerga hasta muy tarde anoche, y demasiado vino blanco —observó—. No se siente bien. Se quedará en su habitación y puede usted llevarle algo de comer dentro de un rato.

A continuación Ganns anunció que iría más tarde a Como, e invitó a Brendon y a Doria a que lo acompañasen. Marc, conociendo el papel que le tocaba interpretar, rechazó la invitación; por su parte, Giuseppe declaró que no podía realizar el paseo.

—Tengo que prepararme para regresar a Turín —dijo—. El mundo no se detiene mientras Mr. Ganns caza a su hombre rojo. Mis ocupaciones me reclaman y nada hay aquí que me retenga.

Falto de su habitual buen humor, parecía que los demás lo dejaban indiferente; pero sólo más tarde Brendon conoció la razón.

Después de almozar Ganns partió; llevaba chaleco blanco y otras vistosas prendas; Giuseppe también salió, prometiendo volver a las pocas horas; Brendon subió a acompañar a Albert. Durante un rato estuvieron solos; luego se presentó Joanna llevando un plato de sopa. Charló un momento con ellos, pero al ver que su tío mostraba somnolencia y poca voluntad de conversar, se dirigió a Marc en voz baja. Mostraba agitación y parecía muy preocupada.

—Más tarde, cuando sea posible, desearía hablar con usted..., es indispensable que hablemos. Estoy en peligro, y usted es la única persona que puede ayudarme —susurró. El temor y la súplica asomaban a sus ojos, y posó la mano en el brazo de Marc. Éste se prendió a ella y la estrechó entre las suyas. Al oír las palabras de Joanna olvidó lo demás. Al fin iba ésta hacia él por propia voluntad.

—Confíe en mí —repuso en voz baja, a fin de que sólo ella lo oyera—. Su felicidad y bienestar significan para mí más que cualquier otra cosa en el mundo.

—Doria volverá a salir más tarde. Al anochecer, después de que se haya ido, podremos conversar sin peligro —expresó ella. Y se marchó apresuradamente.

En cuanto Joanna se alejó, Albert hizo un movimiento. Estaba vestido, recostado en un canapé junto a la chimenea.

—Es muy desagradable este subterfugio que me obliga a fingirme enfermo —declaró—. Me siento espléndidamente, y me sentó muy bien la deliciosa comida de anoche. Por nadie que no fuera Peter me rebajaría a simular lo que no siento; es contrario a mi naturaleza y a mi carácter. Sin embargo, puesto que mi amigo me ha prometido que hoy se aclararán las dudas y tinieblas que nos rodean, debo armarme de paciencia, Brendon. Peter abriga horribles temores. Nunca lo he visto sospechar de personas decentes. Hoy ni siquiera me permite beber y comer en mi propia casa. Esto equivale a decir que tengo enemigos de puertas adentro. ¿Hay, por ventura, algo más aflictivo?

—Es por precaución.

—El mero hecho de sospechar es increíblemente doloroso para mí. No quiero sospechar de nadie. Cuando en mi mente se esboza una suposición de esta clase, desecho instantáneamente la causa que la suscita. Si se trata de un libro, lo descarto de una vez para siempre, aunque sea muy valioso. No permito que la desconfianza y la duda me atormenten. En esta casa viven Assunta, Ernesto, mi sobrina y su marido. Sería abominable sospechar de alguna de estas excelentes personas y me siento incapaz de hacerlo.

—Esto no durará más que unas cuantas horas. Creo que después todos, menos uno, se verán libres. A decir verdad, estoy seguro de que así será.

—Parece que Giuseppe es centro de las conjeturas de Peter. Lo que está sucediendo supera mi capacidad de comprensión. Doria me ha tratado siempre con respeto y cortesía. Posee sentido del humor y comprende que a la naturaleza humana le faltan muchas cosas que desearíamos ver en ella. Sus gustos literarios son también excelentes; lee autores de calidad. Es buen europeo y, exceptuando a Poggi, el único hombre que conozco que comprende a Nietzsche. Esto habla en su favor; sin embargo, hasta Joanna parece considerar a Giuseppe como a un inservible. Insinúa que está desilusionada de él. Sé en qué consiste un verdadero hombre; pero, le confieso, ignoro totalmente en qué consiste un buen marido. Un hombre bueno puede ser mal marido, porque la mujer tiene sus normas conyugales propias; y desconozco en absoluto dichas normas.

—¿Simpatiza usted con Doria?

—No tengo motivo alguno para no simpatizar con él. Espero que mi infortunado hermano (si en realidad es lo que creen y no una aparición etérea proyectada por el subconsciente) sea capturado pronto, tanto por su propio bien como por el nuestro. Leeré ahora
Las Consolaciones
de Boecio (último de los autores latinos propiamente dichos) y fumaré un cigarro. No veré a Giuseppe. Lo he prometido. Se entiende que estoy enfermo; pero seguramente lo ofenderá que me niegue a verlo. El hombre no sólo tiene cabeza; tiene también corazón.

Se levantó y se acercó a una pequeña biblioteca que contenía las obras de sus autores preferidos. Luego se enfrascó en la lectura de Boecio, y Marc contempló, a través de la ventana, la vida en el lago y la belleza del cielo estival reflejada en sus aguas. Más allá del líquido espejo, las torres de Bellagio, rodeadas de altos cipreses, se agolpaban al pie de una pequeña montaña. De cuando en cuando se oía el palmoteo de las ruedas que impulsaban el ir y venir de las blancas embarcaciones.

Por la tarde, Doria regresó por poco tiempo y Joanna le comunicó que su tío estaba mejor, pero que consideraba más prudente permanecer en su cuarto. El italiano había recobrado su jovialidad. Bebió vino, comió fruta y dirigió casi toda su conversación a Brendon, quien, junto con Joanna, durante un rato le hizo compañía en el comedor.

—Espero que cuando usted y Ganns se harten de perseguir a esa sombra roja vayan a verme a Turín —dijo Giuseppe—. Y tal vez consigan convencer a Joanna de que mis ideas son razonables. ¿Cuál es el objeto del dinero? Tiene en sus manos veinte mil libras y yo, su marido, le ofrezco una inversión que a pocos capitalistas les cae en suerte. Vendrán ustedes a ver lo que mis amigos y yo estamos haciendo en Turín. ¡Poco les costará entonces hacerle ver a Joanna que me sobra buen sentido!

—¿Un nuevo automóvil, me dijo usted? —inquirió Marc.

—Sí..., un automóvil que, comparado con los otros, será lo que un transatlántico junto al Arca de Noé. No tenemos más que cosechar los millones que se nos brindan. Sin embargo, languidecemos por obtener los modestos millares que nos permitirían empezar. Los perritos descubren la liebre; los perros grandes la cazan.

Joanna guardó silencio. Doria se volvió hacia ella y le pidió que hiciese la maleta.

—No puedo permanecer aquí —dijo, cuando su mujer se retiró—. No es vida para un hombre. Es probable que Joanna se quede con su tío. Está harta, como vulgarmente se dice, de mí. Me siento muy desgraciado, Brendon; no merezco perder el cariño de mi mujer. Pero si un nuevo enamorado llena sus pensamientos, es inútil lloriquear. Los celos son defecto de tonto. ¡Pero tengo que trabajar, porque si no me ocupo en algo haré alguna barbaridad!

Se marchó y Brendon volvió junto a Albert Redmayne; halló inquieto y temeroso al anciano.

—No soy feliz, Brendon —dijo—. En mi mente se insinúa una nube; el presentimiento de que se desatarán terribles desastres sobre los seres que amo. ¿Cuándo regresa Ganns?

—En cuanto oscurezca, Mr. Redmayne. Debe de llegar alrededor de las nueve. Tenga otro poco de paciencia.

—Nunca me he sentido como hoy —contestó el bibliófilo—. Una sensación de desgracia ensombrece mis pensamientos... Me persigue la idea de que se acerca el fin, y Joanna comparte esta idea. Algo anda mal. Ella lo presiente. Puede ser, como ella supone, que mi alter ego tampoco se sienta feliz. Virgilio y yo somos como mellizos. Estamos extraña y psicológicamente unidos. Tengo la seguridad de que se siente en este momento inquieto por mí. No estaría mal enviar a Ernesto a ver si allá todo marcha normalmente y a decirle a Virgilio que estoy bien.

Siguió hablando y luego, saliendo al balcón, miró hacia Bellagio; después pareció que por un rato olvidaba a Poggi. Más tarde comió algunos de los alimentos que Ganns había llevado en secreto la noche anterior.

—Es doloroso para mí —volvió a comentar— que Peter tema una traición bajo este techo. ¿Acaso Dios no es todopoderoso? ¿Cómo podría permitir que un veneno concluyese con una vida tan llena e inofensiva como la mía? Me alegraré mucho cuando Peter abandone su desagradable profesión; cuando se retire y dedique su noble intelecto a pensamientos más puros.

—¿Qué ocurrió con la sopa, Mr. Redmayne?

—«Grillo» la tomó hasta la última gota; después, mi hermoso gato ronroneó, dándome las gracias por su comida, como hace siempre, y se entregó tranquilamente al sueño.

Marc miró al enorme gato persa, de color gris azulado, que dormía en postura de perfecta comodidad. Le acarició la cabeza, y el animal despertó, bostezó, se desperezó, ronroneó suavemente y volvió a acurrucarse.

—Está muy bien.

—Por supuesto. Joanna me dice que su marido vuelve a Turín mañana. Ella se quedará aquí conmigo por el momento. Es mejor, quizá, que se separen durante una temporada.

Conversaron y fumaron y Albert se distrajo evocando episodios de su vida pasada. Transportado por sus recuerdos, olvidó sus inquietudes presentes y contó detalles de sus tempranos años en Australia y de su ulterior carrera como librero y comerciante.

Joanna se reunió con ellos y algo más tarde fueron juntos al comedor donde servían el té.

—Pronto se irá —susurró ella a Brendon. Comprendió que se refería a su marido.

Albert se negaba a comer y a beber.

—Me excedí en ambas cosas ayer —explicó— y conviene que deje descansar mi maltratado estómago.

Conversó mucho con Doria, dándole instrucciones sobre varios mensajes que debía llevar a distintos libreros de Turín. Largo rato permanecieron en el comedor y las sombras se intensificaron antes de que el anciano regresara a sus habitaciones. Entonces Giuseppe, haciéndose el gracioso, suplicó una vez más a Marc que influyera en el ánimo de Joanna a favor de los automóviles; luego, encendiendo un cigarro toscano, buscó su sombrero y salió de la casa.

—¡Por fin! —murmuró Joanna, con el semblante iluminado por una expresión de alivio—. Estará ausente dos largas horas; ahora tendremos oportunidad de hablar.

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