Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
–¡Jondalar! –gritó Ayla corriendo hacia él y mostrando a la vez varios fragmentos de pirita de hierro–. ¡Mira lo que he encontrado! ¡Piedras de fuego! Por aquí hay piedras de fuego. Están todas cerca de este arroyo.
Jondalar apretó aún más el paso, y en sus labios apareció una amplia sonrisa en respuesta al importante hallazgo y a la satisfacción desbordante de ella.
–No sabía que las hubiera tan cerca, pero lo cierto es que nunca le había prestado mucha atención a esta clase de piedras. Yo siempre buscaba pedernal. Enséñame dónde las has encontrado.
Ayla lo condujo hasta la charca, al pie de la cascada, y luego escrutó las márgenes y el lecho del diminuto arroyo.
–¡Mira! –anunció con tono triunfal al tiempo que señalaba una piedra de la orilla–. ¡Ahí hay otra!
Jondalar se arrodilló y la cogió.
–¡Es verdad! Esto va a representar un gran cambio para nosotros, Ayla. Quizá todos podamos disponer de piedras de fuego. Si las hay aquí, es posible que haya más en las inmediaciones. Todavía nadie conoce siquiera las propiedades de estas piedras; no he tenido ocasión de hablar con los demás al respecto.
–Folara sí las conoce, y Zelandoni –dijo Ayla.
–¿Cómo se han enterado?
–¿Recuerdas la infusión tranquilizante que Zelandoni preparó para Willamar cuando le comunicaste la muerte de tu hermano? Folara se sobresaltó al verme utilizar una de estas piedras para volver a encender el fuego del hogar, que se había apagado, así que le prometí que le enseñaría a usarlas. Ella se lo contó a Zelandoni.
–Así que Zelandoni ya está al corriente… No sé cómo lo consigue, pero siempre acaba siendo la primera en enterarse de todo –comentó Jondalar–. Pero ya regresaremos luego a recoger más; ahora has de atender a ciertas personas que quieren hablar contigo.
–¿Sobre el clan? –aventuró Ayla.
–Joharran vino a buscarme esta mañana para mantener una reunión cuando yo no tenía aún el menor deseo de levantarme; lo convencí para que a ti te dejara dormir un rato más. Le he hablado de nuestro encuentro con Guban y Yorga. Están muy interesados, pero aún les cuesta creer que los miembros del clan sean personas y no animales. Zelandoni, que es quien mejor conoce la historia de nuestra gente, ha estado analizando más detenidamente algunas de las Leyendas de los Ancianos en busca de algún indicio que permita saber si en otros tiempos vivieron cabezas chatas… gente del clan… en esta zona. Al decirnos Ramara que ya te habías levantado, Joharran me ha pedido que viniera a por ti. No es el único que desea hacerte un montón de preguntas.
Jondalar llevaba consigo el cabestro de Corredor, pero el corcel, joven y brioso, se resistió un poco, pues aún tenía ganas de jugar. Con cierta paciencia, y rascándole en los sitios donde solía picarle, el caballo finalmente accedió. Jondalar montó, y de regreso atravesaron la parte boscosa del reducido valle.
Jondalar contuvo a Corredor para cabalgar junto a Ayla y, tras ciertos titubeos, se animó a comentar:
–Dice Ramara que esta mañana, al hablar contigo, te ha notado algo indispuesta, quizá porque no estás acostumbrada a la barma de Laramar. ¿Cómo te encuentras?
«Aquí no va a ser fácil guardar algo en secreto», pensó Ayla.
–Estoy perfectamente, Jondalar.
–Laramar prepara un brebaje fuerte, y ya anoche no te encontrabas muy bien.
–Lo de anoche era simple cansancio –explicó ella–. Y esta mañana tenía náuseas porque llevo un niño dentro.
A juzgar por la expresión de Jondalar, Ayla sospechó que no sólo le preocupaban sus náuseas matinales.
–Ayer fue un día agotador. Conociste a mucha gente.
–Y me cayó bien la gran mayoría –aseguró ella mirándolo sonriente–. Sencillamente no estoy habituada a estar con tantas personas. Es como toda una Reunión del Clan. Ni siquiera recuerdo los nombres de todos.
–Acabas de conocerlos. Nadie espera que los recuerdes a todos.
Desmontaron en el prado y dejaron a los caballos al pie del sendero. Al alzar la vista, Ayla se fijó en la Piedra Que Cae, cuya silueta se recortaba contra el cielo despejado, y por un momento tuvo la impresión de que emanaba un extraño resplandor, pero parpadeó y el resplandor desapareció. «El sol es intenso, pensó. Debo de haber mirado la roca sin protegerme los ojos con la sombra de la mano.»
Lobo surgió de entre la alta hierba. Los había seguido con desgana, explorando pequeñas madrigueras y dejándose guiar por interesantes olores. Cuando vio a Ayla allí de pie, parpadeando, decidió que era hora de saludar debidamente a la jefa de su manada. El enorme cánido la cogió desprevenida, y al abalanzarse sobre ella y apoyar las patas delanteras en sus hombros hizo que la mujer se tambaleara por un instante. Pero pronto recobró el equilibrio y se aprestó a soportar el peso del animal mientras éste le lamía la mandíbula y la rodeaba con sus dientes.
–¡Buenos días, Lobo! –dijo Ayla agarrando su peludo cuello con ambas manos–. También a ti te noto muy ufano esta mañana, como los caballos.
El lobo bajó las patas y siguió a Ayla por el sendero. Ajena a las miradas de asombro de quienes no habían presenciado antes esa peculiar manifestación de afecto, así como a las sonrisas de quienes sí la habían visto y se divertían con la reacción de los demás, Ayla indicó al animal que permaneciera a su lado.
Pensó en detenerse en la morada de Marthona para dejar el odre lleno de agua, pero Jondalar dejó atrás el área de viviendas, y ella siguió adelante con él. Pasaron junto a la zona de trabajo situada hacia el extremo suroeste del refugio. Más allá, Ayla vio a varias personas, de pie o sentadas, cerca de los restos de la fogata de la noche anterior.
–¡Por fin llegáis! –exclamó Joharran al tiempo que se levantaba de un bloque de piedra caliza y se dirigía hacia ellos.
Cuando se aproximaban, Ayla advirtió una pequeña hoguera que ardía en el borde del gran círculo ennegrecido. Al lado había un cesto hondo, lleno de un líquido humeante en el que flotaban trozos de hojas y otros ingredientes vegetales. Estaba recubierto de un material oscuro, y de pronto llegó al olfato de Ayla el aroma de la brea de pino usada para impermeabilizarlo.
Proleva sirvió un poco del líquido en un vaso.
–Tómate una infusión caliente, Ayla –dijo ofreciéndole el vaso.
–Gracias –respondió ella.
Tomó un sorbo. Era una agradable mezcla de hierbas, con apenas un ligero sabor a pino. Bebió un poco más y se dio cuenta de que habría preferido algo sólido. El líquido empezaba a revolverle otra vez el estómago, y le dolía la cabeza. Vio un bloque de piedra desocupado y se sentó, esperando que se le pasara el malestar. Lobo se tendió a sus pies. Sostuvo el vaso en la mano sin beber; lamentó no haberse tomado un poco del brebaje especial para la resaca que tiempo atrás había elaborado para Talut, el jefe del Campamento del León.
Zelandoni miró a Ayla y creyó detectar ciertos síntomas habituales.
–Quizá sea el momento oportuno para hacer un alto y tomar un bocado –propuso. Dirigiéndose a Proleva, añadió–: ¿Quedan restos de la cena?
–Buena idea –convino Marthona–. Ya pasa del mediodía. ¿Aún no has comido nada, Ayla?
–No –contestó ella agradeciendo que alguien tuviera la consideración de preguntárselo–. He dormido hasta muy tarde. Luego he ido a las zanjas y después al valle del Río del Bosque para ver cómo estaban los caballos. He llenado este odre de agua en el arroyuelo –lo alzó para mostrarlo–. Allí me ha encontrado Jondalar.
–Estupendo. Si no te importa, la usaremos para preparar más infusión, y haré venir a alguien con comida para todos –dijo Proleva a la vez que se encaminaba hacia las viviendas con paso enérgico.
Ayla echó una ojeada alrededor para ver quiénes se hallaban presentes en aquella reunión, e inmediatamente su mirada se cruzó con la de Willamar. Intercambiaron una sonrisa. Willamar hablaba con Marthona, la Zelandoni y Jondalar, que en ese momento estaba de espaldas a ella. Joharran había concentrado la atención en Solaban y Rushemar, sus consejeros e íntimos amigos. Ayla recordó que Ramara, la mujer con el niño de corta edad con quien había conversado un rato antes, era la compañera de Solaban. La noche anterior también había conocido a la compañera de Rushemar. Cerró los ojos y trató de recordar su nombre. Salova, se llamaba Salova. Las náuseas habían remitido; sentarse le había hecho bien.
Se fijó en los otros asistentes. Recordó que el hombre de cabello gris era el jefe de una caverna cercana. Manvelar, se llamaba. Hablaba con otro hombre, a quien no creía conocer. De vez en cuando el hombre miraba con aprensión a Lobo. Estaba también una mujer alta y delgada cuyo comportamiento denotaba gran autoridad; era jefa de otra caverna, recordó Ayla; pero había olvidado su nombre. A su lado había un hombre con un tatuaje semejante al de la Zelandoni, y Ayla supuso que sería un guía espiritual.
Cayó en la cuenta de que todas las personas allí reunidas poseían una u otra clase de poder en aquella comunidad. En el clan serían los individuos de más alto estatus. Entre los mamutoi, equivaldrían al Consejo de Hermanas y Hermanos. A diferencia de los mamutoi, entre los que una hermana y un hermano actuaban como jefa y jefe en cada campamento, los zelandonii no poseían ese sistema de doble liderazgo, sino que el jefe era a veces un hombre y, a veces, una mujer.
Proleva regresaba con el mismo paso enérgico de antes. Aunque al parecer era la responsable de proporcionar comida al grupo –a ella acudían cuando se necesitaba alimento, había observado Ayla–, obviamente no era la encargada de servirla. Volvía a la reunión, así que debía considerarse una participante activa. Por lo visto, la compañera del jefe podía ser también jefa.
En el clan, sólo asistirían hombres a una reunión de aquellas características. No había mujeres con rango de jefa; las mujeres carecían de estatus propio. Excepto por lo que se refería a las entendidas en medicinas, la posición de una mujer dependía de la de su compañero. «¿Cómo llegarían a conciliarse a ese respecto si algún día se visitaban mutuamente?», se preguntó Ayla.
–Ramara y Salova y algunas otras mujeres nos están preparando comida –anunció Proleva señalando con la cabeza en dirección a Solaban y Rushemar.
–Bien –dijo Joharran, lo cual parecía la señal para reanudar la sesión. Todos dejaron de charlar y lo miraron. Él se volvió hacia Ayla–. Anoche Ayla se dio a conocer. ¿Os habéis presentado todos personalmente?
–Yo no estaba aquí anoche –dijo el hombre que poco antes hablaba con el jefe de cabello gris.
–Permíteme, pues, que os presente –se ofreció Joharran. Cuando el hombre dio un paso al frente, Ayla se levantó, haciendo una seña a Lobo para que permaneciera inmóvil–. Ayla, éste es Brameval, jefe de Pequeño Valle, la Decimocuarta Caverna de los zelandonii. Brameval, aquí tienes a Ayla, del Campamento del León de los mamutoi… –Joharran se interrumpió por un instante, tratando de recordar el resto de sus títulos y lazos, con los que tan poco familiarizado estaba–. E hija del Hogar del Mamut –añadió. «Con eso basta», pensó.
Brameval repitió su nombre y su función al tiempo que tendía las manos.
–En nombre de Doni, bienvenida seas –dijo.
Ayla aceptó sus manos.
–En nombre de Mut, Gran Madre de Todos, también conocida como Doni, yo te saludo –contestó Ayla sonriente.
Brameval había notado ya antes la peculiar pronunciación de la forastera, y en ese momento le fue aún más evidente. Le devolvió la sonrisa y retuvo sus manos todavía por un instante más.
–Pequeño Valle es el mejor sitio para la pesca. La Decimocuarta pasa por ser la caverna con los mejores pescadores. Hacemos excelentes trampas para peces. Somos vecinos cercanos; debes visitarnos cuanto antes.
–Gracias, os visitaré encantada. Me gusta el pescado y me gusta atrapar peces. Pero no sé pescarlos con trampas, así que los cojo con las manos, como aprendí de niña –explicó ella, y para dar mayor énfasis a sus palabras alzó las manos, que Brameval mantenía aún sujetas.
–¡Vaya! Me gustaría verlo –dijo él a la vez que la soltaba.
A continuación se adelantó la mujer con rango de jefa.
–Desearía presentar a nuestro donier, el Zelandoni de Sitio del Río –anunció–. Tampoco él estaba presente anoche. –Enarcando las cejas lanzó una mirada a Brameval–. A la Undécima Caverna se la conoce por la construcción de las balsas que navegan por el río, aguas arriba y aguas abajo. Resulta mucho más fácil transportar cargas pesadas en una balsa que a hombros de la gente. Si estás interesada, tu visita será bien recibida.
–Estaría muy interesada en saber cómo construís vuestras estructuras flotantes para el río –contestó Ayla al tiempo que intentaba recordar si ya se habían presentado y cuál era el nombre de la mujer–. Los mamutoi, mediante tupidos cueros amarrados a un armazón de madera, construyen una especie de vasija flotante que usan para trasladar personas y cosas de una orilla a otra de los ríos. En nuestro camino de regreso aquí, Jondalar y yo hicimos una para cruzar un ancho río, pero la corriente era muy impetuosa y nos costó controlar la pequeña embarcación redonda y demasiado ligera. Cuando la sujetamos a la angarilla de Whinney, nos fue mucho más útil.
–No entiendo eso de «la angarilla de Whinney». ¿Qué significa? –preguntó la jefa de la Undécima Caverna.
–Whinney es el nombre de uno de los caballos, Kareja –aclaró Jondalar mientras se levantaba y se acercaba a ellas–. La angarilla es un artefacto ideado por Ayla. Ella misma te explicará en qué consiste.
Ayla describió su medio de transporte y añadió:
–Con la angarilla, Whinney me ayudaba a llevar hasta mi refugio los animales que cazaba. Un día te haré una demostración.
–Cuando llegamos a la otra orilla de aquel río –prosiguió Jondalar–, decidimos sustituir la plataforma entretejida de la angarilla por ese bote en forma de vasija, porque dentro podíamos acarrear casi todo lo que llevábamos. Así, cuando vadeábamos un río, el bote flotaba y no se mojaba nada, y atada a las varas de la angarilla era más fácil de controlar.
–También las balsas son a veces difíciles de controlar –dijo la mujer–. Posiblemente ocurre con todas las embarcaciones.
–Unas tienen más fácil manejo que otras –aseveró Jondalar–. En mi viaje pasé una temporada con los sharamudoi. Tallan magníficos botes a partir de grandes troncos de árbol. Terminan en punta por delante y por detrás, y el rumbo se dirige con la ayuda de unos remos. Se requiere práctica, pero los ramudoi, los sharamudoi que viven en el río, dominan la técnica a la perfección.