—Manola, no corras tanto… —exclamó Pedro con voz tan angustiada como si la chica se le escapase—. ¡Ave María, mujer! Parece que te van persiguiendo los canes. ¿Tienes miedo?
—No sé a qué he de tener miedo.
—Pues entonces, anda a modo, mujer… ¿Qué diversión se nos pierde en los Pazos? ¡Mira que es bonita! Padrino estará fumando un cigarro en el balcón, o viendo cómo arreglan las medas; mamá por allí, dando vueltas en la cocina; papá en la era, eso de fijo… las chiquillas ya dormirán… ¡va buena que dormirán! Oye, chica, la mano.
Trabáronse como antes por los dedos meñiques y continuaron andando no muy despacio. El bosque se hacía más intrincado y oscuro, y a veces un obstáculo, seto de maleza o valla de renuevos de árboles, les obligaba a soltarse de los dedos, a levantar mucho el pie y tentar con la mano. Tropezó Manola en el cepo de un castaño cortado, y sin poderlo evitar cayó de rodillas. Pedro se lanzó a sostenerla, pero ella se levantaba ya soltando la carcajada.
—¡Vaya una montañesa, que tropieza en cualquier cosa como las señoritas del pueblo! Por el afán de correr. Bien empleado.
—Pero si no se ve miaja. Rabio por salir pronto de aquí.
—Para irte a la cama, ¿eh? ¿Para dejarme solito?
—Podías dar un repaso a los libros, haragán.
—Mujer… ¡para cochinos tres meses que tiene uno de vacaciones! Yo antes pasaba contigo todo el año… ¿no te acuerdas? Siempre, siempre andábamos juntos… ¡Qué vida tan buena! Y bien aprendíamos reunidos, más de lo que aprendo ahora en clase… ¡Apenas tenemos leídos libros de la estantería! ¿Te acuerdas cuando te enseñé las letras por uno que tiene estampas?
—Pero de la mitad nos quedábamos a oscuras. De muchos sólo mirábamos las estampitas, aquellos monigotes tan descarados.
—Bueno, el caso es que estábamos más contentos, ¿eh? Yo al menos. ¿Y tú?
Calló la niña montañesa, tal vez porque un haz de arbustos nuevos y un alto zarzal le cerraban el paso. Tuvieron que retroceder y buscar entre los castaños la senda perdida.
—¿No me contestas? ¿Vas enfadada conmigo?
—No hay humor de hablar mientras esté uno en estas negruras.
—Y después que salgamos al camino de la era, ¿me das palabra de que rodearemos por los sembrados?
—Sí, hombre, sí.
—¿Manola?
—¿Quée?
Deslizábase a la sazón la pareja por un estrecho pasadizo de troncos de castaño, que apenas daba espacio a una persona de frente. La oscuridad disminuía; acercábanse a la linde del bosque. La niña alzó los ojos, vio la cara de su compañero y acompañó la interrogación de fingido mal humor con una sonrisa, y entonces él se inclinó, le echó las manos a la cabeza, y con una mezcla de expansión fraternal y vehemencia apasionada, apretole la frente entre las palmas, acariciándole y revolviéndole el cabello con los dedos, al mismo tiempo que balbucía:
—¿Me quieres, eh?, ¿me quieres?
—Sí, sí —tartamudeaba ella casi sin aliento, deliciosamente turbada por la violencia de la presión.
—¿Cómo antes?, ¿cómo allá cuando éramos pequeñitos?, ¿eh? ¿Cómo si yo viviese aquí?
—¡Ay!, me ahogas… me arrancas pelo —murmuró Manola, exhalando estas quejas con el mismo tono que diría—: Apriétame, ahógame más —. No obstante, Pedro la soltó, contentándose con guiarla de la mano hasta que salieron completamente del bosque y en vez de árboles distinguieron frente a sí el carrerito que llevaba en derechura a la era de los Pazos. Pero el mancebo torció a la izquierda, y Manola le siguió. Iban orillando un sembrado de trigo, que en aquel país abundan menos y se siegan más tarde que los de centeno. Si a la luz del sol un trigal es cosa linda por su frescura de égloga, por los tonos pastoriles de sus espigas, amapolas, cardos y acianos, de noche gana en aromas lo que pierde en colores, y parece perfumado colchón tendido bajo un dosel de seda bordado de astros. Convida a tomar asiento el florido ribazo alfombrado de manzanillas, cuya vaga blancura se destaca sobre la franja de yerba; y allá detrás se oye el susurro casi imperceptible de los tallos que van y vienen como las ondas de una laguna.
Dejose caer Manola en el ribazo, sentándose y recogiendo las faldas, y Pedro se echó enfrente de ella, boca abajo, descansando el rostro en la mano derecha. Así permanecieron dos o tres minutos, sin pronunciar palabra.
—Debe de ser muy tarde —articuló la muchacha agarrando algunos tallos de trigo y empuñándolos para sacudir las espigas junto a la cara de Pedro.
—Silencio… ¿No te da gusto tomar el fresco, chuchiña? Esta tarde no se paraba con el calor. ¿O tienes sed?
—No —contestó lacónicamente.
Transcurrió un momento, durante el cual Manola se entretuvo en arrancar una por una flores de manzanilla, y juntarlas en el hueco de la mano. Al fin la impacientó el obediente mutismo de su compañero.
—¿Qué haces, babeco?
—Te estoy mirando.
—¡Vaya una diversión!
—Ya se ve. Como a ti ahora te ha dado por no mirarme. Parece que te van a enfermar los ojos si me miras. Te has vuelto conmigo más brava que un tojo.
Ella, entre arisca y risueña, siguió arrancando las manzanillas silvestres. Un céfiro de los más blandos que jamás ha cantado poeta alguno, un soplo que parecía salir de labios de un niño dormido, pasando luego por los cálices de todas las madreselvas y las ramas de todas las mentas e hinojos, se divertía en halagarle la frente, inclinando después las delgadas aristas de la espiga madura. A pesar de sus fingidas asperezas, Manola sentía un gozo inexplicable, una alegría nerviosa que le hacía temblar las manos al recoger las manzanillas. Con todo el alborozo de una chiquilla saboreaba la impresión nueva de tener allí, rendido, humilde y suplicante, al turbulento compañero de infancia, el que siempre podía más que ella en juegos y retozos, al que en la asociación íntima y diaria de sus vidas representaba la fuerza, el vigor, la agilidad, la destreza y el mando. Al sentirse investida por primera vez de la regia prerrogativa femenina, al comprender claramente cómo y hasta dónde le tenía sujeta la voluntad su Pedro, se deleitaba en aparentar malhumor, en torcerle el gesto, en llevarle la contraria, en responderle secamente, en burlarse de él con cualquier motivo, encubriendo así la mezcla de miedo y dicha, el ímpetu de su sangre virginal, ardorosa y pura, que se agolpaba toda al corazón, y subía después zumbando a los oídos produciéndole deleitoso mareo, al oír la voz de Pedro, y sobre todo al detallar su belleza física. Justamente, mientras corría aquel tan halagüeño céfiro, Manuela se absorbía en la contemplación de su amigo, pero de reojo. La luminosa transparencia de la noche permitía ver los graciosos rizos del mancebo cayendo sobre su frente blanca y tersa como el mármol, y distinguir la lindeza de sus facciones y de sus azules ojos, que entonces parecían muy oscuros.
—¿Cómo me querrá tanto, siendo yo fea? —decía para sus adentros Manola; y de repente, cogiendo todas las manzanillas, se las arrojó al rostro.
—A casa, a casa enseguida, que son las tantas de la noche —murmuró arrodillándose, como si le costase trabajo incorporarse de una vez. Ya estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran chiquillos solía dejarla en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y reírse descaradamente de sus apuros… Ahora no se atrevería a hacerla rabiar: él era el esclavo.
Volvieron a tomar el sendero. A poco se encontraron en la era, vasto redondel cercado por una parte de estrecha muralla y de manzanos gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se destacaba la cruz del hórreo, y más arriba subían las ramas inmóviles de una higuera. Alrededor, las medas o altos montículos de mies remedaban las tiendas de un campamento o la ranchería de una india. Ya no había allí nadie: por el suelo quedaban todavía esparcidos algunos haces de la cosecha del día.
Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al reconocerla, trocó los ladridos de cólera en delirantes aullidos de alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por último, zarandeando la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces, trotando sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose a cada segundo, los precedió hasta los Pazos de Ulloa.
Subía la diligencia de Santiago el repecho que hay antes de llegar a la villa de Cebre. Era la hora de mayor calor, las tres de la tarde. La persona de más duras entrañas se compadecería de los viajeros encerrados en aquel cajón, donde si toda incomodidad tiene su asiento, el que lo paga suele contentarse con la mitad de uno.
Venía atestado el coche, que era de los más angostos, desvencijados, duros y fementidos. En el interior, hombro contra hombro del vecino del lado, e incrustadas las piernas en las del frontero, se acomodaban cinco estudiantes de carrera mayor en vacaciones, una moza chata, portadora de un cesto de quesos, el notario de Cebre, y la mujer de un empleado de Orense, con el apéndice de un niño de brazo. La atmósfera del interior era sol, sol disuelto en polvo, sol blanquecino, crudo, implacable, centuplicado por la oscura refracción de los puercos vidrios, que ningún viajero osaba bajar, por temor de ahogarse entre la polvareda. La respiración se dificultaba: gotas de sudor rezumaban de los semblantes, y moscas y tábanos —cuyo fastidioso enjambre había elegido allí domicilio —se agolpaban en los pescuezos y labios, chupándolas. No había modo de espantar a tan impertinentes bichos, porque ni nadie podía revolverse, ni ellos, enconados por el ambiente de fuego, soltaban la presa a dos tirones. Al desabrido cosquilleo del polvo en las fosas nasales se unía el punzante mal olor de los quesos, y aun sobresalía el desapacible tufo del correaje y el vaho nauseabundo tan peculiar a las diligencias como el olor del carbón de piedra a los vapores. A despecho de todas estas molestias y otras muchas propias de semejante lugar, los estudiantes no perdían ripio, y armaban tal algazara y chacota, secundándolos el notario, que sus dichos, más picantes que el aguijón de los tábanos, habían parado como un tomate las orejas de la moza, la cual apretaba su cesta de quesos lo mismo que si fuese el más perfumado ramillete del mundo. La mujer del empleado, aunque nada iba con ella, creíase obligada por sus deberes de buena esposa y madre de familia a suspirar a cada minuto levantando los ojos al cielo, mientras abanicaba con un periódico al dormido vástago.
No disfrutaban mayor desahogo los de la berlina. De ordinario era esta el sitio de preferencia; pero aquel día una especial circunstancia lo había convertido en el más incómodo. Al salir de Santiago muy de madrugada, los dos pasajeros que ya ocupaban las esquinas de la berlina entrevieron con terror, a la dudosa luz del amanecer, otro pasajero de dimensiones anormales, que se aproximaba a la portezuela, sin duda con ánimo de subir y apoderarse del tercer asiento. Al pronto no distinguieron sino un bulto oscuro, gigantesco, que exhalaba una especie de gruñido, y se les ocurrió si sería algún animalazo extraño; pero oyeron al mayoral —viejo terne conocido por el Navarro, aunque era, según frase del país, más gallego que las vacas—exclamar, en el tono flamenco y desenfadado que la gente de tralla cree indispensable requisito de su oficio, y con la mitad del labio, pues el otro medio sujetaba una venenosa tagarnina:
—¡Maldita sea mi suerte! ¿Cura a bordo? Vuelco tenemos.
Casi al mismo tiempo el pasajero de la esquina izquierda, vivaracho, pequeño y moreno, tocó en el codo al de la derecha, que era alto, y le dijo a media voz:
—Es el Arcipreste de Loiro… Veremos cómo se amaña para pasar al medio… Nosotros no soltamos nuestro rincón… ¡Se prepara buen sainete!…
Mirole el otro viajero y encogiose de hombros, sin responder palabra. Entre el mayoral y el zagal procuraban izar la humanidad del Arcipreste hasta las alturas de la berlina: empresa harto difícil, pues requería que el enorme vejestorio pusiese un pie en el cubo de la rueda, luego otro en el aro, y luego le empujasen y embutiesen dentro por la estrecha abertura de la portezuela. El viajero pequeño reía a socapa, calculando el fracaso probable de la tentativa, por estar ocupado el rincón. Grande fue su sorpresa al ver que el viajero alto llevaba la mano a su gorra de viaje, indicando un saludo; y en seguida se corría hacia el asiento del centro, para dejar paso franco; y después, viendo que ni aun así conseguían introducir al obeso y octogenario Arcipreste, alargaba sus enguantadas manos y tiraba de él con fuerza hacia el interior, logrando por fin que atravesase la portezuela y se desplomase en el asiento del rincón, haciendo retemblar con su peso la berlina y llenándola toda con su desmesurada corpulencia, al paso que refunfuñaba un Felices días nos dé Dios.
De soslayo —porque después de entrar el Arcipreste nadie podía rebullirse y todos se encontraban estrictamente encajados, prensados como sardina en banasta —el viajero chico insinuó a su compañero:
—¡Pero hombre, que se ha fastidiado usted! Ahora tiene usted que aguantarse en el medio todo el viaje. ¡Ha sido usted un tonto! El entremés era dejarle, a ver qué hacía.
Enarcó las cejas el viajero de los guantes, dudando si mandar a paseo a aquel cernícalo o darle una lección. Al fin se volvió, como pudo, y dijo bajando la voz:
—Es un viejo y un sacerdote.
El viajero pequeño le miró con curiosidad, arrugando el gesto, y procurando discernir mejor, a la pálida luz del amanecer, las trazas del enguantado caballero. Parecíale hombre ya maduro, bien barbado, descolorido de rostro, alto de estatura, no muy entrado en carnes —sin ser lo que se llama flaco —y vestido de un modo especialmente decoroso y correcto, por lo cual el observador pensó:
—Este me huele a título o diputado de los conservadores. ¿Quién será, demonios, que no lo he visto nunca? —Y después de reflexionar breves instantes—. De fijo —decidió— es algún forastero que va a la finca del marqués de las Cruces o la del de San Rafael… Claro. Allí todo el mundo se come los santos y les hace el salamelé a los curas… Pues el marqués de las Cruces no es, que a ese bien le conozco. El de San Rafael, menos… ¡ojalá! Nos haría reventar de risa con sus dichos… señor más ocurrente y más natural… ¿Será alguno de los maridos de las sobrinas? ¡Ca!, vendría la señora también con él. Pero ¿quién rayos será?
Ya no tuvo punto de reposo el activo y bullidor cerebro del viajero chico, a quien no en vano daban amigos y adversarios (de las dos cosas tenía cosecha, a fuer de temible cacique) el sobrenombre significativo de Trampeta, queriendo expresar la fertilidad en expedientes y enredos que le distinguía. Toda la potencia escrutadora del intelecto trampetil se aplicó a despejar la incógnita del misterioso viajero que cedía el asiento del rincón a los curas. Con más atención que ningún novelista de los que se precian de describir con pelos y señales; con más escama que un agente de policía que sigue una pista, dedicose a estudiar e interpretar a su modo los actos de su compañero de viaje, a fin de rastrear algo. Después de que arrancó la diligencia, el viajero no había hecho sino bajar un cristal, el que le tocaba enfrente, con ánimo sin duda de mirar el paisaje; pero al convencerse de que no se veían por allí sino los hierros del pescante y los pies zapatudos del mayoral, volvió a subirlo, y se recostó en el respaldo, resignadamente, no sin lanzar una ojeada, de tiempo en tiempo, hacia las ventanillas. Transcurrido un cuarto de hora, cuando ya habían perdido de vista el pueblo, sacó una petaca fina, y abriéndola, la ofreció a ambos compañeros sin hablar, pero con ademán cortés. Trampeta alargó sus dedos peludos y cortos y cogió un cigarrillo diciendo: —Se estima —. El Arcipreste entreabrió un ojo (iba como aletargado, resoplando y con la cabeza temblona) y dijo que no con las cejas; al mismo tiempo deslizó la incierta mano, que de puro gruesa parecía hidrópica, bajo el balandrán, y exhibió una tabaquera de forma prehistórica, un gran fusique de plata, que arrimó a la nariz, sorbiendo con notoria complacencia el rapé.