Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Además, sobre todo era un buen sitio para, sencillamente, hablar. Allí se explayaba el enamorado y se hablaba de los problemas con la compañera o con la madre de la compañera; del hijo que había empezado a dar sus primeros pasos o había dicho una nueva palabra; de la realización de una nueva herramienta; del descubrimiento en el bosque de una zona con abundantes bayas; de cómo se había seguido el rastro a un animal o cazado una presa. Ayla se formó de inmediato la idea de que era un lugar destinado tanto al trabajo serio como a la cordial camaradería.
–Mejor será que volvamos antes que esté demasiado oscuro para encontrar el camino –sugirió Jondalar–, sobre todo considerando que no tenemos antorchas. Además, si mañana salimos de cacería, necesitaremos unas cuantas cosas, y tendremos que ponernos en marcha temprano.
El sol ya se había puesto pero coloreaban aún el cielo los últimos destellos de luz cuando por fin descendieron hacia el puente construido sobre el canal de desagüe del manantial. Lo atravesaron y llegaron al extremo del refugio de piedra donde vivían Jondalar y los suyos, la Novena Caverna de los zelandonii. Hacia final del sendero, Ayla vio el resplandor de varias fogatas reflejado en la cara inferior del saliente de piedra caliza. Era una visión acogedora. Pese a toda la protección brindada por los espíritus animales que definían en parte la personalidad de Ayla, sólo las personas sabían encender fuego.
Aún no había amanecido cuando oyeron llamar suavemente al poste de la puerta.
–Los zelandonia preparan la ceremonia de caza –anunció alguien.
–Enseguida vamos –contestó Jondalar en voz baja.
Ya estaban despiertos, pero no vestidos. Ayla había estado conteniendo unas ligeras náuseas y decidiendo qué ponerse, aunque desde luego no tenía mucho dónde escoger. Definitivamente tendría que hacerse un poco de ropa. Quizá pudiera conseguir un par de pieles en la cacería. Volvió a examinar la túnica sin mangas y los calzones hasta las pantorrillas, la ropa interior de chico que le había dado Marona, y tomó una decisión. ¿Por qué no? Era un conjunto cómodo, y probablemente apretaría el calor ya entrado el día.
Jondalar la observó mientras se ponía la ropa que le había dado Marona, pero guardó silencio. Al fin y al cabo, se la habían regalado. Podía usarla para lo que le viniera en gana. Alzó la vista cuando su madre salió de su dormitorio.
–No te habremos despertado nosotros, ¿verdad, madre? –dijo Jondalar.
–No, no me habéis despertado. Aún me entra cierto nerviosismo antes de una cacería, pese a que hace años que no he salido de caza –respondió Marthona–. Supongo que es porque me gusta participar en la organización y los rituales. Yo también asistiré a la ceremonia.
–Iremos los dos –añadió Willamar al tiempo que salía de detrás de la mampara que separaba su dormitorio del resto de la morada.
–Y yo también –anunció Folara asomándose desde su habitación con mirada soñolienta. Bostezó y se frotó los ojos–. Sólo necesito un rato para vestirme. –De pronto abrió los ojos desorbitadamente–. ¡Ayla! ¿Vas a ponerte eso?
La joven bajó la vista para mirarse y luego se irguió cuan alta era.
–Me ofrecieron esta ropa como «regalo» –repuso con cierto tono de agresividad defensiva–, y tengo toda la intención de usarla. Además –añadió con una sonrisa–, tengo poca ropa, y este conjunto es cómodo y no me estorba al moverme. Si me envuelvo con una capa o una piel, podré protegerme del frío de la mañana; y después, cuando suba la temperatura, iré fresca y cómoda. En realidad, es un conjunto muy práctico.
Se produjo un silencio violento, y, de repente, Willamar se echó a reír.
–Tiene razón. Nunca se me habría ocurrido usar ropa interior de invierno como equipo de verano para cazar, pero ¿por qué no?
Marthona observó a Ayla con atención y al cabo de un momento le dirigió una astuta sonrisa.
–Si Ayla se pone ese conjunto, dará que hablar –dijo–. Las mujeres de mayor edad lo desaprobarán, pero algunas, dadas las circunstancias, opinarán que tiene motivos justificados, y el año próximo por estas fechas la mitad de las jóvenes se vestirán así.
Jondalar se relajó visiblemente.
–¿De verdad piensas eso, madre?
No había sabido qué decir al ver a Ayla ponerse aquella ropa. Marona se la había proporcionado con el único propósito de avergonzarla, pero a Jondalar se le ocurrió que si su madre tenía razón –y Marthona rara vez se equivocaba respecto a esas cuestiones–, no sólo sería Marona la avergonzada, sino que la pobre nunca olvidaría aquel episodio. Cada vez que viera a alguien con ese conjunto, recordaría que su maliciosa broma no había divertido a nadie.
Folara, boquiabierta, miraba alternativamente a Ayla y Marthona.
–Más vale que te des prisa si quieres venir, Folara –la apremió su madre–. Pronto saldrá el sol.
Willamar encendió una tea con el rescoldo avivado del hogar de la cocina mientras esperaban. Era una de las varias que habían preparado después de encontrarse la morada a oscuras la noche en que Ayla les enseñó cómo hacer fuego con pedernal y pirita de hierro. Cuando Folara apareció, intentando aún recogerse el pelo con una tira de cuero, apartaron la cortina y salieron silenciosamente. Ayla se agachó para tocarle la cabeza a Lobo, una señal mediante la que, en la oscuridad, le indicaba que permaneciera a su lado mientras seguían el resplandor de otras luces oscilantes en dirección al porche de piedra de la parte delantera.
Ya se había congregado allí buen número de gente cuando llegó Marthona acompañada de los otros ocupantes de su morada, incluido el lobo. Algunos de los presentes portaban candiles, que alumbraban lo justo para ver el camino durante bastante tiempo, y otros sostenían teas, que proporcionaban más luz pero se consumían mucho antes.
Aguardaron aún un rato a quienes iban sumándose al gran grupo, y, finalmente, todos se encaminaron hacia el extremo sur del refugio. Era difícil distinguir a las personas e incluso ver adónde se dirigían cuando se pusieron en marcha. Las teas iluminaban el espacio cercano, pero más allá del resplandor todo parecía aún más negro.
Ayla se apoyó en el brazo de Jondalar mientras avanzaban por la terraza de piedra y dejaban atrás la sección deshabitada de la Novena Caverna hacia el canal que separaba la Novena Caverna de Río Abajo. Aquel arroyuelo que corría por la zanja –el desagüe del manantial que brotaba de la pared de roca– permitía proveerse de agua cómodamente a los artesanos mientras realizaban su trabajo y a la vez proporcionaba un suministro extra a la Novena Caverna cuando hacía mal tiempo.
Los portadores de teas se colocaron a ambos extremos del puente que cruzaba hasta los refugios de piedra de Río Abajo. En la vacilante luz, todos pasaron con cuidado sobre los troncos amarrados y tendidos de un lado a otro del estrecho cauce y continuaron por la ligera cuesta que ascendía hasta Río Abajo. Ayla observó que el cielo negro de la noche cerrada comenzaba a adoptar el azul oscuro previo al amanecer, la primera señal de que el sol pronto asomaría. Pero el cielo nocturno estaba aún colmado de estrellas.
No ardía fogata alguna en los dos grandes refugios de Río Abajo. Los últimos artesanos se habían retirado ya hacía tiempo a los albergues. La partida de caza pasó ante ellos y descendió por la escarpada pendiente hacia el Campo de Reunión que se extendía entre Roca Alta y el Río. Desde lejos se veía ya la gran hoguera encendida en medio del campo y la gente apiñada alrededor. Cuando se acercaron, Ayla advirtió que, como ocurría con las teas, el resplandor de la hoguera iluminaba el espacio inmediato, pero impedía ver más allá. Era extraordinario disponer de fuego por la noche, pero tenía sus limitaciones.
Los recibieron varios zelandonia, incluida la Primera entre Quienes Sirven a la Madre, la Zelandoni de la Novena Caverna. La corpulenta mujer los saludó y les indicó dónde debían colocarse para la ceremonia. Cuando se alejaba, su ancha silueta casi tapó la claridad del fuego por un instante.
Iba llegando más gente. Ayla reconoció a Brameval a la luz del fuego y cayó en la cuenta de que era un grupo de la Decimocuarta Caverna. Alzó la vista y notó que sin duda el cielo presentaba ya un tono azulado. Apareció a continuación otro grupo de gente con teas, entre ellos Kareja y Manvelar. La Undécima y Tercera Cavernas habían llegado. Manvelar saludó a Joharran con un gesto y luego se aproximó a él.
–Sólo quería avisarte de que nos conviene más ir a por los ciervos gigantes en lugar de los bisontes –dijo Manvelar–. Ayer por la tarde, cuando ya os habíais marchado, los vigías informaron de que los bisontes habían cambiado de rumbo y se alejaban del cerco. En su actual posición, no será fácil conducirlos hacia allí para acorralarlos.
Por un momento Joharran mostró cierta decepción, pero la caza siempre requería flexibilidad. Los animales vagaban por donde querían según sus propias necesidades, y no a conveniencia de los cazadores. Un buen cazador debía saber adaptarse.
–De acuerdo, se lo diremos a la Zelandoni.
A una señal, todos se desplazaron hacia una zona entre el fuego y el fondo del campo, colocándose de cara a la pared rocosa. La proximidad del fuego y la muchedumbre hizo subir la temperatura, y Ayla lo agradeció. Caminar a buen paso hasta el Campo de Reunión había sido un buen ejercicio para entrar en calor, pero luego, esperando allí de pie, había empezado a enfriarse. El lobo se apretó contra su pierna; le incomodaba tener tanta gente desconocida alrededor. Ayla se arrodilló para tranquilizarlo.
El reflejo de la gran hoguera, situada a sus espaldas, danzaba en la rugosa superficie vertical de la roca. De pronto se oyeron un penetrante gemido y el redoble de unos bongós. Luego Ayla percibió otro sonido y se le erizó el vello de la nuca a la vez que sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Sólo había oído un sonido como ése en una ocasión… ¡en la Reunión del Clan! Jamás olvidaría el sonido de un bramador. Era el que se utilizaba para invocar a los espíritus.
Sabía cómo se producía aquel sonido. Procedía de un trozo de hueso o madera plano y oval con un orificio en un extremo al que se ataba un cordón enrollado. Al desenrollar el cordón, el objeto giraba y emitía aquel sobrecogedor bramido. Pero saber cómo se producía no atenuó el efecto que en ella tenía. Un sonido así sólo podía provenir del mundo de los espíritus y, sin embargo, no era ésa la causa de su escalofrío. Lo que le costaba creer era que los zelandonii tuvieran una ceremonia en la que invocaban a los espíritus del mismo modo que el clan.
Ayla se arrimó a Jondalar, buscando la seguridad que le daba su contacto. Entonces captó su atención un movimiento en el reflejo del fuego proyectado sobre la pared que no era simple producto de la luz. En la pared bailó una sombra en forma de ciervo gigante con cornamenta palmeada y una joroba en lo alto del lomo. Ayla volvió la cabeza pero no vio nada detrás y se preguntó si lo habría imaginado. Miró de nuevo al frente, y otra vez apareció el ciervo astado, seguido de un bisonte.
El sonido del bramador se desvaneció gradualmente, dando paso a otro, tan bajo al principio que apenas lo percibió. Poco a poco la lastimera salmodia aumentó de tono y comenzó un grave y rítmico retumbo. Ambos sonidos se entretejieron en un contrapunto ascendente. A Ayla le palpitaron las sienes al son del golpeteo regular, y el corazón le latió en los oídos al mismo ritmo y con igual intensidad. Tuvo la impresión de que se le helaban los miembros, sus piernas se negaban a moverse, estaba petrificada. Un sudor frío cubrió su piel. De repente, el golpeteo se interrumpió y la salmodia comenzó a formar palabras.
–Oh, espíritu del Gran Ciervo, te alabamos.
–Te alabamos –repitieron las voces alrededor, pero no totalmente al unísono.
El canto subió de volumen.
–Espíritu del Bisonte, te queremos cerca. Te alabamos.
–Te alabamos –recitaron los cazadores, esta vez todos juntos.
–Los Hijos de la Madre te quieren aquí. Te llamamos.
–Te llamamos.
–Alma Inmortal, no temas a la muerte. Te alabamos.
–Te alabamos –contestaron los cazadores, cada vez con voz más potente.
–Tus vidas mortales se acercan. Te llamamos.
El tono era más agudo, expectante.
–Te llamamos.
–Dánoslas y no derrames ninguna lágrima. Te alabamos.
–Te alabamos.
–Es la voluntad de la Madre, ¿lo oyes? Te llamamos. –El tono se había tornado exigente.
–Te llamamos. Te llamamos. ¡Te llamamos!
Las voces se habían elevado hasta convertirse en griterío, y Ayla, sin siquiera darse cuenta, sumó la suya a las demás. Advirtió entonces que una enorme figura tomaba forma en la áspera pared. Una oscura figura apenas visible se movía frente a la pared y creaba de algún modo la sombra del ciervo gigante, un macho maduro con una gran cornamenta que parecía respirar a la luz del alba.
Los cazadores siguieron repitiendo el monótono sonsonete al ritmo del tamborileo grave y retumbante.
–Te llamamos. Te llamamos. Te llamamos. Te llamamos.
–¡Dánoslas! ¡No derrames lágrima alguna!
–Es la voluntad de la Madre. ¡Óyenos! ¡Óyenos! ¡Óyenos! –vociferaron.
Súbitamente pareció encenderse una luz, y se oyó un penetrante lamento que terminó en un estertor de muerte.
–¡Ella lo oye! –anunció de repente la voz dominante.
Al instante se hizo el silencio. Ayla levantó la vista, pero el ciervo había desaparecido. Sólo se veía el primer rayo de luz del sol naciente.
Momentáneamente pareció suspenderse todo sonido y movimiento. Después Ayla tomó conciencia de la respiración agitada y el arrastrar de pies de los demás. Los cazadores parecían aturdidos y miraban alrededor como si acabaran de despertar. Ayla dejó escapar un profundo suspiro, se agachó y abrazó al lobo. Cuando alzó la vista, Proleva estaba junto a ella, tendiéndole un vaso de infusión caliente.
Ayla le dio las gracias con un susurro y tomó un sorbo. Tenía sed. Notó que se le habían pasado las náuseas matinales, aunque no sabía muy bien cuándo. Quizá durante el paseo hasta el Campo de Reunión. Ella y Jondalar, con Lobo al lado, acompañaron a Joharran y su compañera hasta la fogata donde se había preparado la infusión. Marthona, Willamar y Folara se unieron a ellos.
–Dice Kareja que tiene un disfraz para ti, Ayla –informó Joharran–. Podemos recogerlo cuando pasemos por la Undécima Caverna.
Ella asintió con la cabeza, no muy segura de qué era un disfraz ni cómo se usaba para cazar a un ciervo gigante.