Latió el perro de alegría; abriose la puerta del patio que comunicaba con la corraliza, y apareció el cura flaco, sumido de carnes, encorvado, canoso, de ojos azules muy apagados, vestido con una sotanuela color de ala de mosca, pero limpia. Gabriel se descubrió, se adelantó, y antes de saludarle inclinose y le estampó un gran beso en la mano.
Para hablar a su gusto y sin temor de que ningún oído indiscreto sorprendiese la conversación, se encerraron en el dormitorio del cura, que parecía celda. Como no había más que una silla, Gabriel se sentó en el poyo de la ventana. Y charló, charló, desahogando su corazón y aliviando su cabeza con el relato circunstanciado de toda la tragedia ocurrida en la casa señorial. El cura le oía sin levantar los ojos del suelo, con las manos puestas en las rodillas, cogiéndose a veces la barba como para reflexionar, y a veces moviendo los labios lo mismo que si hablase, pero sin pronunciar palabra ninguna. De tiempo en tiempo carraspeaba para afianzar la voz, costumbre de todos los que han ejercitado el confesonario, y hacía una pregunta, contrayendo la boca al decir las cosas graves. Gabriel respondía clara, explícita, llanamente: jamás recordaba haber tenido tal satisfacción y tan provechoso desahogo en confiarse y desnudarse el alma.
—¿Y dice usted —interrogó el cura— que ese desdichado está ya bien lejos de aquí? La separación es lo primero que importa.
—Sí, padre. Yo le proporcioné dinero; yo le consolé lo mejor que supe; yo le acompañé hasta la diligencia, y le di carta para una persona de Madrid que inmediatamente que llegue le colocará de dependiente en una tienda. Le conviene trabajar, para que se le quiten de la cabeza las cavilaciones. Y no tenga usted miedo, que no le dejaré de la mano. Me considero obligado a eso y además ¡me ha dado tanta lástima! Le aseguro a usted que iba cobrándole cariño.
—¿Y usted… no sospecha con qué objeto quiere verme la señorita Manuela?
—Quiere confesarse, o cosa semejante; quiere… ¿Qué ha de querer la pobrecilla? Imagínese usted… Consejo, luz; ¡qué la ayuden a salir del pozo en que cayó hace cuatro días! El mal ha cedido; bien lo decía el médico de Cebre, que el daño físico era poca cosa y fácilmente se vencería. Ya no hay convulsiones, ni querer batir con la cabeza contra la pared, ni aquello de llamar a gritos a Perucho y acusarse en voz alta de los más horribles delitos… Figúrese usted que hasta dijo que ella había matado a su madre. Así es que la tuvimos secuestrada, sin permitir que en el cuarto entrase nadie… ¡y ojalá hubiésemos empezado por ahí, desde que Perucho se marchó! Entonces no le hubieran contado… ¿No le parece a usted una fatalidad que supiese el parentesco que la une a aquel infeliz? Han cargado su conciencia de negras sombras; la han torturado con remordimientos que pudieron ahorrársele del todo… ¡la han colocado a dos dedos de la locura!
—Me parece que no está usted en lo cierto, señor don Gabriel —respondió lentamente el cura de Ulloa—. Si la niña ignorase que hay entre ella y el hijo de Sabel un obstáculo eterno e invencible, le seguiría amando y no veríamos nunca extinguida la pasión incestuosa. Estas desgracias tan terribles provienen cabalmente de no haberle abierto los ojos a tiempo: ¡tremenda responsabilidad para los que estaban obligados a velar por ella! Dios se lo perdone en su infinita misericordia.
—Me coge de lleno esa responsabilidad, padre. Yo debí venir antes a conocer a la hija de mi pobre hermana, a saber cómo vivía, cómo la educaban. Nada de eso hice, y será un remordimiento que me ha de durar tanto como la vida. Y usted, usted que es un santo…
—Señor de Pardo, no me abochorne. Soy el último y el más miserable pecador.
—Bien, pues usted… ¡qué es un malvado! —exclamó sonriendo cariñosamente el artillero—, ¿no tuvo ocasión de insinuarle… no se confesaba la niña con usted?
—Algún año por el Precepto… Confesiones a escape, en que no es posible echarle la sonda a un alma y ver lo que tiene dentro. Todo lo han descuidado en esa pobrecita, hasta los deberes religiosos, y si hay en ella bondad y honradez…
—¡Ya lo creo que la hay…! —protestó Gabriel con viveza.
—Será por virtud natural y por misericordia de Dios… Nada le han enseñado; la han dejado vivir entregada a sí misma, por montes y breñas como los salvajes. Ha caído muy hondo; pero ¿cómo no había de caer? ¡Al borde del abismo la empujaban!
—¿Cómo es que no la veía usted más a menudo? ¿Usted que tanto quiso a su madre?
La fisonomía del cura se animó y alteró un tanto. Gabriel le había observado desde un principio, y notado que el cura de Ulloa, ahora como en la primera entrevista, parecía llevar sobre las facciones una máscara, una especie de barniz de impasibilidad, austeridad y desasimiento, que le daba gran semejanza con algunas pinturas de santos contemplativos que andan por las sacristías. La expresión se había recogido al interior, por decirlo así; los ojos, muy sumidos bajo el convexo párpado, miraban positivamente para adentro. Eran sus trazas como de hombre que huye de la vida de relación y se concentra en su pensamiento, procurando envolverse en una especie de mística indiferencia por las cosas exteriores, que no es egoísmo porque no impide la continua disposición del ánimo al bien, sino que parece coraza que protege a un corazón excesivamente blando contra roces y heridas. La forma cristiana de la impasibilidad estoica. Pero ante la directa pregunta de Gabriel, quebrantose la tranquilidad del cura: un leve matiz rojo le tiñó las mejillas, y brillaron sus apagados ojos. No debía de ser tan flemático, en el fondo, el bueno del abad.
—No señor —pronunció más aprisa y en tono algo agitado—. Le hablaré a usted con franqueza absoluta, por ser usted quien es y por el caso extraordinario en que estamos… Hace muchos años que yo no frecuento la casa de los Pazos, en que tuve la honra de ser capellán, parte por el carácter de su señor hermano político de usted (todos tenemos nuestros defectos, nuestras rarezas), parte porque me traían aquellas paredes recuerdos… bastante tristes. De esto no necesitamos hablar más. Respecto a la niña, mire usted… Cuando era pequeñita, puede decirse que recién nacida, le tenía yo cobrado un cariño… un cariño que no sé: muy grande podrá ser el amor de los padres para sus hijos, pero lo que es el que yo tenía al angelito de Dios, es una cosa que no se puede explicar con palabras. Como luego me fui de aquí y tardé bastante tiempo en volver (hasta que me presentaron para este curato), pude meditar y considerar las cosas de otro modo, con más calma; y entonces evité ver mucho a la niña, por no poner el corazón en cosas del mundo y en las criaturas, que de ahí vienen amarguras sin cuento y tribulaciones muy grandes del espíritu… El que se casa, bien está y justo es que quiera a sus hijos sobre todas las cosas, después de Dios; pero el sacerdote, y en especial el párroco, ha de ser padre de todas sus ovejas, pues tal es su oficio… y no amar mucho en particular a nadie, para poder amar a todos, y amarlos no en sí, sino en Cristo, que es el modo derecho. Así he creído que debía hacer, señor de Pardo… En cuanto al motivo, no pienso haber errado; pero, a poder prever los acontecimientos y el peligro de la niña, debí proceder de otro modo. Yo, que estaba cerca, soy muchísimo más delincuente y reo de descuido que usted que estaba lejísimos y no podía razonablemente suponer que corriese Manuela ningún riesgo teniendo al lado a su padre.
—Pues ahora —exclamó Gabriel— se me figura que nada remediamos con andar volviendo la vista atrás y lamentar lo ocurrido. El lance es espantoso; a hacerle cara, y a reparar en lo posible (hablo por mí) el delito de que somos reos. Yo tengo aquí en esta mano la reparación. Lo que necesita ahora mi sobrina es rehabilitarse a sus propios ojos; es volver a estimarse a sí misma; es reconciliarse con su propia conciencia. Es muy joven, muy inexperta, muy sencilla, ya por efecto de su carácter, ya de sus hábitos; y cree haber cometido uno de esos crímenes horribles que la hacen acreedora a que caiga sobre su cabeza el fuego del cielo, que abrasó a los habitantes de las cinco ciudades aquellas… Cuando no se ha vivido, señor cura, no es posible tener idea exacta de la magnitud y trascendencia de nuestros actos, ni del grado de responsabilidad que nos toca en ellos; así es que la pobre chica, no le quiero a usted decir ni cómo se trata a sí misma, ni las cosas que se llama, ni las culpas que se echa, ni las atrocidades que ensarta sobre el tema de que se quiere morir, de que no estará tranquila hasta que le canten el responso, y otras mil cosas análogas. Desde que ha pasado el acceso nervioso, permanece calladita y vuelta de cara a la pared, y sólo se le saca de cuando en cuando un: —¡Ay Jesús, ay Jesús, yo me quiero confesar…!—pero, en resumidas cuentas, el estado de ánimo entonces y ahora es el mismo, y aquí no hay más que una solución: tranquilizar, calmar, restaurar ese espíritu. Yo lo he intentado por todos los medios; pero a mí no me oye ni me atiende, mientras que a usted le llama… Su sagrado prestigio de usted lo puede todo en esta ocasión.
—Cuanto de mí dependa…
Y de mí; ¿no ha entendido usted aún? Lo diré más claro. Hágale usted comprender que nada ha perdido, que no está ni infamada ni maldita, una vez que su tío, persona decente por los cuatro costados, la pide por mujer, la quiere con todo su corazón, y está dispuesto a ser para ella cuanto le negó la suerte hasta el día: padre, madre, hermano, protector, esposo amantísimo… que con todos estos cariños diferentes la sabré querer yo.
Reinó en la celdita prolongado silencio. El cura recobraba su expresión tranquila; reflexionaba. Por último, interrogó:
—¿Usted se casaría con ella, sin reparar…?
—Sin reparar en lo sucedido.
—Y nunca…
—Y nunca se lo había de traer a la memoria.
—Según eso, ¿está usted… prendado de su sobrina?
—No señor. Prendado, no, según suele entenderse esa palabra. La quiero; y además pago una deuda.
—No desmiente usted la buena sangre, señor don Gabriel… Alguien le estará a usted dando las gracias y pidiendo por usted desde el cielo.
—No —respondió Gabriel levantándose—si aquí quien ha de hacer el milagro es usted… Mi destino y el de Manuela están en sus manos.
—En las de Dios —respondió fervorosamente el cura de Ulloa. Dicho esto, se levantó, volvió la vista hacia una detestable litografía del Corazón de Jesús, que tenía colgada a la cabecera de la cama, y movió los labios aprisa; aquello sí era rezar.
A tiempo que el párroco de Ulloa cruzaba, sereno en apariencia, aquellos salones tan poblados para él de memorias y de diabólicas insidias y asechanzas contra su reposo, Juncal salía del cuarto de la enferma. A la pregunta ansiosa de Gabriel, el médico dio respuesta sumamente satisfactoria:
—Mejor, mucho mejor… Se ha comido la patita de la gallina, toda entera… Se bebió un vaso de tostado…
—¿Por su voluntad?
—No; tuve que rogarle mucho, pero después se veía que lo despachaba sin repugnancia. A esa edad, la naturaleza ayuda… Señor abad; ¡felices!
—Igualmente, don Máximo… ¿De manera que no hay inconveniente en entrar junto a ella?
—Al contrario… tiene afán por verle a usted.
—Pues señores… hasta luego.
Así que el cura desapareció tras la puerta del cuarto, Juncal enganchó el brazo derecho en el del comandante, y le llevó hacia el claustro, diciendo afectuosamente:
—Véngase, véngase a tomar un poco el aire… usted va a salir de esta batalla con una enfermedad. Duerme y come tan poco como la enferma, y eso no puede ser… A ella la sostuvo hasta hoy la excitación nerviosa; usted está en diferente caso.
—Bch… ¿Cómo sigue don Pedro? No voy allá porque se pone hecho un lobo cuando me ve… ¡La manía de que yo he venido a traer la desgracia a esta casa!
—Mire, seguir no le sigue peor; mañana o pasado se levantará, y parecerá muy fuerte; pero… confieso que me ha dado un chasco. Físicamente (consiste en la diferencia de edades) le ha hecho la cosa más eco que a la muchacha… Ha sido un golpe terrible. Y que nada; que no se acostumbra a que el chico se haya marchado. Hasta los jabalíes del monte quieren a sus cachorros; esto lo prueba.
—Bonita está esta casa. Dígole a usted, Máximo, que arde en un candil. No hablemos de Manuela; pero entre don Pedro que aúlla, y las gentes de abajo, que me arman cada gazapera y cada red… Porque ahora sus baterías se dirigen a que don Pedro reconozca… Piensan que va a liárselas, y… a lo que estamos, tuerta.
—Bueno es que usted se impuso desde el primer instante… Si no, ¿quién pararía aquí?
—Me impuse; no quiero que molesten a un enfermo; pero lo del reconocimiento lo considero muy justo. Si ese cernícalo me quisiese oír, se lo aconsejaría. ¡Cuántos daños se hubieran evitado, con hacerlo al tiempo debido!
Juncal inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y los dos amigos siguieron paseando por el claustro, o mejor dicho por la solana, sostenida en pilastras de piedra, con el escudo de Moscoso, que formaba el cuerpo superior del claustro. El liquen, a la luz del sol, estriaba de oro la piedra; y bajo los aleros del tejado se oía el pitío alborotador de las golondrinas, que desmintiendo la popular creencia de que sólo anidan en casas donde reinan paz y ventura, entraban y salían en sus nidos, con vuelo airoso.
—Don Gabriel, usted está alterado —exclamó el médico notando la irregularidad del andar y los movimientos del comandante. Todo el cuerpo de Gabriel, en efecto, vibraba como una caldera de vapor a tensión muy alta—. ¿No se lo dije, que acabaría usted por ponerse más malo que su sobrina?
—No es eso, no es eso… —exclamó con vehemencia el comandante, soltando el brazo de su amigo y reclinándose en una de las pilastras—. Es… que ahora, en este mismo instante, se decide el destino de mi vida y el de Manuela. El cura de Ulloa lleva un encargo mío…
—¡Mi madre querida! —exclamó con cómico terror Juncal, agarrándose con las manos la cabeza—. ¡Ha puesto usted su destino en manos de un clericeronte! ¡Estamos frescos! Ay, don Gabriel, de aquí va a salir una falcatrúa… Verá, verá, verá.
—¡Hombre! —repuso Gabriel sin poder evitar la risa—. Yo pensé que hacía usted una excepción honrosísima en favor del cura de Ulloa.
—Entendámonos, entendámonos… Hasta cierto punto nada más. ¡El clérigo siempre es clérigo! Donde él pone la mano, todo lo deja llevado de Judas. ¿Usted piensa que a mí me hizo gracia el que la chica llamase por él y quisiera verlo a toda costa? ¡Mal síntoma, síntoma funesto! Yo a sanarla, y el clérigo… ¡ya lo verá usted!, a enfermarla otra vez, y de más cuidado que la primera. Mucho será que hoy no tengamos la convulsión y la llorerita… ¡Mecachis en los que vienen ahí a alborotar a la gente!