Los ojos amarillos de los cocodrilos (24 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Inclinó la cabeza hasta el suelo de cemento y se dejó caer en una infinita plegaria.

* * *

Marcel Grobz había instalado sus oficinas en el número 75 de la avenida Niel. No lejos de la place de l'Étoile, no muy lejos tampoco del bulevar periférico. Un lado pasta, otro palacio, se pavoneaba con René cuando enseñaba sus dominios en los que entra un céntimo y salen diez euros.

Había comprado, hacía años, un edificio de dos plantas en un patio empedrado, cubierto por una enredadera que dibujaba círculos y guirnaldas. Había sentido un flechazo. El joven Marcel Grobz buscaba un sitio fresco y burgués para alojar su empresa. ¡Dios!, había exclamado viendo el lote que le proponían por una bagatela, esto sí que va a dar buena impresión, más contento que un piojo en la cabeza de un tiñoso. Esto parece un convento de carmelitas. Aquí se me hablará con respeto, y se esperará si me retraso un poco en los pagos. Este sitio rezuma bienestar, sabor provinciano, negocio honesto y próspero.

Lo había comprado todo: el edificio y los talleres, el patio y la enredadera, y las antiguas caballerizas de ventanas rotas que había renovado para hacer de ellas locales complementarios.

Fue allí, en el número 75 de la avenida Niel, donde su empresa había comenzado el despegue.

Fue allí también donde, un buen día de octubre de 1970, había visto llegar a René Lemarié, un chico joven, diez años menor que él, cuyo talle estrecho de chica se extendía hasta sus hombros de cariátide, el cráneo afeitado, la nariz rota, el tinte rojo ladrillo, ¡un buen mozo!, se había dicho Marcel mientras escuchaba los argumentos de René, que buscaba trabajo. «No quiero presumir, pero sé hacer de todo. Y no pierdo el tiempo. No tengo un apellido ilustre, no salgo de la Politécnica, pero le seré muy útil. Póngame a prueba y me suplicará usted que me quede».

René acababa de casarse. Ginette, su mujer, una chica rubita, que reía todo el rato, fue contratada para el taller. Trabajaba a las órdenes de su marido. Manejaba los traspales, escribía a máquina, contaba y recontaba los contenedores, verificando el contenido. Le hubiese gustado ser cantante, pero la vida había decidido otra cosa. Cuando conoció a René, ella era corista en los espectáculos de Patricia Carli y había tenido que elegir: René o el micrófono. Había elegido a René, pero continuaba graznando cuando le entraban ganas, «¡detente, detente! ¡No me toques más! Te lo suplico, ten piedad de mí. No puedo más. No puedo consentirrrr tenerte que compartirrrr con otra… De hecho, mañana es tu boda, ella tiene dinego, ella es hermosa. Ella tiene to-o—das las cualidades, y mi único defecto ¡¡¡es amarrrrteeeee!!!», bajo las amplias cristaleras del taller. Vocalizaba e imaginaba una muchedumbre de espectadores gritando a sus pies. También había sido corista de Rocky Volcano, Dick Rivers y Sylvie Vartan. Todos los sábados por la noche, en casa de René y Ginette, había karaoke. Ginette no había pasado de los años sesenta, llevaba zapatillas de ballet y pantalones pirata, y se peinaba como Sylvie Vartan en la época de su vestidito azul Real y de la margarita colgada en la oreja. Tenía toda la colección de las revistas
Salut Les Copains
y de
Mademoiselle Age Tendre
, que hojeaba cuando se sentía nostálgica.

Marcel había cedido a René y Ginette un local encima de las caballerizas, que habían transformado en alojamiento. Allí habían criado a sus tres hijos, Eddy, Johnny y Sylvie.

Cuando Marcel había contratado a René, había dejado para más tarde la definición de su puesto. «Estoy empezando, así que empezarás conmigo». Desde entonces, los dos hombres estaban unidos como las nudosas ramas de la enredadera.

Cierto era que raramente se veían fuera del trabajo, pero no pasaba un día sin que Marcel no se acercara a darle un golpecito en la gorra a René, quien, vestido con un peto de trabajo, cigarrillo en los labios, murmuraba: «¿Qué tal te va, Viejo?».

René llevaba la cuenta exacta de todas las mercancías, anotaba las entradas y las salidas, las ofertas y los productos que no circulaban y de los que era urgente deshacerse: «Ese trasto de ahí me lo pones como oferta del mes. Se lo largas a los tontos, los bobos u otros de esos retrasados que se pasean por tus tiendas, ¡no quiero verlo por aquí! Y si has comenzado la producción en masa en Sing-Sing o en Pernambuco, le echas el freno. Eso o te vas a ver en calzoncillos bailando claque en el metro. No sé lo que te dio cuando encargaste treinta palés, pero debías de tener el cerebro más seco que una pasa».

Marcel guiñaba un ojo, escuchaba y seguía casi siempre los consejos de René.

Además de la gestión del almacén de la avenida Niel, René se encargaba de repartir las mercancías por las tiendas de París y provincia, gestionar los stocks y de realizar los pedidos de los artículos que faltaban o que iban a faltar. Cada tarde, antes de abandonar el despacho, Marcel bajaba al almacén para beber un vaso de tinto en compañía de René. René sacaba un salchichón, queso, pan, mantequilla salada, y los dos se ponían a charlar contemplando la enredadera a través de la vidriera del taller. La habían conocido menuda, tímida, frágil y, casi treinta años después, se retorcía a su gusto, haciendo bucles, resplandeciendo ante sus ojos maravillados.

Hacía un mes que Marcel ya no iba a ver a René.

O, cuando iba, era porque había un problema, que una de las tiendas había llamado para quejarse; llegaba, huraño, soltaba una pregunta, escupía una orden y se volvía a ir, evitando cruzarse con la mirada de René.

René al principio se picó. Ignoró a Marcel. Le enviaba las respuestas a través de Ginette. Cuando Marcel se dejaba caer gruñendo, René montaba en un toro y se iba al fondo del almacén a contar sus cajas. Esta comedia duró tres semanas. Tres semanas sin rodajas de salchichón ni tragos de tinto. Sin confidencias ante las espirales de la enredadera. Después René comprendió que le hacía el juego a su amigo y que Marcel no vendría a su encuentro.

Un día, se tragó su orgullo y subió a interrogar a Josiane. ¿Qué pasa con el Viejo? Sorprendentemente, Josiane le mandó a paseo.

—Pregúntale tú mismo, ¡ya no nos hablamos! Me trata como si fuera de escayola.

Tenía un aspecto demacrado. Había adelgazado, palidecido y pintado con algo de rosa sus mejillas para mejorar su cara. Un rosa de baratija, se dijo René. No el rosa de la felicidad, el rosa que viene del corazón.

—¿Está en su despacho?

Josiane asintió con un gesto seco del mentón.

—¿Solo?

—Solo… Aprovéchate, la Escoba está pegada a él últimamente. ¡Está aquí todo el tiempo!

René empujó la puerta del despacho de Marcel y le sorprendió, hundido en su sillón, con el rostro caído, olisqueando un trapo.

—¿Estás probando un nuevo producto? —preguntó recorriendo todo el despacho antes de arrancarle lo que su amigo tenía en las manos. Después, extrañado, preguntó—: ¿Qué es?

—Una media…

—¿Te vas a dedicar a las medias?

—No…

—Pero en nombre de Dios, ¿qué haces esnifando nailon?

Marcel le lanzó una mirada infeliz y furiosa. René se sentó sobre la mesa frente a él y, mirándole fijamente a los ojos, esperó.

Fuera de sus oficinas, de su éxito financiero, Marcel volvía a ser el chaval patán y grosero que había sido en las calles de París cuando se paseaba, por la tarde, antes de entrar en su casa donde nadie le esperaba. Sólo había sabido controlar sus pasiones para crecer: convertirse en un hombre rico y poderoso. Una vez conseguido su objetivo, había perdido el saber de la vida. Continuaba jugando con las cifras, las fábricas, los continentes, de la misma forma que una vieja cocinera monta las claras a punto de nieve sin prestar siquiera atención, pero para lo demás había perdido el tranquillo. Cuanto más prosperaba, más vulnerable se volvía. Perdía su buen sentido campesino. Se sentía desorientado. ¿Le cegaba el dinero, el poder que le daba su fortuna? ¿O por el contrario se sentía aturdido, sin comprender cómo había hecho para llegar hasta allí? ¿Había perdido la ciencia y la intuición que le daban su rabia de principiante para perderse en el lujo y la facilidad? René no comprendía cómo el hombre que manejaba con firmeza a los capitalistas chinos o rusos podía estar tan manipulado por Henriette Grobz.

René había visto con muy malos ojos la boda de Marcel con Henriette. El contrato que ella le había hecho firmar era, en su opinión, un chantaje. Marcel se había puesto la soga al cuello. Comunidad universal con separación de bienes para que ella no fuese responsable en caso de quiebra, pero una donación al superviviente con el fin de que ella heredase en el caso de que hubiese beneficios. Y, la guinda del pastel, el título de presidenta del consejo de administración de la empresa. Ya no podía decidir nada sin ella. ¡El Marcel atado de pies y manos! «No quiero parecer que me caso por tu dinero —había pretextado ella—, quiero trabajar contigo. Formar parte de la empresa. ¡Tengo tantas ideas!». Marcel se había tragado todo. «¡Estás para encerrarte!», había gritado René cuando conoció los términos del contrato. «¡Es una estafa! ¡Un atraco a mano armada! Esa no es una mujer, es un gánster. ¿Y tú pretendes que te ama, pobre imbécil?

Te está cortando las pelotas con las tijeritas de las uñas. ¿Pero dónde tienes tú la inteligencia? ¿En la suela de los zapatos?». Marcel se había encogido de hombros: «Me dará un niño y todo será para él». «¿Que ella te va a dar un niño? ¿Tú alucinas o qué?».

Marcel, ofendido, había cerrado de golpe la puerta del almacén.

Esa vez se habían pasado un mes sin hablarse. Cuando se perdonaron, decidieron de común acuerdo no abordar nunca ese tema.

Y ahora era Josiane el que le volvía loco, hasta el punto de esnifar unas medias viejas.

—¿Vas a seguir mucho tiempo así? Qué quieres que te diga, pareces un viejo sapo encima de una caja de cerillas.

—No tengo ganas de nada… —respondió Marcel, y en su voz se escuchaba el desencanto del hombre a quien la vida le ha robado todo y que se instala, dócil, en su miseria.

—¿Quieres decir que vas a dejarte morir sin rechistar? Marcel no respondió. Había adelgazado, y su rostro caía en dos blandas bolsas a lo largo de sus mandíbulas. Se había convertido en un viejo alelado, lívido, eternamente al borde de las lágrimas. Sus ojos, enrojecidos, supuraban.

—Recupérate, Marcel, das pena. Y pronto darás asco. ¡Un poco de dignidad!

Marcel Grobz se encogió de hombros al oír la palabra «dignidad». Lanzó una mirada humedecida a René y levantó la mano como diciendo: «¿Para qué?».

René le miraba, incrédulo. Este no podía ser el mismo hombre que le había enseñado el arte de la guerra en los negocios. Llamaba a eso sus clases nocturnas. René sospechaba que declamaba alto y claro para convencerse y darse coraje para trabajar. «Cuanto más fríos son tus cálculos, más lejos llegas. Nada de sentimientos, tío. ¡Hay que matar fríamente! Y para asegurarse definitivamente tu autoridad, hay que dar un gran golpe antes de comenzar, poner en la calle a un proveedor, liquidar a un competidor, y serás temido el resto de tu vida!». O frases como: «Hay tres formas de triunfar: la fuerza, la inteligencia o la corrupción. La corrupción no es lo mío; inteligencia no tengo, así que… ¡no me queda más que la fuerza! ¿Sabes lo que decía Balzac? "Hay que atravesar esa masa de gentes como una bala de cañón o deslizarse entre ellos como la peste". Qué bonita frase, ¿no?».

—¿Y cómo has aprendido eso, tú que no has ido al colegio?

—De Henriette, tío, ¡de Henriette! Me escribe fichas para parecer menos idiota en las fiestas. Me las aprendo de memoria y las recito.

Un caniche amaestrado, había pensado René. Se calló. En aquella época, Marcel estaba orgulloso de llevar colgada del brazo a Henriette y de aprender citas de memoria para destacar en las fiestas. Eran los buenos tiempos. Lo tenía todo: éxito, dinero y mujer. Búscame el error, decía a René dándole palmaditas en la espalda. Lo tengo todo, tío. ¡Lo tengo todo! Y, muy pronto, ¿con quién jugaré sobre mis rodillas? Con Marcel Júnior en persona. Y soñaba con una papilla de bebé, un babero y un sonajero, y en su rostro se dibujaba una sonrisa. ¡Marcel Júnior! Un heredero. Un hombrecito al que instalar en la sala de mando. Todavía está esperándolo.

A veces René sorprendía a Marcel mirando a sus hijos. Les decía hola con la mano y parecía que estaba levantando plomo, como si dijera adiós a un sueño.

René se sacudió las cenizas de cigarrillo que caían sobre su peto y pensó que todo vencedor escondía un vencido. Una vida se resume tanto por lo que uno se lleva de ella como por lo que se ha echado en falta en el camino. Marcel había conseguido dinero y éxito, pero había perdido el amor y el hijo. El, René, tenía a Ginette y a sus tres retoños, pero con apenas ahorros para comprar mantequilla.

—Vamos, suéltalo… ¿Qué te pasa? Espero que sea lo suficientemente interesante como para justificar la jeta que llevas desde hace un mes.

Marcel dudó, elevó pesadamente los párpados hacia su amigo y se sentó a la mesa. Le contó todo: lo de Chaval y Josiane al lado de la máquina de café, la reacción de Henriette quien, desde entonces, exigía la salida de Josiane, y él, que perdía el gusto por la vida, por hacer negocios.

—Incluso para meter las piernas en el pantalón cada mañana me entran dudas. Tengo ganas de quedarme tumbado de espaldas contemplando las flores de las cortinas. Estoy desganado, tío. La cosa es simple: el verlos a los dos pegados el uno contra el otro hizo que se me atragantara mi partida de nacimiento. Mientras la tenía en mis brazos, me montaba historias, me decía que yo era fuerte, que iba a invadir el mundo entero, construir una nueva muralla en China, ganarle la partida a mil millones de chinitos. No era extraño que sintiese que el pelo me volvía a crecer. Me bastó una imagen, esa imagen, la de mi bomboncito en brazos de otro, más joven, más delgado, más vigoroso, para que yo volviese a ser calvo y para encerrarme en mi carné de la tercera edad. ¡De un solo golpe! Se me han caído los tirantes, lo he dejado todo…

Barrió la superficie de su mesa, tirando al suelo informes y teléfonos.

—¿Para qué sirve todo esto, me lo quieres decir, eh? ¡Es sólo aire, cuento, apariencia!

Y como René permanecía silencioso, añadió:

—Años de trabajo para nada. ¡Una nulidad! Tú, al menos, tienes a tus hijos, a Ginette, una casa donde te esperan por las noches. Yo tengo mis balances, mis clientes, mis contenedores de mierda. Duermo en un sofá, como en una esquina de la mesa, me tiro pedos y eructo a escondidas. Visto pantalones demasiado estrechos. ¿Sabes lo que te quiero decir? No me ponen de patitas en la calle porque todavía soy útil, que si no…

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