Read Los Reyes Sacerdotes de Gor Online
Authors: John Norman
El Iniciado desenfundó un cuchillo, cortó un mechón de pelo del animal y lo arrojó a un fuego cercano. Después, impartió una orden, y uno de sus subordinados, armado de una espada cortó el cuello del animal que cayó de rodillas.
Mientras esperaba impaciente, otros dos hombres cortaron una pierna de la bestia sacrificada, y el miembro grasiento y ensangrentado fue puesto al fuego.
—¡Todo lo demás ha fracasado! —exclamó el Iniciado, agitando las manos en el aire. Después, comenzó a rezar en goreano arcaico, lenguaje utilizado por los Iniciados en sus diferente ceremonias. Cuando terminó su rezo, los Iniciados se reunieron alrededor, y él gritó:
—Oh, Reyes Sacerdotes, que este último sacrificio calme vuestra ira. Que este sacrificio os sea grato y así nuestros ruegos sean escuchados. ¡Lo ofrece Om, el primero de los Supremos Iniciados de Gor!
—No —gritaron otros Iniciados, los Supremos Iniciados de otras ciudades. Sabía que el principal sacerdote de Ar aspiraba a la hegemonía sobre los demás, pero por supuesto su pretensión era refutada por otros miembros de la casta, que a su vez se consideraban con derecho al cargo supremo en sus respectivas ciudades.
—¡Es el sacrificio que todos ofrecemos! —gritó uno de los enemigos de Om.
—¡Sí! —gritaron otros.
—¡Miren! —exclamó el Supremo Iniciado de Ar. Señaló el humo que ahora se elevaba de un modo casi natural. —¡Mi sacrificio ha sido grato a las narices de los Reyes Sacerdotes! —exclamó.
—¡Nuestro sacrificio! —exclamaron alegremente los restantes Iniciados.
Un clamor salvaje brotó de las gargantas de la multitud reunida, porque los hombres comenzaron a entender de pronto que su mundo retornaba a la normalidad.
—¡Vean! —gritó el Supremo Iniciado de Ar.
Señaló el humo que, ahora que el viento había cambiado, derivaba hacia los Montes Sardos. —Los Reyes Sacerdotes inhalan el humo de mi sacrificio.
—¡Nuestro sacrificio! —insistieron los restantes sacerdotes.
Había abrigado la esperanza de usar esos momentos, esa oportunidad que se ofrecía antes de que los hombres de Gor advirtieran que se restablecían la gravedad y las condiciones normales, para exhortarlos a renunciar a sus guerras interiores, para pedirles que buscasen la paz y la fraternidad. Pero el Supremo Iniciado de Ar me había desplazado, y aprovechado la oportunidad para cumplir sus propios propósitos.
Entonces, mientras la multitud se regocijaba y comenzaba a dispersarse, comprendí que yo ya no era importante. A lo sumo, era otro indicio de la piedad de los Reyes Sacerdotes. Habían permitido que alguien regresara de los Sardos.
Pero también noté que los Iniciados me habían rodeado. Sus normas no les permitían matar, pero sabía que utilizaban con ese fin a hombres de otras castas.
Me volví hacia el Supremo Iniciado de Ar.
—¿Quién eres, forastero? —preguntó.
En goreano, se utiliza la misma palabra para expresar las dos ideas: “forastero” y “enemigo”.
Pero no estaba dispuesto a revelarle mi nombre, mi casta ni mi ciudad. Sus compañeros comenzaron a cerrar un círculo alrededor de mí.
—En realidad, no viene de los Sardos —dijo otro Iniciado.
—No —agregó otro—. Yo lo vi. Salió de la multitud, atravesó la empalizada y después vino hacia aquí. No vino de las montañas.
—Pero eso no es cierto —exclamó Vika—. Estuvimos en los Sardos. ¡Hemos visto a los Reyes Sacerdotes!
—Ella blasfema —dijo uno de los Iniciados.
De pronto, experimenté un sentimiento de profunda tristeza, y me pregunté cuál sería el destino de los humanos que venían del Nido si intentaban retornar a sus ciudades o al mundo de la superficie. Quizá si guardaban silencio lograrían salvar la vida, pero no por cierto en sus respectivas ciudades, porque los Iniciados locales sin duda recordarían que habían ido a los Montes Sardos, y tal vez habían logrado entrar.
Comprendí que lo que sabía y lo que otros sabían poco importaba en el mundo de Gor.
—Es un impostor —dijo uno de los Iniciados.
—Debe morir —afirmó otro.
Formulé un ruego íntimo de que los humanos que retornaban del Nido no fueran perseguidos por los Iniciados y quemados o sacrificados como herejes y blasfemos.
Me sentí profundamente asombrado ante la pequeñez y la mezquindad del hombre. Después, avergonzado, comprendí que había estado a un paso de traicionar a mis semejantes. Había proyectado aprovechar ese momento, y fingir que traía un mensaje de los Reyes Sacerdotes, un mensaje que les recomendaba vivir como yo deseaba que ellos vivieran, que les recomendaba respetar a sus semejantes, ser buenos y dignos de la herencia de un ser racional. Sin embargo, ¿de qué valían todas esas cosas si provenían no del corazón del propio hombre, sino de su temor a los Reyes Sacerdotes o de su deseo de complacerlos? No, no intentaría reformar al hombre fingiendo que mis deseos eran los deseos de los Reyes Sacerdotes, pese a que eso podía ser eficaz un tiempo, porque los deseos de reforma, el anhelo de elevarse, deben ser los suyos propios y no los ajenos. Si el hombre se eleva, tiene que hacerlo únicamente con sus propias fuerzas.
Estaba agradecido al Supremo Iniciado de Ar por haber interferido.
El Supremo Iniciado de Ar hizo un gesto a sus compañeros, que se iban acercando cada vez más a mí.
—Retrocedan —dijo, y fue obedecido.
El sacerdote y yo nos miramos. De pronto, sentí que no era mí enemigo, y advertí que tampoco él me consideraba una amenaza o un enemigo.
—¿Sabes algo de los Sardos? —le pregunté.
—Bastante —dijo.
—Entonces, ¿por qué te comportas así? —pregunté.
—Difícilmente lo entenderías —dijo.
—Háblame —pedí.
—En la mayoría de los casos —explicó— es como tú piensas, son nada más que sencillos miembros de mi casta, individuos crédulos. Hay otros que sospechan la verdad y se sienten torturados, o que sospechan la verdad y fingen... pero yo, Om, Supremo Iniciado de Ar, y algunos de los Supremos Iniciados, no somos como ellos.
—¿Y en qué difieren?
—Yo, y otros —dijo—, esperamos la llegada del hombre. Me miró. Aún no está preparado.
—¿Para qué?
—Para creer en sí mismo —respondió Om—. Me sonrió. Yo y otros hemos intentado dejar cierto espacio, de modo que él lo vea y lo llene.
—¿De qué espacio hablas? —pregunté.
—No hablamos al corazón del hombre —dijo Om—, sólo a su miedo. No hablamos de amor y coraje, de lealtad y nobleza... sino de las reglas y el castigo de los Reyes Sacerdotes.
Miré largo rato al Iniciado, y me pregunté si decía la verdad. Eran observaciones muy extrañas por venir de los labios de un Iniciado. La mayoría de ellos parecía siempre enfrascado en los ritos de su casta, en la arrogancia y la pedantería de su especie.
—Por eso mismo —dijo— continúo siendo Iniciado.
—Hay Reyes Sacerdotes —dije al fin.
—Lo sé —contestó Om—, pero, ¿qué tienen ellos que ver con lo que es más importante para el hombre?
Medité un momento.
—Imagino —dije— que muy poco.
—Ve en paz —dijo el Iniciado, y se apartó.
Ofrecí la mano a Vika y ella se reunió conmigo.
El grupo de Iniciados se alejó, y Vika y yo pasamos entre ellos, y dejamos atrás la puerta y la empalizada en ruinas que otrora había rodeado los Montes Sardos.
—¡Padre mío! —exclamé—. ¡Padre mío!
Corrí a los brazos de Matthew Cabot, que llorando me estrechó contra su cuerpo.
De nuevo vi el rostro fuerte y rugoso, la mandíbula cuadrada, la larga cabellera tan parecida a la mía, el cuerpo delgado y ágil, los ojos grises ahora perlados de lágrimas.
Sentí un golpe en la espalda, y cuando me volví tropecé con el gigantesco Tarl, mi antiguo Maestro de Armas.
Sentí que algo me tironeaba de la manga, y cuando miré hacia abajo encontré una figura diminuta vestida de azul.
—¡Torm! —exclamé.
Lo alcé en mis brazos, y Torm, de la Casta de los Escribas, gritó alegremente, sus cabellos color arena se agitaron al viento, y las lágrimas le surcaban las mejillas, pero ni por un instante soltó el rollo de papel que tenía en la mano, y con la que tenía libre comenzó a limpiarse la nariz, al fin yo lo deposité nuevamente en el suelo.
—¿Dónde está Talena? —pregunté a mi padre.
Cuando pronuncié ese nombre, Vika retrocedió un paso.
En ese mismo instante sentí que mi alegría se esfumaba porque el rostro de mi padre cobró una expresión grave.
—¿Dónde está? —insistí.
—No lo sabemos —dijo Torm, pues mi padre no atinaba a encontrar las palabras necesarias.
Mi padre me tomó por los hombros. —Hijo mío —dijo—, el pueblo de Ko-ro-ba se dispersó, y de la ciudad no quedó piedra sobre piedra.
—Pero aquí —dije— hay tres hombres de Ko-ro-ba.
—Nos hemos reunido —dijo Tarl—, pues como parecía que el mundo terminaba, decidimos agruparnos por última vez, a pesar de la voluntad de los Reyes Sacerdotes, para librar nuestro último combate como hombres de Ko-ro-ba.
Miré al pequeño escriba Torm, que había dejado de sollozar, y se limpiaba la nariz con la manga azul de su túnica:
—¿También tú, Torm? —pregunté.
—Por supuesto —dijo Torm—. Después de todo, un Rey Sacerdote no es más que un Rey Sacerdote. Aunque eso ya es bastante.
Se frotó reflexivamente la nariz y me miró. —Sí, creo que tengo coraje. Pero no debemos decírselo a otros miembros de la Casta de los Escribas —advirtió.
—Pues yo diré a todo el mundo —afirmó Tarl— que eres el miembro más valiente de la Casta de los Escribas.
—Bien —observó Torm—, formulada de ese modo quizá la información no sea perjudicial.
Miré a mi padre.
—¿Crees que Talena esté aquí? —pregunté.
—Lo dudo —dijo.
Sabía que era muy peligroso para una mujer viajar sola por el territorio de Gor.
Después, presenté a Vika, y expliqué del modo más sucinto posible mis aventuras en las Montañas Sardar.
Mi padre, Tarl y Torm escucharon asombrados el relato de mis peripecias.
Cuando concluí, los miré para comprobar si me creían.
—Sí —dijo mi padre—, te creo.
—Y yo también —afirmó Tarl.
—Bien —empezó Torm con aire reflexivo, porque los miembros de su casta jamás se apresuraban a opinar—, lo que afirmas no contradice ninguno de los textos que yo conozco.
Me eché a reír, aferré de la túnica al hombrecito y lo alcé en el aire.
—¿Me crees? —pregunté.
Lo sacudí dos veces en el aire.
—¡Sí! —gritó—. ¡Te creo! ¡Te creo!
Lo deposité en el suelo.
—De todos modos —afirmó Matthew Cabot—, creo que será sensato no hablar demasiado de estas cosas.
Todos concordaron en ello.
Miré a mi padre. —Lamento —dije— que Ko-ro-ba haya sido destruida.
Mi padre rió. —Ko-ro-ba no fue destruida —dijo. Sus palabras me desconcertaron, porque yo mismo había visto el valle de Ko-ro-ba, y las ruinas de la ciudad.
—Aquí —afirmó mi padre, metiendo la mano en un saco de cuero que colgaba de su hombro— está Ko-ro-ba.
Y extrajo la pequeña Piedra del Hogar de la Ciudad, en la cual de acuerdo con la costumbre goreana, estaba contenido todo el significado y la realidad del lugar habitado. —No es posible destruir Ko-ro-ba —continuó—, porque su Piedra del Hogar aún existe.
Recibí la pequeña piedra chata y la besé, porque era la Piedra del Hogar de la ciudad a la cual había jurado ser fiel, la ciudad donde había encontrado a mi padre después de un intervalo de más de veinte años, donde había conocido a mis amigos y adonde había llevado a Talena, la hija de Marlenus, otrora Ubar de Ar.
—Y también aquí está Ko-ro-ba —dije señalando al orgulloso gigante Tarl, y al menudo escriba Torm.
Los cuatro hombres de Ko-ro-ba nos estrechamos las manos.
—De lo que tú nos has dicho —afirmó mi padre— se desprende que de nuevo podemos construir, y que otra vez dos hombres de Ko-ro-ba pueden encontrarse.
—Sí —afirmé—, así es.
Mi padre, Tarl y Torm se miraron.
—Bien —dijo mi padre—, porque tenemos que reconstruir una ciudad.
—¿Cómo encontraremos otros sobrevivientes de Ko-ro-ba? —pregunté.
—La palabra se difundirá —dijo mi padre—, y de todos los rincones de Gor vendrán en pequeños grupos, para traernos su fuerza y su ayuda.
—Me alegro de que así sea —dije.
Sentí sobre mi brazo la mano de Vika.
—Cabot, sé lo que tienes que hacer —dijo—. Y es lo que deseo que hagas.
Contemplé a la joven de Treve. Sabía que yo tenía que buscar a Talena, y si era necesario, consagrar mi vida a la búsqueda de la mujer a la que había elegido como mi Compañera Libre.
La abracé, y ella sollozó. —Tendré que perderlo todo —gimió—, ¡todo!
—¿Deseas que me quede contigo? —pregunté.
—No —contestó—. Busca a la joven a la que amas.
—¿Qué harás?
—No lo sé —contestó Vika—. No hay futuro para mí.
—Puedes regresar a Ko-ro-ba —dije—. Mi padre y Tarl, el Maestro de Armas, son dos de las mejores espadas de Gor.
—No —replicó Vika— pues en tu ciudad sólo pensaría en ti, y cuando regreses con tu amada, ¿qué podría hacer?
—Tengo amigos en Ar —dije—, entre ellos Kazrak, el administrador de la ciudad. Puedes ir allí.
—Regresaré a Treve —afirmó Vika—. Allí continuaré el trabajo de un médico de Treve. Sé mucho de su ciencia y su arte, y aún aprenderé más.
—En Treve —observé—, quizás los miembros de la Casta de los Iniciados ordenen tu muerte. Ve a Ar —dije—. Allí estarás a salvo. Creo que para ti será mejor que Treve.
—Sí, Cabot —contestó Vika—, tienes razón. Ahora sería difícil vivir en Treve.
—Algún día —agregué— tal vez encuentres un compañero digno de ti.
Vika se echó a llorar, y de nuevo me hubiera abrazado, pero la empujé suavemente hacia los brazos de mi padre.
—Me ocuparé de que llegue sana y salva a Ar —dijo mi padre.
Vika me miró, y después se enjugó las lágrimas de los ojos.
—Te deseo bien, Cabot.
—Y yo, Vika, también te deseo bien.
Ahora, me esperaba un camino largo y solitario, y deseaba partir cuanto antes. Llegó el momento de despedirme de mis dos amigos. No deseaba saludar por última vez a mi padre, porque no tenía confianza en mí mismo. Ahora que había vuelto a verlo, después de tanto tiempo, no sabía si podría controlar mis sentimientos.