—Pues claro que me encuentro bien —contestó ella tajante—. Ya estamos.
Jack miró en derredor. No lo reconocía.
—¿Es aquí? —preguntó Jonathan.
—Sí —le aseguró Ellen.
—¿Dónde está el camino? —preguntó Jack.
—Hacia allí.
Una vez que Jack se hubo orientado, el calvero empezó a parecerle familiar. Allí estaba el enorme castaño de Indias. Por entonces, sus ramas aparecían desnudas y se veían pericarpios espinosos por todo el suelo del bosque. Pero, en esos momentos, el árbol se hallaba en flor, unas grandes flores blancas, semejantes a velas, que lo cubrían todo.
Habían empezado ya a caer y cada dos por tres se desprendía una nube de pétalos.
—Martha me ha contado lo ocurrido —dijo Jack—. Os detuvisteis aquí porque tu madre no podía seguir adelante. Tom encendió fuego e hirvió algunos nabos para cenar. No había otra cosa. Madre te trajo al mundo exactamente aquí, sobre el suelo. Tú naciste en perfecto estado, pero algo fue mal y ella murió.
A unos cuantos pies de la base del árbol, el suelo estaba algo ondulado.
—¡Mirad! —exclamó Jack—. ¿Veis el pequeño montículo?
Jonathan asintió con el rostro rígido por la emoción contenida.
—Ésta es la tumba.
Mientras Jack hablaba, unas flores cayeron del árbol sobre el montículo y lo cubrieron con una especie de alfombra de pétalos. Jonathan se arrodilló junto a la tumba y empezó a rezar.
Jack guardó silencio. Recordaba el momento en que descubrió a sus parientes en Cherburgo. Había sido una experiencia abrumadora. Pero la situación que atravesaba Jonathan debía ser de una emoción todavía más intensa.
Al fin se puso en pie.
—Cuando sea prior —dijo con tono solemne—, construiré exactamente aquí un pequeño monasterio con una capilla y un hostal para que, en adelante, nadie que viaje por este trecho del camino, haya de pasar una noche fría de invierno durmiendo al aire libre. Dedicaré el hostal a la memoria de mi madre. —Se quedó mirando a Jack—. Supongo que nunca supiste su nombre, ¿verdad?
—Se llamaba Agnes —dijo Ellen con voz queda—. El nombre de tu madre era Agnes.
El obispo Waleran presentó un caso convincente.
Empezó exponiendo ante el tribunal el precoz avance de Philip.
Cillerero de su monasterio cuando sólo tenía veintiún años; prior de la célula de St-John-in-the-Forest a los veintitrés, prior de Kingsbridge a la asombrosa edad de veintiocho. Insistía sin cesar en la juventud de Philip, logrando dar la impresión de que había cierta arrogancia en quienquiera que aceptara responsabilidades a edades tan tempranas.
Luego describió St-John-in-the-Forest, su lejanía y aislamiento, y habló de la libertad e independencia de las que podía disfrutar quien fuese su prior.
—A nadie puede extrañar —dijo— que, al estar cinco años haciendo lo que le apetecía, sólo con una supervisión ligera de cuando en cuando, ese inexperto joven de sangre ardiente tuviera un hijo.
Daba la impresión de que había sido algo inevitable. Waleran lo presentaba odiosamente creíble. A Philip le hubiera gustado estrangularlo.
Waleran siguió exponiendo que, cuando Philip llegó a Kingsbridge, llevó consigo a Jonathan y con él a Johnny Eightpence. Los monjes habían quedado escandalizados al ver aparecer a su nuevo prior con un bebé y una niñera. Eso sí que era verdad. Por un instante, Philip, olvidando las tensiones del momento, hubo de contener una sonrisa nostálgica.
Jugó con Jonathan de pequeño, le dio lecciones y más adelante hizo al muchacho su ayudante personal, seguía diciendo Waleran, como cualquier hombre haría con su propio hijo. Sólo que no se espera que los monjes tengan hijos.
—Jonathan se mostró precoz al igual que Philip —dijo Waleran—. Al morir Cuthbert Whitehead, fue nombrado cillerero, a pesar de que sólo tenía veintiún años. ¿No había en realidad en este monasterio de más de cien monjes ninguno capaz de desempeñar ese cargo? ¿Nadie capacitado, salvo un muchacho de veintiún años? ¿O era que Philip estaba dando preferencia a quien llevaba su propia sangre? Cuando Milius se fue para ser prior de Glastonbury, Philip designó a Jonathan tesorero. Tiene treinta y cuatro años de edad. ¿Es acaso el más prudente y devoto de todos los monjes de aquí? ¿O simplemente el favorito de Philip?
Philip observó al tribunal. Se había instalado en el crucero sur de la catedral de Kingsbridge. El arcediano Peter se encontraba sentado en un gran sillón profundamente tallado, semejante a un trono. Todo el personal de Waleran se hallaba presente, como también la gran mayoría de los monjes de Kingsbridge. Poco se trabajaría en el monasterio durante el juicio al prior. Todo eclesiástico importante del Condado estaba allí, e incluso algunos de los párrocos más humildes. Había también representantes de las diócesis vecinas. La comunidad eclesiástica del sur de Inglaterra esperaba el veredicto del tribunal. Claro que no les interesaba la virtud de Philip o la falta de ella. Estaban siguiendo el pulso final entre el prior y el obispo.
Cuando Waleran se hubo sentado, Philip, tras prestar juramento, empezó a narrar la historia ocurrida hacía ya tantos años. Comenzó con el trastorno provocado por Peter de Wareham. Quería que todo el mundo supiera que tenía resentimiento contra él. Luego, llamó a Francis para que contara cómo había encontrado al bebé.
Jonathan se había ido, dejando un mensaje en el que le decía que estaba tras el rastro de una nueva información concerniente a sus padres. Jack también había desaparecido, por lo que Philip había llegado a la conclusión de que ese viaje tenía que ver con la madre de Jack, la bruja, y que Jonathan había temido que, de saberlo Philip, le hubiera prohibido ir a verla. Deberían estar ya de regreso, pero no era así. De cualquier modo, Philip no creía que Ellen tuviera nada que añadir a la historia que Francis estaba contando.
Cuando éste concluyó su relato, Philip empezó a hablar.
—Ese niño no era mío —afirmó sin rodeos—. Juro que no lo era. Lo juro sobre mi alma inmortal. Jamás he tenido comercio carnal con una mujer y hasta hoy permanezco en el estado de castidad que nos recomendó el apóstol Pablo. El señor obispo pregunta que por qué traté entonces al bebé como si fuera mío.
Miró en derredor a los presentes. Había llegado a la conclusión de que su única esperanza radicaba en que, al decir la verdad, Dios hablara lo bastante alto para penetrar la sordera espiritual de Peter.
—Mis padres murieron cuando yo tenía seis años. Los mataron en Gales los soldados del viejo rey Henry. El abad de un monasterio cercano nos salvó a mi hermano y a mí y, a partir de ese día, los monjes cuidaron de nosotros. Fui huérfano en un monasterio. Sé lo que es eso. Comprendo hasta qué punto el huérfano siente nostalgia de las manos de su madre, a pesar de su cariño por los hermanos que cuidan de él. Sabía que Jonathan se sentiría diferente a los demás, peculiar, ilegítimo. Yo he sufrido esa sensación de aislamiento, la sensación de ser distinto a cuantos me rodeaban, porque todos ellos tenían padre y madre y yo no. Al igual que él, me he sentido avergonzado de mí mismo por ser una carga para la caridad de los otros. Me preguntaba qué había de malo en mí para tener que verme privado de lo que otros dan por descontado. Sabía que, durante la noche, Jonathan soñaría con el cálido y fragante seno y la voz dulce de una madre que jamás llegó a conocer, con alguien que le quisiera de una manera absoluta.
El arcediano Peter mostraba un rostro pétreo.
Philip comprendió que era el peor tipo de cristiano que podía existir. Aceptaba todos los aspectos negativos, admitía todas las proscripciones, insistía en todas las formas de negación y exigía el estricto castigo a cada ofensa. Sin embargo, ignoraba la compasión del cristianismo, negaba su misericordia, desobedecía de manera flagrante su ética de amor, y hacía befa de las mansas leyes de Jesús. Así eran los fariseos, se dijo Philip. No es de extrañar que el señor prefiera comer con publicanos y pecadores.
Siguió hablando, aun comprendiendo, desazonado, que nada de lo que dijera podría penetrar la armadura de la inflexibilidad de Peter.
—Nadie se ocuparía del muchacho como yo, a menos que lo hicieran sus propios padres. Pero a ellos jamás pudimos encontrarlos. Qué indicación tan clara de la voluntad de Dios...
Dejó sin terminar la frase. Jonathan acababa de entrar en la iglesia con Jack y entre los dos avanzaba la madre de éste, la bruja. Había envejecido. Tenía el pelo blanco como la nieve y la cara llena de arrugas. Pero caminaba con el porte de una reina, con la cabeza alta y aquellos extraños ojos dorados centelleando desafiantes. Philip estaba demasiado sorprendido para protestar.
En el tribunal se hizo el más absoluto silencio al entrar Ellen en el crucero y detenerse ante el arcediano Peter. Habló con voz sonora como la de una trompeta, cuyo eco fue propagándose desde el trifolio de la iglesia construida por su hijo.
—Juro por lo más sagrado que Jonathan es el hijo de Tom Builder, mi difunto marido, y de su primera mujer.
Se alzó un murmullo asombrado entre aquella multitud de clérigos. Por un instante, nadie pudo hacerse oír. Philip se quedó atónito, mirando a Ellen con la boca abierta. ¿Tom Builder? ¿Jonathan era hijo de Tom Builder? Al fijarse en Jonathan, supo de inmediato que aquella mujer decía la verdad. Eran iguales, no sólo por la estatura sino también por las facciones. Si Jonathan llevara barba no cabría la menor duda.
Su primera reacción fue una sensación de pérdida. Hasta ese momento había sido lo más parecido a un padre que tenía Jonathan. Pero Tom era su verdadero progenitor y, a pesar de que hubiera muerto, aquel descubrimiento lo cambiaba todo. Philip ya no podía considerarlo en su fuero interno como hijo suyo. Ahora Jonathan era el hijo de Tom. Philip lo había perdido.
El prior se dejó caer pesadamente en su asiento. Cuando la gente empezó a calmarse, Ellen contó cómo Jack había oído un llanto, y se encontró con un recién nacido. Philip le escuchaba confuso, mientras Ellen seguía diciendo que Tom y ella se habían ocultado entre los arbustos, vigilando, mientras Philip y los monjes regresaban de su trabajo matinal y encontraron a Francis esperándolos con la criatura y cómo Johnny Eightpence intentaba alimentarlo con un trapo empapado en la leche de cabra que había en un balde.
Philip recordaba con toda claridad lo interesado que se había mostrado el joven Tom cuando, uno o dos días después, se encontraron por casualidad y Philip les habló del niño abandonado. Por entonces, Philip pensó que su interés era el propio de cualquier hombre compasivo ante una historia enternecedora; pero, en realidad, Tom se estaba informando acerca de la suerte de su propio hijo.
Y entonces Philip recordó lo encariñado que se había sentido Tom con Jonathan durante los años que siguieron, a medida que el bebé iba transformándose en un chiquillo y más adelante en un muchacho travieso. Nadie se fijó en ello. Por aquellos días, todos en el monasterio trataban a Jonathan como a un cachorro y Tom pasaba todo su tiempo en el recinto del priorato, por lo que su comportamiento no tenía nada de extraño. Pero ahora, al contemplarlo de forma retrospectiva, Philip comprendía que la atención que Tom dedicaba a Jonathan era especial.
Al tomar asiento Ellen, Philip cayó en la cuenta de que su inocencia había quedado probada. Las revelaciones de Ellen habían sido tan abrumadoras que casi se olvidó de que estaba sometido a juicio. La historia de Ellen, de nacimiento y muerte, de desesperación y esperanza, de antiguos secretos y amor perdurable, hacía parecer trivial la cuestión de Philip. Claro que no era en modo alguno trivial. El futuro del priorato dependía de ella. Y Ellen le había dado una respuesta tan dramática que parecía imposible que el juicio fuera a proseguir.
Ni siquiera Peter de Wareham podría encontrarme culpable después de semejante prueba
, se dijo Philip. Waleran había vuelto a perder.
Sin embargo, Waleran aún no estaba dispuesto a aceptar la derrota. Señaló a Ellen con un dedo acusador.
—Afirmas que Tom Builder te dijo que el bebé que había sido llevado a la célula era suyo.
—Sí —repuso ella cautelosa.
—Pero las otras dos personas que podrían confirmarlo, los niños Alfred y Martha, no os acompañaron al monasterio.
—No.
—Y Tom ha muerto. De manera que sólo tenemos tu palabra de que Tom te dijera eso. No puede comprobarse tu historia.
—¿Qué más comprobación queréis? —replicó ella briosa—. Jack vio al bebé abandonado, Francis lo recogió. Jack y yo nos encontramos con Tom, Alfred y Martha. Francis llevó al bebé al monasterio. Tom y yo espiamos en el priorato. ¿Cuántos testigos necesitáis para daros por satisfecho?
—No te creo —declaró Waleran.
—¿Vos no me creéis a mí? —le increpó Ellen.
Philip pudo verla de repente embargada por la ira, una ira profunda y apasionada.
—¿Vos no me creéis? —continuó—. ¿Vos, Waleran Bigod, a quien conozco bien como perjuro?
¿Y ahora qué va a pasar? Philip tuvo la premonición de un cataclismo. Waleran se había quedado lívido. Aquí hay algo más, se dijo, algo ante lo que Waleran siente temor. Notó un cosquilleo en el estómago.
De súbito Waleran tenía un aspecto vulnerable.
—¿Cómo sabes que el obispo es perjuro? —preguntó Philip.
—Hace cuarenta y siete años, en este mismo priorato, había un prisionero llamado Jack Shareburg —dijo Ellen.
Waleran la interrumpió.
—Este tribunal no está interesado en acontecimientos ocurridos hace tanto tiempo.
—Sí que lo está —afirmó Philip—. La acusación contra mí se remonta a un supuesto acto de fornicación cometido hace treinta y cinco años, mi señor obispo. Habéis pedido que demuestre mi inocencia. El tribunal no esperará menos de vos.
Se volvió hacia Ellen y le dijo:
—Prosigue.
—Nadie sabía por qué estaba preso y él menos que nadie. Pero llegó un día en que lo pusieron en libertad y le dieron un cáliz incrustado con piedras preciosas, acaso como recompensa por todos los años que había estado injustamente confinado. Naturalmente, él no quería aquel cáliz. No le servía para nada y era demasiado valioso para venderlo en un mercado. Así que lo dejó aquí, en la vieja catedral de Kingsbridge. Al poco tiempo, volvieron a detenerlo, esa vez fue Waleran Bigod, por entonces un sencillo cura rural, humilde pero muy ambicioso, y el cáliz reapareció misteriosamente en la bolsa de Jack Shareburg, el cual fue falsamente acusado de haberlo robado. Lo condenaron sobre la base del juramento de tres personas. Waleran Bigod, Percy Hamleigh y el prior James de Kingsbridge. Y le ahorcaron.