—Vamos, pez de todos los colores —dijo Perucho riendo.
—No haga burla, señorito, no haga burla… Pues emplasto fue aquel que apretó, apretó, apretó (y el algebrista cerraba y apretaba el puño con toda su fuerza) y a los quince días…
—¿Al campo santo?
—¡Quedó como si tal cosa, más contento que un cuco! ¡La sabiduría puede mucho, señorito!
La bruja no se resolvía a empecinarse. Tantos años con aquello, y al fin iba durando: luego no era cosa de muerte. Los animales… no tiene que ver con las personas: si no se cuidan y se asisten, ni trabajan, ni dan leche, ni… En vista de que allí no necesitaban médico las personas humanas, el algebrista, después de dejar temblando el jarro, sacó el pitillo que llevaba tras la oreja, encendiolo en las brasas del lar, se terció la chaqueta, y con andar más que nunca dificultoso, tomó el camino del valle.
Acompañole la pareja, divertida con su charla. Era el señor Antón uno de esos personajes típicos, manifestación viviente, en una comarca, de los remotos orígenes y misteriosas afinidades étnicas de la raza que la habita. En el país se contaban muchos que ejercían la profesión de algebristas, componiendo con singular destreza canillas rotas y húmeros desvencijados, reduciendo lujaciones y extirpando sarcomas, merced a no sé qué ciencia infusa o tradición comunicada hereditariamente, o recogida de labios de algún compostor viejo a quien el mozo había tomado los moldes; pero ninguno tan acreditado y consultado en todas partes como el atador de Boán, que tenía fama de poner la ceniza en la frente a los médicos de Orense y Santiago, habiendo persona que vino expresamente desde Madrid, cuando todavía se viajaba en diligencia, a que el señor Antón le curase una fractura. No desvanecían al vejete las glorias científicas; pero sí le daban pretexto a descuidar la labranza de sus tierras y entregarse a sabrosa vagancia cotidiana por riscos y breñas. Con su chaquetón al hombro en el verano, su montecristo de pardomonte en invierno, y siempre el pitillo tras la oreja, la chistera calada sobre el pañuelo, el paraguas colorado bajo el brazo y el libro grasiento en la faltriquera, recorría haciendo eses los senderos del país, sintiendo en la cabeza y en la sangre la doble efervescencia del aire puro y vivo de la montaña y de la libación de mosto o aguardiente hecha a los dioses lares de cada enfermo. La atmósfera candente, el cierzo glacial, las claras mañanas primaverales, las templadas noches, la borrasca, la bonanza, le tenían seco y oreado como un fruto de cuelga, como esas manzanas tabardillas cuya piel se arruga y contrae y adoba más que el mejor pergamino; y también, lo mismo que en ellas, la pulpa se concentraba guardando toda su virtud y sabor. No había viejo mejor conservado, más templado y rufo que el señor Antón: asegurábanlo las mozas trocando maliciosos guiños, y lo confirmaban los mozos haciendo con la mano alzada y el pulgar inclinado hacia la boca el ademán del que se atiza un buen traguete. Nunca se le encontraba que no estuviese bajo la alegre influencia del jarro, o del sol, que tenía la virtud de hacerle fermentar en las venas la reserva de espíritus alcohólicos. Entonces se desataba su locuacidad, y le gustaba sobre todo platicar con los curas o con los aldeanos viejos y duchos, en quienes, a falta de instrucción, la experiencia de una larga vida ha desarrollado cierta inteligencia práctica, haciéndoles depositarios del caudal del saber popular, ancho cauce de arena donde a trechos brilla alguna partícula de oro o algún diamante en bruto. El señor Antón tenía su filosofía allá a su modo, mitad bebida en tres o cuatro librotes viejos, en tomos descabalados de Feijóo, en el Desiderio y Electo, mitad inspirada por el espectáculo y la sugestión incesante de la madre naturaleza, de árboles y estrellas, ríos y nubes. En su cráneo estrecho y prolongado, verdadero cráneo céltico, bullían a veces viejas ideas cosmogónicas, bocetos confusos de panteísmo y restos de cultos y creencias ancestrales. Por lo cual, al meterse en honduras, solía decir muchos y muy peregrinos despropósitos, mezclados con dictámenes y sentencias que sorprendían al verlos salir de aquella boca plegada como la jareta de un bolsón, envueltas en vaho aguardentoso y subrayadas por la risa de polichinela que establecía inmediata comunicación entre su nariz y su barba.
Encontrándolo más alumbrado que de costumbre, moríase Perucho por tirarle de la lengua, y le seguía, llevando el dedo meñique enganchado en el de Manuela y columpiando el brazo a compás, por hábito inveterado de contacto cariñoso.
Chupaba el señor Antón su apestoso papelito, sumiendo la boca de tal manera que, más que con los labios, parecía aspirar el humo con la laringe. Al mismo tiempo iba filosofando sobre las enfermedades, la vejez y la muerte.
—Mire, señorito, que esto de estar enfermo (aquí un traspiés), le tiene su aquel, ¡carraspo! Lee uno en libros, a lo mejor, que el hombre es, como quien dice, un gusano, y viene la soberbia, y replica: —No, gusano, no, que yo tengooo (ahuecó la voz enfáticamente), ¡lo que no tiene un gusanoooo! Pero llega la enfermedad, maina mainita (y remedaba los movimientos del que se acerca muy cautelosamente a otro), y ya no se diferencia el verme del hombre… ¡carraspo! Porque díganme: ¿uso yo una navaja para estripar, con perdón, las tumificaciones de las vacas y otra para las personas humanas? No señor, que uso la misma, que aquí la llevo en el bolsillo (y se golpeaba con fuerza el pecho). El emplasto o la cataplasma, ¿se misturan de otro modo? ¡No señoooor! Y en vista de ello…
—¿Resulta, señor Antón, que a usted no le parece diferente un buey de un cristiano? ¿Eh? ¿Usted y yo valemos tanto como un jumento?
—No sea tan materialista, señorito, ¡carraspo!… Son poquitos los que se hacen cargo de estas cosas perfundas… ¡Hay que abrir el ojo! ¿Tiene ahí un misto? Se me apaga el condenado del pitillo. Estimando la molestia… Vamos al decir de que la gente como usted y como yo, y las bestias, dispensando vustedes, padecen de los mismos males, y en la botica no hay diferencias de remedios, y la vida se les viene y se les va del mismo modo, y todos pasan su tiempo de chiquillos, porque los perritos pequeños lloran y enredan como las criaturas, y luego a las personas humanas les llega la de andar tras de las mozas, y andan que tolean, y también los perros se escapan de casa para perseguir a las perras, con perdón, y las buscan, y riñen por causa de ellas, y las obsequian como los señoritos a las señoritas… ¡Carraspoo!
Al llegar a este punto el discurso del atador, Pedro soltó los dedos de Manuela para reír a carcajadas, y la montañesa le acompañó, sofocando la risa en la boca con la punta del pañuelo.
—Pero eso ya se sabe, señor Antón… ¡Vaya unas noticias que da! ¡Fresquitas!
—Poco y poco, poco y poco… (se ignora si el algebrista lo decía pensando en que el camino tenía muchas piedras y él más vino en el estómago, o siguiendo la ilación de su tesis trascendental). Vamos a la custión… Digo, señorito, y no miento: un hombre valerá, estamos conformes, más que los animales; pero poder… Vaya, poder, no puede más que un buey; y cuando le llega la de cerrar el ojo, aunque sepa más que el rey Salimón, lo cierra… y abur. ¿Lo cierra o no, señorito?
—Según y conforme… También los hay que se quedan con él muy abierto —murmuró Pedro para hacer rabiar al atador.
—Demasiado nos entendemos… —articuló este escupiendo, por el sitio en que algún día tuvo los colmillos, un chorro de saliva negruzca, cuya proyección cortó limpiándose el agujero de la boca con el dorso de la mano—. Señorito, escuche y perdone. ¡A lo que me da que pensar, carraspo! Esto del nacer, y del morir, y del enfermarse, y del comer, y del beber, ¡atención! (hizo aquí una ese más arqueada que ninguna), es un… un… un aquel que puede más que los animales y los hombres juntos, a modo de una endrómena muy grande, muy graaaande…
El algebrista tendía la mano y la giraba en derredor, señalando con amplio ademán circular la profundidad del valle de Ulloa, el anfiteatro de montañas que lo cierra, el río que espumaba cautivo en la hoz, todo lo cual se dominaba desde el sendero alto y escarpado. Pedro y Manuela, que habían vuelto a enganchar los dedos por instinto, miraban hacia donde apuntaba el viejo, tratando de comprender la idea rebozada en báquicos vapores que desde el cerebro del señor Antón descendía trabajosamente hasta su lengua.
—Tan grande —añadía extendiendo ya los dos brazos para mejor expresar la inmensidad—que me parece a mí, señorito, con perdón, que es tan grande como el mundo… ¡Más aún, carraspo!
—¿Más que el mundo? ¡Quieto, vino, quieto! —exclamó Pedro, significando que por boca del algebrista hablaba la borrachera.
—Más aún, sí señor. ¿De qué se pasma? Demasiado nos entendemos. Un hombre ha leído algo… ¿Tiene otro misto? Disimule.
—Ahí va la caja. ¿Conque se ha leído mucho?
Una sonrisa orgullosa dilató los plieguecillos de la consabida jareta.
El saber, como dijo el otro, no ocupa lugar… No se burle, señorito, no se burle… Demasiado tendrá usted leído lo que llaman el Treato… el Trato…
—¿Alguna comedia?
—¡Comedia! Lo compuso un fraile, hablando con respeto… un fraile de esta tierra, con más sabiduría que todos los de España y del mundo entero juntos… Pues allí dice, ¡sí, señorito!, que las estrellas del cielo son como nosotros… ¡con perdón!, como este universo mundo de acá… y que también allí nacen, y mueren, y comen, y andan atrás de las muchachas…
Al llegar aquí guiñó picarescamente el algebrista el ojo izquierdo a la bóveda celeste, y como si obedeciese a un conjuro, el hermoso lucero de Venus comenzó a rielar con dulce brillo en el sereno espacio.
—¡Hay que desengañarse, hay que desengañarse! —prosiguió el viejo moviendo la cabeza, que, al oscilar sobre el seco pescuezo, parecía una pasa pronta a desprenderse del rabo. Por muchas vueltas que se le dé, esta cosa grande, grande, grandísima (y reiteraba el ademán de abarcar todo el valle con los brazos), puede más que vusté, y que yo, y aquel, y que todos, ¡carraspiche! Yo me muero, verbo en gracia; bien, corriente, sí señor; ¿y después? La cosa grande se queda tan fresca. Yo me divertí mis carnes; pero de yo ya propiamente no soy nada; se crían repollos, y patatas, y ortigas, y toda clas de hortalizas… ¿me entiende?
—¿También de mi cuerpo se han de criar repollos? —preguntó Manolita.
—Y ¡juy juy! —relinchó el algebrista, trompicándose en una piedra por culpa del arrechucho de galantería que le entró—. Del cuerpo de las señoritas buenas mozas se criará espliego, rositas de Mayo…
Adoptando de nuevo su gravedad filosófica, añadió:
—Pero no se ponga hueca… Le es igual… igualito… ¿Qué más tiene volverse chirivía o malva de olor?, carrás… Quiérese decir que las estrellas del cielo, y las tierras, y el mainzo, y el cuerpo de vusté, y el mío, y el del Papa, con perdón, y el espliego, y los repollos, y las vacas, y los gatos, es todito lo mismo, disimulando vusté, y no hay que andar escoge de aquí y escoge de allí… Todo lo mismo señorita, todo lo mismísimo… ¡La cosa grande!
Al llegar aquí de su perorata le besó un canto en la espinilla, y llevose la mano a la pierna, exhalando un ay doliente; pero al punto mismo, después de refregarse la parte dolorida y tirar con rabia del cigarro, que se apagaba de vez, volvió a su tema, balbuciendo con lengua todavía más estropajosa:
—La co… la cosa grande… se ríe de todo, sí, señor, de todo… Allá anda, carraspo… haciendo la burla a quien nace… y a quien muere… y a los que buscamos las mo… mozas… de rumbo… ¡juy! La cosa… g… gran… no nació en jamás… ni se ha de morir… Buena gana tiene… A cada a… ño… está… más… fres… frescachona… ¡juy!, vivan las rap… rapazas… ¡Arde, cigarro, arde, condenado, si quieres, que… te… par… to…!
—Echemos por las viñas, Manola —dijo Pedro a su compañera—. El algebrista va hoy como un templo. Ya no se le sacan del cuerpo sino barbaridades.
—¿Y si tropieza y cae al río?
—¡Qué disparate! Estaría muerto ya un millón de veces, mujer, si fuese capaz de caerse. Anda así toda la santa vida.
Libres ya del atador, tomaron un sendero más practicable, que por entre tierras labradías y viñedos conducía al gran castañar del solariego caserón de Ulloa. Aunque la luna, en cuarto creciente, dibujaba ya sobre el cielo verdoso una fina segur, todavía la claridad del crepúsculo permitía registrar bien el paisaje; pero al ir entrando bajo la tenebrosa bóveda formada por el ramaje de los castaños, se encontró la pareja envuelta en la oscuridad, y en no sé qué de pavoroso y sagrado, y fresco y solemne, como el ambiente de una iglesia. El suelo estaba seco y mullido, como suele estar en verano el de los bosques, y el pie lo hollaba con placer. No se oía más ruido que el rumor de las hojas, melodioso como una música distante de la cual apenas se percibe el acompañamiento. Instintivamente, Pedro y Manuela se aproximaron el uno al otro, y sus dedos se engancharon con más fuerza; pero el sentimiento que ahora los unía no era el mismo que allá en la gruta, sino una especie de comunión de los espíritus, simultáneamente agitados, sin que ellos mismos lo comprendiesen, por las ideas de muerte, de transformación y de amor, removidas en la grosera plática del vejete borracho.
—¡Perucho! —murmuró ella alzando el rostro para mirar el de su compañero, que en aquella sombra veía pálido y sin contornos.
—¿Qué quieres? —contestó él sacudiéndole el brazo.
—¿Qué me dices de todo eso?… ¡Cuántas bobadas echó por aquella boca el señor Antón!
—Está peneque, y chocho además.
—¿Me volveré yo rosa? ¿Malvita de olor?
—No tienes que volverte… Ya Dios te dio rosa y clavel y cuantas flores hay.
—No empieces a meterte conmigo… ¡Qué me enfado! ¿Y eso que dice de una cosa muy grande, que está en el cielo, y en la tierra, y en todos los sitios?
—Muchos ratos también se me pone a mí aquí —murmuró Pedro deteniéndose y señalando a la frente—que hay una cosa muy grande… ¡y tan grande!… Mayor que el cielo. ¿Sabes dónde, Manola? ¿A que no lo aciertas?
—¿Yo qué sé? ¿Soy bruja o echo las cartas como la Sabia?
El mancebo le tomó la mano, y la paseó por su pecho, hasta colocarla allí, donde, sin estar situado el corazón, se percibe mejor su diástole y sístole.
—Aquí, aquí, aquí —repitió con ardiente voz, oprimiendo como para deshacerla la mano morena y fuerte de la muchacha, que se reía, tratando de soltarse.
—Majadero, brutiño, que me lastimas.
La soltó y ella siguió andando delante en silencio. De cuando en cuando se percibía entre las hojas el corretear de una liebre, o resonaba el último gorjeo de un ave. A lo lejos arrullaban roncamente las tórtolas, bien alimentadas aquellos días con los granos caídos en los surcos del centeno. También se escuchaba, dominando la sinfonía con sordina del follaje, el gemido de los carros que volvían cargados de haces de mies a las eras.