Los ojos amarillos de los cocodrilos (23 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Sonrió a Mylène, quien, tranquilizada al verle relajarse, le devolvió la sonrisa.

* * *

¡Ocho mil doce euros! Un cheque de ocho mil doce euros. Cuatro veces su salario mensual en el CNRS. ¡Ocho mil doce euros! He ganado ocho mil doce euros traduciendo la vida de la deliciosa Audrey Hepburn. ¡Ocho mil doce euros! Está escrito en el cheque. No he dicho nada cuando el contable me lo ha dado, no he querido saber el montante, me lo he metido en el bolsillo como si nada. Sudaba de miedo. Sólo después, en el ascensor, he abierto el sobre, lentamente, despegando un borde, después agrandando la apertura, tenía tiempo, bajaba del piso catorce, he despegado el cheque de la carta a la que estaba grapado y lo he mirado… ¡Y lo he visto! He abierto los ojos y percibido el montante: ¡ocho mil doce euros! He tenido que apoyarme contra la pared del ascensor. Todo daba vueltas a mi alrededor. Una tempestad de billetes que me aturdía, levantaba mi falda, se metía por mis ojos, mi nariz, mi boca. ¡Ocho mil doce mariposas revoloteando a mi alrededor! Cuando se detuvo el ascensor, fui a sentarme en el gran hall de cristal. Contemplé mi bolso. Dentro había ocho mil doce euros… ¡Imposible! ¡Lo he leído mal! ¡Me he equivocado! He abierto el bolso, buscado el sobre, lo he palpado, palpado, hacía un suave ruido sedoso y me tranquilicé, lo acerqué a mis ojos sin que nadie se diese cuenta de lo que estaba haciendo y leí otra vez el montante: ocho mil doce euros a nombre de la señora Joséphine Cortès.

Joséphine Cortès, soy yo. Soy yo. Joséphine Cortès ha ganado ocho mil doce euros.

He agarrado el bolso bajo mi brazo y he decidido ir a depositar el cheque en mi banco. Enseguida. Buenos días, señor Faugeron, adivine lo que me trae por aquí. ¡Ocho mil doce euros! Así que, señor Faugeron, se acabaron las llamadas interrogantes, ¿cómo piensa arreglárselas, señora Cortès? ¡Así, señor Faugeron! Trabajando con la deliciosa, la exquisita, la resplandeciente, la turbadora Audrey Hepburn. Y mañana, con esta tarifa, me iría a dar una vueltecita por la vida de Liz Taylor, de Katharine Hepburn, Gene Tierney y ¿por qué no Gary Cooper o Cary Grant? Son mis amigos. Me murmuran confidencias al oído. ¿Quiere usted que le imite el acento paleto de Gary Cooper? No… Bueno… Y este cheque, señor Faugeron, ¡cae en el momento justo! Justo antes de Navidad.

Jo estaba exultante. Caminaba por la calle y proseguía su diálogo con el señor Faugeron. Avanzaba bailando cuando se convirtió de pronto en estatua de sal y se llevó la mano al corazón. ¡El sobre! ¿Y si lo he perdido? Se detuvo, entreabrió el bolso y contempló el sobre blanco que reposaba, lleno, brillante, próspero, entre el llavero, la polvera, los chicles Hollywood y los guantes de piel de pécari que no se ponía nunca. ¡Ocho mil doce euros! Anda, se dijo, voy a coger un taxi. Voy a ir hasta el banco en taxi. Me daría mucho miedo el que me atracasen en el metro…

¡Atracada en el metro!

Su corazón batía fuertemente, tenía un nudo enorme en la garganta, unas gotas de sudor corrieron por su frente. Sus dedos se movían en busca del sobre, lo encontraban, lo palpaban otra vez; ella soltaba un suspiro, calmaba los latidos de su corazón, acariciaba el sobre.

Detuvo un taxi, dio al taxista la dirección de su banco en Courbevoie. Pondré los ocho mil doce euros a buen recaudo y después, después… ¡a mimar a las niñas! ¡Navidad, Navidad!
Djingle bells! Djingle bells! Djingle all the way…
Gracias, Dios mío, gracias a Dios. Estés donde estés, tú que velas por mí, tú que me has dado el valor y la fuerza de trabajar, gracias, gracias.

En el banco, rellenó un formulario de depósito y, cuando escribió en hermosas cifras redondas ocho mil doce euros, no pudo evitar sonreír con orgullo. Se dirigió hasta la caja y preguntó si estaba el señor Faugeron. No, le respondieron, está visitando a unos clientes, pero volverá sobre las diecisiete treinta. Dígale que me llame, soy la señora Cortès, pidió Joséphine chasqueando el cierre de su bolso.

¡Clac! La señora Joséphine Cortès convocaba al señor Faugeron.

¡Clac! La señora Joséphine Cortès ya no tenía miedo del señor Faugeron.

¡Clac! La señora Joséphine Cortès se había convertido en alguien.

El editor a quien había entregado la traducción parecía encantado. Había abierto el manuscrito, se había frotado las manos y había dicho «veamos… veamos». Se había humedecido el índice, vuelto una página, luego dos, había leído y había asentido con la cabeza satisfecho. «Escribe usted muy bien, es fluido, elegante, simple, ¡como un vestido de Yves Saint Laurent!». «Ha sido Audrey la que me ha inspirado», se había sonrojado Joséphine, que no sabía cómo responder a tantos cumplidos.

—No sea usted modesta, señora Cortès. Tiene usted mucho talento. ¿Aceptaría usted trabajos similares?

—Sí. Por supuesto.

—Pues bien, pronto me pondré en contacto con usted. Puede usted pasar por contabilidad, en el piso de arriba, le darán su cheque.

Le había tendido una mano que ella había estrechado como un náufrago se agarra a una barca de salvamento en plena tempestad.

—Adiós, señora Cortès.

—Adiós, señor…

Había olvidado su nombre. Se había dirigido hasta el ascensor. Hasta el departamento de contabilidad. Y fue entonces cuando…

Seguía sin poder creérselo.

Y ahora, se dijo saliendo del banco, derecha al centro comercial de la Défense, y una lluvia de regalos para las niñas. A mis pequeñas no les faltará de nada por Navidad y, más aún, estarán en igualdad con su primo Alexandre.

¡Ocho mil doce euros! Ocho mil doce euros…

Ante los escaparates, sus ojos parpadearon, apretando fuertemente el monedero donde guardaba su tarjeta de crédito. Mimar a Zoé, mimar a Hortense, llenarlas de regalos, grabar una sonrisa definitiva en sus rostros de niñas sin papá en Navidad. Con un golpe de tarjeta mágica, yo, Joséphine, seré todo a la vez: papá, mamá y Papá Noel. Les devolveré la confianza en la vida. No quiero que sufran las mismas angustias que yo. Quiero que se duerman por la noche pensando que mamá está allí, mamá es fuerte, mamá vela por nosotras, no nos puede pasar nada… Dios mío, gracias por darme estas fuerzas. Joséphine hablaba cada vez más a Dios. Te amo, Dios, vela por mí, no me olvides, yo que te olvido tan a menudo. Y a veces le parecía que él posaba la mano sobre su cabeza y la acariciaba.

Paseando por las galerías llenas de tiendas adornadas con guirnaldas, árboles de Navidad, con gruesos hombrecillos de terciopelo rojo y barba blanca apostados a su entrada, ella daba gracias a Dios, a las estrellas, al cielo, y dudaba en franquear la puerta de una de ellas. ¡Tengo que ahorrar para pagar los impuestos!

Joséphine no era una mujer que perdiese la cabeza.

Y, sin embargo… En una hora había gastado una tercera parte de su cheque; sentía vértigo. Qué tentador es llevárselo todo: las opciones de compra, el servicio posventa, un accesorio en oferta. Los vendedores revolotean a tu alrededor y entonan dulces cantos, como sirenas encantando a Ulises. No estaba acostumbrada, no se atrevía a decir que no, se ruborizaba, osaba hacer una pregunta rápidamente barrida por el vendedor que había avistado una presa fácil y la enredaba en el mástil de la tentación.

Por unos euros más, le instalarían los programas necesarios en el ordenador, por unos euros más incluirían el DVD, por unos euros más le llevarían su pedido a casa, por unos euros más extenderían la garantía a cinco años, por unos euros más… Joséphine, turbada, decía sí claro, sí por supuesto, sí tiene usted razón, sí puede usted entregarlo por la mañana, estaré allí, trabajo en casa, comprende. Preferentemente durante las horas lectivas para que mis hijas no estén presentes, que sea una sorpresa para Navidad. Ningún problema, señora, en las horas lectivas si lo prefiere…

Había salido un poco aturdida, un poco inquieta, y después había percibido, entre la multitud, a una niña que se parecía a Zoé y contemplaba, con los ojos brillantes, el escaparate de una juguetería. Su corazón se había sobresaltado. Es esa la cara que pondrán mis hijas cuando abran sus regalos, esa cara que hará de mí la más feliz de las mujeres…

Había vuelto andando, afrontando el viento que silbaba por las grandes avenidas de la Défense. Era invierno, la noche caía pronto. A las cuatro y media había oscurecido y las pálidas farolas se iban iluminando una por una a lo largo de su camino. Se levantó el cuello de su abrigo, ¡anda! Podría haberme comprado un abrigo más caliente, y bajó la cabeza para protegerse del viento glacial. Me ha hablado de otra traducción, entonces me compraré otro abrigo. Este me lo regaló Antoine hace ya diez años. Acabábamos de instalarnos en Courbevoie…

No volverá para Navidad. Las primeras Navidades sin él…

El otro día, en la biblioteca, había consultado un libro sobre Kenia. Había visto dónde se encontraban Mombasa y Malindi, las playas blancas, las viejas casas de Malindi, las pequeñas tiendas artesanales y la gente tan amistosa, decía la guía. ¿Y Mylène? ¿Es amistosa Mylène? Había gruñido cerrando el libro con un golpe seco.

El hombre de la parka no había vuelto. Sin duda había terminado su trabajo. Atravesaba las calles de París dejando que una hermosa rubia metiese la mano en su bolsillo…

Cuando llegaba a la biblioteca, ella depositaba los libros sobre la mesa y le buscaba con la mirada. Luego se ponía a trabajar. Levantaba la cabeza, le acechaba diciéndose ya ha llegado, me mira de reojo…

No había vuelto.

Al pie del edificio, se cruzó con la señora Barthillet que la empujó sin querer. Joséphine hizo un movimiento para evitarla al percibirlo. Un aire de animal indefenso brillaba en sus ojos. Bajó la mirada cuando vio a Joséphine y avanzó de lado, mirándose los pies. Se cruzaron en silencio. Joséphine no se atrevió a preguntarle por su familia. Se había enterado de que el señor Barthillet se había marchado.

Su buen humor de la primera hora de la tarde había desaparecido. Con un gesto mecánico descolgó el teléfono que sonaba cuando abrió la puerta de su piso.

Era el señor Faugeron. La felicitaba por el cheque que había depositado en el banco y luego dijo algo que no comprendió inmediatamente. Le pidió que esperara un poco, el tiempo de quitarse el abrigo y dejar el bolso, y volvió a coger el teléfono.

—Este cheque cae en el momento justo, señora Cortès. Está usted al descubierto desde hace tres meses…

Joséphine, con la boca seca, los dedos crispados sobre el auricular, no podía hablar. ¡Al descubierto! ¡Desde hacía tres meses! Y, sin embargo, había echado las cuentas: su saldo era positivo.

—Su marido abrió una cuenta a su nombre antes de irse a Kenia. Pidió un enorme préstamo y no ha cumplido con ninguno de los pagos previstos a partir del 15 de octubre.

—¿Un préstamo, Antoine? Pero…

—A cuenta suya, señora Cortès, así que es usted responsable. Había prometido devolverlo y… Firmó usted unos papeles, señora Cortès. Acuérdese…

Joséphine hizo un esfuerzo y recordó, en efecto, que Antoine le había hecho firmar muchos formularios bancarios antes de marcharse. Había hablado de planes, de inversiones, de seguros para el futuro, de apuestas que realizar. Era a primeros de septiembre. Ella había confiado en él. Había firmado con los ojos cerrados.

Escuchó, como en un mal sueño, las explicaciones del banquero aterida bajo la luz pálida de la entrada. Voy a tener que encender la calefacción, hace mucho frío. Los dientes apretados, encogida sobre la silla cercana al mueblecito donde se encontraba el teléfono, los ojos fijos sobre el dibujo gastado de la moqueta.

—Es usted responsable en su nombre, señora Cortès. Siento decírselo… Ahora, si quiere usted pasar por el banco, podemos arreglar su deuda… Puede usted también pedir ayuda a su padrastro…

—Nunca, señor Faugeron, ¡nunca!

—Y, sin embargo, señora Cortès, va a tener que…

—Me las arreglaré, señor Faugeron, me las arreglaré…

—Mientras tanto, este cheque de ocho mil doce euros llenará el agujero dejado por su marido… Los pagos son de mil quinientos euros al mes, así que haga usted misma el cálculo…

—He hecho algunas compras esta tarde —consiguió articular Joséphine—. Para las niñas, las Navidades de las niñas… He comprado un ordenador y… Espere, tengo los recibos de la tarjeta…

Rebuscó en el bolso, tomó su monedero, lo abrió rápidamente y sacó los recibos de la tarjeta. Sumó las cifras gastadas y se las anunció al banquero.

—Vamos a andar muy justos, señora Cortès… Sobre todo si no cumple con el pago del 15 de enero… No quiero asustarla en esta época de Navidad, pero andamos muy justos.

Joséphine no sabía qué decir. Su mirada calló sobre la mesa de la cocina donde reinaba su máquina de escribir, una vieja IBM de bola que le había regalado Chef.

—Le haré frente, señor Faugeron. Déjeme el tiempo para adaptarme. Me han prometido, esta mañana, otro trabajo bien remunerado. Es cuestión de días…

Estaba soltando cualquier cosa. Estaba a punto de ahogarse.

—No es urgente, señora Cortès. Volveremos a hablar a primeros de enero, si quiere, quizás tenga usted noticias…

—Gracias, señor Faugeron, gracias.

—Vamos, señora Cortès… no se atormente usted, saldrá usted de ésta. Mientras tanto, intente pasar unas buenas fiestas de Navidad. ¿Tiene usted proyectos?

—Voy a casa de mi hermana, en Megève —respondió Joséphine como un boxeador noqueado al que el árbitro está contándole hasta diez.

—Está muy bien no pasarlas sola, tener familia… Venga, señora Cortès, felices Navidades.

Joséphine colgó y titubeó hasta el balcón. Se había acostumbrado a refugiarse allí. Desde el balcón contemplaba las estrellas. Interpretaba un tintineo, el paso de una estrella fugaz como el signo de que era escuchada, que el cielo velaba por ella. Esa noche, se arrodilló sobre el cemento, juntó sus manos y, elevando sus ojos al cielo, recitó una oración:

«Estrellas, por favor, haced que ya no esté sola, haced que deje de ser pobre, haced que ya no me sienta acosada. Estoy hastiada, tan hastiada… Estrellas, no hago nada bien estando sola, y estoy tan sola. Dadme la paz y la fuerza interior, dadme también al que espero en secreto. Ya sea grande o pequeño, rico o pobre, guapo o feo, joven o viejo, me da igual. Dadme un hombre que me ame y al que ame. Si está triste, le haré reír, si duda, le consolaré, si se bate, estaré a su lado. No os pido lo imposible, os pido simplemente un hombre porque, ya veis, estrellas, el amor es la mayor de las riquezas… El amor que damos y el que recibimos. Y yo no puedo pasarme sin esa riqueza…».

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