Gabriel se dejaba columpiar blandamente, penetrado de un bienestar intenso, de una embriaguez espiritual, que ya conocía de antiguo, por haberla experimentado cuantas veces se divisaba en su vida un horizonte o un camino nuevo. Era una especie de eretismo de la imaginación, que al caldearse desarrollaba, como en sucesión de cuadros disolventes, escenas de la existencia futura, realzadas con toques de poesía, entretejidas con lo mejor y más grato que esa existencia podía dar de sí, con su expresión más ideal. En la fantasía incorregible del artillero, los objetos y los sucesos representaban todo cuanto el novelista o el autor dramático pudiese desear para la creación artística, y por lo mismo que no desahogaba esta ebullición en el papel, allá dentro seguía borbotando. Si la realidad no se arreglaba después conforme al modelo fantástico, Gabriel solía pedirle estrechas cuentas; de aquí sus reiteradas decepciones. Soñador tanto más temible cuanto que guardaba sepulcral silencio acerca de sus ensueños, y a nadie comunicaba sus fracasos —los caballos muertos, que decía él para sí —. Conociéndose, solía proponerse mayor cautela, y echar el torno a la imaginación. Pero esta llevaba siempre la mejor parte.
Verbigracia, en el caso presente. ¿Pues no habíamos quedado en que el pedir la mano de su sobrina era el cumplimiento de un austero deber, un tributo pagado a la memoria de un ser querido, un acto sencillo y grave? ¿Bastarían dos o tres frases de Juncal, el olor de las flores silvestres y el hervor de su propia mollera para edificar sobre la base de la obligación moral el castillo de naipes de la pasión? ¿Por qué pensaba en su sobrina incesantemente, y se la figuraba de mil maneras, y discurría, enlazando experiencias y recuerdos, cómo sorprenderla, interesarla y enamorarla, hablando pronto? ¿Por qué se deleitaba en imaginar la inocencia selvática de su sobrina, su carácter algo arisco, y el rendimiento y ternura con que, después de las primeras esquiveces, le caería sobre el corazón más blanda que una breva; y por qué se veía disipando poco a poco su ignorancia, educándola, formándola, iniciándola en los goces y bienes de la civilización, y otras veces volvía la torta, y se veía a sí propio hecho un aldeano, y a Manolita, con los brazos arremangados como Catuxa, dando de comer a las gallinas, o… ¡celeste visión, espectáculo inefable!, arrimando al blanco y redondo pecho una criaturita medio en pelota, toda bañada de Sol…?
La naturaleza se asemeja a la música en esto de ajustarse a nuestros pensamientos y estados de ánimo. No le parecieron a Gabriel tristes y lúgubres ni los abruptos despeñaderos que se suspenden sobre el río Avieiro, ni los pinares negros cuya mancha limitaba el horizonte, ni los montes calvos o poblados de aliaga, ni los caminos hondos, que cubría espesa bóveda de zarzal. Al contrario, miraba con interés los pormenores del paisaje, y al llegar al crucero de piedra y al copudo castaño que le formaba natural pabellón, exclamó con entusiasmo:
—¡Qué hermoso sitio! Ni ideado por un pintor escenógrafo de talento.
—Cerquita de aquí —advirtió Juncal— mataron al excomulgado de Primitivo, el mayordomo de los Pazos. Mire usted: debió ser por allí, donde blanquea aquel paredón… El chiquillo, el nieto, el Perucho, lo estuvo viendo muy agachadito detrás de las piedras… Se le ha de acordar cada vez que pase por aquí… si es que tiene valor de pasar.
Gabriel se volvió un poco sobre la silla española que vestía su yegua, y exclamó como el que pregunta algo de sumo interés que se le ha olvidado:
—¿Qué tal índole es la de ese chico? ¿Maltrata a mi sobrina? ¿La mortifica? ¿Le tiene envidia? ¿Hace por malquistarla con mi cuñado?
—¡Él maltratarla! ¡A su sobrina! Pues si no ha habido en el mundo cariño más apretado que el de tales criaturas. Desde que nació la niña, Perucho se volvió chocho, lo que se llama chocho, por ella; la señora y el ama no sabían cómo hacer para quitarse de encima al chiquillo, que no hacía sino llorar por la nené. Allí estaba siempre, como un perrito faldero; ni por pegarle; le digo a usted que era mucho cuento tal afición. Y después de fallecer la señora, ¡Dios nos libre! El niñero de la señorita Manolita en realidad ha sido Perucho. Siempre juntos, correteando por ahí. ¡Pocas veces me los tengo encontrados por los sotos, haciendo magostos, por las viñas picando uvas, o chapuzando por los pantanos! Y que no sé cómo no se mataron un millón de veces o no rodaron por los despeñaderos al río. El chiquillo es fuerte como un toro ¡más sano y recio! Un hijo verdadero de la naturaleza. Sólo una enfermedad le conocí, y verá usted cuál. Cátate que se le pone en la cabeza al marqués, y otros dicen que al farolón del Gallo, enviar al rapaz a Orense para que estudie; y quién le dice a usted que el primer año, cuando tocaron a separarse, los dos chiquillos cayeron malos qué sé yo de qué… de una cosa que aquí llamamos saudades… ¿Usted comprende el término? Porque usted lleva años de faltar de Galicia…
—Sí, ya sé qué quiere decir saudades. Los catalanes llaman a eso anyoransa. En castellano no hay modo tan expresivo de decirlo.
—Ajajá. Pues el chiquillo, el primer año, se desmejoró bastante y vino todo encogido, como los gatos cuando tienen morriña; pero así que volvieron a sus correrías, sanó y se puso otra vez alegre. Y a cada curso la misma función. Siempre triste y rabiando en Orense (parece que la cabeza no la tiene el chico allá para grandes sabidurías) y, apenas pintan las cerezas y toma las de Villadiego, otra vez más contento que un cuco, y a corretear con su…
Juncal dudó y vaciló al llegar aquí. Por vez primera acaso, se le vino a las mientes una idea muy rara, de esas que hacen signarse aun a los menos devotos murmurando: —¡Ave María!—de esas que no se ocurren en mil años, y una circunstancia fortuita sugiere en un segundo…
Cruzáronse sus miradas con las de don Gabriel, que le parecieron reflejo de su propio pensamiento, reflejo tan exacto como el del cielo en el río; y entonces el artillero, sin reprimir una angustia que revelaba el empañado timbre de la voz, terminó el período:
—Con su hermana.
Calló Juncal. Lo que ambos cavilaban no era para dicho en alto.
Reinó un silencio abrumador, cargado de electricidad. Estaban en sitio desde el cual se divisaba ya perfectamente la mole cuadrangular de los Pazos de Ulloa, y el sendero escarpado que a ellos conducía. Juncal dio una sofrenada a su mula.
—Yo no paso de aquí, don Gabriel… Si llego hasta la puerta, extrañarán más que no entre… y la verdad, como está uno así… político… no me da la gana de que piensen que aproveché la ocasión para meter las narices en casa de su señor cuñado. Mañana vendrá el criado mío a recoger la yegua…
Gabriel tendió la mano sana buscando la del médico.
—Me tendrá usted en Cebre cuando menos lo piense, a charlar, amigo Juncal… A usted y a su señora les debo un recibimiento y una hospitalidad de esas… que no se olvidan.
—Por Dios, don Gabriel… No avergüence a los pobres… Dispensar las faltas que hubiese. La buena voluntad no escaseaba: pero usted pasaría mil incomodidades, señor.
—Le digo a usted que no la olvidaré…
Y el rostro del artillero expresó gratitud afectuosa.
—¡Cuidar el brazo, no hacer nada con él! —gritaba Juncal desde lejos, volviéndose y apoyando la palma sobre el anca de la mula. Y diez minutos después aún repetía para sí:—¡Qué simpático… qué persona tan decente!… ¡Qué instruido… qué modos finos!…
El médico, después de volver grupas, apuró lo posible a la mulita con ánimo de llegar pronto a su casa. Iba pesaroso y cabizbajo, porque ahora le venía el trasacuerdo de que no había preguntado al comandante Pardo sus opiniones políticas y su dictamen acerca del porvenir de la regencia y posible advenimiento de la república.
—¿Cómo pensará este señor? —discurría Juncal, mientras el trote de la mula le zarandeaba los intestinos—. ¿Qué será? ¿Liberal o carcunda? Vamos, carcunda es imposible… Tan simpático… ¡qué había de ser carcunda! Pues sea lo que quiera… debe de estar en lo cierto.
Por delante de los Pazos cruzaba un mozallón conduciendo una pareja de bueyes sueltos, picándoles con la aguijada a fin de que anduviesen más aprisa. Gabriel le preguntó, para orientarse, pues ignoraba a cuál de las puertas del vasto edificio tenía que llamar. Ofreciose el mozo a guiarle adonde estuviese el marqués de Ulloa, que no sería en casa, sino en la era, viendo recoger la cosecha del centeno. Arrendando el artillero su dócil montura, echó detrás del mozo y de los bueyes.
Dieron vuelta casi completa a la cerca de los Pazos, pues la era se encontraba situada más allá del huerto, a espaldas del solariego caserón. Gabriel aprovechó la coyuntura de enterarse del edificio, en cuyas trazas conventuales discernía rastros de aspecto bélico y feudal, aire de fortaleza, por el grosor de los muros, la angostura de las ventanas, reminiscencia de las antiguas saeteras, las rejas que defendían la planta baja, las fuertes puertas y los disimulados postigos, las torres que estaban pidiendo almenas, y sobre todo, el montés blasón, el pino, la puente y las sangrientas cabezas de lobo.
Indicaba desde lejos la era la roja cruz del hórreo; se oía el coro estridente de los ejes de los carros, que salían vacíos para volver cargados de cosecha. Era la hora en que los bueyes, rociados con unto y aceite como preservativo de las moscas, cumplen con buen ánimo su pesada faena, y se dejan uncir mansamente al yugo, mosqueando despacio el ijar con las crinadas colas. Gabriel se tropezó con dos o tres carros, y al emparejar con ellos, pensó que su chirrido le rompiese el tímpano. Delante de la era se apeó ayudado por su guía; entregole las riendas, y entró.
Un enjambre de fornidos gañanes, vestidos solamente con grosera camisa y calzón de estopa, alguno con un rudimentario chaleco y una faja de lana, empezaban a elevar, al lado de una meda o montículo enorme de mies, otro que prometía no ser más chico. Dirigía la faena un hombre de gallarda estatura, moreno y patilludo, de buena presencia, vestido a lo señor, con americana, cuello almidonado, leontina y bastón, y muy zafio y patán en el aire; Gabriel pensó que sería el mayordomo, el Gallo. Sentado en un banquillo hecho de un tablón grueso, cuyas patas eran cuatro leños que, espatarrándose, miraban hacia los cuatro puntos cardinales, estaba otro hombre más corpulento, más obeso, más entrado en edad o más combatido por ella, con barba aborrascada y ya canosa, y vientre potente, que resaltaba por la posición que le imponía la poca altura del banco. A Gabriel le pasó por los ojos una niebla: creyó ver a su padre, don Manuel Pardo, tal cual era hacía unos quince o veinte años; y con mayor cordialidad de la que traía premeditada, se fue derecho a saludar al marqués de Ulloa.
Este alzó la cabeza muy sorprendido; el Gallo, sin volverse, giró sus ojos redondos, de niña oscura y pupila aurífera, como los del sultán del corral, hacia el recién llegado; los mozos suspendieron la faena, y Gabriel, en medio del repentino silencio, notó en las plantas de los pies una sensación muelle y grata, parecida a la del que entra en un salón hollando tupidas alfombras. Eran los extendidos haces de centeno que pisaba.
El hidalgo de Ulloa se puso en pie, y se hizo con la mano una pantalla, porque los rayos del sol poniente daban de lleno en la cara de Gabriel, y no le permitían verla a su gusto. El comandante se acercó más a su cuñado, y alargó la diestra, diciendo:
—No me conocerás… Te diré quien soy… Gabriel, Gabriel Pardo, el hermano de tu mujer.
—¿Gabriel Pardo?
Revelaba la exclamación de don Pedro Moscoso, no solamente sorpresa, sino hosco recelo, como el que infunden las cosas o las personas cuya inesperada presencia resucita épocas de recuerdo ingrato. Viendo Gabriel que no le tomaban la mano que tendía, hízose un poco atrás, y murmuró serenamente:
—Vengo a verte y a pedirte posada unos cuantos días… ¿Te parece mal la libertad que me tomo? ¿Me recibirás con gusto? Di la verdad; no quisiera contrariarte.
—¡Jesús… hombre! —prorrumpió el hidalgo esforzándose al fin por manifestar cordialidad y contento, pues no desconocía la virtud primitiva de la hospitalidad—. Seas muy bienvenido: estás en tu casa. ¡Ángel! —ordenó dirigiéndose al Gallo—, que recojan el caballo del señor, que le den cebada… ¿Quieres refrescar, tomar algo? Vendrás molestado del viaje. Vamos a casa enseguida.
—No por cierto. De Cebre aquí a caballo, no es jornada para rendir a nadie. Siéntate donde estabas; si lo permites, me quedaré aquí; lo prefiero.
—Como tú dispongas; pero si estás cansado y… ¡Ey, Ángel! —gritó al individuo que ya se alejaba:—a tu mujer que prepare tostado y unos bizcochos. ¡Vaya, hombre, vaya! —añadió volviéndose a Gabriel—. Tú por acá, por este país…
—He llegado ayer —contestó Gabriel comprendiendo que una vez más se le pedía cuenta de su presencia y razón plausible de su venida—. Estaba en la diligencia que volcó —y al decir así, señalaba su brazo replegado, sostenido aún por el pañuelo de seda de Catuxa—. Ha sido preciso descansar del batacazo.
—¡Hola, conque en la diligencia que volcó! ¡Ey, tú, Sarnoso! —exclamó el hidalgo dirigiéndose a uno de los gañanes—. ¿No dijiste tú que vieras entrar en Cebre ayer una mula y un delantero estropeados?
—Con perdón —respondió el Sarnoso tocándose una pierna— llevaban esto crebado, dispensando usted.
—Sí, es verdad; hoy se les hizo la cura —confirmó Gabriel.
El vuelco de la diligencia empezó a dar mucho juego. El Sarnoso agregó detalles; Gabriel añadió otros; el marqués no se saciaba de preguntar, con esa curiosidad de los acontecimientos ínfimos propia de las personas que viven en soledad y sin distracción de ninguna clase. Gabriel le examinaba a hurtadillas. Para los cincuenta y pico en que debía frisar, parecíale muy atropellado y desfigurado el marqués, tan barrigón, con la tez tan inyectada, con el pescuezo y nuca tan anchos y gruesos, con las manos tan nudosas por las falanges como suelen estar las de los labriegos que por espacio de medio siglo se han consagrado a beber el hálito de la tierra, y a rasgarle el seno diariamente. A modo de maleza que invade un muro abandonado, veía el artillero en el conducto auditivo, en las fosas nasales, en las cejas, en las muñecas de su cuñado, que teñía de rojo el sol poniente, una vegetación, un musgo piloso, que acrecentaba su aspecto inculto y desapacible. El abandono de la persona, las incesantes fatigas de la caza, la absorción de humedad, de sol, de viento frío, la nutrición excesiva, la bebida destemplada, el sueño a pierna suelta, el exceso en suma de vida animal, habían arruinado rápidamente la torre de aquella un tiempo robustísima y arrogante persona, de distinta manera pero tan por completo como lo harían las excitaciones, las luchas morales y las emociones febriles de la vida cortesana. Tal vez parecía mayor la ruina por la falta de artificio en ocultarla y remediarla. Ceñido aquel mismo abdomen por una faja, bajo un pantalón negro hábilmente cortado; desmochada aquella misma cabeza por un diestro peluquero; raídas aquellas mejillas con afiladísima navaja, y suavizada aquella barba con brillantina; añadido a todo ello cierto aire entre galante y grave, que caracteriza a las personas respetables en un salón, es seguro que más de cuatro damas dirían, al ver pasar al marqués de Ulloa: ¡Qué bien conservado! Cuarenta años es lo más que representa.