—¿Demasiado tarde… para nosotros? —susurró Vera, estremecida.
—Sí, eso es.
—¿Doris era… era culpable de algo?
—Quizá, no lo sé. Pero había algo o alguien más por encima de ella, el espíritu maligno que mueve los hilos de este horror, sin duda alguna. No sé si hombre o demonio, humano o sombra, vivo o muerto… pero hay alguien más. Y es preciso saber de
qué
o de quién se trata. Voy a hacer esa llamada, querida… ¿Y los niños?
—Siguen en la cocina. La señora Oates les sirve allí la cena. Prefiero tenerlos donde puedan ser controlados…
—Sí, eso está bien. Pero me temo que los niños, como Doris Beswick, sólo son marionetas, simples instrumentos, manipulados por una fuerza maligna e insana que mora en esta casa y se mueve por ella como una araña, tejiendo su siniestra y atroz tela en torno a nosotros…
—Ken, me asustas…
—Hay motivos para ello, querida. También yo estoy asustado. Siempre asusta aquello que uno no entiende. Y esto… no logro entenderlo la verdad. No del todo, cuando menos. En fin, no esperemos más. Voy a hacer esa llamada.
—No, señor Wilcox. Usted no hará ninguna llamada. Es muy astuto, pero yo lo soy mucho más. Y ha llegado la hora de terminar con esto de una vez por todas…
Vera gritó roncamente. Ken giró la cabeza, sujetando con un brazo a su compañera, y volviéndose hacia la escalera principal, situada a sus espaldas.
Allí estaba la única persona de quien no hubieran esperado oír palabra alguna. El único ser con quien no contaban.
Sir Clifford Prowse, el anciano propietario de la mansión, aparecía erguido, en pie en los escalones, mirándoles a través de sus negras e inquietantes gafas.
Del mismo modo que le era posible oír y hablar, ambos estaban ahora bien seguros de que sus ocultos ojos podían verles con toda claridad.
—Usted —jadeó Ken Wilcox roncamente—. Usted es el espíritu maligno de esta mansión, sir Clifford.
—Sí, yo soy —afirmó él lenta, fríamente—. Y mis fieles servidores van a acabar con ustedes… ¡ahora mismo! Vamos, muchachos, atacad… ¡
Matad
!
Era una orden glacial, surgida de aquellos exangües labios de anciano. Vera miró a un lado, apretándose despavorida a su compañero. Ken miró en esa misma dirección.
Vio algo que ya se temía de antemano.
Los once niños ya no estaban cenando apaciblemente en la cocina con la señora Oates.
Los once niños venían hacia ellos. Silenciosos, sombríos, taciturnos e inexpresivos como autómatas. Ángeles convertidos en demonios, criaturas hechas monstruos de maldad.
La muerte se leía en todos sus ojos. Especialmente en los azules de Norman, que capitaneaba el grupo con maligna sonrisa…
* * *
Ken Wilcox apretó a Vera contra sí. Se daba cuenta de que todo estaba a punto de terminar. Angustiado, retrocedió con ella siempre a su lado, hasta apoyar las espaldas en un muro de piedra del vestíbulo, justo debajo de una panoplia con antiguas lanzas hindúes, recuerdo de alguna batalla en las Colonias de sir Clifford.
Los niños se movían, como en dirección a ellos, rodeándoles implacablemente. Ken apretó los labios, en tensión, buscando una posible salida.
—Es inútil todo, señor Wilcox —avisó la bronca voz del anciano—. No hay escapatoria esta vez. Ellos harán lo que yo diga. Son mis esclavos. Obedecen ciegamente, como todo el que está bajo mi influencia…
Ken no dijo nada. Alzó la mirada. Vio la panoplia sobre ellos. Rápido, tomó las dos lanzas y las cruzó, formando el signo de la cruz ante sir Clifford. Este, por toda respuesta, se echó a reír, moviendo la cabeza.
—No, amigo mío, yo no —dijo, burlón—. No soy el diablo. Ni un endemoniado. Sólo soy el conducto para que el Mal se haga presente y domine a las personas. El intermediario, como se dice ahora. No va a destruirme con esa cruz, convirtiéndome en cenizas, créalo. Esa leyenda no me afecta. No soy el demonio. Ni tampoco un vampiro. Mis poderes vienen de las Tinieblas. Aprendí a dominar esas fuerzas y canalizarlas mediante mi voluntad y mi mente, eso es todo. Ello me hará no sólo inmortal, sino poderoso, fuerte, eternamente joven… ¡Es la máxima sabiduría de todos los tiempos, aprendida a través de ocultos ritos que nadie conoce!
Los niños estaban cada vez más cerca. Ken podía atacarles con las lanzas, pensó. Pero eran once contra él. Vencerían siempre, movidos por aquella fuerza maligna que se advertía casi tangible en torno suyo. El poder de su tenebroso amo les convertía en frías máquinas de destrucción, sin voluntad propia.
—Dios mío, Ken, ¿qué va a ser de nosotros? —gimió Vera.
—Señorita Munro, lo mismo que fue de Eric, de Skeggs, de la señorita Swift… Todos los que me estorban, los que se cruzan en mi camino, mueren sin remedio. Nadie podrá arrojarme jamás de esta casa. ¡Nadie! Aquí he creado mi imperio de poder, y aquí debo terminarlo. Mis criaturas serán las que cumplan mi voluntad. Y luego habrá otras, muchas más… ¡Tengo todo el poder del mundo, todas las fuerzas de la Oscuridad, Wilcox! Ustedes van a comprobarlo ahora. ¡Matad, niños, matad!
Norman esgrimía un cuchillo de cocina. Sonreía perversamente. La pequeña y dulce Karin también sonreía como el espíritu mismo del mal y la crueldad. Vera sollozaba, apretada patéticamente a Ken.
Wilcox no sabía qué hacer. Hasta que la voz, vacilante, insegura, le gritó:
—La lanza, Wilcox, la lanza… ¡Acabe con él! ¡Recta al corazón, o todo estará perdido!
Giró la cabeza, atónito. Ella estaba allí, en la puerta de la casa. Sangrante, con el rostro lívido, el cabello chorreando un rojo espeso, la mirada extraviada, la expresión agonizante… pero todavía en pie, empapada en sangre toda su ropa…
—¡Doris! —gritó Ken—. Vive aún…
—Por poco tiempo… ¡Esa lanza, Wilcox! ¡Arrójela a su corazón maldito! ¡Antes de que sea tarde!
Ken actuó. Se revolvió, tomando una de las lanzas con las que hiciera la cruz, y dejando caer la otra. La alzó contra sir Clifford. Este levantó sus brazos, intentando algún sortilegio diabólico para impedir el impacto. Pero Doris, sin darle tiempo a más, se precipitó contra él como una tigresa, dejando tras de sí un largo reguero de copiosa sangre.
—¡Pronto, Wilcox, por caridad! —clamó la hermosa mujer, forcejeando con Prowse para que éste no alzara sus brazos—. ¡Si él invoca a las fuerzas del Mal, nada ni nadie podrá vencerle ya!
Ken arrojó la lanza, pese a que ella se interponía en el camino, en su lucha exasperada con el que fuera hasta entonces, a no dudar, su amo y señor absoluto. La moribunda, en su agonía, estaba luchando por destruir al monstruo.
Y lo había logrado.
Wilcox jamás puso más corazón en un intento como en aquel lanzamiento del arma primaria contra su enemigo. La lanza vibró al clavarse profundamente en el pecho de sir Clifford, tras atravesar también un brazo de la joven. Un alarido inhumano, desgarrador, brotó de labios del perverso ser. La lanza temblaba, hincada en su torso, sobre el lado izquierdo. Debía de haber partido su corazón en dos.
—Mal… di… tos… —jadeó el herido.
Y se derrumbó, arrastrando consigo a Doris, que también quedó inerte, sin vida, pero con una salvaje mueca de complacencia en su exótico rostro, ahora casi grisáceo a causa de la muerte. Los dos cuerpos yacían al pie de la escalera, en trágica composición.
Los niños se habían detenido en seco, como si de repente les faltara algo. Sus ojos se dulcificaron lentamente. Sus caras se relajaron. El cuchillo cayó de las manecitas blancas de Norman. Golpeó sordamente el suelo.
Poco a poco, parecían despertar de un letargo. Eran como seres hipnotizados que volvieran paulatinamente a la realidad.
—Ya no nos atacan —musitó Vera.
—No, ya no —suspiró Ken—. Creo que todo ha terminado. La mente criminal que les dirigía y manipulaba ha dejado de existir. Vuelven a ser lo que siempre fueron, cuando el cerebro de sir Clifford y sus extraños poderes no les controlaban: simplemente niños…
Vera se apartó de Ken. Recogió el cuchillo, que guardó en un mueble. Luego hizo girar la cabeza a los niños, para que no vieran los dos cadáveres y el reguero de sangre que corría por el vestíbulo. Les ordenó suavemente:
—Vamos, volved a cenar. Id a la cocina de nuevo, queridos.
—Sí, señorita Munro —afirmó suave, dócilmente, el rubio Norman.
Y los once niños, despacio, respetuosos, se alejaron hacia la cocina, sin llegar a ver siquiera el macabro espectáculo.
Una vez solos, Ken y ella se miraron largamente, acercándose a los caídos. Ken respiró hondo.
—Pobre Doris… Era otro instrumento en manos de sir Clifford… La dominaba totalmente, era su esclava, tal vez su cómplice fiel. Pero cuando él emitió sus extraños poderes y la hizo caer al abismo, ella corrió a vengarse con su último aliento. Descanse en paz la infortunada.
Y cerró sus ojos piadosamente, recobrando la exótica mujer algo de su serena belleza majestuosa. Tras una vacilación, Ken trató de hacer lo mismo con sir Clifford, pese a la malignidad sin límites que éste había representado.
Le quitó los lentes negros, murmurando a guisa de disculpa:
—También él, a fin de cuentas, ya es sólo un cadáver y estará rindiendo cuentas a ese Dios a quien combatía con sus satánicos poderes…
Pero cuando intentó cerrar aquellos párpados, se encontró con una sorpresa. Sus dedos tocaron algo que no era piel humana… sino goma.
—¿Eh? ¿Qué es esto? —masculló.
Comenzó a tirar. Una máscara de tenue goma se desprendió del rostro del difunto. Y con ella, unas patillas blancas, una peluca también canosa, postizos de todo tipo, incluida la fea cicatriz del cuello…
—Dios mío, mira esto, Vera —jadeó, estupefacto—. ¡Este hombre no era un anciano! ¿Qué misterio es éste?
Vera Munro contempló al muerto. Supo que no era la primera vez que veía aquel cadáver. Y comprendió muchas cosas más.
—Ken, ahora lo entiendo todo —susurró—. Sir Clifford no existía. Tal vez nunca existió, desde que murió hace muchos años… tal vez asesinado incluso por este hombre…
—Pero ¿sabes quién es él?
—Sí, Ken. Claro que lo sé. La única vez que lo vi estaba aparentemente tan muerto como ahora. Sólo que aquello debía de ser ficción, otro ejemplo de sus extraños poderes para fingir lo que no era… Este hombre, Ken, es Howard Steele, el director del orfanato, el cadáver desaparecido…
El contable Barnes asintió, cerrando uno de los tenebrosos volúmenes de nigromancia de sir Clifford Steele.
—Ahora empiezo a verlo claro, señor —dijo a la señora Oates, a Ken Wilvox y a Vera Munro, así como al juez Sawell, de Nottingham, y a los agentes allí presentes—. Sir Clifford debió morir hace años. Es posible, como dice la señorita Munro, que hallase la muerte a manos del propio Steele. Este, no era, como todos creíamos, un hombre recto y generoso. Quería su orfanato para educar a los niños como auténticos seres vampirizados por sus poderes ocultos. Era un hombre que rendía culto a Satán, según sus documentos, y que había obtenido oscuramente esas fuerzas malignas que poseía. En realidad, su orfanato era un colegio de futuros demonios, de seres sin alma, moldeados por un loco de raro y terrible poder. Por eso no quería que la justicia le desposeyera de su patrimonio. Hubiera hecho cualquier cosa, incluso asesinarnos a todos, con tal de salvar su siniestro orfanato, escuela de vampiros y de demonios. Espero que Dios, pese a todo, se apiade de su alma.
—Vivió dos existencias muy distintas: como Steele y como sir Clifford. Doris Baswick debía de saber eso, pero vivía dominada por él, era su amante y su esclava —señaló Ken, tras consultar otros documentos hallados en la madriguera del falso aristócrata—. Evidentemente, por encima de sus propios poderes monstruosos, su mente estaba enferma, era un loco siniestro y excepcionalmente poderoso. Es un bien para todos que esta pesadilla haya terminado.
—Los niños serán enviados a Leicester. El reverendo Hodges cuidará de ellos debidamente —sentenció el juez Swell afablemente—. Y como nada recuerdan de los momentos en que la fuerza mortal de ese maníaco endemoniado les poseía, su futuro será como el de otros niños de su edad, haciéndose hombres normales y de provecho.
—Así todo queda arreglado… y yo vuelvo a quedarme sin empleo —suspiró la joven Vera Munro, resignada—. Tal vez era un precio barato todavía, para obtener a cambio de él la libertad y la vida, lejos de estos horribles muros.
—Sin duda —rio Ken Wilcox—. Y como mi coche, desgraciadamente, ha sufrido daños muy serios, si quiero invertir en otro Daimler, tengo que trabajar mucho y necesitaré una eficiente secretaria. ¿Quieres aceptar tú ese empleo, Vera?
—¿Lo dices en serio, Ken?
—Totalmente en serio. Ya tendremos tiempo de preparar juntos mi próximo libro… y discutir los detalles de nuestra futura boda, señorita Munro.
—¡Oh, Ken!
Y se colgó de sus hombros, besándole en los labios, olvidada ya casi totalmente la atroz pesadilla vivida en aquella mansión de Loomish Hill, en Nottingham.
FIN
CURTIS GARLAND, barcelonés del Paralelo, (1929-2013†) con el nombre de Juan Gallardo Muñoz. Forma parte de los escritores de la Literatura popular española, junto con otros autores como Corín Tellado, Marcial Lafuente Estefanía, Frank Caudet o Silver Kane. Estrechamente vinculado a la Editorial Bruguera, que publicó hasta los años 80 los llamados bolsilibros (también denominados libros de a duro, en referencia aproximada a su bajo precio), dedicados a géneros como la novela negra, de terror, de ciencia ficción, o del Oeste; así como a las editoriales Toray y Rollán.