—Carvalho, le he avisado cien veces. Conviene que se lea el código y las normas de comportamiento de los investigadores privados. Ustedes tienen unos límites. Ustedes no son autónomos, no pueden usurpar las funciones policiales. Investigue el robo de la fórmula del litines, leche, pero no se meta donde no le llaman. ¿En qué anda metido ahora?
—Una mujer que se marchó de viaje, ligó con un extranjero, les persiguieron por eso y yo traté de sacarla del lío.
—¿Lo ve? Eso es correcto. Y casos así los puede tener a montones, porque usted es un buen profesional. ¿Por qué se mete donde no le llaman? No es el primer caso de licencia que desaparece. le advierto por última vez.
—¿Puedo marcharme?
—Puede. Si quiere le acompañamos a su despacho.
Carvalho agradeció la invitación, pero quería salir cuanto antes de aquella casa de la muerte, de la muerte por debajo de todas las sospechas, como si la muerte no fuera un final en sí misma. Contreras aún tuvo tiempo de cerrar el caso.
—Lo de Celia Mataix fue un crimen de bolleras.
Carvalho asintió.
—De la Donato tenemos ficha. De esta desgraciada, no.
—No se la hagan ahora. Para lo que les serviría.
Contreras se puso rígido.
—A los muertos no les hacemos ficha.
Juego limpio.
Había hecho aquella ruta por primera vez en mayo de mil novecientos sesenta y algo y de pronto descubrió el olor del azahar, algo que hasta entonces sólo había sido una referencia literaria, un fragmento de lenguaje obsoleto de su infancia, flor de azahar, agua de flor de azahar, palabras tan propias de un perdido universo de sensaciones como las personas que las pronunciaban, su abuela, su tía abuela, primas lejanísimas, ceregumil, agua del carmen, melisana, linimento Sloan. Aquel aroma que se encaramaba sobre las tapias de Benicarló anochecido y se hacía océano nocturno rumbo a Sagunto era de flor de azahar, porque mayo traía las flores, como abril las lluvias y agosto el calor. Descubrir la supervivencia de la flor de azahar en la España que empezaba a pudrirse y, sobre todo, descubrir que aquel aroma tenía abundantes posibilidades de ser inmortal, fue para Carvalho la principal sensación de aquel viaje en el que la muchacha hacía el amor con los ojos cerrados y los gemidos le iban por dentro, jamás por fuera, a pesar de que era mayo, estaban en la ruta del sur y los dos habían leído que el sur era aquel lugar del que nadie quiere regresar. Aunque ya estaba entonces al borde de la treintena, Carvalho desconocía cómo son los naranjales o los encinares y la sorpresa que empezó a recibir a partir de la desembocadura del Ebro y que, años después, se reproduciría en Castilla y Extremadura, fue la tenacidad del árbol para luchar pasivamente contra la criminalidad del hombre. Le emocionó la materialidad concreta del naranjal al otro lado del espejo de la Geografía de España o de las novelas de Blasco Ibáñez. Y durante años, el anuncio de mayo era la repetición del viaje hacia el sur al alcance de fines de semana de tres días: el sur del mar Menor, la barra de entremares, las dunas, los pueblos muertos que apenas parpadeaban entonces ante los primeros turismos que llegaban del norte del universo, acostumbrados pueblos al espectáculo de los viajeros de Cartagena, con un pañuelo con cuatro nudos en la cabeza, faldas o pantalones subidos, silla de enea con las cuatro patas en el agua y los pies desnudos que juguetean con un mar cálido que se lleva el espíritu del reuma. Desde Alicante al mar Menor se reunía el primer calor de España, calor de mayo, sol de mayo, mar de mayo, un anticipo del esplendor del verano, doradas en su sal, vinos rojos de sangre de Jumilla necesariamente fríos, calderos de arroz y alioli, arroz con costra en Elche, embutidos aromatizados por la matalahúva, flor de anís. A medida que se encallecían las pupilas de Carvalho, empezaron a espaciarse las huidas hacia el sur o quizá las muchachas se habían hecho mujeres rosas de Alejandría, coloradas de noche, blancas de día, sin apenas tiempo para el orgasmo de escapada entre dos citas, dos tiendas, dos explicaciones. Pero Carvalho tendía a cargar con toda la responsabilidad de la última larga ausencia de siete años y de su complicidad en la muerte del horizonte, emparedado por los bloques de apartamentos que amurallan el Mediterráneo desde Rosas a Marbella. Se detuvo en Benicasím, muerto de tristeza y con presentimiento de cansancio y de noche, para contemplar los torreones que descendían hacia la Plana, rascaleches más altos que los cerros, tapiados mares. La alta autopista le permitía comprobar la destrucción del horizonte marino entre la consolación de los naranjales indestructibles por su propia conciencia de rendimiento. El hombre sólo respeta lo que le enriquece. Pero también es capaz de cultivar flores que no se come ni vende o de amar animales a los que no teme ni devora, de alimentar palomas urbanas, gatos callejeros o de cegar canarios para que canten creyendo que han nacido para cantarle y no para ver cara a cara el riesgo de la libertad. Si poseyera el don del lenguaje, se dijo Carvalho, escribiría poemas y libros de filosofía, de pequeña filosofía, de filósofo de café en un mundo en el que ya no quedaban cafés. En cuanto llegara al mar Menor y localizara a Teresa, quería tirarle a los pies aquella conciencia de fracaso que llevaba encima, aquella lápida compartida con todos los que habían muerto en las últimas tres semanas, desde Celia Mataix a la madre de Marta, pasando por el padre de Archit y el gángster de madame La Fleur. De aquel mundo lleno de sepulturas, sólo escapan las siluetas fugitivas de la holandesa y el "pocavergonya", de Archit y Teresa, vividores por cuenta ajena entre gentes condenadas a morir, y quería decirle a aquella malcriada que con ella había viajado la muerte y que había ido derribando vidas como fichas de dominó, con tal de salirse con la suya, y que la suya era un estúpido final de ligue en una playa de invierno llena de rascacielos deshabitados, entre dos mares afectados por distintos ritmos de agonía. Pero cada vez le era más difícil pensar, imaginar y conducir con los ojos de plomo abiertos, ojos que le escocían, que se refugiaban en la madriguera de los párpados para saltar de las órbitas aterrados por el bandazo del coche súbitamente ciego. Decidió buscar una zona de parking y dormir el tiempo necesario hasta que el cuerpo recuperara el poder de moverse y perdiera la condición de ser movido. Durmió intensamente, babeantemente, expulsando de los ojos los tumores enquistados del cansancio por todo lo que había visto sin poder cerrarlos y, por la nariz, los aires acondicionados de los aviones y los aeropuertos y los cementerios que llevaba en el alma. Se despertó entrada la noche, se secó con el reverso de la mano la baba que le colgaba de la boca, una baba atabacada, enrarecida, como el líquido amarillo que se les escapa a los muertos por la comisura de los labios. El cuerpo necesitaba líquido y bebió dos botellas de agua mineral en el bar de la última área de servicio de la autopista antes de llegar a Valencia. Atravesó la ciudad solitaria y buscó el reencuentro con la interrumpida autopista, entre un espectáculo de enfangada desolación por las recientes inundaciones que le revelaba la luna. Bordeó los palmerales de Alicante, Santa Pola, Guardamar y cuando el sol, recién llegado de Koh Samui, silueteó la torre del moro de Torrevieja, Carvalho estaba por encima de su propia depresión y hacía proyectos para el futuro. Apalabrar un buen caldero en los merenderos de la entrada de Palos, darle su merecido a Teresa y terminar el viaje morado de caldero y litros de Jumilla en la habitación de cualquier hotel. A partir de San Javier, empezó a bordear la orilla interior del mar Menor frente a un horizonte de tierras bajas, molinos de viento y el costurón rojizo y cárdeno de las montañas amontonadas sobre el litoral de Escombreras y la zona minera de la Unión. detuvo el coche junto al mar dormido, se quitó los zapatos, los calcetines, se subió los pantalones, se metió en el mar hasta que las aguas le llegaron a las rodillas y comprobó que había llegado al invierno real, que nada ni nadie le proporcionaría la piadosa mentira de verano. Luego pasó de largo la entrada a la barra de entremares y fue en busca del primer merendero en el que se desperezaban las sillas de tijeras y las hijas del dueño con las escobas en las manos. El padre estaba en la subasta de pescado de Palos y ellas lo más que podían hacer por Carvalho era asarle unas sardinas frescas y abrirle una botella de Jumilla tinto frío, quince grados de temperatura metafísica. Carvalho pidió pan, tomate, sal y aceite y se convirtió para las muchachas en un espectáculo equivalente al que había sido para la thailandesa del almacén de Bangkok.
—¿Y eso que hace usted, qué es?
—Pan con tomate.
—¿Y eso se come?
—Y está muy bueno.
—A mí, esto me suena a catalán.
Corroboró Carvalho la presunción e invitó a las muchachas a que lo probaran, mereciendo agradecimiento y respeto, pero no solidaridad. Llegó el dueño del merendero con un cajón lleno de peces "tuttifruti" y Carvalho le apalabró un caldero para las dos con la condición de que no abusara del mujol y lo combinara con polla de mar, araña, rata y pajel si fuera menester, porque el mujol era demasiado graso.
—Puede que sea graso, pero no hay otro como el mujol para el caldero. Ahora los señoritos se han inventado un caldero de ricos en el que se puede echar hasta langosta, pero en sus orígenes el caldero se hacía con morralla, ñoras, tomates y mucho ajo y bien bueno que estaba y bien barato.
—Hágalo como usted quiera o sepa, pero que no todo sea mujol.
—Allá usted.
Retomó Carvalho el coche, desanduvo lo andado y empezó el recorrido por los hoteles que permanecían abiertos en busca de Teresa y Archit. Por fin, en el Galúa asumieron que allí se hospedaba una señora con un acompañante japonés y que ella respondía al nombre de Teresa Marsé, pero no estaban en aquel momento en el hotel. Habían salido de mañana, muy temprano, para ver la subasta de pescado en Palos y luego, quién sabía, aunque habían pedido toallas de baño, si no con la esperanza de bañarse, sí con la de tomar el sol hacia el mediodía, porque aquí el sol pica, incluso en invierno si el día está claro.
—¿Adónde pueden haber ido para tomar el sol?
—Vaya usted por la Manga hacia adelante hasta que deje de ver urbanizaciones y edificios altos, más allá del puente y de la casa con jardín y embarcadero que verá a su izquierda. La gente que quiere tomar el sol en solitario suele ir más allá y en esta época del año no le será difícil encontrarles. No son muchos los que se atreven. Por cierto que no es usted el primero en preguntarme por ellos.
El recepcionista no se explicó el porqué de la alarma que había aparecido en el rostro de aquel hombre.
—¿Alguien le ha preguntado por ellos?
—Sí. Otro japonés y no hace mucho. Me ha preguntado por el señor y por la señora y le he dicho lo mismo que le he dicho a usted.
—¿Puede describirme al que ha preguntado por ellos?
—Era un hombre fuerte, con bigote, chino o japonés desde luego, bueno también puede ser mongol porque por aquella parte todos son iguales y llevaba un sombrero negro.
—¿Un sombrero normal?
—Sí, un sombrero de ala, normal, un sombrero, en fin.
Luego Carvalho, en la soledad de su coche zumbante entre las dunas y las urbanizaciones, se reprocharía la pregunta del sombrero. Le recordaba la que había hecho cuando había comprado la casa de Vallvidrera. Después del inventario de todo lo que entraba en la operación de venta, desde los muebles hasta el tejado, le entró una extraña angustia, una sensación de que algo faltaba y preguntó:
—¿Y las bombillas?
—¿Cómo dice usted?
—Las bombillas, ¿el precio también incluye las bombillas?
Aunque fue tomado como una humorada, era una pregunta cargada de ansiedad objetiva. Carvalho no dejaba respirar el pedal del acelerador. El coche se aprovechaba de la soledad de la carretera, panceaba sobre los badenes, ignoraba las señales de precaución y, aunque el instinto de conservación le incitaba a negar la posibilidad de que la sombra de "Jungle Kid" cruzara las tierras y los mares para proyectarse en aquel remanso del cabo de Palos, lo cierto es que hizo caer la tapa de la guantera y se tranquilizó cuando comprobó que allí seguía la pistola Luger. Se cumplía la descripción del paisaje hecha por el recepcionista. De pronto reaparecían las dunas, se acercaban los dos mares, se cruzaba un puente al lado de una suficiente villa con embarcadero y jardín y la soledad de la playa invitaba a detener la lógica de la máquina, a echar pie a tierra y surcar las arenas.
Les vio sobre una duna en declive, a pocos metros del vaivén de las aguas frías del Mediterráneo abierto, de espaldas a las aguas tibias del mar Menor cerrado. Ella estaba recostada en la arena, con blusa, pero sin faldas y la cabeza del hombre reposaba sobre su regazo para ser acariciada por una mano femenina al ritmo del oleaje. Pero desde la perspectiva de Carvalho se veía que no estaban solos. Hacia su duna avanzaba el corpachón poderoso e irremediable de un hombre cubierto con un sombrero. Carvalho bajó del coche, pero volvió hacia él para sacar de la guantera la pistola, quitarle el seguro y empuñarla antes de iniciar una carrera hacia la escena que se avecinaba. Vio al ralentí como el hombre del sombrero detenía su marcha y levantaba los brazos apuntando a la pareja con un fusil y Carvalho gritó el nombre de Teresa con todas sus fuerzas, un nombre que se convirtió en una piedra de palabras que descompuso el equilibrio humano del paisaje. Teresa se recogió sobre sí misma, Archit se puso de pie de un salto, el hombre del sombrero se volvió hacia Carvalho para enseñarle por un momento su rostro de "Jungle Kid" con los ojos fruncidos por la decisión y luego volverse de nuevo hacia la pareja y apuntarla. Archit abrió los brazos y cubrió con su delgado cuerpo de muchacho el de Teresa, para recibir un balazo que le hizo encogerse, doblarse hacia adelante, caer desarticulado. Carvalho disparó y la bala levantó arena de duna unos metros más allá de "Jungle Kid", que se revolvió y disparó contra Carvalho para luego echar a correr en dirección a un coche que le esperaba. Carvalho se dio a sí mismo la orden de pasarse una mano por la frente y luego la contempló llena de sangre. No le dolía, pero sabía que le habían dado. Echó a correr hacia la Piedad compuesta por una estridente Teresa Marsé que lloraba e insultaba acunando el cuerpo de Archit sobre la arena y, cuando vio llegar a Carvalho, tardó en reconocerle por encima de una barrera de odio y de temor. Carvalho estaba marcado. Se arrodilló junto a Archit, le tumbó sobre la arena, se enfrentó al espectáculo de sus ojos que divagaban por el cielo en busca de un asidero para no caer en el pozo de la muerte. Carvalho miró hacia el cielo en la esperanza de poder ayudar a Archit a encontrar el asidero, desentendidos los dos de los sabios sollozos desgarradores de la mujer. Pero en el cielo sólo había bandadas de pájaros fugitivos por los disparos de los hombres y Carvalho se creyó en la obligación de sacar de dudas a Archit.