No le había dicho nada a Kamchak de mis intenciones, pues estaba seguro de que habría tenido mucho que objetar ante una idea semejante. Quizás incluso me habría impedido abandonar el campamento. Todavía no conocía esa ciudad, y no veía la manera de entrar en ella. Tampoco sabía cómo iba a intentar llevar a cabo la misión tan peligrosa que me había impuesto.
Aquella fue una tarde laboriosa entre los carros, pues se preparaban para desplazarse. Habían conducido al ganado hacia el oeste, lejos de Turia y hacia Thassa, el lejano mar. Se trabajaba a un ritmo febril, para repasar los carros y arneses, o para cortar tiras de carne que luego se secarían colgadas a los lados de los carros, mientras éstos se desplazaran bajo el sol y el viento. A la mañana siguiente, los carros seguirían a las lentas manadas y se alejarían de Turia. Entre tanto continuaba la Toma del Presagio, a la que ni siquiera faltaban los arúspices de los tuchuks, pues éstos debían quedarse incluso después de la celebración de las últimas lecturas. Un maestro de eslines cazadores me había explicado que los presagios iban avanzando según lo previsible, y que la mayoría se inclinaban en contra de la elección de un Ubar San. Los incidentes entre turianos y tuchuks habrían influido suponía yo, en algunas predicciones. Difícilmente se les podía reprochar a los kassars, los kataii o los paravaci su voluntad de no ser arrastrados por un tuchuk en su enfrentamiento contra Turia, o por no querer tener los mismos problemas que los tuchuks al unirse a éstos de cualquiera de las maneras. Los que insistían con más vehemencia en preservar la autonomía de cada pueblo eran los paravaci.
Desde la muerte de Kutaituchik, Kamchak había cambiado muchísimo de carácter. Rara era la vez que bebía, bromeaba o reía. Yo echaba en falta sus antes frecuentes proposiciones de contienda amistosa, o de carreras, o sus apuestas. Ahora parecía un hombre austero, malhumorado, consumido por la rabia y el odio hacia Turia y los turianos. Se comportaba de manera particularmente violenta con Aphris. Ella era una turiana, y cuando Kamchak había vuelto aquella noche del carro destrozado de Kutaituchik, se dirigió furioso a la jaula de eslín en la que había confinado a Aphris con Elizabeth al iniciarse lo que parecía iba a ser un ataque generalizado. Abrió la puerta y ordenó a la turiana que saliera y se pusiera ante él con la cabeza baja. Una vez le hubo obedecido Aphris, sin dirigirle la palabra para nada, la despojó de su camisk amarillo y ató sus muñecas con brazaletes de esclava. Aphris parecía consternada, y temblaba.
—¡Debería castigarte con el látigo! —gritó Kamchak.
—Pero, ¿por qué, amo?
—¡Porque eres turiana!
La muchacha le miró con lágrimas en los ojos; sin sentir compasión alguna, Kamchak la agarró por el brazo y volvió a meterla en la jaula, junto a Elizabeth, que parecía absolutamente abatida. Cerró la puerta con candado, y cuando lo hacía Aphris dijo:
—¿Amo? ¡Amo, por favor!
—¡Silencio, esclava!
La muchacha no se atrevía a hablar.
—¡Aquí esperaréis las dos a que venga el Maestro del Hierro! —rugió el guerrero antes de darles la espalda bruscamente y dirigirse a las escaleras de su carro.
Pero el Maestro del Hierro no vino esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente. En esos días de guerra había cuestiones más importantes a las que atender, y el marcar e imponer un collar a las esclavas podía esperar.
—¡Dejemos que el Maestro del Hierro cabalgue con su millar! —decía Kamchak—. Ésas dos no escaparán. Dejaré que esperen como si fuesen eslines en sus jaulas, sin saber qué día las marcarán.
Su súbito sentimiento de rabia hacia Aphris de Turia debía ser también la explicación a su voluntad de no liberar a las muchachas de su confinamiento.
—¡Que desesperen ahí dentro, que acaben por rogar que las marquen con el hierro candente!
De las dos, la que parecía más profundamente afectada era Aphris. No entendía la crueldad irracional de Kamchak, aquella manera tan brusca de comportarse con ella y con Elizabeth. Lo que más le dolía a la turiana era quizás la súbita indiferencia del guerrero hacia ella. Yo sospechaba, aunque eso fuera lo último que admitiría Aphris, que Kamchak podía haber proclamado con razón, en ese momento, que el corazón y el cuerpo de esa esclava eran suyos. En cuanto a Elizabeth, continuaba negándose a mirarme, y tampoco quería hablarme.
—¡Vete! ¡Déjame! —me había gritado varias veces.
Kamchak les echaba comida, en concreto trozos de carne de bosko, una vez al día, a la hora señalada para dar de comer a los eslines, y les llenaba un cazo de agua que había en el interior de la jaula. Yo discutía a menudo con él, pero el Ubar de los tuchuks se mostraba inflexible. Miraba a Aphris de Turia y después se metía en el carro en donde permanecía sentado con las piernas cruzadas y la vista fija en una pared durante horas. Una vez le vi romper su silencio y decir, con rabia, como para obligarse a recordar un hecho inalterable, mientras golpeaba el suelo alfombrado con el puño: “¡Es turiana! ¡Es turiana!”. Los trabajos del carro los llevaban a cabo Tuka y otra muchacha, ambas alquiladas por Kamchak con ese propósito. Cuando los carros debían desplazarse, Tuka iba con un palo al lado del bosko que arrastraba la carreta sobre la que iba la jaula de eslines. En una ocasión tuve que hablarle con dureza al ver cómo pegaba despiadadamente a Elizabeth a través de las barras y mediante el palo del bosko. Nunca volvió a hacerlo, al menos teniéndome a mí cerca. Contra la desesperada y llorosa Aphris de Turia no parecía albergar ese odio, y quizás se debía a que era turiana.
—¿Dónde está ahora la piel roja de larl, esclava? —le gritaba en ocasiones a Elizabeth—. ¡Estarás muy bella con el anillo en la nariz! ¡Sí, y te gustará el collar que te pondrán! ¡Espera y verás! ¡Verás lo que es sentir el acero, como lo sentí yo! ¡Esclava!
Kamchak nunca le reprobaba esta actitud a Tuka, pero yo sí la hacía callar. En cuanto a Elizabeth, soportaba los insultos como sin prestarles atención, aunque luego la había oído llorar en ocasiones durante la noche.
Tuve que buscar durante bastante tiempo entre los carros antes de encontrar a Harold. Estaba sentado con las piernas cruzadas, vestido con pieles viejas de bosko y con las armas envueltas en cuero y al alcance de la mano, comiendo una tajada de carne de bosko a la manera tuchuk, es decir, agarrando con la mano izquierda y entre los dientes la carne, mientras que con la quiva sujeta en la mano derecha se van cortando pedazos a escasos centímetros de la boca, pedazos que luego se mascan para volver a iniciar la maniobra enseguida.
Sin decir palabra, me senté junto a él y le observé comer. Me miró vagamente, y de momento tampoco pronunció palabra alguna. Al cabo de un rato le dije:
—¿Cómo están los boskos?
—Tan bien como puede esperarse.
—¿Están afiladas las quivas?
—Así procuramos mantenerlas.
—Es importante —observé— que los ejes de los carros estén engrasados.
—Sí, yo también lo creo así.
Me dio un pedazo de carne y yo empecé a masticarlo.
—Tú eres Tarl Cabot, el korobano.
—Sí, y tú eres Harold, el tuchuk.
—Exacto —me dijo sonriendo—. Soy Harold, el tuchuk.
—Voy a ir a Turia —le indiqué.
—Eso es muy interesante, porque yo también voy a ir a esa ciudad.
—¿Tienes algo importante que hacer allí?
—No.
—¿Qué deseas hacer en la ciudad?
—Quiero adueñarme de una muchacha —me respondió.
—¡Ah, vaya!
—Y tú, ¿qué deseas obtener en Turia?
—Nada importante —respondí.
—¿Una mujer?
—No, no es una mujer. Es una esfera dorada.
—Sé a qué te refieres. La robaron del carro de Kutaituchik —me miró y añadió—: Dicen que esa esfera no tiene ninguna utilidad.
—Quizás sea cierto, pero de todos modos creo que iré a Turia para intentar arrebatársela a quien la tenga.
—¿Dónde crees que se encuentra ahora esa esfera dorada? —preguntó Harold.
—Creo que debe encontrarse en algún lugar de la Casa de Saphrar, un mercader de Turia.
—Eso es muy interesante —volvió a decir Harold—, porque yo quería probar suerte en los Jardines del Placer de un mercader turiano llamado Saphrar.
—Sí, realmente es muy interesante. Quizás se trate de la misma persona.
—Es muy posible que sea así —coincidió Harold—. ¿Te refieres a un tipo bajo, más bien gordo, con dos dientes amarillos?
—Exacto.
—Ésos son dientes venenosos. Es una manía que tienen los turianos, pero una manía muy peligrosa, porque están llenos del veneno del ost.
—Entonces tendré que intentar que no me muerda.
—Sí, creo que ésa es una buena idea.
Tras esta conversación, nos quedamos allí sentados durante un rato, sin hablar, mientras él seguía comiendo y yo le observaba. Cerca había un fuego, pero no era el suyo. El carro que le albergaba no era su carro. No había por allí más que las ropas que le cubrían, un manto de bosko, unas armas y la cena que se estaba llevando a la boca.
—En Turia te matarán —dijo Harold mientras acababa de comer y se limpiaba la boca a la manera tuchuk, con el revés de la mano derecha.
—Quizás tengas razón —admití.
—Ni siquiera sabes cómo entrar en la ciudad.
—Eso también es cierto.
—Yo, en cambio, puedo entrar en Turia cuando lo deseo. Conozco un camino.
—Quizás debiera acompañarte.
—Quizás sí —dijo mientras limpiaba cuidadosamente su quiva con el dorso de su manga izquierda.
—¿Cuándo piensas ir a Turia?
—Esta noche.
—¿Por qué razón no has ido antes? —inquirí mirándole fijamente.
Harold sonrió y dijo:
—Kamchak me indicó que te esperara.
El camino que Harold me proponía seguir hasta Turia no era demasiado placentero, pero a pesar de todo fui tras sus pasos.
—¿Sabes nadar? —me preguntó.
—Sí, pero ¿cómo es posible que tú, un tuchuk, sepa nadar?
Realmente conocía a muy pocos que supieran hacerlo, aunque algunos habían aprendido en el Cartius.
—En Turia —me respondió Harold— fui esclavo en los baños públicos. Allí fue donde aprendí.
Los baños de Turia tienen la reputación de seguir inmediatamente a los de Ar en su lujo, en el número de piscinas, en sus temperaturas y en los perfumes y aceites.
—Todas las noches se vaciaban y limpiaban los baños, y yo era uno de los encargados de este trabajo. Solamente tenía seis años cuando me llevaron a Turia, y no me escapé de esa ciudad hasta once años después.
Harold sonrió y añadió:
—Sólo le costé once discotarns de bronce a mi amo, y no creo que se sintiese insatisfecho de tal inversión.
—¿Es cierto eso que dicen sobre las muchachas que atienden los baños durante el día? ¿Son realmente tan bellas?
Eso me intrigaba de verdad, porque las muchachas de los baños de Turia son casi tan famosas como las de Ar.
—Quizás sea cierto, pero yo nunca las vi. A los esclavos nos encadenaban durante el día en una habitación oscura. Así dormíamos y guardábamos fuerzas para trabajar durante la noche. Lo único que te puedo decir es que a veces, para castigar a esas chicas, las arrojaban al lugar donde estábamos encadenados durante el día..., pero como podrás comprender no había manera de saber si eran bellas o no.
—¿Cómo te las arreglaste para escapar?
—Por la noche, cuando debíamos limpiar los baños, no nos ponían cadenas, pues se habrían mojado y oxidado, Solamente nos ataban unos a otros por el cuello. Pero a mí, hasta que tuve catorce años no me ataron a los demás, pues supongo que mi amo no debía creerlo conveniente. Mientras me mantuvieron libre me dedicaba a divertirme en las piscinas antes de que las vaciasen, y a veces hacía recados para el Maestro de los Baños. Por esta razón sé nadar, y por esta razón también conozco las calles de Turia. Cuando ya tenía diecisiete años me encontré con que era el último de la cuerda. Me deshice de ella y corrí, corrí hasta que encontré un pozo y agarrándome a su cuerda descendí al agua. Desde la superficie noté que había movimiento más al fondo, así que me zambullí y encontré una grieta, a través de la cual pude seguir nadando bajo el agua. Emergí en un estanque poco profundo, que proveía de agua al pozo principal. Volví a sumergirme, y esta vez resurgí en un túnel rocoso por el que se deslizaba una corriente subterránea. Afortunadamente, en algunos lugares había unos cuantos centímetros entre el nivel del agua y el techo del túnel. Era muy, muy largo, y lo seguí hasta el final.
—¿Y dónde te condujo?
—Aquí —dijo Harold señalando a un orificio entre dos rocas que debía tener una anchura de unos veinte centímetros. Por ese orificio emergía alguna corriente subterránea de agua, que enseguida se unía al riachuelo en el que Aphris y Elizabeth habían recogido a menudo agua para los boskos.
Sin decir nada más, Harold con una quiva entre los dientes y una cuerda y un garfio en la cintura, se introdujo por él y desapareció. Yo le seguí, armado con mi quiva y la espada.
No me entusiasma recordar aquel trayecto. Soy un buen nadador, pero en aquella ocasión parecía que íbamos a enfrentarnos a una fuerte corriente a lo largo de varios pasangs, y luego fue exactamente eso lo que ocurrió. Una vez hubimos vencido aquella corriente, vi que Harold desaparecía en cierto lugar del túnel bajo el agua, y una vez más le seguí. Emergimos jadeantes en la zona de poca profundidad de la que me había hablado. Casi inmediatamente mi acompañante volvió a sumergirse seguido por mí. Tras lo que me pareció un rato interminablemente largo, resurgimos, esta vez en el fondo de un pozo con paredes recubiertas de baldosas. Desde luego, se trataba de un pozo bastante amplio, de unos cinco metros de diámetro. A unos centímetros de nuestras cabezas colgaba un gigantesco bidón ladeado, que cuando estaba lleno debía poder contener miles de litros. Dicho bidón estaba atado con dos cuerdas; una de ellas era para controlar el llenado, la más pequeña, y la más gruesa estaba destinada a soportar el peso, y para ello su centro era de cadena. La cubierta de cuerda, en principio destinada a proteger la cadena, es tratada con una cola a prueba de agua fabricada con las pieles, los huesos y las pezuñas de los boskos. Dicha cola se obtiene comerciando con los Pueblos del Carro. Aun así, tanto la cuerda como la cadena han de reemplazarse dos veces al año. Desde ahí abajo calculé que la parte superior del pozo debía estar a unos trescientos metros por encima nuestro.