Jack no pudo evitar dar un paso atrás.
El monje era Waleran Bigod.
—¿Qué diablos hace aquí? —preguntó furioso Jack.
—Preparándose para el encuentro con su hacedor —respondió Jonathan.
Jack frunció el ceño.
—No lo entiendo.
—Es un hombre acabado. No tiene posición, poder ni amigos. Ha comprendido que Dios no quiere que sea un obispo grande y poderoso. Ha comprendido lo equivocado de su comportamiento. Ha venido hasta aquí a pie y ha suplicado que se le admita como un humilde monje para pasar el resto de su vida pidiendo perdón a Dios por sus pecados.
—Me resulta difícil creerlo —declaró Jack.
—Al principio a mí también —reconoció Jonathan—. Pero he acabado comprendiendo que siempre ha sido un hombre genuinamente temeroso de Dios.
Jack se mostraba escéptico.
—Creo de veras que es devoto. Sólo ha cometido un error crucial. Ha creído que al servicio de Dios el fin justifica los medios. Ello le daba licencia para hacer cualquier cosa.
—¿Hasta conspirar en el asesinato de un obispo?
—¡Dios le castigará por eso, no yo!
Jack se encogió de hombros. Era el tipo de cosas que hubiera dicho Philip. Jack ya no encontraba motivo alguno para dejar que Waleran viviera en el priorato. Sin embargo así era como se comportaban los monjes.
—¿Para qué queréis que lo vea yo?
—Quiere decirte por qué ahorcaron a tu padre.
Jack se quedó de repente helado.
Waleran seguía sentado inmóvil como una piedra, con la mirada perdida en el espacio. Iba descalzo. Por debajo del borde de su túnica de fabricación casera podían verse los tobillos blancos y frágiles de un viejo. Jack se dio cuenta de que Waleran ya no inspiraba temor. Estaba débil, vencido y triste.
Jack caminó despacio y se sentó en el banco a un paso de Waleran.
—El viejo rey Henry era fuerte en demasía —dijo Waleran sin más preámbulo—. Y eso no gustaba a algunos barones... Estaban demasiado frenados. Querían que el siguiente rey fuera más débil. Pero Henry tenía un hijo, William.
Todo aquello era una historia antigua.
—Eso fue antes de que yo naciera —objetó Jack.
—Tu padre murió antes de que tú nacieras —repuso Waleran con un levísimo atisbo de su vieja arrogancia.
Jack asintió.
—Adelante pues.
—Un grupo de barones decidió librarse de William, el hijo de Henry. Pensaban que si la sucesión se presentaba dudosa podrían tener una mayor influencia en la elección del nuevo rey.
Jack escrutaba la cara pálida y delgada de Waleran, buscando pruebas de engaño. Aquel viejo sólo parecía fatigado, derrotado y comido por los remordimientos. Si tramaba algo, Jack no descubriría indicio alguno.
—Pero William murió durante el naufragio del White Ship —le recordó Jack.
—Ese naufragio no fue un accidente —confesó Waleran.
Jack se sobresaltó. ¿Podía ser verdad semejante cosa? ¿Asesinado el heredero del trono sólo porque un grupo de barones querían una monarquía débil? Aunque en realidad no era más espantoso que el asesinato del arzobispo.
—Proseguid —dijo.
—Los hombres de los barones barrenaron todo el barco y huyeron en un bote. Todos los demás se ahogaron salvo uno, que se agarró a una verga y flotó hasta la orilla.
—Era mi padre —dijo Jack, que ya empezaba a ver claro.
Waleran tenía la cara pálida y los labios exangües. Hablaba con tono monocorde y evitando mirar a Jack a los ojos.
—Llegó a una playa cercana al castillo que pertenecía a uno de los conspiradores y lo cogieron. El hombre no tenía el menor interés de dar a conocer la verdad. De hecho nunca llegó a saber que el barco había sido hundido. Pero había visto cosas que hubieran llegado a alertar a otros que sí la descubrirían en el caso de que continuara libre y pudiera hablar sobre su experiencia. De manera que lo secuestraron, lo trajeron a Inglaterra y lo dejaron en manos de personas en las que podían confiar.
Jack sintió una profunda tristeza. Todo cuanto su padre quiso siempre hacer fue divertir a la gente, había dicho madre. Pero había algo extraño en esta historia de Waleran.
—¿Por qué no lo mataron de inmediato? —preguntó Jack.
—Debieron hacerlo —contestó Waleran impasible—. Pero era un hombre inocente, un trovador, alguien que proporcionaba placer a todo el mundo. No se decidieron a hacerlo —sonrió con tristeza—. En definitiva, hasta las personas más crueles tienen algún escrúpulo.
—¿Por qué cambiaron entonces de idea?
—Porque acabó haciéndose peligroso incluso aquí. En un principio no constituyó amenaza para nadie. Ni siquiera sabía hablar inglés. Pero, naturalmente, fue aprendiendo y empezó a hacer amigos. Así que lo encerraron en la celda prisión que hay debajo del dormitorio. Entonces la gente empezó a preguntarse por qué lo habían encerrado. Se convirtió en algo embarazoso. Comprendieron que nunca estarían tranquilos mientras él siguiera vivo. De manera que, finalmente, nos ordenaron que lo matásemos.
Así de fácil
, se dijo Jack.
—¿Y por qué les obedecisteis vos?
—Los tres éramos ambiciosos —dijo Waleran, y por primera vez aparecían en su rostro atisbos de emoción, la boca contraída con una mueca de remordimiento—. Percy Hamleigh, el prior James y yo. Tu madre dijo la verdad. Nos recompensaron a todos. Yo me convertí en arcediano y mi carrera en la Iglesia tuvo un espléndido comienzo. Percy Hamleigh fue un terrateniente importante y el prior James obtuvo una incorporación sustancial de bienes a las propiedades del priorato.
—¿Y los barones?
—Después del naufragio y durante los tres años siguientes atacaron a Henry: Fulk de Anjou, William Clito en Normandía y el rey de Francia. Durante cierto tiempo pareció muy vulnerable. Pero derrotó a todos sus enemigos y gobernó otros diez años más. Sin embargo, al fin llegó la anarquía que los barones ansiaban cuando murió Henry sin heredero varón y subió al trono Stephen. Mientras ardía la guerra civil durante las dos décadas siguientes, los barones gobernaron como reyes en sus propios territorios sin una autoridad central que pudiera doblegarlos.
—Y por eso murió mi padre.
—Pero incluso eso salió mal. La mayoría de aquellos barones murieron en el campo de batalla y también algunos de sus hijos. Las pequeñas mentiras que dijimos por esta parte del país para que tu padre muriera, se volvieron luego contra nosotros. Después del ahorcamiento, tu madre nos maldijo y nos maldijo bien. Al prior James lo destruyó el conocimiento de lo que había hecho, tal como explicó Remigius ante el tribunal sobre nepotismo. Percy Hamleigh murió antes de que la verdad saliera a la luz, pero a su hijo lo ahorcaron. Y ya me ves a mí. Mi perjurio rebotó en contra mía casi cincuenta años después y acabó con mi carrera. —Waleran tenía el rostro ceniciento y parecía exhausto, como si el rígido dominio de sí mismo le costara un terrible esfuerzo—. Todos teníamos miedo de tu madre porque no estábamos seguros de lo que sabía. A fin de cuentas no era mucho, aunque sí lo bastante.
Jack se sentía agotado como parecía estarlo Waleran. Al fin había logrado descubrir la verdad acerca de su padre, algo que anheló durante toda su vida. Ahora ya no sentía ira ni ansia de venganza. Jamás conoció a su verdadero padre; pero tuvo a Tom, que le había transmitido su amor por las edificaciones, la segunda gran pasión de su vida.
Jack se puso en pie. Todos estos acontecimientos se remontaban a un pasado demasiado lejano para hacerle llorar. Desde entonces habían pasado muchas cosas y la mayoría de ellas buenas.
Bajó su mirada hacia el lamentable anciano sentado en el banco.
Era irónico que fuera precisamente Waleran quien estuviera sufriendo la amargura de la pesadumbre. Jack sintió lástima de él. Se dijo que era terrible ser viejo y saber que has empleado mal tu vida. Waleran levantó la vista y sus ojos se encontraron por primera vez. El anciano se estremeció y volvió la cara como si le hubieran abofeteado. Por un instante, Jack pudo leer su pensamiento y comprendió que había visto en sus ojos una expresión de lástima. Y para Waleran la piedad de sus enemigos era la peor de las humillaciones.
Philip estaba de pie ante la puerta oeste de la vetusta ciudad cristiana de Canterbury vistiendo toda la fastuosa indumentaria de un obispo inglés. En la mano llevaba un báculo incrustado con piedras preciosas, equiparable al rescate de un rey. Llovía a cántaros.
Tenía sesenta y seis años y la lluvia helaba sus viejos huesos. Esa sería la última vez que se aventuraría tan lejos de casa. Pero no se hubiera perdido ese día por nada del mundo. En cierto modo la ceremonia que estaba a punto de celebrarse era la coronación del trabajo de toda su vida.
Tres años habían pasado desde el legendario asesinato del arzobispo Thomas. En tan corto tiempo, el culto místico a Thomas Becket se había extendido por todo el mundo. Philip no había tenido la más leve idea de lo que estaba iniciando cuando marchó a la cabeza de la pequeña procesión de las velas por las calles de Canterbury. El Papa había canonizado a Thomas con un apresuramiento casi indecoroso. Incluso se llegó a crear en Tierra Santa una nueva Orden de caballeros monjes llamada los caballeros de santo Thomas de Acre. El rey Henry no fue capaz de acallar un movimiento popular tan poderoso. Tenía demasiada fuerza para que nadie, individualmente, pudiera acabar con él.
Para Philip la importancia de todo aquel fenómeno residía en haber puesto de manifiesto el poder del Estado. La muerte de Thomas demostró que, en un conflicto entre la Iglesia y la corona, siempre prevalecería el monarca mediante la utilización de la fuerza bruta. Pero el culto a santo Thomas ponía de relieve que esa victoria, siempre sería una victoria pírrica. Después de todo, el poder de un rey no era absoluto. La voluntad del pueblo estaba en condiciones de refrenarlo. Ese cambio había tenido lugar durante la vida de Philip y no sólo lo había presenciado sino que había contribuido a instaurarlo. La ceremonia de ese día era su conmemoración.
Un hombre achaparrado, de cabeza grande, caminaba hacia la ciudad entre la bruma de la lluvia. No llevaba botas ni sombrero. Lo seguía, a cierta distancia, un numeroso grupo de gentes a caballo. Era el rey Henry.
La muchedumbre permanecía callada y quieta como en un funeral, mientras el monarca, empapado por la lluvia, avanzaba por el barro hacia la puerta de la ciudad.
De acuerdo con un plan previamente establecido, Philip salió al camino, y empezó a andar delante del rey descalzo en dirección a la catedral. Henry lo seguía con la cabeza inclinada. La rigidez dominaba su habitual porte airoso. Con su actitud, componía la imagen viva de la penitencia. Los ciudadanos contemplaban atónitos y en silencio al rey de Inglaterra humillándose ante sus ojos. El séquito del soberano lo seguía un poco alejado.
Philip lo condujo despacio a través de la entrada de la catedral.
Las imponentes puertas de la espléndida iglesia estaban abiertas de par en par. Entraron. Una solemne procesión de dos personas, que representaba la culminación de la crisis política del siglo. La nave se hallaba atestada de gente, la cual les abrió paso. Musitaban frases entre sí, estupefactos ante el espectáculo del rey más orgulloso de la Cristiandad empapado por la lluvia y entrando en la iglesia como un mendigo.
Avanzaron lentos por la nave y descendieron los peldaños que conducían hasta la cripta. Allí junto al nuevo sarcófago del mártir se encontraban esperando los monjes de Canterbury junto con los obispos y abates más importantes del reino.
El rey se arrodilló en el suelo. Sus cortesanos entraron en la cripta detrás de él.
Y delante de todo el mundo, Henry de Inglaterra, el segundo de ese nombre, confesó sus pecados y dijo haber sido la causa no consciente del asesinato de santo Thomas.
Una vez que hubo confesado, se quitó la capa. Debajo llevaba una túnica verde y un cilicio. Se arrodilló de nuevo, se dobló y presentó la espalda.
El obispo de Londres cimbreó una vara.
El rey iba a ser flagelado.
Recibiría cinco golpes de cada sacerdote y tres de cada monje.
Claro que los golpes eran simbólicos. Considerando que se encontraban presentes ochenta monjes, una flagelación auténtica lo hubiera matado.
El obispo de Londres rozó la espalda del rey con cinco golpes ligeros de la vara. Luego, se volvió y entregó la vara a Philip, obispo de Kingsbridge.
Philip se adelantó para azotar al rey. Se sentía contento de haber vivido para ver aquello. A partir de hoy, se dijo, el mundo será un poco mejor.
Debo agradecer especialmente a Jean Gimpel, Geoffrey Hindley, Warren Hollister and Margaret Wade Labarge por concederme el beneficio de sus conocimientos acerca de la Edad Media.
También agradezco a Ian y Marjory Chapman por su paciencia, ánimo e inspiración.
K
EN
F
OLLETT
vive en Londres con su esposa, Bárbara, e hijos. Tenía solamente veintisiete años cuando escribió
Eye of the Needle
(El Ojo de la Aguja). Desde entonces ha escrito cinco libros de fama internacional. Publicado poco tiempo después de cumplir cuarenta años,
The Pillars of the Earth
(Los Pilares de la Tierra) es la culminación de la fascinación que sintiera por las asombrosas catedrales góticas y la turbulenta era que las produjo.
K
EN
F
OLLETT
nació en Cardiff (Gran Bretaña) en 1949 y estudió en el University College de Londres. Tras acabar sus estudios, inició su carrera profesional como periodista. En 1978 publicó su primera novela,
El ojo de la aguja,
que se convirtió rápidamente en un éxito editorial. Tras su primer logro, Ken Follett demostró que era mucho más que una promesa, obteniendo el favor del público y de la crítica especializada con cada una de sus novelas. Entre su prolífica obra cabe destacar:
El valle de los leones, Escándalo Modigliani, El hombre de San Petersburgo, Noche sobre las aguas, Una fortuna peligrosa, Un lugar llamado libertad, El tercer gemelo, En la boca del dragón, Alto riesgo, Doble juego
y
Los Pilares de la Tierra,
que se ha convertido en uno de los mayores
best sellers
de la historia y en su novela más famosa.
[1]
Libro-Registro de la Gran Inquisición llevada a cabo en 1086 por Guillermo el Grande sobre la propiedad de las tierras de Inglaterra. (
N. de la T.
)