—¿Qué no había leche, eh, señora María de los demonios? —gritó—. ¿Qué no había leche? Para mí lo hay todo ¿me entiende usted? ¡Caracoles! ¡Cómo vuelva a mentir! ¡Por embustera le ha de dar el enemigo muchos tizonazos allá en sus calderas!
Manuela, retozándole la risa, bebía aquella gloria de leche, aquella sangre blanca, que traía en su temperatura la vida del animal, el calor orgánico a ningún otro comparable. Perucho la miraba beber con orgullo y ufanía, satisfecho de sí mismo, mientras la vieja, dejándose caer sobre el tallo, fijaba en la niña su mirada siniestra a través de sus cejas hirsutas: beberle la leche de su vaca era como chuparle a ella por la sangría el propio licor de sus venas.
—Aun parece que nos la está echando en cara, ¿eh Sabia?
—Que les aproveche bien —murmuró entre dientes la sibila, con el mismo tono con que diría—: rejalgar se te vuelva.
—Vaya, pues ya que nos convida tan atenta y de tan buen corazón, aguarde, aguarde. —Y Perucho llegose al armario misterioso de la bruja, abriolo de par en par, y de entre cucuruchos de papel de estraza, frascos harto sospechosos, cabos de cera y naipes que ya tenían encima más de su peso de mugre, tomó un tanque de hojalata, entró de nuevo en el establo, y salió a poco rato con el tanque colmado de leche. Manuela podía beberse otra cunca, y a él también era justo que, por el trabajo de ordeñar, le tocase algo. Fue un golpe mortal para la hechicera. Al pronto se arrimó a la puerta con los brazos alzados al cielo, gimiendo y rogando al señorito que por Dios, por quien tenía en el otro mundo, no le secase la vaquiña, que de esta hecha se le moría, y el cucho también; y como Perucho respondiese con la más mofadora carcajada, se contó perdida ya, y se dejó caer en su asiento favorito, hecho de un fragmento de tronco de roble, volviendo la espalda por no ver desaparecer el contenido del tanque. La niña montañesa hizo dos o tres remilgos antes de reincidir; pero así que llegó el cuenco a los labios, con indecible y goloso deleite lo apuró enterito, y aún se relamió al verle el fondo. Perucho dio fin al tanque, que llevaría tal vez cuenco y medio; y acercándose a la bruja, le descargó una palmada en el hombro.
—Vaya, señora María, abur… Tan amigos, ¿eh? No hay que enfadarse… Más que le bebimos ahora de leche tiene usted bebido de vino en la cocinita de los Pazos… ¿Ya se le fue de la memoria? Y si me llevo este pedazo de brona —y enseñaba un zoquete que había sacado de la artesa—bastantes ferrados de maíz se ha comido usted allá a cuenta del padrino… ¡Conservarse!…
Salieron rápidamente, sin oír algo amenazador que rezongaba entre dientes la infernal bruja, ocupada sin duda en echarles cuantas maldiciones, plagas, conjuros y paulinas contenía su repertorio. A pocos pasos de la casa rompieron a reír mirándose.
—¿Eh? ¿Qué tal sabía la leche?
—Sabía a poco.
—¡Mujer! Dijéraslo, y te ordeño la otra vaca. La grandísima tal y cual de la vieja tiene dos paridas, con leche así, que les revienta por la teta, y nos quería dejar rabiar de sed.
—No, bien bastó lo que hiciste… Nos queda echando plagas. Hoy nos maldice todo el santo día. ¿Será cierto eso de que estas mujeres hacen mal de ojo cuando les da la gana? ¿Y de que maldicen a la gente y la gente se muere pronto?
—¡Mal de ojo! ¡Morirse! —y el estudiante se rió—. No, tontiña… Esas son mamarrachadas; bueno que las crea mi madre; ¿pero quién da crédito a tal cosa?
—Pues a mí poca gracia me hace que me maldiga un espantajo así. De seguro que esta noche sueño con ella. ¡Qué horrorosa está con el bocio! ¿De qué se cogerán estos bocios, tú, Perucho?
—Dice que de beber el agua que corre a la sombra del nogal o de la higuera.
—¡Ay! Dios me libre de catarla enjamás.
Caminaban charlando, con tanta alegría como los mirlos, gorriones, jilgueros, pardillos y demás aves, no muy pintadas pero asaz parleras, que en setos, viñedos y árboles cantaban sus trovas a la radiante mañana. La leche bebida parecía habérseles subido a la cabeza, según iban de alborotados y regocijados, y el cuerpo un poco magro de Manuela competía en agilidad con el robusto y bien modelado de Perucho. Echaban paso largo por las veredas anchas y practicables; y por las trochas difíciles subían corriendo, disputándose la prez de llegar más pronto a la meta señalada de antemano: un árbol, una piedra, un otero. De cuando en cuando se volvía Perucho y miraba hacia atrás.
—Ya no se ven los Pazos —exclamaba con satisfacción, como si perder de vista la casa solariega fuese el objeto único de carrera tan desatinada.
¡Qué se habían de ver los Pazos! Ni por pienso. Es de advertir que Perucho no había tomado el camino del crucero, aquel camino para él de recordación tan trágica, sino echado por la parte opuesta, hacia sitios mucho menos frecuentados; la dirección de Naya. Entraba a la sazón en los montes que forman la hoz al través de la cual va cautivo, espumante y mugidor, el río Avieiro. Daba gusto pisar aquel terreno montuoso, tan seco, tan liso, y hollar el tapiz de flores de brezo, de tierno tojo inofensivo aún, los setos de madroñeros floridos, las matas de retama amarguísima, las orquídeas finas, con olor a almendra, toda la seca y enjuta y balsámica flora montés, que convida al cuerpo a tenderse y le brinda un colchón higiénico, tibio del calor solar, aromoso, regalado, incomparable. De trecho en trecho, algún pino ofrecía fresca sombra, ambiente resinoso, quitasol que susurraba al menor soplo de viento… Manuela sintió que le pesaban los párpados, y el cuerpo se le enlanguidecía. ¡La maldita leche!
—¡Qué calor! —balbució—. De buena gana me tumbaba ahí, debajo de ese pino.
Perucho dudó un instante; luego, como si se le ocurriese una objeción, pero no quisiese expresarla, respondió:
—Ahí no. Yo te diré en dónde hemos de sentarnos.
La montañesa obedeció sin replicar. Desde tiempo inmemorial, desde que ella andaba aún a gatas, Perucho dirigía el paseo, la zarandeaba a su gusto, la llevaba aquí y acullá, era el encargado de saber dónde se encontraban nidos, frutos, sitios bonitos, hacia qué lado convenía dirigir el merodeo. Rara vez intentó sublevarse Manuela y apropiarse la dirección del grupo, y las contadas tentativas de independencia no produjeron más resultado que demostrar la indiscutible superioridad y maestría de su amigo. En el invierno, mientras Perucho se secaba en Orense, Manuela, instantáneamente y como por arte maravilloso, aprendía a manejarse solita, y se encontraba de improviso profesora en topografía, conocedora de todos los caminos, rincones y andurriales del valle; pero esto duraba hasta el regreso de Perucho: volvía él, y la montañesa olvidaba su ciencia y volvía a descansar en su compañero, pasiva y gozosa.
Seguían caminando, apartándose gran trecho de los Pazos y descendiendo la corriente del río Avieiro por vereditas incultas, aquí encontrando un pinar, allá un grupo de carrascas verdinegras, más adelante un roble ufano de su robustez y de su hercúleo tronco, y siempre matorrales de madroño y retama, por entre los cuales no el pie del hombre, sino la naturaleza misma había abierto senderos, análogos a tortuosas calles de parque inglés. La luz del sol, que ya tocaba al zenit, lo enrubiaba todo; encendía con tonos áureos la grama seca; daba color de ágata a las simientes de la retama; hacía transparentes como farolillos de papel de seda carmesí las flores del brezo; convertía en follaje de raso recortado los brotes tiernos de las carrascas; calentaba con matices de venturina las hojas del pino; prestaba a la bellota verde el pulimento del jade; y en las alas vibrátiles de las mariposas monteses —esas mariposas tan distintas de las que se ven en terreno cultivado, esas mariposas que tienen colores de madera y hoja seca —, y en los carapachos de los escarabajos, y en la negra coraza y cuernos de las vacas louras, encendía tintas vivas, reflejos metálicos, esmaltes de oro, brillo negro de tallado azabache. La intensidad del calor arrancaba a los pinos todos sus olores de resina, a las plantas sus balsámicas exhalaciones; y entre el sol que le requemaba la sangre y el vaho que se elevaba de la ebullición de la tierra, y la leche que le aletargaba el cerebro, Manuela sentía como un comienzo de embriaguez, el estado inicial de la borrachera alcohólica, que pareciendo excitación no es en realidad sino sopor; el estado en que las manos resbalan sobre el objeto que quieren asir, en que los movimientos del cuerpo no obedecen a la voluntad, en que nos sentamos sin pesar sobre la silla y nos levantamos y andamos sin estribar en el suelo, porque el sentimiento de la gravedad se ha amortiguado mucho, y nuestras percepciones son vagas y turbias, y parece que ha desaparecido la resistencia de los medios, la densidad de la materia, la dureza de las esquinas y ángulos, y que los objetos en derredor se han vuelto fluidos, y nuestro cuerpo también, y más que nada nuestro pensamiento.
No es desagradable el estado, al contrario, y la plétora de vida que produce se revelaba en el rostro de Manuela: sus ojos brillaban y su boca sonreía sin interrupción. La niña no preguntaba ya cosa alguna a su compañero: andaba, andaba tan ligera como se anda en sueños, sin sombra de cansancio, aunque apoyándose en Perucho y arrimándose a su cuerpo con instintiva ternura. Allá en la pequeña ladera del monte divisó la espadaña del campanario de Naya, que conocía, y le ocurrió pensar en el cura que podría darles un buen almuerzo de huevos y fruta a la sombra de la fresca parra que entolda la rectoral; mas sin duda no era este el propósito de Perucho, pues tomó otra dirección, volviendo la espalda al campanario y hundiéndose en una trocha que serpeaba entre pinos, y a cuyos lados se alzaban peñascos enormes, calvos y blancos por la cima, jaspeados de liquen y musgo por la base. Manuela se detuvo un momento; respiró; sus potencias se despejaron un poco al benéfico influjo de la temperatura menos ardorosa: miró en derredor, para saber dónde estaba. El Avieiro corría allá abajo, rumoroso y profundo, no muy distante.
Por aquella parte se ensanchaba la hoz, hacíase muy suave, casi insensible, el declive de las montañas, y el río, en vez de rodar encajonado, sujeto, con torsión colérica de serpiente cautiva, se extendía cada vez más ancho, bello y sosegado, ostentando la hermosura y gala soberana de los ríos gallegos, la margen florida, el pradillo rodeado de juncos, salces y olmos, la placa de agua serena que los refleja bañando sus raíces, el caprichoso remanso en que el agua muere más mansa, más sesga, con claridades misteriosas de cristal de roca ahumado; la frieira, la gran cueva a la sombra del enorme peñasco, en que la sabrosa trucha busca la capa de agua densa y no escandecida por el sol; el cañaveral que nace dentro de la misma corriente, el molino, la presa, toda la graciosa ornamentación fluvial de un río de cauce hondo, de país húmedo, que recuerda las ideas gentílicas, las urnas, las náyades, concepción clásica y encantadora del río como divinidad.
La humedad que siempre sube de los ríos y la frescura de la vegetación despabilaron más y más a la niña.
—Ya sé a dónde vamos —exclamó—a las Poldras. ¿Y después de pasado el Avieiro, adónde? Me lo dices, ¿o está de Dios que no lo he de saber?
—Calla… Ya verás.
—Yo pensé que íbamos a Naya.
—¿Para qué? ¿Para encontrarnos con el cura y que nos llevase por fuerza a comer consigo?
—Pero… es que… comer, de todas maneras hay que comer en casa; y ya debe de ser tarde, tarde… No puedo tal día como hoy faltar de la mesa…
—A ver si te callas, tonta. ¡Eh… cuidado con caerte de hocicos por la rama del pino! Yo iré delante… La mano… ¡Así!
Con efecto, en las púas secas del pino los pies resbalaban como si el terreno estuviese untado de jabón.
Patinando sobre aquellas púas endiabladas, se deslizaron y corrieron hasta un grupo de salces inclinado hacia el borde del Avieiro. Oíase el murmurio musical del agua, y el ambiente, tan abrasador arriba, allí era casi benigno. Cruzaron por entre los salces desviando la maleza tupida de los renuevos, y vieron tenderse ante sus ojos toda la anchura del río, que allí era mucha, cortándola a modo de irregular calzada las pasaderas o poldras.
En torno y por cima de las anchas losas oscuras, desgastadas y pulidas como piedras de chispa por la incesante y envolvedora caricia de la corriente, el río se destrenzaba en madejas de verdoso cristal, se aplanaba en delgadas láminas, bebidas por el ardor del sol apenas hacían brillar la bruñida superficie. Para una persona poco acostumbrada a tales aventuras, no dejaba de ofrecer peligro el paso de las poldras. Sobre que se movían y danzaban al menor contacto, no eran menos resbaladizas que la rama del pino. Nada más fácil allí que tomarse un baño involuntario.
—¿Hemos de pasarlas? —preguntó la montañesa, con una sonrisa que significaba—: a ver cuándo determinas que paremos en alguna parte.
—Las pasamos —ordenó Perucho con el tono mandón y despótico que había adoptado desde por la mañana.
Manuela tendió la vista alrededor, y eligiendo un sitio favorable, la sombra de un árbol, se dejó caer en un ribacillo, y resignadamente comenzó a desabrocharse las botas. Ni un segundo tardó Perucho en hincársele de rodillas delante.
—Yo te descalzo… yo. Como cuando eras una cativa, ¿te acuerdas?, un tapón así… y yo te descalzaba y vestía… y hasta te tengo peinado mil veces.
Medio riendo, medio enfadándose, la muchacha no retiró el pie de las manos de su amigo. Este hacía ya saltar uno tras otro los botoncitos de la botina de casimir, mal hecha, muy redonda de punta contra todas las leyes de moda. Tiró después delicadamente, con un pellizco fino, del talón de la media de algodón, y la media bajó; arrollola en el tobillo, y con un nuevo tirón dejó el pie desnudo. Sus palmas se distrajeron y embelesaron en acariciar aquel pie, que le recordaba la patita rosada y regordeta de la nené a quien tanto había traído en brazos. Era un pie de montañesa que se calza siempre y que tiene en las venas sangre patricia; no muy grande, algo encallecido por la planta, pero arqueado de empeine, con venillas azules, suave de talón y calcañar, redondo de tobillo, blanco de cutis, con los dedos rosados o más bien rojizos de la presión de la bota, y un poco montado el segundo sobre el gordo. El pie transpiraba, por haber andado mucho y aprisa.
—Enfríate un poco… —murmuró el mancebo—. No puedes meter el pie en el agua estando así; te va a dar un mal.
—Que me haces cosquillas —exclamaba ella con nerviosa risa tratando de esconder el pie bajo las enaguas—. Suelta, o te arrimo un cachete que te ha de saber a gloria.