—¡Esclavo! —silbó la chica.
—No soy ningún esclavo —respondió él mirándola furioso desde el suelo—. Soy un tuchuk.
—¡Esclavo turiano! —repetía ella entre risas de desdén— ¡Apuesto a que bajo estas pieles que llevas se esconde un Kes!
—¡Soy tuchuk! —exclamó el joven apartando con rabia la mirada.
Kamchak me había hablado de ese joven. Entre las gentes de los carros no se le daba la más mínima importancia, y se le despreciaba. Trabajaba en lo que podía, y ayudaba en las tareas del bosko por un pedazo de carne. Se llamaba Harold, lo cual no es un nombre tuchuk, ni un nombre corriente entre los Pueblos del Carro. Se parece, eso sí, a algunos nombres kassar, pero su verdadera procedencia hay que buscarla en Inglaterra. De allí había venido un antepasado y su nombre había pasado de generación en generación durante quizás más de mil años. El primer Harold de Gor fue probablemente un hombre traído por los Reyes Sacerdotes a este planeta en una época que debía corresponder a la baja Edad Media de la Tierra. Por lo que sabía, los Viajes de Adquisición habían empezado incluso mucho antes. Al hablar en una ocasión con ese muchacho, averigüé que era realmente goreano, y que lo mismo se podía decir de sus antepasados, y de los antepasados de sus antepasados, que hasta donde la memoria llegaba habían pertenecido a los Pueblos del Carro. Saberlo me procuró una gran satisfacción. Su problema, que quizás explicaba por qué no lucía todavía en su rostro la Cicatriz del Coraje de los tuchuks, era haber caído en manos de invasores turianos en su infancia. Por esta razón había pasado varios años en la ciudad, pero cuando llegó a la adolescencia, y con gran riesgo de su vida, escapó de la ciudad y atravesó las llanuras topándose en el camino con enormes dificultades, pero las superó y encontró a su pueblo. Con gran decepción, vio que no le aceptaban, pues lo veían antes como a un turiano que como a un tuchuk. Sus parientes, y sus padres entre ellos, habían sido asesinados durante el ataque turiano en el que le capturaron, por lo que no tenía familia. Afortunadamente, un Conservador de Años se había acordado de su familia, lo que le salvó de la muerte y le permitió quedarse entre los tuchuks. Pero no tenía carro propio, ni boskos. Ni siquiera poseía una kaiila. Se había procurado armas recogiendo las que los demás desechaban, y con ellas practicaba en soledad. De todas maneras, ninguno de los que organizaban ataques a las caravanas enemigas o incursiones contra las ciudades y sus alrededores, ninguno de los que llevaban a cabo venganzas contra los vecinos a causa del siempre delicado asunto del robo de boskos, ninguno de ellos contaba nunca con él para incluirlo en las partidas. Ya les había demostrado su habilidad con las armas, y les había parecido satisfactoria, pero finalmente se habían reído de él.
—Ni siquiera tienes una kaiila —habían dicho—. Y todavía no ostentas la Cicatriz del Coraje.
Suponía que era muy poco probable que ese joven llegase a ostentarla algún día, y sin ella, entre gente tan tosca y cruel como los tuchuks, iba a ser objeto de escarnio permanentemente, y le ridiculizarían y le despreciarían. Pero el asunto había llegado todavía más lejos: supe que algunos de entre los carros, como Hereena, por ejemplo, personas que parecían sentir hacia el chico una gran animadversión, habían insistido para que se le forzase a llevar el Kes a pesar de su condición de hombre libre, o a ir vestido como una mujer, lo que habría sido una broma estupenda a los ojos de los tuchuks.
Tuve que apartar a Hereena y al joven de mi mente.
Albrecht se levantó sobre su kaiila, y empezó a desenrollar la boleadora que llevaba en la silla.
—Quitaos las pieles —ordenó a las dos chicas.
Ellas le obedecieron inmediatamente, a pesar de que hacía bastante frío, y esperaron de pie a que les tocara el turno, vestidas de Kajira en aquella tarde luminosa.
Ellas correrían para nosotros.
Kamchak cabalgó con su kaiila hasta la multitud, y entró en rápidas negociaciones con un guerrero, concretamente con el del carro que nos seguía en la marcha de los tuchuks. Las esclavas que habían llevado a Elizabeth Cardwell por los carros para enseñarle goreano con correas y fustas eran propiedad de ese guerrero, y Kamchak, como he dicho, se las había alquilado. Percibí un destello de cobre, proveniente quizás de un disco de una ciudad lejana. Inmediatamente, una de las esclavas del guerrero empezó a despojarse de las pieles. Se trataba de Tuka, una atractiva muchacha turiana.
Ella correría para uno de los kassars, para Conrad, sin duda alguna.
Conocía el odio que sentía Tuka hacia Elizabeth, y también que Elizabeth correspondía a este sentimiento con vehemencia. Tuka se había comportado de manera especialmente cruel con Elizabeth al impartirle las nociones de goreano. La americana, que iba atada, no podía soportarlo, y si intentaba resistirse las compañeras de Tuka se lanzaban contra ella con sus látigos. Tuka, por su parte, también tenía sus buenas razones para envidiar a la esclava de Kamchak y para estar resentida con ella. Hasta ahora, Elizabeth Cardwell había escapado a la señal de hierro candente, al anillo de nariz y al collar, y la turiana, obviamente, no había corrido la misma suerte. Estaba bastante claro que Elizabeth era de alguna manera la favorita de su carro. Es más, era la única muchacha de nuestro carro. Sólo por esta última circunstancia se veía a Elizabeth Cardwell como poseedora de un privilegio envidiable, aunque también es verdad que tenía que trabajar mucho más que otras. Por último, a la americana se le había dado como atuendo una piel de larl, mientras que ella, Tuka, tenía que ir por el campamento vestida como todas las demás, como una Kajira cubierta. Sí, era normal que sintiera envidia.
Temía que Tuka no fuese a correr bien, que permitiese deliberadamente que la capturaran pronto para hacernos perder el desafío.
Pero enseguida me di cuenta de que eso no era posible. Si Kamchak y su dueño no hubiesen estado convencidos de que iba a correr tan bien como podía, no la habrían escogido. De otra manera, la chica habría contribuido a la victoria de un kassar sobre un tuchuk, y esa misma noche, uno de los miembros encapuchados del Clan de los Torturadores habría acudido a su carro para llevársela, y nadie volvería a verla. Tuka iba a correr bien, y daba lo mismo que odiase a Elizabeth o no, porque correría por su vida.
Kamchak hizo girar a su kaiila y se reunió con nosotros. Señaló con la lanza a Elizabeth Cardwell.
—Quítate las pieles —ordenó.
Así lo hizo Elizabeth, y quedó ante nosotros en el grupo de las demás muchachas.
Aunque había transcurrido ya gran parte de la tarde, el sol todavía iluminaba con toda su fuerza. El aire era frío, y el viento movía ligeramente la hierba.
Habían clavado una lanza negra sobre la pradera, a unos cuatrocientos metros de donde nos encontrábamos. Un jinete montado en su kaiila señalaba el lugar. No era de esperar, como es lógico, que ninguna de las chicas alcanzase la lanza. Si alguna lo lograba, el jinete decretaría que se encontraba a salvo. En esa carrera lo importante era el tiempo, además de la habilidad y la contundencia de la actuación. Las muchachas tuchuk, Elizabeth y Tuka, correrían ante los kassars, y las dos muchachas kassar ante Kamchak y ante mí. Cada esclava debía intentar por todos los medios escaparse del competidor de su dueño si de verdad quería honrar a este último.
En tales competiciones se cuenta el tiempo por medio de los latidos del corazón de una kaiila en reposo. Ya habían traído a uno de estos animales, y a su lado, sobre el césped, un largo látigo formaba un círculo; su diámetro sería de unos tres metros, y las muchachas deberían empezar a correr desde su interior. El objetivo del jinete era capturar a la chica y devolverla lo más rápidamente posible al círculo formado por el látigo.
Un anciano tuchuk ya tenía puesta la mano, con la palma abierta, sobre uno de los sedosos costados de la kaiila en reposo.
Kamchak le hizo un gesto a Tuka y ésta, descalza, asustada, caminó hasta introducirse en el círculo.
Conrad soltó la boleadora de su sujeción en la silla. Entre los dientes llevaba una correa de cuero de aproximadamente un metro de longitud. La silla de la kaiila, como la silla del tarn, está hecha de tal manera que atada a su través puede llevarse a una mujer cautiva; a ambos lados se fijan unas anillas por las que se pueden introducir correas o cuerdas. De todos modos sabía que en esta ocasión no habría tiempo material para hacer tal cosa: en muy pocos latidos de la kaiila han de unirse en un solo lazo las muñecas y los tobillos de la chica y después, sin ceremonias, hay que colgarla del pomo de la silla, como si de un aro y una estaca se tratara.
—¡Corre! —dijo con mucha tranquilidad Conrad.
Tuka salió del círculo a toda velocidad. La gente empezó a gritar, animándola. Conrad la observaba con la correa entre los dientes y la boleadora inmóvil al lado. La muchacha tendría una ventaja de quince latidos del gran corazón de la kaiila, tras los cuales ya estaría más o menos camino de la lanza.
El juez iba contando en voz alta.
Cuando cantó el diez, Conrad empezó a hacer girar la boleadora muy lentamente. Sólo alcanzaría la velocidad de vueltas adecuada al tiro cuando la kaiila corriese a galope tendido y estuviese a punto de alcanzar la presa.
Cuando oyó cantar el quince, sin hacer ruido para no alertar a la chica, Conrad espoleó a la kaiila y empezó la carrera, volteando la boleadora.
La multitud se estiraba para ver lo que sucedía.
El juez había empezado a contar a partir de uno. Era la segunda cuenta, la que iba a determinar el tiempo del jinete.
La muchacha corría rápidamente, y eso significaba tiempo a nuestro favor, aunque quizás no más de un latido. Debía haber estado contando para sí mientras corría, pues un instante después de que Conrad saliese en su persecución, ella se giró para mirarle por encima del hombro y vio cómo se aproximaba. Después debió contar hasta tres, y empezó a romper el ritmo y la dirección de su carrera, moviéndose a un lado y otro, para dificultarle la aproximación al jinete.
—Corre bien —dijo Kamchak.
Realmente así era, pero en un instante vi que la boleadora se dirigía a la velocidad del rayo hacia los tobillos de la chica, y que tras de sí arrastraba la larga correa, que con un giro de unos tres metros le rodeó enseguida las piernas y la hizo caer.
Apenas habían pasado diez latidos cuando Conrad ya había atado a Tuka, que forcejeaba e intentaba arañarle, y la había colgado del pomo para volver atrás sobre su kaiila rugiente y lanzar a la chica atada de pies y manos al interior del círculo formado por el látigo.
—Treinta —dijo el juez.
Conrad sonrió.
Tuka, debatiéndose en las correas tanto como podía, intentaba aflojar los nudos. Si lo hubiese conseguido, y todavía más si hubiese liberado una mano o un pie, Conrad habría resultado descalificado.
—Quieta —dijo el juez tras unos instantes, y ella le obedeció. El juez inspeccionó los nudos y después anunció—: Está bien amarrada.
Tuka miró aterrorizada a Kamchak, que se hallaba montado en su kaiila.
—Has corrido bien —le dijo él.
Ella cerró los ojos, casi desvanecida por el alivio.
Viviría.
Un guerrero tuchuk cortó las correas con su quiva, y Tuka, que ahora sólo deseaba salir de aquel círculo, se levantó y corrió al lado de su dueño. En un momento, jadeante y sudorosa, volvía a estar cubierta con sus pieles.
La siguiente muchacha, una kassar que parecía muy ágil, se introdujo en el círculo, y Kamchak desató su boleadora. Me pareció que corría soberbiamente, pero Kamchak, demostrando una vez más su insuperable destreza, la atrapó con facilidad. Lo malo fue que cuando volvía a toda velocidad hacia el círculo del látigo, la chica, que era inteligente, se las arregló para hincar los dientes en el cuello de la kaiila, y el animal se encabritó, aullando y silbando mientras intentaba deshacerse de ella. Kamchak consiguió que soltara el cuello del animal con algunas bofetadas, e hizo retroceder las mandíbulas de la kaiila cuando iban a morder la pierna de la prisionera por tercera vez, pero cuando llegó al círculo el juez había contado treinta y cinco latidos.
Kamchak había perdido.
Cuando soltaron a la muchacha, su pierna seguía sangrando, pero estaba radiante de satisfacción.
—Bien hecho —dijo Albrecht, su dueño, añadiendo con una sonrisa—. Para ser una esclava turiana.
La chica bajó la vista, sonriendo.
Era una mujer valerosa, digna de admiración. Fácilmente se veía que le unía a Albrecht algo más que una simple cadena de esclava.
Obedeciendo a la señal que Kamchak le había hecho, Elizabeth Cardwell penetró en el círculo del látigo.
Estaba asustada. Ella, como yo, había supuesto que Kamchak haría un tiempo mejor que el de Conrad. Si hubiese sido así, incluso si me derrotaba Albrecht, como era de esperar, la puntuación habría resultado muy igualada. Y ahora resultaba que si yo perdía, ella se convertiría en una esclava kassar.
Albrecht sonreía mientras hacía mover su boleadora, como si de un péndulo se tratase, al lado del estribo de la kaiila.
Miró a Elizabeth.
—Corre —dijo de pronto.
Elizabeth Cardwell, descalza, vestida con una piel de larl, empezó su carrera hacia la lanza negra clavada en la distancia.
Quizás había observado con atención la manera de correr de Tuka y de la chica kassar, y había intentado aprender de ellas; pero naturalmente no podía tener la misma experiencia en este cruel deporte de los hombres de los carros que esas muchachas. Así, nunca había aprendido a contar al ritmo del corazón de la kaiila, y eso era algo que las muchachas de los carros hacían durante largas horas bajo la tutela de un maestro que mantenía la cuenta de los latidos mientras ellas cantaban y no decía nada hasta que daban con la cadencia adecuada. Por increíble que parezca, algunas muchachas de los Pueblos del Carro se entrenan exhaustivamente para lograr evadirse de la boleadora; una chica así es de gran valor para su dueño, pues puede utilizarla en sus apuestas. Había oído decir que una de las mejores entre los carros era una esclava kassar, una turiana muy rápida que respondía al nombre de Dina. Había corrido en competiciones reales más de doscientas veces, y casi siempre logrado dificultar y retrasar su regreso al círculo; lo más sorprendente era que había conseguido llegar hasta la misma lanza en cuarenta ocasiones, y eso era algo inaudito.