Para preocupación de Kamchak y turbando mi propio sueño, la chica gritó un par de veces en el transcurso de aquella noche, al tiempo que tiraba de la cadena, pero después descubrimos que ni siquiera se había despertado.
Supuse que al día siguiente Kamchak llamaría al Maestro de Hierro tuchuk para marcar con hierro candente a la que él llamaba “mi pequeña salvaje”. La marca del esclavo tuchuk no es igual que la practicada en las ciudades, es decir, en el caso de las chicas, la primera letra de la palabra “Kajira” en escritura cursiva; los tuchuks ponen la marca de los cuatro cuernos de bosko, que es su estandarte, y que de alguna manera se asemeja a la letra “H”. Por otro lado, esta marca mide tan sólo unos tres centímetros, cuando la marca goreana corriente puede medir de cuatro a seis. Los tuchuks emplean la misma señal para marcar con hierro candente a sus boskos, aunque en este caso, naturalmente, la marca es bastante mayor y forma un cuadrado de aproximadamente un palmo de lado. Después de marcar a la chica imaginaba que Kamchak desearía colocarle uno de esos delgados anillos en la nariz, como los que llevan todas las mujeres de los carros, ya sean libres o esclavas. Por último, solamente faltarían dos detalles: el collar turiano grabado y la indumentaria adecuada para la Kajira Elizabeth Cardwell.
Cuando desperté por la mañana, me encontré con Elizabeth sentada. Tenía los ojos enrojecidos, y se apoyaba en uno de los postes que sustentaban las pieles de la tienda. Se cubría con la piel de larl rojo.
—Tengo hambre —dijo mirándome.
Me dio un salto el corazón. Esa chica era más fuerte de lo que había creído, y eso me complacía. Allá en la tarima de Kutaituchik había temido que no fuese capaz de sobrevivir, que fuese demasiado débil para Gor. Creía que ese cambio de mundo, y también el verse convertida en esclava, podían perturbar completamente su sentido común. Y una loca no sirve como esclava de los tuchuks, que se habrían deshecho de ella utilizándola como carnaza para las kaiilas o para los eslines pastores. Pero ahora me daba cuenta de que Elizabeth Cardwell era una chica fuerte, que no iba a volverse loca, que quería sobrevivir.
—Tu amo es Kamchak de los tuchuks. Él debe comer primero. Después, si él quiere, comerás tú.
—De acuerdo —dijo ella apoyando la espalda en el poste.
Cuando Kamchak echó a un lado las pieles para levantarse, Elizabeth no pudo evitar retroceder, hasta que el poste se lo impidió.
Kamchak me miró.
—¿Cómo está la pequeña salvaje esta mañana?
—Hambrienta.
—Estupendo.
Miró detenidamente a la chica, que seguía asustada con la espalda empujando el poste del carro y que agarraba con sus manos esposadas la piel de larl rojo con la que se cubría.
Esa chica era diferente a todo lo que antes había poseído el guerrero. Era su primera salvaje, y no sabía muy bien cómo actuar con ella. De hecho, estaba acostumbrado a chicas que ya saben por su cultura que convertirse en esclavas es una posibilidad muy real, aunque quizás no conciban la esclavitud tan abyecta que se da entre los tuchuks. La muchacha goreana está acostumbrada a la esclavitud, incluso cuando es una muchacha libre. Quizás disponga ella misma de uno o más esclavos, y sabe que es más débil que los hombres, y lo que ello puede significar. Sabe que las ciudades caen, y que a veces se producen asaltos a las caravanas, y sabe que si un guerrero es lo suficientemente fuerte puede capturarla incluso en sus propias habitaciones, y que se la puede llevar, atada y encapuchada, a lomos de un tarn volando por encima de las murallas de su propia ciudad. Así, aunque nunca la esclavicen, está familiarizada con las tareas de una esclava, con lo que de ellas se espera, con lo que les está permitido y con lo que no. Por otra parte, afortunada o desafortunadamente, la muchacha goreana se educa en la idea de que es muy importante saber cómo complacer a un hombre. De esta manera, incluso las mujeres que nunca serán esclavas, sino compañeras libres, aprenden a preparar y servir platos exóticos, a cuidar el equipo de un hombre, a bailar las danzas del amor de su ciudad, etcétera. Como es natural, Elizabeth Cardwell lo ignoraba absolutamente todo en estas materias, y yo me veía obligado a coincidir con lo que pensaba Kamchak: era una pequeña salvaje. Aunque, eso sí, una pequeña salvaje bellísima.
Kamchak chasqueó los dedos y señaló al suelo. Elizabeth se arrodilló ante él agarrando la piel que la cubría, y puso la cabeza entre sus pies.
Era una esclava.
Para mi sorpresa, y sin darme ninguna razón que explicase su manera de obrar, Kamchak no quiso vestir de Kajira a Elizabeth Cardwell, lo que provocó la irritación de otras esclavas del campamento. Pero no solamente no la vistió, sino que además no la marcó con hierro candente, ni le fijó en la nariz el anillo de las mujeres tuchuks, y ni siquiera, incomprensiblemente, le puso el collar turiano. Eso sí, no le permitió trenzarse el pelo, ni adornárselo. Debía llevarlo suelto, y al fin y al cabo con esta imposición era suficiente para que en los carros se reconociese en ella a una esclava.
Para que se vistiera le permitió confeccionarse tan bien como le fuera posible un vestido sin mangas con la piel del larl rojo. No es que cosiera demasiado bien, y me divertía oírla maldecir desde el rincón en el que estaba atada a la anilla de esclava ahora ya tan sólo por medio de un collar y una cadena. De vez en cuando se clavaba la aguja de hueso, al emerger ésta después de atravesar el cuero. Otras veces enmarañaba el hilo, o hacía puntadas demasiado cortas, que arrugaban y estropeaban el cuero, o demasiado largas, con lo que quedaba al descubierto lo que eventualmente la prenda tenía que cubrir. Saqué la conclusión de que las chicas como Elizabeth Cardwell, tan acostumbradas a comprar ropas ya confeccionadas por las máquinas de la Tierra, no tenían los conocimientos adecuados para ciertas tareas de la casa. Y eso que, como bien se veía, saber coser podía resultar muy útil en según qué momentos.
Finalmente, acabó de confeccionar su prenda, y Kamchak la libró de las cadenas para que pudiese levantarse y probársela.
Había algo que no me pareció sorprendente, aunque sí gracioso, y era que el vestido se alargaba bastantes centímetros por debajo de la rodilla, y su borde inferior no estaba a más de diez centímetros del tobillo. Kamchak le echó un vistazo y enseguida sacó la quiva para acortar la falda considerablemente, de manera que la piel de larl se convirtió en una prenda bastante más breve incluso que el encantador vestido amarillo que llevaba cuando la capturaron.
—¡Pero si lo había cortado a la altura de los vestidos de cuero de las mujeres tuchuks! —se atrevió a protestar.
Se lo traduje a Kamchak.
—Sí, pero tú eres una esclava.
Traduje su respuesta, y Elizabeth bajó la cabeza, derrotada.
La señorita Cardwell tenía unas piernas delgadas y bonitas, y Kamchak, como hombre, deseaba verlas. Además, aparte de ser un hombre, era su dueño y por tanto podía hacer con ella lo que se le antojara. Si es necesario, debo admitir que no me disgustaba su acción, y que la vista de la bonita señorita Cardwell yendo y viniendo por el carro me resultaba bastante inspiradora.
Kamchak le ordenó que caminara hacia adelante y hacia atrás una o dos veces, y le hizo algunas ácidas críticas. Después, para sorpresa de ella y también mía, no volvió a encadenarla, sino que le dijo que podía caminar libremente por el campamento, y que solamente debía preocuparse en volver antes de que oscureciera y soltasen a los eslines pastores. Elizabeth bajó la cabeza tímidamente, y con una sonrisa corrió al exterior. A mí también me satisfacía mucho verla en libertad.
—¿Te gusta esta chica? —le pregunté.
—Solamente es una pequeña salvaje —me respondió riendo. Y luego, mirándome, añadió—: A quien deseo es a Aphris de Turia, a nadie más.
No sabía quién podía ser.
Creo que se puede decir que en general Kamchak trataba a su pequeña esclava salvaje bastante bien, sobre todo si consideramos que era un tuchuk. Esto no quiere decir, por supuesto, que las cosas resultaran fáciles para ella, ni que no recibiera una buena paliza de vez en cuando, pero de todas maneras, y considerando lo que ocurre normalmente con las esclavas de los tuchuks, no creo que sea justo afirmar que Elizabeth sufría malos tratos. Quizá merezca la pena explicar lo que ocurrió una vez, como ejemplo. La chica había ido a buscar combustible para el fuego de excrementos, y volvió arrastrando el saco, que solamente había llenado a medias.
—Es todo lo que he podido encontrar —le dijo a Kamchak.
El guerrero, sin pensárselo dos veces, le metió la cabeza en el saco y luego lo cerró; hasta la mañana siguiente no lo desató. Elizabeth Cardwell nunca más trajo un saco de excrementos a medio llenar al carro de Kamchak de los tuchuks.
Y ahora el kassar, montado en su kaiila, mantenía la lanza bajo la barbilla de la chica que estaba arrodillada ante él y le miraba implorante. De pronto, el guerrero apartó la lanza y se echó a reír.
Yo respiré aliviado.
—¿Qué quieres a cambio de tu pequeña bárbara? —le preguntó el guerrero a Kamchak, después de haber llegado hasta su lado.
—No está en venta —dijo Kamchak.
—¿Apostarías algo por ella? —insistió el jinete.
Su nombre era Albrecht de los kassars, y formaba pareja con Conrad de los kassars en contra nuestra.
El corazón me dio un vuelco.
Los ojos de Kamchak se encendieron. Era un tuchuk.
—¿Cuáles son tus términos? —preguntó.
—Si yo gano la competición, me quedo con tu bárbara —dijo Albrecht. Y luego, señalando a dos muchachas de su propiedad que se hallaban a su izquierda, vestidas de pieles, añadió—: Si tú ganas te quedas con estas dos.
Esas esclavas no eran bárbaras, sino turianas. Ambas eran encantadoras, y sin duda alguna estaban plenamente capacitadas para complacer los gustos de los guerreros de los carros.
Conrad, al oír los términos del desafío propuesto por su amigo resopló burlonamente.
—¡No, Conrad! —gritó Albrecht—. ¡Te aseguro que hablo en serio!
—¡De acuerdo! —gritó Kamchak.
Teníamos a unos cuantos niños, hombres y esclavas como espectadores. Tan pronto como Kamchak mostró su acuerdo con la proposición de Albrecht, los niños y algunas esclavas corrieron hacia los carros gritando alegremente:
—¡Desafío! ¡Desafío!
Para mi desesperación, muy pronto un gran número de hombres y mujeres tuchuks, así como sus esclavos y esclavas, empezaron a reunirse en aquel campo de césped. Todo el mundo estaba al corriente ya de los términos de la apuesta. Entre la multitud, aparte de los tuchuks y sus esclavos, había también algunos kassars, un paravaci o dos, e incluso un kataii. Las esclavas que había entre la gente parecían particularmente excitadas. Se oía cómo la gente hacía apuestas. A los tuchuks no les desagrada el juego, y no se puede decir que sean una excepción entre los goreanos. Lo que sí es excepcional es lo que llega a apostar un tuchuk: todos sus boskos pueden cambiar de dueño sólo por el resultado de una carrera de kaiilas, o doce esclavas pueden pasar a otras manos sólo por la dirección que va a tomar un pájaro al volar o por el número de semillas que habrá en un tóspit.
Las dos muchachas de Albrecht esperaban en pie a un lado. Aunque procuraban no revelar su satisfacción, sus ojos brillaban. Otras las contemplaban desde la multitud con expresión de envidia. Para una muchacha goreana constituye un gran honor ser un premio en una apuesta. Sorprendentemente, Elizabeth Cardwell también parecía muy satisfecha con todo el asunto, y yo no entendía muy bien por qué. Vino hacia donde me encontraba con mi kaiila y miró hacia arriba.
—¡Vas a ganar! —me dijo de puntillas, aupándose en los estribos.
Me habría gustado estar tan seguro como ella.
Yo era el segundo jinete de Kamchak, del mismo modo que Albrecht lo era de Conrad, el de los Kassars, el Pueblo Sangriento.
Ser el primer jinete implica una prioridad honorífica, pero los puntos son los mismos para cualquiera de los dos, y dependen exclusivamente del éxito de su actuación. El primer jinete es, como ya se puede suponer, el de más probada habilidad, el de mayor experiencia.
En la hora que siguió me alegré mucho de haber pasado la mayor parte del tiempo durante los últimos meses, cuando el cuidado de los boskos de Kamchak nos lo permitía, aprendiendo el manejo de las armas de los tuchuks, tanto las de caza como las de guerra. Kamchak era el mejor instructor que podía desear un guerrero por su gran habilidad y experiencia, y desinteresadamente supervisaba mis prácticas durante horas, a veces hasta que anochecía y ya no se podía distinguir nada. Así aprendía a manejar armas tan eficaces como la lanza, la quiva y la boleadora y también la cuerda y el arco. Se trataba del arco pequeño que se utiliza desde la silla de la kaiila, de menor alcance y potencia que el arco largo goreano, o que la ballesta; aun así, a corto alcance era una arma temible, sobre todo si se disparaba fuerte y rápido, flecha tras flecha. De todos modos, quizás me gustaba más el cuchillo de silla equilibrado, la quiva; mide unos treinta centímetros, y tiene doble filo. Se usa como si se tratara de una daga, y creo que adquirí bastante habilidad en su manejo. A doce metros podía partir un tóspit que alguien hubiera lanzado. A treinta metros podía acertar a un disco de cuero de bosko de diez centímetros de anchura, colocado en la punta de una lanza clavada en el suelo.
Kamchak estaba contento con los resultados de mi aprendizaje.
Y yo, naturalmente, también lo estaba.
De todos modos, aunque hubiese adquirido destreza en el manejo de todas esas armas, en esas competiciones tienen que utilizarse todos los recursos, y debe hacerse al máximo.
A medida que iba pasando el día se iban acumulando los puntos, pero para entusiasmar todavía más a la multitud que nos contemplaba, la cabeza de la competición cambiaba continuamente, y tan pronto ganábamos Kamchak y yo, como lo hacían Conrad y Albrecht.
Entre los espectadores, montada sobre su kaiila, pude distinguir a Hereena, aquella muchacha del Primer Carro a la que había visto a mi llegada al campamento de los tuchuks, cuando estuvo a punto de pateamos con su montura a Kamchak y a mí. Era una chica nerviosa y activa, muy orgullosa, y su anillo de nariz de oro, que contrastaba con su piel morena y sus ojos negros y brillantes, no hacía disminuir su belleza, que de tan considerable era insolente. Pertenecía a una clase de mujeres a las que desde la infancia se les consienten y alientan todos los caprichos, contrariamente a lo común en la educación de las demás mujeres tuchuks. Así, según me había contado Kamchak, pueden convertirse en premios adecuados para los juegos de la Guerra del Amor. Los guerreros turianos, me había dicho, gustan mucho de estas mujeres, de las bravas muchachas de los carros. Un hombre joven, rubio, de ojos azules y sin cicatrices que le marcaran la cara, se había visto empujado por la multitud y había chocado con el estribo de la amazona. Ella le azotó por dos veces con la fusta de cuero que tenía en la mano. Fueron dos golpes rápidos, violentos, y la sangre brotó por la parte del cuello cercana al hombro del chico.