Me di cuenta de que los boskos estaban limpios y cuidados, con el pelaje y los cuernos y pezuñas pulidos.
Me sentía muy cansado, así que entregué mi kaiila a uno de los guardias y empecé a subir los escalones de mi carro.
Entré en el carro y me detuve, sorprendido.
Al otro lado del pequeño fuego central, en pie sobre la espesa alfombra y cerca de una lámpara de aceite de tharlarión, había una chica, que se volvió bruscamente para mirarme. Se cubría tanto como podía con una sábana de seda amarilla ricamente bordada. La banda roja de la Koora mantenía su pelo recogido en la parte trasera de su cabeza. Podía ver la cadena que corría por encima de la alfombra, sujeta por un extremo a la anilla de esclava y por el otro a su tobillo derecho.
—¿Tú? —gritó.
Levantó una mano para cubrirse el rostro.
No dije nada, y permanecí allí, confuso al verme frente a Elizabeth Cardwell.
—¡Estás vivo! —exclamó antes de ponerse a temblar y decir—: ¡Tienes que salir de aquí! ¡Enseguida!
—¿Por qué?
—¡No puede encontrarte aquí! —sollozó—. ¡Corre, por lo que más quieras!
Seguía sin apartar la mano con la que se cubría la cara, y temblaba.
—¿Quién no puede encontrarme? —pregunté, sorprendido.
—¡Mi amo! ¡Vete, por favor!
—Pero, ¿quién es tu amo?
—¡El dueño de este carro! —dijo entre sollozos—. ¡Todavía no le he visto nunca!
De pronto, al comprenderlo todo, sentí un estremecimiento, pero no me moví, ni revelé emoción alguna. Harold ya me había dicho que Kamchak había regalado a Elizabeth a algún guerrero. Lo que no me había dicho era el nombre de ese guerrero. Ahora ya lo sabía.
—¿Te ha visitado a menudo tu amo?
—Hasta ahora, nunca —respondió Elizabeth—, pero puede venir esta misma noche, pues está en la ciudad.
—Tu amo no me da ningún miedo.
Elizabeth se echó hacia atrás, y la cadena siguió sus movimientos. Se sujetó con más fuerza la tela amarilla, y dejó caer la mano con la que hasta ese momento se tapaba el rostro, aunque seguía sin poder verla, porque miraba a la parte posterior del carro.
—¿Qué nombre hay escrito en tu collar? —pregunté.
—Me lo enseñaron, pero no puedo saberlo, porque no sé leer.
Lo que decía era cierto, pues si bien podía hablar en goreano, le era imposible leerlo. Lo mismo les ocurría a muchos tuchuks, y por esta razón, el grabado que los esclavos llevaban en el collar no era más que un signo con el que se conocía la referencia a tal o cual personaje. Incluso los que sabían leer, o los que pretendían saber, grababan su signo al lado de su nombre. Así cualquiera podía saber a quién pertenecía el esclavo. El signo de Kamchak, por ejemplo, consistía en cuatro cuernos de bosko y dos quivas.
Pasé por el lado del fuego central para aproximarme a ella.
—¡No me mires! —gritó Elizabeth inclinándose hacia delante para que la luz no le diese en la cara.
Alcancé el collar que le rodeaba el cuello para leerlo. Estaba sujeto a una cadena. Deduje que la chica estaba ataviada con el Sirik, pues la cadena atada a la anilla de esclava se unía a las pulseras gemelas de los tobillos. Elizabeth no quería mostrarme su rostro, y permanecía vuelta hacia el otro lado, cubriéndoselo con las manos. El grabado del collar turiano consistía en el dibujo de los cuatro cuernos de bosko junto con el signo de la ciudad de Ko-ro-ba. Supuse que Kamchak habría ideado esta señal para identificarme. En el collar también había una inscripción en goreano, una inscripción muy sencilla: Soy la muchacha de Tarl Cabot. Volví a colocar el collar de forma adecuada y caminé hacia atrás, hacia el otro extremo del carro. Apoyé las manos en la pared. Quería pensar con calma. Oí que la cadena se movía. Elizabeth debía estar volviéndose hacia mí.
—¿Qué pone en el collar? —preguntó.
No le respondí.
—¿De quién es este carro?
El tono de su voz era implorante. Me giré, y ella volvió a taparse la cara con la mano, mientras con la otra sujetaba la tela amarilla que la cubría. Ahora podía ver que sus muñecas estaban rodeadas por pulseras de esclava, que a su vez estaban unidas a la cadena del collar, que luego se prolongaba hasta las anillas de los tobillos. La segunda cadena, la que había visto primero, unía el Sirik a la anilla de esclava. Por encima de la mano que ocultaba la parte baja de su rostro pude ver sus ojos, que parecían llenos de miedo.
—¿De quién es este carro? —repitió.
—Es mi carro.
Me miró, atónita.
—¡No! ¡No! ¡Este carro es de un comandante, del comandante de un millar!
—Eso soy yo. Un comandante de millar.
Elizabeth sacudió la cabeza.
—¿Y el collar? ¿Qué pone en el collar?
—Está escrito que tú eres la muchacha de Tarl Cabot.
—¿Tu muchacha?
—Sí.
—¿Tu esclava?
—Sí.
No dijo nada. Permaneció callada, mirándome.
—Me perteneces —le dije.
Las lágrimas brotaron en sus ojos, y cayó sobre sus rodillas, temblorosa, incapaz de permanecer en pie, sollozando.
—Eso lo has de decidir tú, Elizabeth —le dije arrodillándome junto a ella—. Todo esto se ha acabado, ya no sufrirás más, ya nadie te hará daño. Ya no eres una esclava. Eres libre, Elizabeth.
Le sujeté con delicadeza las muñecas encadenadas y le aparté las manos de la cara.
—¡No me mires, por favor! —dijo echando hacia atrás la cabeza.
Me había parecido percibir en su nariz el reflejo del fino anillo de las mujeres tuchuks.
—¡Por favor, Tarl, no me mires! —repitió.
Recogí suavemente sus cabellos con mis manos para mantener quieta su cabeza, y me deleité mirando su cara, su frente, sus ojos oscuros y dulces, brillantes por las lágrimas, su maravillosa boca, ahora tan temblorosa, y su delicada y fina nariz, atravesada por el anillo de oro, la nariguera.
—Te encuentro realmente bella.
—¡Me ataron a una rueda! —dijo entre sollozos apoyando la cabeza en mi hombro.
Con mi mano derecha la apreté contra mí en esa postura.
—¡Me han marcado al fuego! ¡Me han marcado!
—Tranquila. Ya ha acabado todo. Ahora eres libre, Elizabeth.
Levantó su rostro inundado de lágrimas y me miró dulcemente.
—Te amo, Tarl Cabot.
—No, eso no es cierto.
—Te amo —repitió mientras volvía a apoyarse en mí—, pero tú nunca me has querido. No, nunca me has querido.
No dije nada.
—Y ahora —siguió diciendo Elizabeth con tono amargo—, ahora a Kamchak se le ocurre que soy un buen regalo para ti. ¡Oh, es un hombre cruel, cruel!
—Yo, por el contrario, creo que Kamchak te tenía en buen concepto, y por eso te ha entregado a mí, a su amigo.
—¡No es posible! —se echó hacia atrás, confundida—. Entonces, ¿por qué me azotó? ¿Por qué me..., me tocó...? —dijo en un susurro—. ¿Por qué me tocó..., con el cuero?
Elizabeth miró al suelo. La vergüenza le impedía mirarme a los ojos.
—Te azotó porque habías huido. ¿Acaso no lo entiendes? Lo normal en estos casos es mutilar a la chica, o lanzarla a los eslines o a las kaiilas. En cuanto a lo que hizo con el látigo..., a eso le llaman “La Caricia del Látigo”, y Kamchak la utilizó para demostrarme, y quizás para demostrártelo a ti también, que eres una hembra.
—¡Pero hizo que me avergonzara! —dijo Elizabeth sin dejar de mirar al suelo—. ¡No puedo evitar moverme como lo hago! ¡No puedo evitar ser una mujer!
—Ahora ya ha acabado todo, Elizabeth.
Elizabeth levantó la cabeza. Su anillo brillaba a la luz del fuego central.
—Y tú, ¿qué me dices? —le pregunté—. ¿No tienes las orejas perforadas?
—No, yo no. Pero muchas de mis amigas, en la Tierra, sí que las tienen, para ponerse los pendientes.
—¿Y te parecía eso muy horrible?
—No —respondió sonriendo.
—Pues a los tuchuks les horrorizaría, te lo aseguro. Les parece tan abominable, que ni siquiera se lo hacen a sus esclavas turianas. Y uno de los principales temores de una muchacha tuchuk cuando cae en manos turianas es precisamente éste: que le perforen las orejas.
Elizabeth se echó a reír, aunque de sus ojos seguían brotando las lágrimas.
—Este anillo que llevas te lo puedes quitar, si así lo deseas. Con los instrumentos adecuados podemos hacer que te lo abran y luego te lo saquen, y no quedará ninguna marca visible.
—Eres muy bueno, Tarl Cabot.
—Supongo que no te gusta que te lo diga, pero creo sinceramente que este anillo te hace más atractiva.
—¿De veras? —dijo levantando la cabeza y sonriendo con descaro.
—Sí, de veras.
Se apoyó en los talones y se ajustó sobre los hombros la tela amarilla.
—¿Qué soy? —me preguntó mirándome sonriente—. ¿Una esclava o una mujer libre?
—Una mujer libre.
—Me parece que no quieres liberarme —dijo entre risas—, porque me mantienes encadenada... ¡Como si fuera una esclava!
—¡Lo siento! —dije acompañándola en sus risas.
Si, estaba seguro: Elizabeth Cardwell llevaba puesto el Sirik.
—¿Dónde está la llave? —pregunté.
—Sobre la puerta —dijo, para luego añadir con mordacidad—: allí donde no puedo alcanzarla.
Me incorporé para buscarla.
—Estoy muy contenta.
Saqué la llave de su gancho.
—¡No te vuelvas!
No me volví.
—¿Por qué? —pregunté.
Oí débilmente el ruido de una cadena, y luego la voz de Elizabeth, que me decía con fuerza:
—¿Te atreves a liberar a esta chica?
Me volví y comprobé con sorpresa que Elizabeth se había levantado, y se mantenía erguida, orgullosa, retadora, ante mí. Era como si se hubiese transformado en una esclava a la que se le acaba de imponer el collar, a la que habían traído al campamento atada a la silla de una kaiila menos de un ahn antes. Sí, era como si acabasen de raptarla en un ataque.
Tragué saliva.
—Sí —dijo Elizabeth—, me descubriré, pero has de saber que te combatiré hasta la muerte.
Con gracia y descaro, hizo que la sábana de seda amarilla se moviese alrededor de su cuerpo, y finalmente se desprendió de ella. Se quedó frente a mí, simulando estar furiosa, y por esta razón resultaba todavía más bella y atractiva. Llevaba el Sirik, y también iba ataviada, naturalmente, como una Kajira cubierta, con la Curla y la Chatka, es decir, con la cuerda roja y la fina tira de cuero; con el Kalmak, la chaquetilla de cuero negro abierta y sin mangas, y con la Koora, la cinta de tejido rojo que mantenía recogido atrás su cabello castaño. Alrededor del cuello llevaba el collar turiano con su cadena unida a las pulseras de esclava y a las ajorcas, una de estas últimas estaba atada a la cadena, que a su vez estaba unida a la anilla de esclava. En su muslo izquierdo pude distinguir la marca, pequeña y profunda, de los cuatro cuernos de bosko.
Apenas podía creer que la orgullosa criatura que tenía ante mis ojos fuese la que tanto Kamchak como yo conocíamos con el nombre de “pequeña salvaje”. Hasta aquel momento pensaba que se trataba de una chica sencilla y tímida de la Tierra, de una joven y bonita secretaria, una entre otras muchas, entre los millares de chicas de esa clase que trabajan en las enormes oficinas de las ciudades más importantes de ese planeta. Pero lo que estaba ante mí no tenía nada que ver con los cristales, con los rectángulos y la polución de la Tierra, ni con las multitudes apresuradas, malhumoradas y degradadas, con esos esclavos pendientes de su reloj, con esos esclavos que gritaban y saltaban y lamían a cambio de una caricia de plata, o a cambio de sus posiciones, o título, o propiedades en calles de renombre, o a cambio de la adulación y la envidia de tipejos frustrados por los que un goreano sentiría el más profundo de los desprecios. No, la chica que tenía ante mí me recordaba más bien, por decirlo de alguna manera, el aullido del bosko y el olor de la tierra pisoteada por sus pezuñas, el sonido de los carros al avanzar y el silbido del viento alrededor suyo, el grito de las muchachas que conducen al ganado y el olor de las cocinas a campo abierto. Sí, esa chica me hablaba de Kamchak tal y como lo había conocido, me hacía pensar en cómo debía haber sido Kutaituchik, y en el palpitar de la hierba y de la nieve, y en el pastoreo de inmensas manadas. Sí, era como una cautiva que podía proceder de Turia, o de Ar, o de Cos, o de Thentis. Parecía que en ese momento le acababan de imponer las cadenas, y permaneciese en actitud desafiante en el carro de su enemigo. La habían vestido para él, para complacerle. Toda identidad y significado se borraban, y sólo quedaba algo incontrovertible: ahora parecía una esclava de los tuchuks, y nada más.
—¿Y bien? —dijo Elizabeth rompiendo el silencio que había mantenido hasta entonces—. Creía que ibas a liberarme de estas cadenas.
—Sí, sí, claro —respondí.
Me dirigí hacia ella, y no pude evitar dar un traspié. Luego, un poco a tientas, cierre tras cierre, la despojé de las cadenas, y lancé el Sirik y la cadena del tobillo a un lado del carro, junto a la anilla de esclava.
—¿Por qué has actuado así? —le pregunté.
—No lo sé —respondió con ligereza. Quizás sea una esclava tuchuk.
—Eres libre —afirmé con rotundidad.
—Procuraré recordarlo.
—Sí, hazlo.
—¿Acaso te pongo nervioso?
—Sí.
Había vuelto a tomar la tela amarilla, y con un par de broches, que probablemente procedían del saqueo a Turia, se la sujetó alrededor del cuerpo con mucha gracia.
Se me pasó por la cabeza violarla.
Pero no iba a hacerlo, naturalmente.
—¿Has comido ya? —preguntó.
—Sí.
—Queda algo de bosko asado. Está frío, y calentarlo sería un engorro, así que no voy a hacerlo. Ya no soy una esclava, ¿sabes?
Empecé a lamentar mi decisión de liberarla.
Me miró con ojos brillantes y dijo:
—Te ha costado mucho decidirte a venir al carro, ¿no?
—Estaba ocupado.
—Claro. Debías tener que pelear y esa clase de cosas, supongo.
—Supones bien.
—¿Y por qué razón has venido esta noche?
Lo que me irritaba más de aquella pregunta era el tono que había empleado para formularla.
—Para beber.
—Ah, ya —dijo Elizabeth.
Me dirigí al baúl que había a un lado del carro y escogí una de las botellas de vino de Ka-la-na que allí se guardaban.