Los Pilares de la Tierra (86 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Los mozos de cuadra llevaron los caballos. Un palafrén ensillado para Philip y una jaca cargada con su modesto equipaje, casi todo comida. Los constructores dejaron sus herramientas y se acercaron hasta allí, con el barbudo Tom y su pelirrojo hijastro a la cabeza. Como era de rigor, Philip abrazó a Remigius, el sub-prior, y se despidió con mayor afecto de Milius y Cuthbert. Luego montó en el palafrén. Pensó con tristeza que, durante cuatro semanas, habría de permanecer todo el día sentado en aquella dura silla. Desde allí arriba, bendijo a todos. Los monjes, los constructores y los aldeanos agitaban las manos y les deseaban buen viaje mientras él y Richard atravesaban juntos las puertas del priorato. Bajaron por la angosta calle y atravesaron la aldea saludando a quienes acudían a verlos marchar. Luego los cascos resonaron sobre el puente de madera y, por último, enfilaron el camino a través de los campos. Poco después, al mirar Philip por encima del hombro, vio el sol naciente brillando a través del hueco de la ventana en el extremo oriental, a medio construir, de la nueva catedral. Si fracasaba en su misión, tal vez nunca llegaría a terminarse. Después de cuanto había pasado para llegar a aquel punto, ahora no podía soportar la idea de la derrota. Giró la cabeza y se concentró en el camino que tenía por delante.

La ciudad de Lincoln se alzaba sobre una colina. Philip y Richard llegaban a ella por la parte sur, por una antigua y concurrida calle llamada Ermine Street. Incluso desde aquella distancia, podían ver las torres de la catedral y las almenas del castillo. Pero se encontraban todavía a tres o cuatro millas cuando se hallaron de pronto con una puerta de la ciudad.
Los suburbios deben ser extensos,
se dijo
. Y la población debe contarse por miles.

Lincoln había sido tomada en Navidad por Ranulf de Chester, el hombre más poderoso del norte de Inglaterra, y pariente de la emperatriz Maud. Después, el rey Stephen se había apoderado de nuevo de la ciudad; pero las fuerzas de Ranulf seguían atrincheradas en el castillo. A medida que se acercaban, Philip y Richard se enteraron de que la ciudad se encontraba en una posición desusada al tener a dos ejércitos rivales acampados dentro de sus murallas.

Philip no había hablado gran cosa con Richard durante las cuatro semanas que cabalgaban juntos. El hermano de Aliena era un joven airado, que odiaba a los Hamleigh y estaba empecinado en tomar venganza. Y hablaba como si los sentimientos de Philip fueran idénticos. Sin embargo, había una diferencia. Philip aborrecía a los Hamleigh por lo que hacían a sus vasallos, consideraba que el mundo sería un lugar mejor si se viera libre de ellos. Richard no se sentiría a gusto consigo mismo hasta que no hubiera derrotado a los Hamleigh. Su motivo era del todo egoísta.

Físicamente, Richard era fuerte y valiente, siempre dispuesto a luchar; pero en otros aspectos, era un ser débil. Confundía a sus hombres de armas tratándolos a veces en plan de igualdad, mientras en otras ocasiones les daba órdenes como a sirvientes. En las tabernas intentaba causar impresión pagando cerveza a los forasteros. Pretendía conocer el camino cuando en realidad no estaba seguro, y había llegado a hacer que el grupo se desviara en ciertos momentos porque no era capaz de admitir que había cometido una equivocación. Cuando llegaron a Lincoln, Philip ya sabía que Aliena valía diez veces más que su hermano.

Pasaron junto a un gran lago lleno de barcos. Luego, al pie de la colina, atravesaron el río que constituía el límite sur de la propia ciudad. Era evidente que el medio de vida de Lincoln estaba en las embarcaciones. Junto al puente, había un mercado de pescado. Atravesaron otra puerta con centinela. Habían dejado atrás los suburbios caóticos y penetraron en la bulliciosa ciudad. Delante de ellos, una calle angosta, increíblemente concurrida, ascendía empinada hasta la cima del monte. Las casas, prácticamente pegadas unas a otras a cada lado de la calle, estaban construidas casi todas de piedra, al menos en parte, señal inconfundible de considerable riqueza. La colina era tan empinada, que la mayoría de las casas tenían su piso principal, varios pies por encima del nivel del suelo en un extremo, mientras que el otro se encontraba por debajo de la superficie. La zona de la parte baja del extremo del declive se hallaba ocupada invariablemente por un taller de artesano o una tienda. Los únicos espacios abiertos eran los cementerios junto a las iglesias, y en cada uno de ellos había un mercado, de grano, de aves de corral, de lana, de cuero o de otras cosas. Philip y Richard, con su séquito, se abrieron camino a duras penas a través de la densa muchedumbre de ciudadanos, hombres de armas, animales y carretas. Philip descubrió asombrado que, a sus pies, había piedras. ¡Toda la calle estaba empedrada!
Cuánta riqueza debe de haber aquí,
se dijo,
para cubrir el suelo de piedra como en una catedral o un palacio.
El suelo seguía estando resbaladizo por los desperdicios y los excrementos de los animales, pero era muchísimo mejor que el río de barro en que se transformaban en invierno las calles de casi todas las ciudades.

Llegaron a la cima de la colina y pasaron por otra puerta. Habían penetrado en el corazón de la ciudad, y el ambiente cambiaba de repente. Reinaba una mayor tranquilidad, aunque muy tensa. Inmediatamente a su izquierda se encontraba la entrada al castillo. La gran puerta reforzada con hierro que daba acceso al pasaje abovedado, se encontraba herméticamente cerrada. Detrás de las ventanas, estrechas y alargadas como flechas, se movían sombras difusas: centinelas enfundados en armaduras patrullaban en lo alto de las murallas. Los débiles rayos de sol centelleaban en sus bruñidos cascos. Philip observó sus idas y venidas. No hablaban entre sí, no bromeaban o reían, ni se inclinaban sobre la balaustrada para silbar a las jóvenes que pasaban. Permanecían ojo avizor erguidos y temerosos.

A la derecha de Philip, a no más de un cuarto de milla de la puerta del castillo, se alzaba la fachada oeste de la catedral. Philip descubrió al punto que, pese a su proximidad a la fortaleza, la había ocupado el cuartel general de los ejércitos del rey. Una hilera de centinelas cerraba el paso a la angosta calle que conducía a la iglesia a través de las casas de los canónigos. Detrás de los guardias, caballeros y hombres de armas entraban y salían a través de las tres puertas de la catedral. El cementerio se había convertido en un campamento del ejército; con tiendas, hogueras para cocinar y caballos pastando en el tepe
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. Allí no había edificios monásticos. De la catedral de Lincoln no se ocupaban los monjes sino unos sacerdotes, llamados canónigos, que vivían en casas urbanas corrientes cerca de la iglesia.

El espacio entre la catedral y el castillo se hallaba vacío, salvo por la presencia de los recién llegados. Philip se dio cuenta de que toda la atención estaba concentrada en ellos, tanto la de los guardias que se encontraban del lado del rey como la de los centinelas que guardaban las murallas opuestas. Atravesaban tierra de nadie, entre dos campos armados. Tal vez el lugar más peligroso de Lincoln. Miró en derredor y vio que Richard y los otros se habían puesto ya en marcha. Los siguió presuroso.

Los centinelas del rey les hicieron pasar de inmediato. Richard era bien conocido. Philip contempló admirado la fachada oeste de la catedral. Tenía un arco principal altísimo, y otros arcos a cada lado, la mitad del tamaño del central pero, aún así, asombrosos. Parecía el camino al cielo. En cierto modo, lo era. Philip decidió al punto que quería arcos altos en la fachada oeste de la catedral de Kingsbridge.

Un escudero se hizo cargo de los caballos. Philip y Richard atravesaron el campamento y entraron en la catedral. Estaba más atestada en el interior que fuera. Las naves laterales habían sido convertidas en cuadras, y centenares de caballos se encontraban atados a las columnas de la arcada. Hombres armados pululaban entre fuegos de campamento. Algunos hablaban inglés, otros francés y unos pocos flamenco, la lengua gutural de los mercaderes de lana de Flandes. En general, los caballeros se encontraban allí dentro y los hombres de armas en el exterior. Philip se entristeció al ver a varios de los ocupantes jugando al
Nine Men's Morris
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por dinero; y todavía se sintió más conturbado ante la presencia de algunas mujeres con ropa demasiado escasa para ser invierno, y que parecían coquetear con los hombres, como si se tratase de pecadoras o incluso, Dios no lo quisiera, prostitutas.

Para evitar mirarlas, levantó la vista al techo. Era de madera y se hallaba bellamente pintado de resplandecientes colores. Pero corría un terrible peligro de incendio con todas aquellas gentes cocinando en la nave. Siguió a Richard a través de la muchedumbre. El joven parecía estar allí a sus anchas y sentirse confiado y seguro de sí mismo. Saludaba a los caballeros tanto como a los barones y a los lores.

El crucero y el extremo este de la catedral habían sido acordonados. Al parecer, este último había quedado reservado para los sacerdotes. Como debía ser, pensó Philip. Y el crucero se había convertido en la vivienda del rey. Detrás de un cordón, había otra fila de guardias. A continuación, un gran número de cortesanos; luego, un círculo interior de condes y en el centro el rey Stephen, sentado en un trono de madera. El monarca había envejecido desde la última vez que Philip le vio hacía ya cinco años, en Winchester. Tenía el hermoso rostro surcado por arrugas nacidas de la preocupación, y en su pelo leonado podían verse ya las canas. Además, había adelgazado durante el batallar de todo aquel año. Parecía mantener una amable discusión con sus condes, disintiendo sin acritud. Richard se acercó al círculo interior e hizo una profunda y ceremoniosa reverencia. El rey lo miró.

—¡Richard de Kingsbridge! ¡Estoy muy contento de tu regreso! —dijo con voz sonora al reconocerle.

—Gracias, mi rey y señor —contestó el joven caballero.

Philip se adelantó, se colocó junto a Richard y saludó de la misma manera ceremoniosa.

—¿Has traído a un monje como escudero? —le preguntó Stephen.

Todos los cortesanos rieron.

—Es el prior de Kingsbridge, señor —le informó Richard.

Stephen volvió a mirarlo y Philip pudo darse cuenta de que empezaba a recordar quién era.

—Claro, claro. Conozco al prior... Philip. —Su tono no era tan cálido como al saludar a Richard—. ¿Habéis venido a luchar a mi lado?

Los cortesanos rieron de nuevo.

Philip se sentía satisfecho de que el rey hubiera recordado su nombre.

—Estoy aquí porque el trabajo de Dios para la reconstrucción de la catedral de Kingsbridge necesita ayuda urgente de mi rey y señor.

—He de oír eso —le interrumpió presuroso Stephen—. Venid a verme mañana cuando tenga más tiempo.

Se volvió de nuevo hacia los condes y reanudó la conversación en voz más baja.

Richard hizo una reverencia y se retiró, imitado por el prior.

Philip no habló con el rey al día siguiente, ni tampoco al otro ni al otro.

La primera noche pernoctó en una cervecería, pero se sintió desazonado por el constante olor a carne asada y las risas de las mujeres de la vida. Por desgracia, en la ciudad no había monasterio alguno. En circunstancias normales, el obispo le habría ofrecido alojamiento. Pero el rey vivía en el palacio episcopal y todas las casas alrededor de la catedral se encontraban atestadas con los miembros de la corte de Stephen. La segunda noche, Philip salió de la ciudad, fue más allá del suburbio de Wigford, donde había un monasterio que tenía una casa para leprosos. Allí le dieron pan bazo y cerveza floja, un duro colchón sobre el suelo, silencio desde la puesta del sol hasta media noche, oficios sagrados en las primeras horas de la mañana y gachas claras sin sal de desayuno. Se sintió feliz.

Cada día, por la mañana temprano, iba a la catedral, llevando consigo la valiosa carta de privilegio dando al priorato derecho a sacar piedra de la cantera. Un día tras otro, el rey hacía la vista gorda ante su presencia. Cuando los demás peticionarios hablaban entre sí, discutiendo acerca de quién gozaba del favor real y quién no, Philip permanecía al margen.

Sabía bien el motivo por el que se le mantenía a la espera. La Iglesia toda estaba malquistada con el rey. Stephen no había cumplido las generosas promesas que habían logrado obtener de él en los inicios de su reinado. Se había enemistado con su hermano, el astuto obispo Henry de Winchester, al dar su apoyo a otra persona para la dignidad de arzobispo de Canterbury, acción que también decepcionó a Waleran Bigod, el cual pretendía subir agarrado a los faldones de Henry. Pero el pecado más grande de Stephen a los ojos de la Iglesia, era haber ordenado el arresto del obispo Roger de Salisbury y de sus dos sobrinos, que eran obispos de Lincoln y de Ely, los tres en un día, bajo la acusación de estar construyendo un castillo sin licencia. Desde las catedrales y monasterios se había alzado en todo el país un coro ofendido ante semejante acto de sacrilegio. Stephen se mostró dolido. Alegó que los obispos, como hombres de Dios, no tenían necesidad de castillos, y si los construían no podía esperar que se les tratara como hombres de Dios. Era sincero, aunque cándido.

La ruptura había sido reparada, pero el rey Stephen ya no se mostraba dispuesto a escuchar las peticiones de los hombres santos, de manera que Philip hubo de esperar. Aprovechó la oportunidad para dedicarse a la meditación. Era algo para lo que, como prior, tenía poco tiempo, y que echaba en falta. Pero de súbito se encontró sin nada que hacer durante horas, y pasaba el tiempo sumido en meditación.

Finalmente, los demás cortesanos dejaron un espacio en derredor suyo, haciendo bien patente su presencia, y a Stephen le debió resultar cada vez más difícil ignorarle. Durante la mañana de su séptimo día en Lincoln se encontraba sumido en la contemplación del sublime misterio de la Trinidad cuando se dio cuenta de que alguien se encontraba en pie delante de él, mirándolo y hablándole. Era el rey.

—¿Dormías con los ojos abiertos, hombre de Dios? —estaba diciendo Stephen en un tono entre divertido e irritado.

—Lo siento, señor. Estaba pensando —se disculpó Philip sorprendido, e hizo una reverencia.

—No importa. Quiero que me prestes tu hábito.

—¿Qué? —Philip estaba demasiado sorprendido para cuidar sus maneras.

—Quiero echar un vistazo al castillo y, si voy vestido de monje, no me lanzarán flechas. Vamos, entra en una de las capillas y quítate el hábito.

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