A unos pocos cientos de metros al oeste había las huellas de un antiguo dique. Cugel pensó en inspeccionarlo, pero apenas había dado tres pasos cuando Firx clavó sus garras en su hígado. Cugel hizo girar agónicamente sus ojos, invirtió la dirección de su marcha y echó a andar hacia el este a lo largo de la orilla.
No tardó en sentir hambre, y se acordó del conjuro proporcionado por Iucounu. Recogió un trozo de madera arrojado por el mar y lo frotó con la tablilla, esperando verlo transformarse en una bandeja de apetitosos alimentos o un faisán asado. Pero la madera simplemente se ablandó hasta adquirir la textura del queso, reteniendo el olor y el sabor de la madera que ha estado mucho tiempo sumergida en agua salada. Cugel comió, tragando con esfuerzo. ¡ Otro punto contra Iucounu! ¡ Lo que iba a tener que pagar el Mago Reidor!
El globo escarlata del sol se deslizó cruzando el cielo meridional. La noche se aproximaba, y finalmente Cugel llegó a un lugar habitado por humanos: un tosco poblado junto a un pequeño río. Las chozas eran como nidos de pájaro de barro y cañas, y olían atrozmente a basura y suciedad. Entre ellas vagabundeaba una gente tan poco atractiva como sus moradas. Eran achaparrados, embrutecidos y obesos; su pelo era una hirsuta maraña amarilla; sus rasgos meras protuberancias. Su único atributo digno de ser notado —por el que Cugel sintió un intenso e instantáneo interés— eran sus ojos: unos hemisferios violeta aparentemente ciegos, similares en todos sus aspectos al objeto pedido por Iucounu.
Cugel se aproximó cautelosamente al poblado, pero sus habitantes demostraron muy poco interés hacia él. Si el hemisferio ansiado por Iucounu era idéntico a los ojos violeta de aquella gente, entonces una de las incertidumbres básicas de la misión quedaba resuelta, y procurar la lentilla violeta se convertía sólo en un asunto de táctica.
Cugel hizo una pausa para observar a los habitantes del poblado, y descubrió lo suficiente como para desconcertarle. En primer lugar, no se comportaban como los hediondos simplones que eran, sino con una notable dignidad y una altanería que rozaba a veces la arrogancia. Cugel observó sin comprender: ¿acaso eran una tribu de viejos chochos? En cualquier caso, no parecían representar una amenaza, y avanzó por la avenida principal del poblado, caminando con cuidado para evitar los más putrefactos montones de porquería. Uno de los habitantes se dignó entonces reparar en él y le interpeló con una voz gruñente y gutural:
—Bien, señorito, ¿qué quieres aquí? ¿Por qué rondas las afueras de nuestra ciudad de Smolod?
—Soy un viajero de paso —dijo Cugel—. Solamente busco ser orientado a la posada, donde pueda encontrar comida y alojamiento.
—No tenemos posada; los viajeros de paso son desconocidos para nosotros. De todos modos, eres bienvenido a compartir nuestra abundancia. Un poco más adelante hay una casa con comodidades suficientes para que puedas sentirte a gusto en ella. —El hombre señaló una choza a punto de desmoronarse—. Puedes comer cuanto quieras; simplemente entra en el refectorio que hay más allá y selecciona lo que más te apetezca; no hay límite en Smolod.
—Te doy mis más expresivas gracias —dijo Cugel, y hubiera seguido hablando, pero su interlocutor seguía ya su camino.
Cugel entró cautelosamente en la choza y, tras un poco de trabajo, consiguió limpiar la suciedad más escandalosa y arreglar un sitio para dormir. El sol rozaba ahora el horizonte y Cugel se dirigió hacia la especie de cobertizo que había sido identificado como el refectorio. La descripción del hombre de una abundancia disponible, como Cugel había sospechado, no era más que una hipérbole. A un lado del cobertizo había un montón de pescado ahumado, al otro una tinaja conteniendo lentejas mezcladas con diversas semillas y cereales. Cugel llevó una porción a su choza, donde cenó lúgubremente.
El sol se había puesto; Cugel salió para ver lo que ofrecían los habitantes del poblado a guisa de entretenimiento, pero encontró las calles desiertas. En algunas de las chozas ardían lámparas, y Cugel, mirando por entre las rendijas, vio a sus ocupantes cenando pescado ahumado o enzarzados en conversación. Regresó a su choza, encendió un pequeño fuego contra el frío de la noche y se dispuso a dormir.
Al día siguiente Cugel renovó su observación del poblado de Smolod y su gente de ojos violeta. Nadie, observó, iba a trabajar, ni parecía haber campos cultivados cerca. El descubrimiento hizo que Cugel se sintiera poco satisfecho. A fin de conseguir uno de los ojos violeta, podía verse obligado a matar a su propietario, y para eso era esencial verse libre de interferencias inoportunas.
Hizo algunos ensayos tentativos de conversación con los habitantes del poblado, per4 le miraron de una forma que muy pronto empezó a poner a prueba la ecuanimidad de Cugel: ¡era casi como si ellos fuesen los graciosos señores y él el hediondo patán!
Por la tarde se dirigió hacia el sur, y casi a un par de kilómetros a lo largo de la orilla llegó a otro poblado. La gente era muy parecida a los habitantes de Smolod, pero sus ojos tenían una apariencia normal. Eran a todas luces industriosos; Cugel les observó mientras pescaban y cuidaban los campos.
Se acercó a un par de pescadores que regresaban al poblado, con su pesca al hombro. Se detuvieron, observando a Cugel sin demasiada benevolencia. Cugel se presentó como un viajero de paso e inquirió respecto a las tierras del este, pero los pescadores confesaron su ignorancia excepto del hecho de que la tierra era yerma, lúgubre y peligrosa.
—Soy huésped del poblado de Smolod —dijo Cugel—. Encuentro a su gente agradable, pero algo extraña. Por ejemplo, ¿por qué sus ojos son como son? ¿Cuál es la naturaleza de su aflicción? ¿Por qué se comportan con esa seguridad aristocrática en sí mismos y esa suavidad de modales?
—Los ojos son lentillas mágicas —afirmó el más viejo de los pescadores como de mala gana—. Permiten ver el sobremundo; ¿por qué sus portadores no deberían comportarse como señores? Así lo haré yo cuando muera Radkuth Vomin, porque heredaré sus ojos.
—¡Por supuesto! —exclamó Cugel, maravillado—. ¿Pueden esas lentillas mágicas desprenderse a voluntad y ser transferidas a quien desee su poseedor?
—Pueden, pero ¿quién cambiaría el sobremundo por esto? —el pescador hizo un gesto con el brazo abarcando el triste paisaje—. He estado porfiando durante mucho tiempo, y por fin es mi turno de probar las delicias del sobremundo. Después de eso no hay nada, y el único peligro es morir por un exceso de felicidad.
—Muy interesante —observó Cugel—. ¿Cómo puedo cualificarme para obtener un par de esas lentillas mágicas?
—Esfuérzate como hacen todos los demás en Grodz: pon tu nombre en la lista, luego porfía para proporcionar a los señores de Smolod todo lo que necesitan para vivir. Treinta y un años me he pasado sembrando y recolectando lentejas y pescando y secando la pesca sobre lentos fuegos, y ahora el nombre de Bubach Angh está en la cabeza de la lista, y tú debes hacer lo mismo.
—Treinta y un años —murmuró Cugel—. La duración del período es digna de tener en cuenta.
Y Firx se agitó inquieto, causando no poca incomodidad al hígado de Cugel.
Los pescadores prosiguieron hacia su poblado de Grodz; Cugel regresó a Smolod. Allá buscó al hombre con el que había hablado a su llegada al poblado.
—Mi señor —dijo Cugel—, como sabes, soy un viajero de lejanas tierras, atraído hasta aquí por la magnificencia de la ciudad de Smolod.
—Comprensible gruñó el otro—. Nuestro esplendor no puede hacer sino inspirar emulación.
—¿Cuál es la fuente de las lentillas mágicas?
El viejo volvió sus hemisferios violeta hacia Cugel como si le viera por primera vez. Habló con voz hosca.
—Es un asunto del que no nos gusta hablar, pero no hay peligro en hacerlo, puesto que el tema ha sido planteado. En un tiempo remoto el demonio Under—Herd envió sus tentáculos por toda la Tierra, cada uno de ellos rematado por una lentilla. Simbilis el Décimosexto venció al monstruo, que tuvo que regresar a su submundo, y las lentillas quedaron detrás. Cuatrocientas doce de esas lentillas fueron reunidas y traídas a Smolod, que por entonces eran tan espléndida como se me aparece ahora a mi. Sí, me doy cuenta que no veo más que una ilusión, pero también puedo decir que te ocurre a ti, y ¿quién es capaz de afirmar cuál de las dos es real?
—Yo no miro a través de unas lentillas mágicas —dijo Cugel.
—Cierto. —El viejo se alzó de hombros—. Es un asunto que prefiero pasar por alto. Recuerdo vagamente que vivo en una pocilga y devoro la peor de las comidas…, pero la realidad subjetiva es que vivo en un glorioso palacio y ceno espléndidas viandas entre los príncipes y las princesas que son mis pares. Eso se explica así: el demonio Under—Herd miraba desde el submundo a éste; nosotros miramos desde éste al sobremundo, que es la quintaesencia de las esperanzas humanas, anhelos visionarios y sueños beatíficos. Nosotros que vivimos en este mundo…, ¿cómo podemos pensar en nosotros mismos de otra forma que como espléndidos señores? Eso es lo que somos.
—Inspirador —exclamó Cugel—. ¿cómo puedo obtener un par de esas lentillas mágicas?
—Hay dos métodos. Under—Herd perdió cuatrocientas catorce lentillas; nosotros controlamos cuatrocientas doce. Dos nunca fueron halladas, y evidentemente están en las profundidades del océano. Eres libre de buscarlas y quedártelas. El segundo medio es hacerte ciudadano de Grodz, y procurar a los señores de Smolod su subsistencia hasta que uno de nosotros muera, como solemos hacer no demasiado infrecuentemente.
—Tengo entendido que un tal Señor Radkuth Vomin está enfermo.
—Sí, lo está. —El hombre señaló hacia un viejo barrigudo de babosa boca colgante que permanecía sentado en medio de la porquería delante de su choza—. Puedes verlo allí tomando el sol en el jardín delantero de su palacio. El Señor Radkuth se dedicó a una serie de excesos lujuriosos que lo han agotado, pero nuestras princesas con las creaciones más encantadoras de la inspiración humana, del mismo modo que yo soy el más noble de los príncipes. Pero el Señor Radkuth libó en ellas demasiado copiosamente, y en consecuencia sufre ahora las inevitables mortificaciones. Es una lección para todos nosotros.
—¿Quizá pudiera hacer algún arreglo especial para obtener sus lentillas? —aventuró Cugel.
—Me temo que no. Tienes que ir a Grodz y esforzarte como hacen los demás. Como hice yo, en una existencia anterior que ahora me parece lejana y nebulosa… ¡Y pensar que sufrí tanto tiempo! Pero eres joven; treinta o cuarenta o cincuenta años no son demasiado tiempo para esperar.
Cugel apoyó la mano en su abdomen para aquietar las temerosas agitaciones de Firx.
—En tanto tiempo incluso el sol puede haberse apagado. ¡Mira! —Señaló mientras una sombra negra cruzaba el sol y parecía dejar una momentánea costra oscura en su superficie—. ¡Ya empieza a vacilar!
—Eres demasiado aprensivo —afirmó el otro—. Para nosotros los señores de Smolod, el sol nos obsequia con una radiación de exquisitos colores.
—Puede que eso sea cierto por el momento —dijo Cugel—, pero cuando el sol se oscurezca definitivamente, ¿entonces qué? ¿Sentiréis igual deleite en la oscuridad y el frío?
Pero el viejo ya no le escuchaba. Radkuth Vomin había caído de costado en el lodo y las inmundicias, y parecía estar muerto.
Jugueteando indeciso con su cuchillo, Cugel fue a mirar el cadáver. Un hábil corte o dos, apenas el trabajo de un momento…, y habría conseguido su objetivo. Se inclinó, pero el fugitivo momento ya había pasado. Otros señores del poblado se habían acercado y echaron a Cugel a un lado; Radkuth Vomin fue alzado y transportado del modo más solemne al hediondo interior de su choza.
Cugel contempló pensativamente desde el umbral, calculando las posibilidades de este ardid y ese otro.
—¡Que traigan luces! —entonó el más viejo—. ¡Dejemos que un último fulgor rodee al Señor Radkuth en su catafalco incrustado de joyas! Que el dorado clarín suene en las torres; que las princesas vistan ropas de brocado; que sus trenzas oscurezcan los rostros del deleite que el Señor Radkuth tanto amó. ¡Y ahora velemos! ¿Quién custodiará el catafalco?
Cugel avanzó unos pasos.
—Apreciaría un tal honor.
El viejo agitó la cabeza.
—Éste es un privilegio reservado a sus pares. Señor Maulfag, Señor Glus: quizá vosotros dos podrías actuar en este sentido.
Los dos nombrados se acercaron al banco sobre el que reposaba el cuerpo del Señor Radkuth Vomin.
—Ahora —declaró el viejo— deben pronunciarse las exequias, y las lentillas mágicas transferidas a Bubach Angh, el más merecedor caballero de Grodz. ¿Quién, de nuevo, notificará esto al caballero en cuestión?
—De nuevo ofrezco mis servicios —dijo Cugel—, aunque sólo sea para pagar de alguna manera la hospitalidad de la que he gozado en Smolod.
—¡Bien hablado! —entonó el viejo—. Así pues, parte raudo hacia Grodz; regresa con ese caballero que, gracias a su fe y a sus devotos esfuerzos, ha merecido tal promoción.
Cugel hizo una inclinación de cabeza y echó a correr por los yermos parajes en dirección a Grodz. Al acercarse a los primeros campos cultivados empezó a avanzar más cautelosamente, moviéndose entre los matorrales y los arbustos, hasta que finalmente encontró lo que estaba buscando: un campesino removiendo la húmeda tierra con una azada.
Cugel se arrastró silenciosamente y le golpeó con una retorcida raíz a modo de maza. Le despojó de sus mejores ropas, el sombrero de cuero, las polainas y los zapatos; con el cuchillo le cortó la recia barba color paja. Lo tomó todo y echó a correr a largas zancadas de vuelta a Smolod, dejando al campesino tendido inconsciente y desnudo en el barro. En un lugar abrigado se vistió con las ropas robadas. Examinó la barba cortada con una cierta perplejidad, y finalmente, atando entre sí mechones del recio pelo pajizo, consiguió unir los suficientes para formar una aceptable barba falsa. Metió el pelo que le sobró bajo el ala del sombrero, dejando que asomara.
El sol se había puesto ya; un crepúsculo color ciruela oscurecía el paisaje. Cugel regresó a Smolod. Ante la choza de Radkuth Vomin parpadeaban lámparas de aceite, y las deformes y obesas mujeres del poblado gemían y gruñían.
Cugel avanzó cautelosamente, preguntándose qué era lo que se esperaba de él. En cuanto a su disfraz, podía probar ser efectivo o no. Hasta qué punto engañaban la percepción las lentillas violeta era un asunto dudoso; no podía hacer otra cosa más que intentarlo.