Los rojos Redmayne (15 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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—Puede salir, Brendon —dijo—. Como habrá podido apreciar, la partida ha terminado por ahora. Doria ha visto a Robert y, según parece, lo ha ahuyentado. Sea como fuere, no vendrá.

Marc se presentó y Doria lo miró asombrado. Era evidente que sus pensamientos retrocedían en el tiempo. Se sonrojó violentamente dando muestras de fastidio.


Corpo di Bacco!
—exclamó—. Esto significa que oyó mis confidencias. ¡Es usted un hipócrita!

—¡Cállese! —gritó Benjamin—. Brendon está aquí porque le rogué que se quedara por el bien de mi hermano. Quería que se enterara de lo que ocurriera... Los amoríos de usted no vienen al caso. No repetirá nada de lo que no concierna a sus actividades profesionales. ¿Y qué más dijo Robert?

Pero Doria estaba enfadado. Abrió la boca con la intención de decir algo y volvió a cerrarla; miró primero a Brendon, después a su amo, y respiró con fuerza.

—Hable —instó Benjamin—. ¿Salgo a ver a mi hermano, o ya se ha marchado?

—-En cuanto a mí, Doria, no se preocupe —aseguró Brendon—. Estoy aquí por un único motivo que usted conoce. Sus esperanzas y sus ambiciones personales no tienen nada que ver conmigo.

Al oír estas palabras el italiano pareció recobrar la serenidad.

—Por el momento soy un sirviente y debo obedecer a Mr. Redmayne —contestó—. El mensaje que me dieron es el siguiente: el fugitivo no se arriesgará a estar a puertas cerradas, ni debajo de ningún techo, hasta que haya hablado a solas con su hermano. Se oculta ahora cerca del lugar donde Mrs. Penrod y yo lo hallamos, en una caverna situada junto al mar, a la cual se puede llegar en bote. Hay también un camino interior que le permite ir a la caverna, bajando por los acantilados. Permanecerá allí hasta que su hermano vaya, mañana por la noche, después de las doce. Pero el camino interior está muy escondido y no quiere indicarlo. Tendrá usted que ir por el mar, señor. Lo planeó todo mientras hablaba conmigo. Encenderá la lámpara en la caverna, y cuando usted vea la luz desde la lancha, podrá acercarse y bajar a verlo. Esto es lo que exige; y si, aparte de su hermano, alguien trata de desembarcar, lo recibirá a tiros. Jura que lo hará. También dijo que cuando Benjamin Redmayne se entere de todo, lo perdonará y estará de su parte.

—¿Hablaba como persona cuerda? —inquirió Brendon.

—Sí; pero está en las últimas. Debe de haber sido muy vigoroso, pero no le quedan fuerzas.

De pronto, una idea inquietante cruzó por la mente del detective. ¿No habría Doria descubierto su presencia en el armario mientras hablaba con Benjamin de cosas personales? ¿No habría avisado a Robert Redmayne de que no vería a solas a su hermano? Pero en seguida desechó la sospecha. El asombro y la ira de Doria al verlo habían sido auténticos. Por otra parte, no existía motivo plausible para que Giuseppe se pusiera de parte del fugitivo.

Benjamin habló.

—Haré lo que me pide —dijo—. Ahora es cuestión de vida o muerte y lamento tener que esperar hasta mañana por la noche. Saldremos en la lancha y cuando veamos la luz nos acercaremos y lo llamaremos —luego, volviéndose a Brendon, añadió—: Le ruego que no haga nada hasta que me haya entrevistado con ese desventurado. Se lo pido como hermano de Robert.

—Pierda cuidado. Está sobrentendido que nada haré hasta que usted lo vea y nos dé su informe. Tal vez no sea lo corriente en estos casos, pero es humano.

—Le ruego que esté aquí mañana por la noche —prosiguió el marino—. Y si logro persuadir al pobre desgraciado, lo traeré en la lancha y trataremos de aconsejarle. No hay que olvidar que nadie ha oído sus razones.

—Si el capitán Redmayne tuviera sus razones no habría huido y no se hubiera tomado tanto trabajo en esconder a su víctima —repuso Marc—. No se ilusione creyendo que por ese lado podrá salvarse. Es mucho más probable que fueran clementes con él si probáramos que se trata de un homicidio cometido bajo la influencia de la conmoción sufrida durante la guerra; y cuanto menos razones haya tenido para asesinar a Penrod, más razones habrá para suponer que estaba loco y, por tanto, que era inocente cuando cometió el crimen.

—Su aspecto actual es el de un hombre muy cuerdo y afligido —declaró Doria—. Vendrá a comer en su mano como un pájaro hambriento, señor.

—Entonces, ni una palabra más. Creo que, por el momento, lo mejor que podemos hacer es acostarnos —dijo Benjamin—. Hay siempre aquí una cama pronta en el cuarto de huéspedes, Brendon. Hallará todo cuanto necesite, menos navaja, en el cuarto de baño. Ustedes los jóvenes prefieren las modernas navajas de seguridad; sin duda Giuseppe tiene una y se la prestará.

Doria prometió que a la mañana siguiente temprano, la navaja estaría en el cuarto de baño y luego se retiró. Benjamin descubrió que tenía hambre y bajó al comedor. Brendon y él comieron algo antes de marcharse a la cama.

Desde su lecho, en un pequeño cuarto contiguo al del dueño de la casa, Marc oyó que aquél hablaba solo, entre dientes, evidentemente afligido por lo que le ocurría a su hermano. Tan penosa situación conmovía al detective; pero se consoló pensando que faltaban pocas horas para que el asunto se decidiera. El resultado no lo inquietaba. Imaginaba a Robert Redmayne detenido durante cierto tiempo para satisfacer las exigencias legales; y luego, si la opinión médica sancionaba tal medida, libre otra vez.

Su pensamiento derivó hacia sus propios asuntos y se enfrentó al hecho de que las esperanzas que había puesto en Joanna se esfumaban. Al pensar en ella pensaba también en lo que ahora sabía de ella. Hasta entonces, Marc había ignorado que, en el futuro, Joanna sería rica, dueña de una fortuna mucho mayor de todo lo que él podría ganar en su vida. Recordó que al día siguiente tendría oportunidad de conversar con ella a solas. Pero, llegado el momento, ¿qué le diría? Cuando finalmente se durmió, se había disipado la tormenta y despuntaba el alba.

Aquella mañana, Benjamin se mostró gruñón y deseoso de que lo dejaran solo. Visiblemente preocupado, se encerró en el cuarto de la torre con su pipa y
Moby Dick
. A la única persona que quiso ver fue a Joanna, y ésta permaneció largo rato con él. Brendon, que, ante el asombro de Joanna, se había presentado a desayunar en el momento en que ella hacía el té, la puso al corriente de las novedades de la noche anterior. Doria se reunió con ellos algo más tarde; pero Benjamin, madrugador por lo general, no apareció. Joanna le llevó el desayuno.

Redmayne bajó a almorzar y, terminada la comida, Doria condujo a Brendon hasta Dartmouth en la lancha. Al llegar allí, el detective fue a la comisaría y explicó la conveniencia de esperar. No había necesidad, como se había pensado, de dar caza al fugitivo. Comunicó al inspector Damarell que el hombre había sido localizado y que, probablemente, se entregaría dentro de las veinticuatro horas siguientes. Telefoneó la misma información a Scotland Yard, y más tarde regresó a «El nido del cuervo». Era un día tranquilo y nublado y caía una fina llovizna; el viento había amainado y presagiaba una noche serena.

Doria dejó a Brendon en tierra y volvió a zarpar, navegando con lentitud a lo largo de la costa. Había pedido permiso a Marc para hacer ese recorrido, explicándole que deseaba tomar mentalmente varias notas de las distancias, para la excursión de la noche. La playa alta, donde habían hablado con Robert Redmayne, se hallaba situada a cinco millas aproximadamente y Giuseppe suponía que el escondite de Redmayne estaría más lejos aún, hacia el Oeste.

Anduvo, pues, a una velocidad determinada y tres cuartos de hora más tarde, antes del anochecer, se hallaba de regreso. Pero no había encontrado nada. No había hallado ninguna caverna en el lugar que suponía y ahora sospechaba que la guarida de Robert Redmayne debía de estar más cerca de lo que imaginaban.

Por fin, llegó la noche, muy oscura, pero serena y despejada. Debajo de «El nido del cuervo» las olas, reducidas al mínimo, emitían un rítmico susurro en el fondo de los precipicios y sobre las pequeñas playas que, aquí y allí, rompían la línea de los acantilados. La marea empezaba a subir y habían sonado las campanadas de medianoche cuando Benjamin Redmayne, con traje adecuado para el mal tiempo, descendió pesadamente la larga serie de escalones y se hizo a la mar. Brendon y Joanna quedaron arriba, al pie del mástil de la bandera, y minutos después oyeron el rumor de la lancha que se alejaba velozmente entre las tinieblas.

La mujer fue la primera en hablar.

—Gracias a Dios que estamos al final de esta horrible ansiedad —dijo—. Ha sido para mí una cruel pesadilla, Mr. Brendon.

—La he acompañado en su dolor, Mrs. Penrod, y he admirado su extraordinaria paciencia.

—¿Quién podría impacientarse con ese desgraciado? Ha pagado caro lo que hizo. Yo misma lo reconozco. Hay peores cosas que la muerte, Mr. Brendon, y las verá dentro de un rato reflejadas en los ojos de Robert Redmayne. Al mismo Giuseppe lo dejó mudo e impresionado después del primer encuentro.

Al oírla pronunciar con tanta familiaridad el nombre del italiano, Marc sintió en su corazón una irrazonada pesadumbre; pero esta reacción le sirvió de pretexto para hacer una pregunta.

—¿Cree usted todo lo que Doria le cuenta? ¿Consideran ustedes que es un sirviente o un igual?

—Superior más que igual —contestó ella sonriendo—. Sí, no descubro ningún motivo para dudar de la veracidad de su historia. Es, evidentemente, un gran señor y hombre de finos sentimientos. La cuna y la educación son cosas distintas. Le falta educación, pero posee delicadeza natural de pensamiento. Es algo que se siente.

—¿Le interesa a usted?

—Sí —confesó ella francamente—. A decir verdad, estoy en deuda con él, porque tiene el tino y el don de decir y hacer precisamente lo que me cae bien.

—Ha tenido oportunidades espléndidas para ello —dijo Brendon con envidia.

—Sí; pero no todos las hubieran aprovechado. Llegué aquí aturdida..., medio loca. Mi tío procuró ser comprensivo, pero carece de imaginación; sólo se le ocurría leerme pasajes de
Moby Dick
. Doria es de mi generación y posee una cualidad femenina que los hombres, en su mayoría, no tienen.

—Creía que las mujeres detestaban las cualidades femeninas en los hombres.

—Tal vez no me he explicado bien. Quiero decir que posee la rapidez de comprensión y las cualidades intuitivas que se encuentran más a menudo entre las mujeres que entre los hombres.

Marc guardó silencio.

—No se me ha pasado por alto que usted no le tiene simpatía —prosiguió ella—, o si esto es excesivo, que no encuentra en él nada que despierte su admiración. ¿Qué hay de antipático para usted en la naturaleza de Doria, y qué de antipático para él en la de usted? Él tampoco le tiene simpatía. En cambio, los dos me parecen muy corteses y bondadosos. Supongo que no estará usted predispuesto contra los extranjeros... Me extrañaría, tratándose de una persona tan cosmopolita como usted.

Ante esta reconvención, Brendon advirtió con cuánta inconsciencia había mostrado una aversión para la cual no existía razón valedera. Por lo menos, ninguna razón que pudiera alegar con justicia. Sin embargo, fue sincero, y su contestación tal vez no sorprendió a Joanna, a pesar de su evidente asombro.

—No hay más que una respuesta, señora: estoy celoso de Doria.

—¡Celoso! ¡Vamos, Mr. Brendon! ¿Qué tiene usted que envidiarle?

—No es probable que lo adivinara usted —replicó él; pero en realidad Joanna lo había adivinado con bastante exactitud—. Si Doria es un caballero, sé que no debo tener celos; puesto que lo que está en mi pensamiento no puedo expresarlo antes de que pasen muchos meses. No obstante, es natural que lo envidie; y si me pregunta por qué, seré franco y se lo diré: el destino le ha concedido el privilegio de aliviar la cruel desgracia que la hiere. Acaba usted de decirme que su simpatía e intuición han logrado distraerla. Dirá usted que ningún inglés podría competir con él... Tal vez tenga razón; pero este inglés, desde el fondo de su corazón, lamenta que le haya sido negada la oportunidad.

—Usted también ha sido muy bueno —contestó ella—. No me crea ingrata. No fue culpa suya el no descubrir el paradero de Robert Redmayne. Al fin de cuentas, ¿qué se hubiese logrado con ello? Capturar al infortunado algunos meses antes, nada más. Robert comprenderá ahora, así lo espero, que no le queda otro remedio que entregarse en manos de su hermano y confiar en la misericordia de sus semejantes.

De este modo, Joanna desvió la conversación del tema que la relacionaba con Doria, y Marc comprendió la indirecta. Ya no dudaba de que la estimación de la joven por el italiano maduraría fácilmente y se convertiría en amor. Se decía para sus adentros que tal desenlace le inspiraba temor por ella; pero, en su fuero interno, sospechaba que su aflicción era, en realidad, egoísta y nacía de su desilusión más que de su inquietud por el porvenir de Joanna.

A poco, vieron el destello de un rubí y una esmeralda sobre el mar, y al cabo de varios segundos oyeron el rumor de la lancha que regresaba. Había transcurrido menos de media hora desde su partida y Brendon esperaba que Robert Redmayne hubiese cedido a los ruegos de su hermano y que estuviera a punto de desembarcar; pero no había ocurrido tal cosa. Giuseppe Doria, solo, subió los escalones; traía pocas noticias.

—No me necesitan aún, y decidí volver —explicó—. Todo anda bien; la caverna está muy cerca. Vimos la luz cuando estábamos a dos millas de aquí y atraqué; y allí estaba el hombre, de pie en la playa, delante de una pequeña caverna. Su saludo fue muy curioso. Gritó: «¡Si alguien más desembarca contigo, Benjamin, dispararé contra él!» A su vez, el señor le gritó que no tuviera miedo y saltó a tierra en cuanto la proa tocó la arena; luego me ordenó que regresara en seguida. Entraron juntos en la caverna.

Explicó la posición de la caverna.

—Se halla encima de la playita que aparece durante la marea baja, esa playita donde abundan los moluscos —dijo—. Una vez llevé allí a Madona, que quería reunir conchitas para el amo.

—Mi tío Benjamin fabrica toda clase de preciosos adornos con caparazones de moluscos —explicó Joanna.

Doria fumó varios cigarrillos y luego volvió a bajar. En veinte minutos la lancha se había hecho nuevamente a la mar. Entretanto, Joanna y Marc, después de darse los buenas noches, se retiraron. A ella le parecía mejor no estar presente cuando sus tíos llegaran y Brendon compartía enteramente esta opinión.

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