Los rojos Redmayne (29 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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Era del todo punto evidente que Doria y Redmayne querían asesinar a Albert para su provecho personal. La muerte del viejo bibliófilo significaba que Robert y su sobrina, últimos de los Redmayne, heredarían la fortuna de los hermanos desaparecidos. Claro está que Robert no se hallaría en condiciones de compartir abiertamente dicha herencia, porque estaba fuera de la ley; pero, con el correr del tiempo, cuando Joanna entrase en posesión de las tres herencias y la ley declarara difuntos a Robert, Benjamin y Albert, podría disfrutar, a escondidas, de su parte de fortuna junto a su sobrina y Doria. Esta hipótesis explicaba la presencia de Peter Ganns y su sorpresa ante el hecho de que Albert Redmayne estuviese aún en el mundo de los vivos. No obstante, se había equivocado en un detalle primordial, porque nadie, dentro de lo razonable, podía dudar de que Robert Redmayne existía.

Aunque las teorías de Brendon eran absolutamente erróneas, como más tarde se comprobó, tenían, para su mente fatigada, el sello de la verdad; por consiguiente, se preguntó cuál sería la actitud que asumiría Doria ante el problema que se les planteaba a él y a su cómplice. El italiano no podía saber con seguridad si lo habían reconocido, ni si lo habían visto en el momento en que se acercaba al supuesto cadáver de la víctima de Redmayne; en todo caso, nadie que hubiese estado en la oscuridad podía jurar que era Doria quien había ido allí a excavar la fosa y a deshacerse del cadáver. Brendon reconoció, para sus adentros, que únicamente la sobresaltada exclamación de Doria había denunciado su presencia; era fácil imaginar que el marido de Joanna prepararía una sólida coartada por si acaso lo detenían. En consecuencia, a juicio de Brendon, Doria negaría todo conocimiento de lo ocurrido; y el tiempo demostró que esta suposición de Marc era acertada.

15

Un fantasma

A la mañana siguiente, mientras distendía sus doloridos músculos en un baño caliente, Brendon trazó su plan de acción. Se proponía referir a Joanna y a Doria lo ocurrido, omitiendo, por supuesto, la parte final del episodio.

Desayunó, encendió su pipa y se dirigió, cojeando, a «Villa Pianezzo». En realidad, no estaba muy cojo, pero acentuaba intencionalmente la rigidez de su pierna. Assunta fue la única que acudió a recibirlo; un momento antes, al entrar en el jardín, Brendon había divisado a Doria y a Joanna que se encontraban cerca de la barraca de los gusanos de seda. Preguntó por Giuseppe, y la buena mujer, después de ofrecerle un asiento en la sala, fue en busca del italiano. Casi en seguida apareció Joanna y saludó al detective con evidente placer, aunque reprendiéndolo.

—Anoche lo esperamos una hora para la cena —dijo—; luego Giuseppe no quiso aguardar más. Empecé a inquietarme por usted; toda la noche estuve preocupada. Me alegra verlo, porque temí que le hubiese ocurrido algo grave.

—Ha ocurrido algo grave. Tengo que contarle un extraño episodio. ¿Está en casa su marido? Conviene que también oiga mi relato. Puede, lo mismo que otros, correr peligro.

Ella movió la cabeza con impaciencia.

—¿No cree usted en mis palabras? Claro que no. ¡Por qué había de creer! ¡Doria en peligro! Si quiere hablar con él, no me necesita a mí, Marc.

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre y el corazón de Brendon latió violentamente; pero la tentación de confiar en ella no duró más que un segundo.

—Por el contrario, los necesito a los dos —replicó—. Se equivoca usted; doy enorme importancia a sus palabras, no sólo porque me conviene, sino porque también le conviene a usted. Aún no hemos llegado al final, en lo que atañe a usted, Joanna, puesto que su bienestar significa para mí más que nada en el mundo..., usted lo sabe. Tenga la seguridad de que se lo probaré dentro de poco. Pero otras cosas ocupan ahora el primer lugar. Tengo que cumplir la tarea que me ha sido encomendada, antes de estar en libertad para realizar mi anhelo.

—Confío en usted... y en nadie más —dijo ella.... En medio de este desconcierto y esta desgracia es usted la única roca firme a la cual me aferro. No me abandone, es lo único que le pido.

—¡Nunca! Con orgullo y agradecimiento me pongo enteramente a su disposición, puesto que así lo desea. Vuelvo a repetirle que confíe en mí. Llame a su marido. Deseo contarles a los dos lo que me sucedió ayer.

De nuevo Joanna vaciló y clavó los ojos en él.

—¿Está seguro de que procede usted bien? ¿Lo aprobaría Mr. Ganns si supiera que le ha dicho algo a Doria?

—Cuando me haya oído verá que sí.

Otra vez le asaltó el deseo de confiar en ella y demostrarle que estaba enterado de la verdad; pero dos consideraciones le sellaron los labios: el recuerdo de Peter Ganns y la reflexión de que cuanto más supiera Joanna, mayor peligro correría. Esta última convicción lo impulsó a poner punto final al diálogo.

—Llámelo. No conviene que crea que tenemos conversaciones privadas. Es esencial que no imagine tal cosa.

—Tiene usted secretos que no me cuenta..., pese a que le he contado el mío —murmuró ella, preparándose a obedecerlo.

—Si no la hago partícipe de algún secreto es por su bien..., por su seguridad —repuso él.

Joanna salió de la sala y en contados minutos regresó junto con su marido. A duras penas Doria disimulaba la fuerte curiosidad que sentía y Brendon percibió la gran ansiedad que se ocultaba bajo su alegre arrogancia habitual.

—¿Una aventura, Brendon? Lo adivino antes de que me lo diga. Su rostro está serio como el de un cuervo y advertí que cojeaba cuando llegó a la puerta. Lo divisé desde la barraca de los gusanos. ¿Qué ha ocurrido?

—He estado en un tris de perder la vida —dijo Marc—, y he cometido un error estúpido. Le ruego, Doria, que preste suma atención a lo que voy a contarle, porque no sabemos quién corre ahora peligro y quién no lo corre. El disparo que ayer estuvo a punto de interrumpir para siempre mi carrera pudo igualmente haberlo tenido a usted por blanco si hubiese estado en mi lugar.

—¿Un tiro? ¿Del hombre rojo? ¿No sería algún contrabandista? Tal vez se cruzó en el camino de alguno de ellos, y sabiendo que nadie de la región...

—Fue Robert Redmayne quien disparó contra mí y erró por milagro.

Joanna lanzó una exclamación de temor.

—¡Gracias a Dios! —dijo luego en voz baja.

A continuación, Brendon relató detalladamente el episodio y explicó el ardid que había puesto en práctica. No dijo más que la verdad..., pero no toda; a partir de cierto momento expuso sucesos que no se habían producido.

—Después de fabricar el falso cadáver, y antes de que oscureciera, me escondí bastante cerca del maniquí, con el propósito de vigilar, porque estaba seguro de que el asesino (él creía que lo era) regresaría durante la noche a fin de ocultar su obra. Pero se produjo un tonto e inesperado contratiempo. Me sentí débil..., tan débil que empecé a alarmarme. No me había alimentado desde la mañana y la comida y el vino que había llevado en mi paseo se hallaban a casi un kilómetro de distancia. Quedaron por supuesto, donde los había dejado cuando corrí detrás de Redmayne. Tenía que elegir entre ir a buscar la comida mientras podía hacerlo, o permanecer donde me encontraba, más helado y débil a medida que transcurrieran las horas.

»No soy de hierro y el día había sido bastante agitado. Me sentía dolorido y completamente exhausto. Además cojeaba. Me pareció que tendría tiempo de buscar la comida y volver a mi escondite antes de que saliera la luna. Pero no fue tan fácil, ni tan rápido, llegar al punto de partida de la persecución de ayer tarde. Invertí bastante tiempo; luego tuve que buscar el sitio donde había dejado los emparedados y el Chianti. Creo que nunca he comido con tanto gusto. Recuperé las fuerzas, y media hora después emprendí el regreso a la meseta.

»Aquí empezaron mis tribulaciones. Supondrán ustedes que el vino se me subió a la cabeza, y tal vez haya sido así; lo cierto es que perdí el sendero y, al rato, me extravié por completo. Empezaba a desesperar y renunciaba a intentar el regreso, cuando vi brillar entre los árboles la blanca faz del precipicio que se encuentra debajo de la cima del Griante y reconocí mi posición. Seguí avanzando lenta y silenciosamente, manteniéndome alerta y vigilante.

»Pero alcancé la meta demasiado tarde. Cuando llegué, una mirada al maniquí me hizo comprender que había perdido la ocasión que buscaba. Lo habían desarmado. El tronco se hallaba por un lado, la cabeza de hojas, con mi gorra puesta, por el otro. Fácil era deducir que tan violento estropicio no podía ser obra de ningún zorro o de otro animal.

»Un silencio de muerte reinaba en aquel lugar; temiendo a mi vez una emboscada, aguardé una hora antes de salir al claro de la meseta. Aunque no vislumbré ser alguno, era evidente que Redmayne había estado allí y que, después de descubrir mi estratagema, se había marchado. La gravedad del momento no me impidió pensar en lo que habría sido de mí si el criminal se hubiera llevado mi ropa. Me vi llegando al hotel en camisa y con la escasa ropa interior que tenía encima. Me puse la chaqueta y los pantalones, los calcetines y la gorra, y me dispuse a regresar.

»En el aire había olor a tierra..., un vaho de humus removido; pero ignoro de dónde provenía. Inicié el descenso y tomando un sendero orientado hacia el Norte, me interné en los bosques de castaños. Una hora después de medianoche llegaba al hotel. Éste es el episodio y me propongo visitar hoy nuevamente el lugar donde ocurrió. Hablaré a la policía local, que tiene orden de ayudarnos... Es decir, a menos que usted, Doria, quiera acompañarme. Preferiría no recurrir a la policía; pero no volveré solo a aquel sitio.»

Joanna miró a su marido, esperando, para hablar, que éste lo hiciera primero. Pero Giuseppe parecía más interesado en lo que había sucedido a Brendon que en lo que podría suceder en adelante. Le hizo muchas preguntas, y Brendon pudo darle respuestas verídicas. Luego, Doria declaró que acompañaría gustoso al detective al lugar de su aventura.

—Esta vez iremos armados —dijo.

Pero Joanna protestó.

—Brendon no está lo suficientemente repuesto como para subir hoy hasta allí —declaró—. Está cojo y debe de sentir los efectos del día de ayer. Le suplico que no vuelva tan pronto.

Doria nada dijo y miró a Marc.

—Me hará bien otra ascensión —aseguró éste.

—Es cierto; además no hay razón para subir de prisa —apoyó el italiano.

—Si van los dos, también iré yo —dijo ella con voz contenida. Los nombres protestaron, pero Joanna se mantuvo firme en su decisión.

—Les llevaré la comida —dijo y, aunque de nuevo se opusieron, fue a prepararla.

Giuseppe también se retiró a fin de dar órdenes a Ernesto; y antes de que aquél regresara, Joanna se había reunido con Brendon. El detective le rogó una vez más que no los acompañara; pero ella se impacientó.

—¡Qué tonto es usted a pesar de su celebridad, Marc! —replicó—. ¿No es capaz de reflexionar un poco y de extraer, cuando se trata de mí, las deducciones exactas que extrae de todo lo demás? No corro peligro junto a mi marido. No le conviene acabar conmigo... todavía. Pero usted... Le imploro que no suba otra vez sin compañía. Giuseppe es astuto como un gato. Le dará cualquier excusa, desaparecerá y se reunirá con el otro. No fracasarán por segunda vez, ¿y qué puede hacer una mujer para ayudarlo contra dos?

—No necesito ayuda. Iré armado.

No obstante, los tres se pusieron en camino; los temores de Joanna resultaron infundados. Doria no mostró veleidad alguna y no hizo nada sospechoso. Permaneció junto a Brendon, ofreciéndole el brazo en las cuestas empinadas, y expuso una docena de teorías sobre el episodio del día anterior. Le interesaba profundamente, y reiteró su sorpresa de que el disparo del desconocido no hubiese dado en el blanco.

—Es mejor tener suerte que ser sabio —sentenció—. Pero ¿quién puede negar que es usted muy sabio? Su ardid fue estupendo: caer como muerto cuando la bala había errado el objetivo.

Brendon no contestó, y guardaron silencio mientras continuaban avanzando hacia el escenario de sus aventuras; pero, al rato, Doria tomó nuevamente la palabra.

—Cuatro ojos ven más que dos. Será interesante observar cómo interpretará todo esto Peter Ganns. Pero pienso en el hombre rojo. ¿Qué pasará ahora por su mente? Estará furioso consigo mismo y, quizá, asustado. Porque sabe que sabemos. Sigue siendo un asesino; y no se arrepiente.

Recorrieron el lugar de las andanzas de Brendon y, de pronto, Joanna descubrió la fosa. Cuando acudieron a su grito, la encontraron trémula y mortalmente pálida.

—¡Pensar que ahí estaría usted ahora! —exclamó dirigiéndose a Marc.

Éste examinaba el humus amontonado junto al hoyo. Aquí y allá se veían huellas pesadas, y Doria declaró que las marcas dejadas por los clavos indicaban que eran botas de las que usaban generalmente los montañeses. No hallaron ningún otro indicio; pero Giuseppe no cesaba de exponer teorías, y Brendon, ocupado en sus propios pensamientos, lo dejaba charlar sin interrumpirlo. Al detective le parecía difícil que Robert Redmayne volviera a aparecer. Era probable que, durante algún tiempo, su fracaso lo llevara a una pausa en sus actividades.

Marc decidió no tomar medida alguna hasta que Ganns estuviera de regreso en Menaggio. Mientras tanto, se ocuparía del marido y la mujer y trataría, en lo posible, de mantener una actitud amistosa con ambos. Se notaba que las relaciones entre Joanna y Doria eran secretamente tensas; y el detective sumaba mentalmente los resultados de las visitas, inesperadas y frecuentes, que pensaba hacer a «Villa Pianezzo», antes del regreso de Albert Redmayne y de Peter Ganns. No dudaba de que Doria era cómplice del oculto adversario ni de que pensaba, para sus propios fines, atentar contra la vida del tío de su mujer. Estaba igualmente convencido de que, aunque Joanna sabía que su marido no era digno de confianza y que abrigaba nefandos propósitos, no alcanzaba aún a comprender el total significado de sus diabólicas maquinaciones.

Brendon creía que si Joanna hubiera estado enterada de que Giuseppe y Robert Redmayne tramaban juntos la muerte de su tío, no hubiera dejado de comunicárselo. Pero suponía que ella, aparte de sus sospechas, no tenía una noción definida del asunto. Había manifestado gran inquietud ante el peligro que él, Marc, corría, y le había implorado, una y otra vez, que no se ocupase más que de su propia seguridad hasta el regreso de Peter Ganns. Entretanto, la grieta entre ella y su marido parecía agrandarse. Llorosa y ensimismada, Joanna se expresaba con vaguedad; sin embargo, admitió que una de aquellas noches le había parecido divisar nuevamente a Robert Redmayne. Aunque Doria no se mostraba, en modo alguno, celoso, Brendon no quiso presionarla pidiéndole que le confiara sus cuitas. A menudo Giuseppe los dejaba solos durante horas enteras y la actitud que tenía con el detective era sumamente amable. También Doria, en varias ocasiones, confesó que el matrimonio era un estado del cual se hacía exagerado elogio.

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