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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

Los pazos de Ulloa (51 page)

BOOK: Los pazos de Ulloa
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—Pero, señora Andrea, ¿qué le echa a la brona? Por fuerza esta mujer es meiga, y tiene algún secreto… Si parece bizcocho de Vilamorta.

—¡Ay mi ama, paloma! Ni siquiera mistura llevó, que se nos acabó el centeno y está el nuevo por majar aún… Cuando lo haya, entonces me ha de venir a probar mi bola…

—Pues está mucho mejor hecha que la de casa; vaya si está… ¿Le gusta, tío Gabriel?

—Riquísima… La mejor prueba es que he despachado la mía ya… ¿Me das de la tuya?

—Tome, tome, señor —murmuró la paisana ofreciendo otro trozo: pero al ver, a la luz del fósforo, el rostro de Gabriel vuelto hacia su sobrina implorando el pedazo que la niña mordía aún, con la rápida intuición y la astuta sagacidad de las gentes del campo, bajó lentamente el brazo y no insistió en el ofrecimiento. Cuando salieron, llamó la atención de Gabriel, enseñándole las puertas de su casa, todas carcomidas.

—Señor —dijo en tono quejumbroso— ¿y no le ha de decir al señor marqués o al señor Ángel que nos ponga unas puertas nuevas? Estamos sin defensa, señor, sin defensa para el invierno… ¿Si entra gente mala y nos roban nuestra pobreza toda, señor?… Mi ama ¿no lo ha de decir en casa, por el alma de quien la parió, paloma?

—Calle, calle —respondía Manuela—; que si les hiciesen caso, estaría siempre el carpintero amañándoles algo.

—Pero mire, santa, mire… —Y la vieja arrancaba con los dedos astillas del podrido maderamen para demostrar la justicia de su pretensión. Los chiquillos, domesticados ya, venían a enredarse entre las piernas: Gabriel hubiera dado dos duros por tener allí uno, en pesetas, y repartirlas a aquella tropa.

—Os he de traer una cosa… —les dijo besándolos con tanta resolución como su sobrina. El rapaz continuaba con su pucho encasquetado; la abuela se lo derribó, advirtiéndole con la misma severidad de antes:

—¿No se dice besustélamano? ¿O cómo se dice? —Y arrancando la cobertera de la cabeza de su nieto, la mostró a Gabriel metiendo los cinco dedos por otros tantos agujeros fenomenales: podían creerle que era un sombrero nuevecito, comprado en la última feria de Cebre; pero al enemigo del rapaz, ¿qué se le había ocurrido hacer? Pues con la hoz de segar la hierba, lo había segado, perdonando ustedes… y así estaba ahora, que parecía un Antruejo (Antroido). Con esto, la buena de la vieja acompañó a las visitas hasta el límite de su era, a fin de librarlos del colmilludo mastín, y los despidió con un ¡vayan muy dichosos! que ahogaron los ladridos del vigilante.

—Vaya, ¿se divirtió? —preguntó Manuela muy risueña al salir.

—No sabes cuánto, hija. No doy lo que acabo de ver por las más pintadas distracciones que puede ofrecer un pueblo. Chiquilla, no sólo me divierte, sino que me interesa… pero no sabes cómo. ¿No te parece a ti que daría gusto ir entrando así en todas las casas de estas pobres gentes, una por una, y enterarse de lo que necesitan, de lo que quieren, de lo que piensan…?

—¡Ay!, son tantas cosas las que necesitan… A mí y a Perucho nos rompen siempre los oídos pidiendo… Que una chaminé porque los mata el humo; que rebaja del arriendo porque la cosecha fue mala; que perdón de la renta de castañas porque no se cogieron… El diablo y su madre. Si uno pudiera… Pero mi padre y Ángel no hacen caso maldito… Son muy pedigüeños; lo que es eso es la pura verdad. Yo… dar… les doy lo que tengo: toda mi ropa vieja… pero es poquita.

Gabriel Pardo, olvidando ideas humanitarias y fantasías sociológicas, sintió al oír estas frases, que dijo Manolita con acento alegre e indiferente, tiernísima compasión por su sobrina; y la miró de tal manera, que la montañesa volvió el rostro y cogió una rama del espliego que formaba el seto del huerto de la señora Andrea. Gabriel se alegró de la turbación de la niña. Le parecía imposible haberla amansado tanto en tan corto tiempo: indiferente del todo hacía pocas horas en la era, áspera por la mañana, se había ablandado, conversaba familiar e íntimamente con él, se pasaba el día acompañándolo, sin dar muestras de cansancio ni de fastidio; más aún: sentía involuntariamente el poder de aquel afecto nuevo, no se enojaba por miradas claras y expresivas ni por palabras o movimientos afectuosos; era en suma una cera virgen, y Gabriel presentía enajenado los deliciosos relieves que un hombre como él sabría imprimirle. Resolvió no espantar a la cierva, no insinuarse más por no perder las conseguidas ventajas; seguir aprovechándolas, haciéndose simpático, adquiriendo cierto ascendiente sobre Manuela y aguardar un momento favorable.

Bajaron hacia el fondo del valle, donde debía estar terminándose la faena de la siega. De repente, recordó algo el artillero:

—Tengo que ver al señor cura… ¿Me llevas allá?

—Bien… justamente estamos cerquita de la iglesia y de la casa.

- XVIII -

La rectoral de Ulloa, en poder de su actual párroco, era la mansión más apacible y sosegada. El cura vivía con un criado, y no pisaba los aposentos otro pie femenino sino el de las mozuelas que en Pascua florida venían a traer las acostumbradas cestas de huevos, los quesos y los pollos —en cantidad bien escasa, pues el señor abad no exigía, y los labriegos se aprovechaban, contentándole con poco y malo.

El criado era uno de esos fámulos eclesiásticos que sólo pueden compararse con los asistentes de militares, porque además de una lealtad canina, son seres universales y andróginos, que reúnen todas las buenas cualidades del varón y de la hembra. El del cura de Ulloa podía servir de modelo. Lo poseía por herencia de otro cura del arciprestazgo, a quien Goros —que así se llamaba el sirviente —había cuidado y asistido hasta el último instante en una enfermedad larga y cruel, con tanto esmero como la enfermera más solícita. Al encontrar a Goros, el cura de Ulloa resolvió el problema que él juzgaba más arduo: arreglar la vida práctica sin admitir en casa mujeres. Goros tenía cuidado de levantarse por la mañana muy temprano, y de despertar a su amo, pues según decía él en dialecto, demostrando su pericia en asuntos de la vida eclesiástica, el clérigo y el zorro, si pierden la mañana, lo pierden todo; y cuando el párroco volvía de misar, le aguardaba ya un chocolate hecho al modo conventual, con una onza de cacao mitad Caracas y mitad Guayaquil, macho y sin espuma, confortativo como él solo. Mientras su amo rezaba, leía o asentaba alguna partida en el registro parroquial, Goros se dedicaba a guisar la comida, no sin haber entregado a medio día la llave de la iglesia al sacristán, para que tocase a las Ave-Marías. A la una, contada por el sol, único reloj de que se servía Goros para averiguar la hora que estaba al caer, llamaba a su amo y le servía con diligencia la apetitosa aunque frugal refacción: la taza de caldo de patatas o verdura con jamón, tocino y alubias de cosecha, el cocido con cerdo y garbanzos, el estofado de carne con cebollas, la fruta en el verano, el queso en invierno, el vinillo clarete, con olor a silvestre viola. El cura comía parcamente, distraído, pero así y todo, Goros notaba sus inconscientes golosinas, sus instintivas preferencias, y no se olvidaba jamás de acercarle la tartera cuando el guisote le había agradado, ni de dorarle la sopa de pan, porque sabía que le gustaba así. Por la tarde, cuando el cura dormía su breve siesta o recorría el huerto con las manos a la espalda embelesándose en notar lo que había crecido desde el año pasado un arbusto, o se iba a visitar a algún feligrés enfermo o a cuidar del ornato de la iglesia y el cementerio, lidiaba el bueno de Goros con la hortaliza, cavaba las patatas, plantaba coles, enviaba al pasto con un zagal de pocos años el ganado vacuno y la yegua, y luego bajaba al río, y con sus propias manos, cual otra Nausicaa, lavaba toda la ropa blanca, que lo hacía primorosamente, así como aplancharla y estirarla, sirviéndose de una de esas planchas antiguas, en forma de corazón, que ya no se ven sino arrumbadas en los desvanes. No eran estas las únicas habilidades femeniles de Goros. Había que verle por las noches, a la luz de una candileja de petróleo, provisto de un dedal perforado por arriba y abajo, de los que usan las labradoras, bizcando del esfuerzo que hacía para concentrar el rayo visual y enhebrar una aguja, apretando entre las rudas yemas de sus dedos el hilo que antes había retorcido y humedecido para aguzarlo; y cumplida la ardua faena de enhebrar, y encerando la hebra con un cabo de cera, dedicarse a pegar botones a los calzoncillos, echar remiendos a las camisas, poner bolsillos nuevos a los pantalones y aun zurcir las punteras de los calcetines del cura; todo lo cual no iría curioso, pero sí muy firme, como los cosidos del diablo. ¿Qué más? En las largas veladas de invierno, junto a la lumbre de sarmientos que chisporroteaba, acurrucado en el banco, Goros, con sus manos cansadas de labrar la tierra todo el día, aquellas manos peludas por el dorso, callosas por la palma y los pulpejos, zarandeaba cuatro agujones de hacer calceta, y a eso se debían las buenas medias de lana gorda con que abrigaba pies y pantorrillas el señor cura.

Si por hogar se entiende, no la asociación de seres humanos unidos por los lazos de la sangre o para la propagación y conservación de la especie, sino el techo bajo el cual viven en paz y en gracia de Dios y con cierta afectuosa comunicación de intereses y servicios, el cura de Ulloa había reconstruido con Goros el hogar que perdiera al fallecer su madre. Y en cierto modo, hasta donde puede aplicarse la frase a dos individuos del mismo sexo, Goros y él se completaban. El criado era para el cura, para el místico que apenas sentaba en la vida práctica la suela del zapato, quien le impedía desmayarse de necesidad o perecer transido de frío en invierno. Por Goros tenía tejas en el tejado, leña de quemar en la leñera, huevos frescos para cenar y buen chocolate para el desayuno, y por Goros cubría sus carnes con ropa limpia y de abrigo; por Goros le quedaban unos reales para traer de Cebre candela, lienzo, aceite, sal, fósforos y loza; por Goros no faltaba nada en aquella rectoral de aldea, humilde como la que más, y como ninguna aseada y abastecida de lo indispensable.

Cuando Goros entró a servir al cura, hacía dos años que este había perdido a su madre y despabilado las economías de la difunta entre caridades, préstamos sin interés a feligreses pobres, ropa para la iglesia, ornato del cementerio, y otros gastos superfluos. En el gobierno de la casa se habían sucedido dos viejas brujas, a cual más holgazana, ávida e impudente, porque el cura de Ulloa, al tomarlas, no les exigió más requisito que pasar de los sesenta y estar hechas unas láminas por lo arrugadas y horrorosas. En ese terreno el abad era intransigente, y sentía que no bastaba ser bueno, que era preciso también parecerlo y que, añadía suspirando, aun con las mejores intenciones se da a veces pasto a la calumnia. Las dos Parcas dejaron la rectoral desmantelada, y Goros tropezó con dificultades inmensas al principio de su misión restauradora. El cura casi no le daba un ochavo para sus gobiernos, y el fámulo no sabía a qué santo encomendarse. Poco a poco fue tomando confianza con su amo, y aun adquiriendo cierto imperio sobre él: y entonces siguió la pista al dinero del cura, a las dádivas impremeditadas, a los feligreses morosos en el pago de derechos, a los préstamos sin interés, al chorrear continuo de limosnitas pequeñas que absorbían lo mejor de la paga, sin que literalmente quedase en el presbiterio con qué arrimar el puchero a la lumbre. Y sin que el cura lo notase, ni pudiese evitarlo, Goros empezó a luchar por la existencia, defendiendo al pastor contra las ovejas que amenazaban tragárselo, como la tierra caída de la montaña iba tragándose la pobre iglesia de Ulloa. Goros se hizo recaudador, y a veces, con el instinto de rapacidad que caracteriza al aldeano, exactor y usurero. Reclamó y cobró algunas cantidades prestadas, e introdujo severo orden en los gastos equilibrándolos con los ingresos. Llegó el momento en que el cura, por no pensar en la moneda, entregó al criado la llave de la cómoda, diciéndole: —Mira si hay cuartos… dime si tenemos para esto o para lo otro —. Cabalmente era lo que Goros deseaba. Hecho intendente ya, equilibró el presupuesto, realizando varias combinaciones que traía entre ceja y ceja desde su llegada a casa del cura. El primer dinero que pudo ahorrar, lo empleó en ganado, que dio a parcería; fue en persona a las ferias, hizo tratos ventajosos, y trajo a la casa del cura un bienestar modesto. Así se estableció el debido equilibrio entre las potestades, dándose a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César; el cura era el espíritu, Goros vino a hacer el oficio del cuerpo, de la realidad sensible, factor del cual no es posible prescindir acá abajo; y para que la similitud fuese completa, cuerpo y espíritu andaban siempre pleiteando, queriéndose llevar cada uno la mejor parte, pues el cura no hacía sino sonsacarle a su criado metálico y especies para satisfacer, como decía Goros, el vicio de dar a todo Dios que llegaba por la puerta, y Goros por su parte no recelaba mentirle al cura y a ocultarle dinero a fin de que no lo derrochase sin ton ni son.

Cuando no estaba su amo presente, Goros soltaba la rienda a dos inclinaciones invencibles suyas: decir irreverencias, y murmurar de los curas y las amas. Cuantas chanzonetas agudas o sátiras desolladoras ha creado la musa popular y la irrespetuosa imaginación de los labriegos contra las compañeras del celibato eclesiástico, cuantas anécdotas saladas, coplas verdes, chascarrillos que levantan ampolla, y dicharachos que arden en un candil, corren y se repiten en molinos, fiadas y deshojas, al amor de la lumbre, por este pueblo gallego que posee el instinto de la sátira obscena y del contraste humorístico entre las profesiones consagradas al ideal y las caídas y extravíos de la naturaleza, todas las sabía Goros de memoria; y apenas se reunía con gentes de su misma laya, bien en el atrio de una iglesia, a la salida de misa, bien a la mesa de una taberna, en las ferias donde chalaneaba y negociaba sus ganados, bien a lo largo de las corredoiras, cuando regresan juntos cuatro compadres semi-chispos, tan dispuestos a alumbrarse un garrotazo como a reírse mutuamente las gracias, vaciaba el saco y daba gusto a la lengua, y soltaba todo su repertorio de irreverencias y verdores, todas las coplas sobre el clérigo y el ama, saliendo de aquella boca sapos y culebras, como de la de los energúmenos al alzarse la hostia.

¿Quién será capaz de resolver si en el alma de Goros sería aquello chispa de la santa indignación que inflamó a tantos Padres de la Iglesia contra las mujeres que hacen prevaricar a los ordenados y contra el sexo femenino en general? Porque Goros, aparte de semejantes desahogos verbales, era en su conducta el mejor cristiano del mundo; cristiano viejo, rancio, con aquella piedad desahogada y sólida, que ya no se encuentra a dos por tres. No perdía la misa un solo día festivo; confesábase dos o tres veces al año; sus costumbres eran morigeradas; no fumaba, no bebía, no comía con gula; pecaba sí de lenguaraz y aun de propenso a la codicia y a la tacañería; pero hombre de bien a carta cabal e incapaz de robar una hilacha a su amo. Y en cuanto a su continencia, más que virtud, semejaba manía de misógino; todo el mal que no hacía, se daba a suponerlo en los demás, siempre echando la culpa a las hembras; y no sólo las huía por cuenta propia, sino que no serviría para todos los tesoros del mundo a un cura mujeriego. El exterior de Goros tenía algo de extraño, muy en armonía con todas estas prendas de carácter; recordaba el de un puerco espín, y las cerdas del erizadísimo cabello, la barba recia, descañonada a un dedo de la piel, pues Goros andaba mal afeitado según la usanza de los eclesiásticos, contribuían a la semejanza.

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