Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
–¿Y a ti quién te lo había dicho? –preguntó Marthona a su hija.
–Ayla o, para ser más exactos, más que decírmelo, yo misma la vi usar una ayer cuando llegó Willamar –explicó Folara.
–Pero la propia Zelandoni no lo vio, ¿verdad? –preguntó Willamar con un asomo de sonrisa.
–No lo creo –contestó Folara.
–Esto va a ser divertido. Estoy impaciente por enseñárselo –comentó Willamar–. Se quedará atónita, pero procurará disimularlo.
–Sí, será divertido –coincidió Jondalar, también sonriente–. No es nada fácil sorprender a esa mujer.
–Eso es por lo mucho que sabe –afirmó Marthona–. Pero tú, Ayla, ya la has impresionado más de lo que crees.
–En efecto –confirmó Willamar–. Los dos la han impresionado. ¿Nos tenéis guardada alguna otra sorpresa?
–Bueno, creo que os asombrará el lanzavenablos con el que mañana haremos una demostración, y no os imagináis la gran destreza que ha desarrollado Ayla con la honda –dijo Jondalar–. Y aunque a vosotros quizá no os atraiga demasiado el tema, he aprendido algunas nuevas técnicas para la talla del pedernal francamente interesantes. Dejaron impresionado incluso a Dalanar.
–Si impresionaron a Dalanar, admito que también yo estoy impresionado –declaró Willamar.
–Y otra cosa es el pasahebras –recordó Ayla.
–¿Pasahebras? –repitió Marthona.
–Sí, para coser. Yo era incapaz de aprender a pasar un cordón pequeño o una fibra de tendón a través de un agujero hecho con un punzón. De pronto se me ocurrió una idea, pero todo el Campamento del León contribuyó a realizarla. Si queréis, traeré mi costurero y os lo enseñaré –propuso Ayla.
–¿Crees que le serviría a alguien cuya vista no le permite ya ver los agujeros tan bien como antes? –preguntó Marthona.
–Creo que sí –respondió Ayla–. Déjame ir a buscarlo.
–¿Por qué no esperamos a mañana cuando haya más luz? –sugirió Marthona–. A pleno día se ve mejor que a la luz del fuego. Pero desde luego estoy muy interesada en verlo.
–En fin, Jondalar, está claro que has causado mucho revuelo por aquí –dijo Willamar–. Tu regreso por sí solo habría sido ya suficiente, pero además has traído muchas cosas. Siempre he opinado que viajar abre nuevas posibilidades, promueve ideas nuevas.
–Probablemente tienes razón, Willamar –convino Jondalar–. Pero para serte sincero, estoy cansado de viajar. Con mucho gusto me quedaré en casa durante una larga temporada.
–Irás a la Reunión de Verano, ¿verdad, Jondé? –preguntó Folara.
–Claro. Allí celebraremos nuestra unión, hermanita –anunció Jondalar, rodeando a Ayla con el brazo–. Ir a la Reunión de Verano no es, en realidad, viajar, y menos después del viaje que hemos hecho. Ir a la Reunión de Verano es algo que forma parte del hecho de quedarse en casa. A propósito, Willamar, con vistas a la cacería que planea Joharran antes de ponernos en marcha, ¿sabes dónde podemos conseguir disfraces? Ayla quiere acompañarnos, y los dos necesitaremos disfraces.
–Algo encontraremos, eso seguro. Tengo una cornamenta de sobra, por si vamos a la caza del ciervo rojo, y mucha gente puede proporcionarnos pieles y otras cosas.
–¿Qué son «disfraces»? –preguntó Ayla.
–Nos cubrimos con pieles y a veces nos ponemos astas para poder aproximarnos más a una manada –explicó Willamar–. Los animales desconfían de la gente, así que intentamos hacerles creer que somos animales.
–Jondalar, quizá podríamos llevar los caballos, como aquella vez que Whinney y yo ayudamos a los Mamutoi en la cacería del bisonte –sugirió Ayla, y luego miró a Willamar–. Cuando vamos montados a caballo, los animales no nos ven; ven sólo a los caballos. Nos acercamos mucho, y con los lanzavenablos, incluso nosotros dos solos, y Lobo, obteníamos buenos resultados.
–¿Usáis a vuestros animales para que os ayuden a cazar otros animales? –dijo Willamar con una sonrisa–. Eso no lo habéis mencionado cuando os he preguntado si teníais más sorpresas escondidas. ¿Acaso no lo consideráis asombroso?
–Me da la impresión de que ni siquiera son conscientes de todas las sorpresas que nos tienen guardadas –comentó Marthona. Tras un breve silencio, preguntó–: ¿Le apetecería a alguien un poco más de infusión de manzanilla antes de acostarse? –miró a Ayla–. La encuentro muy relajante, y tú has estado todo el día sometida a un largo interrogatorio. Esa gente del clan no es ni mucho menos tan simple como imaginaba.
Folara aguzó el oído. La larga reunión era el centro de todas las conversaciones, y sus amigas la habían acosado para sonsacarle información, dando por supuesto que estaría al corriente de todo. Ella había contestado que sabía lo mismo que cualquier otro, insinuando, no obstante, que en realidad no podía decir lo que sabía. Ahora, al menos, se formaba ya cierta idea sobre el tema de la reunión. Escuchó atentamente mientras proseguía la charla.
–Según parece, tienen muchas buenas cualidades –comentaba Marthona–. Cuidan de los enfermos, y su jefe, por lo que cuentas, antepone el interés de los suyos por encima de todo. Los conocimientos de sus entendidas en medicinas deben de ser muy amplios, a juzgar por la reacción de la Zelandoni, y tengo la sensación de que querrá saber más acerca del jefe espiritual. Creo, Ayla, que le habría gustado hacerte muchas más preguntas pero se ha contenido. Joharran estaba más interesado en la gente y su forma de vida.
Siguió un momento de silencio. Ayla contempló la agradable vivienda de Marthona a la tenue luz del fuego del hogar y de los candiles y advirtió algunos detalles estéticos más. La morada reflejaba fielmente el carácter de esa mujer. Ayla recordó el elegante efecto que producía el espacio de vivienda de Ranec en el albergue del Campamento del León. Ranec era un artista, un excelente tallador, y había tenido la paciencia de explicar a Ayla sus opiniones e ideas sobre cómo crear belleza y aprender a valorarla, para disfrutarla él mismo y para rendir homenaje a la Gran Madre Tierra. Ayla pensó que probablemente Marthona poseía algo de esa misma sensibilidad.
Mientras se bebía a sorbos la infusión tibia, observó a los parientes de Jondalar, tranquilamente sentados en torno a la mesa baja. Percibió una sensación de satisfacción y paz hasta entonces desconocida para ella. Eran personas a quienes ella comprendía, personas como ella, y en ese momento la asaltó la certeza de que en efecto pertenecía a los Otros. A continuación acudió a su mente la imagen de la caverna del Clan de Brun, donde ella se había criado, y la asombró el enorme contraste.
Entre los zelandonii, cada familia tenía su propia morada, con paneles y tabiques para separar las distintas unidades. Desde dentro de las moradas se oían los ruidos y voces exteriores –a los que por costumbre nadie prestaba atención–, pero cada familia tenía intimidad por lo que a las miradas ajenas se refería. También los mamutoi contaban con áreas definidas para cada familia dentro del albergue subterráneo del Campamento del León, con cortinas que aseguraban la intimidad visual cuando uno lo deseaba.
En la caverna del Clan de Ayla, los límites del espacio de vivienda de cada familia eran conocidos aunque sólo se marcaran con unas cuantas piedras estratégicamente colocadas. Allí la intimidad era una cuestión de práctica social: uno no miraba directamente al interior del hogar de un vecino, no «veía» más allá de la invisible línea divisoria. En el clan la gente había desarrollado la facultad de no ver aquello que no debía verse. Ayla recordó con una desgarradora amargura que incluso quienes la amaban dejaron sencillamente de verla a partir del momento en que la maldición recayó en ella.
Los zelandonii también delimitaban los espacios dentro y fuera de las moradas, destinando lugares a dormir, guisar y comer, así como a diversos proyectos de trabajo. En el seno del clan no se establecían con tanta precisión las áreas para las diferentes actividades. Por lo general se determinaba el sitio donde dormir y el hogar donde hacer fuego, pero por lo demás la división del espacio venía dada por la tradición, el hábito y el comportamiento. Se trataba de divisiones mentales y sociales, no físicas. Las mujeres no visitaban los espacios donde trabajaban los hombres; los hombres se mantenían a distancia de las áreas reservadas a las actividades femeninas; y a menudo los proyectos de trabajo se realizaban allí donde convenía en su momento.
«Según parece, los zelandonii disponen de más tiempo para hacer cosas, pensó Ayla. Da la impresión de que todos hacen muchas cosas, y no únicamente cosas necesarias. Quizá la diferencia estribe en su manera de cazar.» Tan absorta estaba en sus reflexiones que no oyó la pregunta que le habían formulado.
–¿Ayla? ¡Ayla! –dijo Jondalar alzando la voz.
–¡Ah! Perdona. ¿Qué decías?
–¿En qué estabas pensando que ni siquiera me oías?
–Pensaba en las diferencias entre los Otros y el clan, y me preguntaba por qué parece que los zelandonii hacen muchas más cosas de las que hace la gente del clan –contestó Ayla.
–¿Y has encontrado alguna explicación? –quiso saber Marthona.
–No lo sé; pero quizá las distintas formas de cazar tengan algo que ver –dijo Ayla–. Cuando Brun y sus cazadores salían, normalmente volvían con un animal entero, a veces dos. En el Campamento del León había más o menos el mismo número de personas que en el Clan de Brun, pero iban a las cacerías todos los que podían, hombres, mujeres e incluso algunos niños, aunque sólo fuera para acosar a las presas. Solían matar muchos animales y traían sólo las partes mejores y más sustanciosas, y guardaban una gran cantidad de carne para el invierno. No recuerdo ninguna ocasión en que ni unos ni otros se murieran de hambre, pero a finales del invierno a la gente del clan sólo le quedaba la comida más magra y que menos saciaba, y a veces se veían obligados a cazar en primavera, cuando los animales aún no habían engordado. En el Campamento del León se acababan algunos alimentos y la gente echaba en falta la verdura, pero aparentemente comían bien incluso en la última etapa de la primavera.
–Puede que convenga mencionarle eso a Joharran –dijo Willamar mientras se ponía en pie bostezando–. Pero en otro momento. Ahora voy a acostarme. Mañana nos espera un día ajetreado.
Marthona se levantó también de los almohadones y llevó las fuentes a la cocina.
Folara, de pie, se estiró y bostezó con gestos tan semejantes a los de Willamar que Ayla sonrió al advertirlo.
–Yo también me voy a dormir. Te ayudaré a lavar los platos por la mañana, madre –dijo limpiando su cuenco de madera con un trozo de suave piel de ciervo antes de guardarlo–. Ahora estoy muy cansada.
–¿Vendrás a cazar, Folara? –preguntó Jondalar.
–Aún no lo he decidido. Mañana veré si me apetece –contestó al tiempo que se encaminaba a su habitación.
Cuando Marthona y Willamar se retiraron a su dormitorio, Jondalar apartó la mesa baja y extendió las pieles de dormir. Mientras se tapaban con ellas, Lobo se acercó para acostarse al lado de Ayla. No le importaba quedarse al margen mientras había gente alrededor, pero cuando la jefa de su manada se iba a la cama, él se tendía junto a ella.
–Tu familia me cae muy bien, Jondalar, de verdad –aseguró Ayla–. Creo que va a gustarme vivir con los zelandonii. He pensado en lo que me dijiste anoche, y tienes razón. No debo juzgar a todo el mundo por la conducta de unas cuantas personas desagradables.
–Tampoco debes juzgar a todo el mundo por cómo son los mejores –advirtió Jondalar–. Nunca se sabe cómo va a reaccionar la gente ante determinadas situaciones. Yo que tú los juzgaría uno por uno.
–En mi opinión, todos tenemos algo bueno y algo malo. Algunos tienen un poco más de lo uno que de lo otro. Yo siempre confío en que las personas tengan más bueno que malo, y me gusta creer que así es en la mayoría de los casos. ¿Te acuerdas de Frebec? Al principio se portó francamente mal, pero al final resultó ser buena persona.
–Debo admitir que me sorprendió –declaró Jondalar arrimándose a ella y acariciándole el cuello con los labios.
–En cambio, tú no me sorprendes –dijo Ayla sonriendo al notar su mano entre sus muslos–. Sé en qué estás pensando.
–Espero que tú estés pensando en lo mismo –repuso él. Al percibir que ella, besándolo, le devolvía la caricia, añadió–: Me da la impresión de que así es.
Fue un prolongado beso. Los dos sintieron crecer el deseo, pero no había prisa. Estaban en casa, pensó Jondalar. Pese a las dificultades del largo y peligroso viaje, había llegado con ella a casa. Ayla estaba ya a salvo; los peligros habían terminado. Se interrumpió para contemplarla, y sintió por ella un amor tan intenso que no supo si podría contenerlo.
Incluso a la débil luz de las brasas, Ayla vio ese amor en sus ojos azules, de un tono casi violáceo en aquella semioscuridad, y experimentó igual emoción. Al pasar de niña a muchacha, nunca soñó con encontrar a un hombre como Jondalar, nunca esperó llegar a ser tan afortunada.
A él se le hizo un nudo en la garganta, y dobló la cabeza para volver a besarla, notando cada vez más la necesidad de poseerla, de amarla, de fundirse con ella. Dio gracias por tenerla allí. Ayla siempre parecía dispuesta a aceptarlo, siempre parecía desearlo cuando él la deseaba. Nunca jugaba a las evasivas como hacían algunas mujeres.
Marona acudió a su mente por un instante. Ella era aficionada a esa clase de juegos, aunque no tanto con Jondalar como con otros. De pronto se alegró de haberse marchado con su hermano a la aventura en lugar de quedarse allí y unirse a Marona. Si Thonolan viviera…
Pero Ayla sí había sobrevivido, pese a que había estado a punto de perderla en más de una ocasión. Jondalar notó abrirse la boca de ella bajo la presión de su lengua, percibió su tibio aliento. La besó en el cuello, le mordisqueó el lóbulo de la oreja y recorrió su garganta con la lengua en una tierna caricia.
Ayla permaneció inmóvil, resistiendo el cosquilleo, dejando que éste se convirtiera en una serie de espasmos internos expectantes. Jondalar le besó el hoyuelo de la garganta y se desvió luego hacia un erecto pezón, circundándolo, mordisqueándolo. Impaciente, Ayla casi experimentó una sensación de alivio cuando por fin él tomó el pezón entre sus labios y lo succionó. Notó una sacudida de excitación en lo más hondo de su ser, y en el sitio de los placeres.
Jondalar estaba preparado, pero se sintió aún más rebosante al oír el suave gemido de Ayla cuando le chupó y mordió con delicadeza primero un pezón y luego el otro. Su deseo cobró tal intensidad que quiso poseerla en ese mismo instante, pero quería también que ella estuviera tan preparada como él, y sabía cómo llevarla a ese punto.