Escuchaba Gabriel trémulo y bajando los ojos. Se sentía palidecer de ira; notaba y reprimía el temblor de sus labios, la llama que se le asomaba a las pupilas, y el impulso de sus nervios que le crispaban los puños. Un fuerte dolor en el epigastrio, el síntoma indudable de la cólera rugiente, le decía que si aguardaba dos minutos más, no seguiría oyendo injuriar la memoria de su hermana sin cometer un disparate gordo. Tendió la mano derecha, y sin mirar al marqués, alcanzó un vaso lleno de agua y lo apuró de un trago. Con la frescura del líquido, la voluntad vino en su ayuda: se incorporó, y dando la vuelta a la mesa, se llegó a don Pedro con la sonrisa en los labios, y le puso las manos en los hombros, no sin visible sorpresa del hidalgo.
—Si no fueses todavía más bárbaro que malo (y empleaba el tono humorístico que había usado ya para pedirle a Manuela), lograrías sacarme de mis casillas, y que me volviese tan incapaz y tan desatinado como tú… La suerte que te conozco, y te tomo a beneficio de inventario, ¿has oído? Puedes echar por esa boca sapos y culebras: por un oído me entran y por otro me salen. No tienes pizca de trastienda, y no eres tú el que has de excitarme a mí y hacerme saltar… Eso quisieras. ¿Cargarme yo? Si me das lástima, fantasmón; si esta mañana no pudiste levantar el palitroque aquel para tundir el trigo… No cierres los puños, que no te hago maldito el caso; además, que no puedo reñir contigo: somos yerno y suegro, como quien dice padre e hijo… y ya que tú no cuidas, como debieras, de mi futura esposa, yo voy a buscarla, ¿entiendes tú?, y a fe de Gabriel Pardo de la Lage, ¡te juro que no volverá a suceder que ande por los montes sin que se sepa su paradero!
Si vale decir verdad, cuando salió del caserón solariego como alma que lleva el diablo, por no oír la retahíla de palabrotas y berridos con que don Pedro contestó a su arenga, no sabía el comandante ni hacia dónde dirigirse ni a qué santo encomendarse para cumplir el programa de encontrar a su sobrina. La hora era además tan cruel y el calor tan intolerable, que sólo estando a mal con la vida podía nadie echarse a andar por los senderos calcinados. Estarían cayendo las dos de la tarde, el momento en que los habitantes así racionales como irracionales de los Pazos se aprestaban a gozar las delicias de la siesta, tendiéndose cuál panza arriba, cuál de costado para roncar; despatarrados los gañanes sobre los haces de paja, y estirados en completa inmovilidad los perros, sacudiendo solamente una oreja cuando se les posaba encima importuna mosca.
Por vivo que fuese el celo de Gabriel, comprendió la locura de salir a descubierta en momentos semejantes, e instintivamente buscó una sombra donde guarecerse y consultar consigo mismo. Dio consigo en la linde del soto, al pie de un castaño, si no de los más altos, de los más acopados y frondosos, sobre cuyas flores caídas, que mullían dobladamente el tapiz de manzanilla y grama, encontró buen recostadero.
—No hay remedio… —comenzó a devanar Gabriel—. Yo corto por lo sano… El animal de mi cuñado, tengo que reconocerlo, no ve esto que veo yo… Es que si lo viese y viéndolo lo consintiese… nada, cuatro tiros.
»—Y yo, ¿qué veo, en resumen? ¿Tiene fundamento, tiene cuerpo, tiene base esta idea? ¡No, y renó! Aquí no hay más que una cuestión de conveniencias desatendidas… impremeditaciones e ignorancias de una montañesilla inexperta… bárbara indiferencia, atroz descuido de un hombre zafio y adocenado… fatalidades de educación, de medio ambiente…
»—No puede negarse que mi venida aquí ha sido providencial. El abandono en que está la niña, hija de mi pobre Nucha, clama al cielo… Debí enterarme antes, mucho antes. He dejado pasar años sin tomarme la molestia… Bien, yo no podía tampoco suponer… ¡Qué calor! Comprendo a los japoneses…
»—Suspiró y cortó una rama de castaño para abanicarse con ella. Lo que le sofocaba era, más que la temperatura, la reacción del reciente acceso de cólera. El café que acababa de paladear le había dejado en la lengua un amargor agradable, y le producía ese ligero eretismo cerebral tan propicio a la creación artística y a la fácil emisión de la palabra. La naturaleza desfallecía, y el rumoroso silencio del bosque, el ronco quejido de la presa, la fragancia de las flores del castaño, ayudaban a exaltar la fantasía de Gabriel, muy inclinada, como sabemos, a echarse por esos trigos.
»—¿Por qué causa tal impresión la naturaleza? Yo lo había leído en libros, pero me costaba mis trabajos creerlo… ¡Esto de que, porque uno vea cuatro montañas y media docena de nubes, se ponga a meditar sobre orígenes, causas, el ser, la esencia, la fatalidad, y otras cien mil cosazas que carecen de solución! ¡Empeñarnos en que la naturaleza tiene voces, y voces que dicen algo misterioso y grande! ¡Ay… a esto sí que se le puede llamar chifladura! ¡Voces… Voces! ¡Unas voces que están hablando hace miles y miles de años, y a cada cual le dicen su cosa diferente! Deduzco que ellas no dicen maldita la cosa, y que nosotros las interpretamos a nuestra manera… Lo que pasa con las campanas: enseguida cantan lo que a uno se le antoja… Las voces están dentro… A mi cuñado le suena la naturaleza así: —¡Buen día de maja!—Y al creyente le murmura que hay Dios…
»—¿Qué no existe el mundo exterior; que lo creamos nosotros? ¡Puf! Idealismo trascendental… Váyase a paseo este afán de escudriñar el fondo de todas las cosas…
»Un saltón verde, muy zanquilargo, vino a posarse en la mano del pensador. Gabriel le cogió por las zancas traseras y le sujetó algún tiempo, divirtiéndose en ver la fuerza que hacía para soltarse. Al fin aflojó, y el bicho se puso en cobro pegando un brinco fenomenal.
»—Y a Manuela, ¿qué le dirá la señora naturaleza, la única mamá que ha conocido?
En la memoria de Gabriel, como en placa fonográfica, empezaron a revivir fragmentos de la lectura de la noche anterior, sólo que encontrándoles un sentido y dándoles un alcance nuevo de respuesta a la última pregunta.
—«La sazón es fresca y el campo está hermoso: todas las cosas favorecen a tu venida y ayudan a nuestro amor, y parece que la naturaleza nos adereza y adorna el aposento… Voz de mi amado se oye: veislo viene atravesando por los montes y saltando por los collados… La izquierda suya debajo de mi cabeza, y su derecha me abrazará… Hablado ha mi amado y díjome: levántate, amiga mía, galana mía, y vente… Ya ves, pasó la lluvia y el invierno fuese. Los capullos de las flores se demuestran en nuestra tierra, el tiempo de la poda es venido, oída es la voz de la tórtola en nuestro campo: la higuera brota sus higos, y las pequeñas uvas dan olor: por ende, levántate, amiga mía, hermosa mía y ven».
»—Según los garrapatos que he visto en la edición, Manuela y su… ¡lo que sea!, aprendieron a leer por ese libro… Tiene algo de simbólico… La más negra no es el texto, sino los comentarios… Cuidado con aquello que dice de que el jugar a esconderse burlando es regalo y juego graciosísimo del amor… Sí, que no sabrían ellos solos retozar entre los árboles… Pues ¿y el enseñarles a que se fijen y reparen en los arrullos de las palomas y en los amoríos de los avechuchos?
»—Lo más tremendo es la manía de llamarla hermana. «Robaste mi corazón, hermana mía esposa, robaste mi corazón con uno de los tus ojos en un sartal de tu cuello… Panal que destila tus labios, esposa, miel y leche están en tu lengua; y el olor de tus vestidos, como el olor del incienso. Huerto cerrado, hermana mía, esposa…».
»—Este lenguaje oriental…
—«¿Quién te me dará como hermano que mamase los pechos de mi madre? Hallarteía fuera, besaríate, y ya nadie me despreciaría».
»—Con permiso de Fray Luis de León: lo que es sus comentarios a este pasaje, son una confusión lastimosa entre el amor y la fraternidad. No me negará nadie que es bonita escuela para las señoritas lo que dice a propósito de los amores desiguales… Cosa más disolvente que estos místicos y contempladores… ¡y el pasaje está más claro que el agua!
»—«Porque se ha de entender que entre dos personas (aunque las demás calidades o que se adquieren por ejercicio o que vienen por caso de fortuna o que se nace con ellas) puede haber y hay grandes y notables diferencias; pero unidas en caso de amor y voluntad, porque esta es señora y libre así como en todo es libre y señora; así todos en ella son iguales, sin conocer ventaja del uno al otro, por diferentes estados y condiciones que sean».
»—¡Caracoles con Fray Luis!
»—Quieto, Gabriel, que estás discurriendo como un quídam, sin asomo de cultura, como si toda tu vida no te hubieses esforzado en ser racional… racional. Si tu sobrina ha leído eso, sería de niña, cuando deletreaba; y a fuerza de ser clásico y castizo y repulido, ni lo entendió entonces, ni lo entendería ahora. Esta lectura te hace efecto y te da en qué pensar a ti, por lo mismo que estás muy civilizado y muy saturado de libros y muy harto de meterte en honduras. Lo que es a ellos… No has de ser majadero por empeñarte en ser sagaz.
»—Se me figura que la naturaleza se encara conmigo y me dice: Necio, pon a una pareja linda, salida apenas de la adolescencia, sola, sin protección, sin enseñanza, vagando libremente, como Adán y Eva en los días paradisíacos, por el seno de un valle amenísimo, en la estación apasionada del año, entre flores que huelen bien, y alfombras de mullida hierba capaces de tentar a un santo. ¿Qué barrera, qué valla los divide? Una enteramente ilusoria, ideal, valla que mis leyes, únicas a que ellos se sujetan, no reconocen, pues yo jamás he vedado a dos pájaros nacidos en el mismo nido que aniden juntos a su vez en la primavera próxima… Y yo, única, madre y doctora de esa pareja, soy su cómplice también, porque la palabra que les susurro y el himno que les canto, son la verdadera palabra y el himno verdadero, y en esa palabra sola me cifro, y por esa palabra me conservo, y esa palabra es la clave de la creación, y yo la repito sin cesar, pues todo es en mí canto epitalámico, y para entenderlo, simple, ¿qué falta hacen libros ni filosofías?
»—Pero es cosa que eriza los pelos… La hija de mi hermana, la esperanza de mi corazón, caída en ese abismo… ¡Qué monstruosidad horrible!, y no hay duda… Soy un idiota en no haberlo comprendido desde luego… Presentimiento sí que lo tenía… Algo me dio el corazón ya en casa de Máximo Juncal… Ay, Nucha, pobre mamita, y qué bien hiciste en morirte… Todo el día solos, campando por su respeto a una o dos leguas de la casa… ¿Qué hacen a estas horas? ¿En qué clase de juego entretienen la siesta? De seguro…
»—Maldito yo por no venir antes. Aunque sabe Dios desde cuándo… ¿Y qué hago ahora aquí, cavilando y lamentándome? Tocan a moverse… a buscarla, ¡voto a sanes!, y a deshacer este enredo horrible, y a sacarla de la abyección, y a cortar de raíz…
»—¿Hacia dónde tomarían?
Siguió el primer sendero que encontró, porque tan probable era que hubiesen pasado por aquel como por otro. Caminaba sin fijarse en el paisaje, ni formar idea de si se alejaba mucho de los Pazos; y sus ojos, devorando el horizonte, trataban de descubrir un campanario, el de Naya. ¿No había dicho el señor de Ulloa que a Naya solían ir?
Cruzó prados humedecidos por el riego, y heredades acabadas de segar la víspera; se metió por entre viñedos; saltó vallados; atravesó huertos con frutales y costeó eras donde resonaba el cadencioso golpe del mallo; en suma, gastó con la actividad y el movimiento su impaciencia torturadora, que le encendía la sangre y le ponía los nervios como cuerdas de guitarra. El ejercicio le hizo provecho; andando y andando, empezó a sentirse con la cabeza más despejada y el corazón más tranquilo.
Contribuía a ello el acercarse ya el instante de calma suprema, la hora religiosa, el anochecer. De la sombra que iba envolviendo el suelo emergían las copas de los árboles, coronadas aún por una pirámide de claridad; al oeste, los arreboles se extendían en franjas inflamadas como el cráter de un volcán: el contraste del incendio, pues hasta forma de llamas tenían las nubes, hacía verdear el azul celeste, y unas cuantas nubecillas, dispersas hacia el poniente, parecían gigantescas rosas y bolas de oro desparramadas por el cielo. Una puesta de sol inverosímil, de esas que dejan quedar mal a los pintores cuando se les mete en la cabeza copiarlas. Sobre el grupo de árboles más abandonados ya de la luz diurna, se desplegaba, a manera de leve cortinilla plomiza, el humo que despedía la chimenea de una cabaña; y de las hondonadas, donde se conservaba archivado el enervante calor de todo el día, se alzaban compactas huestes de mosquitos.
De pronto levantó Gabriel la cabeza… Un tañido lento y lejano, una gota, por decirlo así, de música apacible, resignada, admirablemente poética en semejante lugar, sobre todo por lo bien que se armonizaba con los saudosos ay… le… le… que segadoras y majadores entonaban desde los campos y las eras, se dejó oír repetidas veces, a intervalos iguales… El comandante se paró, y una especie de escalofrío recorrió su cuerpo. Se le arrasaron en lágrimas los ojos, lágrimas de esas que no corren, que vuelven al punto de sumirse. ¡Cuántas veces había oído hablar de la poesía del Angelus! Y sin conocerla, se la imaginaba desflorada por tanta rima de coplero chirle, por tanto artículo sentimental… Fue esto mismo lo que aumentó la fuerza de la impresión, e hizo más inefable el misterioso tañido.
—El que discurrió este toque de campana a estas horas, era un artista de primer orden… ¡Cáspita! ¿Hacia dónde ha sonado? ¿Estaré, sin saberlo, cerca de Naya? No puede ser… He comprendido que Naya se encuentra a la subida del monte… y hace un cuarto de hora lo menos que bajo del valle. ¡Hola! ¡Si el campanario se ve asomar por allí! ¡Qué bajito! Es el de Ulloa, no me cabe duda.
Ya todo era cuesta abajo, y Gabriel la descendió con bastante ligereza, sólo que el caminillo daba mil vueltas y revueltas, y el comandante no se atrevía a atajar, temeroso de perderse. Caía la noche con sosegada majestad; las luces de Bengala del poniente se extinguían, y detrás del lucero salía una cohorte innumerable de estrellas. No distinguió Gabriel la iglesia hasta estar tocándola casi, y no fue milagro, porque la parroquial de Ulloa cada día se iba sepultando más en la tragona tierra, que se la comía y envolvía por todos lados, dejando apenas sobresalir, como mástil de buque náufrago, la espadaña y el remate del crucero del atrio. La puerta del vallado que rodeaba a este, bien fácilmente se podía saltar, sin más que levantar algo las piernas; pero Gabriel Pardo no había entrado en el atrio por el gusto de entrar, sino por acercarse a algo que él sabía estar allí, y que le pesaba con remordimiento profundo no haber visitado antes, desde el momento mismo de su arribo a los Pazos…