Un hombre aparecía sentado tras una pesada mesa repleta de libros. Estaba de espaldas a la ventana, encorvado sobre un volumen en el que apoyaba sus sarmentosas manos huesudas. Una blanca melena revuelta remataba su cabeza. Llevaba unas gruesas gafas de vidrios casi negros, con un puntito transparente en el centro, grandes patillas blancas y algodonosas sobre el rostro rugoso, apergaminado. Una fea cicatriz surcaba su cuello, desde la oreja hasta la nuez, recuerdo sin duda de aquel proyectil que le dejó mudo en la guerra colonial. Se envolvía en una gruesa bata de cuadros azules, y parecía tan ausente de ellos como si estuviera a mil millas de distancia.
Doris se acercó a él, seguida por los dos visitantes. Vera observó que el volumen que el anciano «leía» era un libro perforado por el sistema Braille, para ciegos. Sus dedos, ágiles y rápidos, recorrían el grabado de cada página.
—Sir Clifford —dijo Doris, parándose a su lado y oprimiendo su hombro con los bronceados dedos, rápida y diestramente, en una repetición morse de sus palabras—. Tiene visitas. La nueva maestra, la señorita Munro y un joven huésped, un escritor, Kenneth Wilcox… Desean presentarle sus respetos.
Vera y Ken cambiaron una rápida mirada de desasosiego. El lugar olía a humedad y a frío. Ardía un fuego en el hogar, pero el frío era de otra naturaleza. Aquel anciano parecía por sí mismo un cadáver viviente. Le temblaban las manos que alzó en muda salutación, al tiempo que un gorgoteo sordo era cuanto brotaba de sus labios descoloridos, pretendiendo acaso representar palabras. Vera notó fijas en ella, a través de aquellos negros lentes, unas pupilas que tal vez no veían bien, pero que llegaban a su persona como dos agujas heladas y profundas, desde una distancia que no parecía de este mundo.
—Quiere decirles que celebra su visita y se la agradece —sonrió Doris—. Sir Clifford no es demasiado amigo de convencionalismos sociales ya, dado su estado. Tampoco gusta de visitas. Pero a veces se siente solo y la presencia de alguien que no sea yo parece animarle un poco.
—¿No recibe nunca otra visita? —se interesó Vera, estudiando al anciano sentado en aquel butacón.
—Sólo de tarde en tarde. Un par de veces ha estado aquí el señor Steele, otra la señora Oates, alguna vez los niños…
—¿Los niños subieron aquí? —se sorprendió Vera, sintiendo un leve estremecimiento.
—Sí, pero muy de tarde en tarde, y creo que por insana curiosidad infantil más que por otra cosa —sonrió Doris forzada—. Ya sabes lo que pienso de ellos.
—Sí, Doris, lo sé —afirmó Vera. Tras una indecisión, señaló a sir Clifford—. ¿Puede oírnos, ver algo?
—Ve sombras y poco más. Pero la luz da en sus rostros ahora. Puede leer en sus labios. Será mejor que no hable del cadáver. Quizá no le gustase mucho a él. Como ve, es difícil que traigan aquí una carga semejante, querida.
—Sí, empiezo a darme cuenta. —Vera dejó resbalar sus ojos distraídos por los lomos de los libros alineados en las estanterías. Casi sintió pavor. Un oscuro y helado miedo a algo indefinible, malsano, que flotaba en aquel ambiente… o que así se lo parecía a ella.
Tal vez los viejos volúmenes tenían la culpa. Los títulos que, en caracteres rojos, dorados o casi borrados por el tiempo, veía allí ante ella, no eran nada alentadores ni contribuían a disipar el clima y agobiante de aquella casa:
Vampirismo, Historias de satanismo, Culto al Diablo, Licantropía, Poderes ocultos y nigromancia, El Tarot y sus enigmas, El Anticristo, Sadismo y perversión, Wurdalaks y Vrolaks, El Vampiro en Europa, Hombres Lobo y Mujeres Gato
…
Era una biblioteca espeluznante. Desvió la mirada al tener la sensación incómoda de que las pupilas casi ciegas del anciano estaban fijas en ella y en la trayectoria de sus ojos.
—¿Se ha arreglado ya al teléfono? —la voz de Doris parecía llegar de otro planeta, rompiendo las telarañas imaginarias y viscosas de las imaginaciones tétricas de Vera.
—No, aún no —negó la joven maestra, saliendo de su abstracción—. Todo sigue igual abajo. Y el pobre señor Skreggs esperando a que puedan trasladarle a la Morgue local alguna vez…
—Es una situación muy desagradable —admitió Doris gravemente—. Espero que deje pronto de nevar y pueda resolverse todo. Con esa cantidad de nieve fuera no se puede dar un paso… Estamos condenados a permanecer aislados mientras dure.
—Usted acaba de decir algo singular, señorita Beswick —dijo Ken, de súbito, mirando a la hermosa y exótica mujer.
—¿Sí? —las cejas de ella formaron dos arcos perfectos sobre las profundas pupilas oscuras como la noche—. ¿En qué sentido, señor Wilcox?
—Eso que mencionó… No se puede dar un paso. Es la verdad. Me pregunto cómo alguien pudo ir a la capilla y volver con su carga… sin dejar huella alguna en la nieve ni hundirse en ella con semejante peso.
Doris entendió. Cruzó una mirada con Vera, que tenía un estremecimiento sutil a flor de piel. El anciano parecía ajeno de nuevo a ellos, sumido en la lectura de su volumen a través del tacto de sus sensibles dedos rugosos.
—Sí, eso es cierto —señaló al exterior—. Desde aquí se domina todo: cementerio, capilla… Y no he visto otra señal de pisadas que las dejadas por unas raquetas en la nieve…
—Fui yo —dijo Ken, tomando del brazo a Vera—. Creo que no molestaremos más. Nos vamos, señorita Beswick. Ha sido muy amable con nosotros. Mi saludo a sir Clifford. Debe divertirse mucho con esas lecturas. ¿El Braille también es un libro de vampiros, demonios o licántropos?
Doris le miró algo sorprendida y, al parecer, desconfiada de repente. Encogiose de hombros y manifestó con cierta frialdad:
—No, señor Wilcox. Sir Clifford está leyendo la versión Braille de
Fausto
.
—Entiendo —sonrió Ken, saliendo ya con Vera—. Muy adecuada lectura…
Abandonaron la buhardilla, tras agitarles su sarmentosa mano sir Clifford en muda despedida, acompañada por otro gorgoteo que tal vez quería ser amable pero que sonaba ominosamente. Bajaron las escaleras de madera empinadas que conducían a la segunda planta de la casa.
Crujió el peldaño número cuatro, como dijera Doris Beswick, al pisarlo ellos. Ken contempló sus zapatos como si fuesen culpables de algo. Llegaron a la planta inferior en silencio. Allí, Ken murmuró, pensativo:
—
Fausto
… ¿Qué espera ese anciano? ¿Poder recuperar su juventud a cambio de vender su alma al diablo?
—Es posible. ¿También se fijó en los libros de las estanterías?
—Cielos, claro que sí. Es una biblioteca de escalofrío. Ese lugar resulta muy extraño. Y ese anciano inútil también. No me sentía cómodo allí.
—Yo tampoco —confesó riendo Vera—. Pero no parece que ellos tengan nada que ver con el cadáver desaparecido, ¿no cree?
—A menos que esté oculto tras los libros, no —rio a su vez Ken de buen humor, encogiéndose de hombros—. Vamos, creo que esa visita a las alturas me ha provocado la necesidad de tomar algo fuerte, brandy o whisky, pongamos por caso.
—Estamos de acuerdo. Soy una mujer liberada, de modo que le acompañaré —suspiró Vera decidida.
El almuerzo fue silencioso y triste. El hecho de que continuaba nevando de modo tan exhaustivo como irritante, haciendo más y más difícil la situación en la aislada casa de la colina, estaba logrando crispar los nervios de ambos jóvenes, únicos comensales a la mesa, con la excepción de los once niños, educadamente alineados al otro lado de la larga mesa del comedor, y también en profundo silencio.
Entre el leve ruido de cubiertos y vajilla, sonó apagada la voz de Ken en uno de esos instantes, dirigiéndose a su compañera en voz baja:
—Estos chicos parecen muy educados —comentó.
—Demasiado, para haber sido enseñados sin rigidez ni disciplina férrea —musitó Vera en respuesta—. A veces parecen adultos.
—Sí, es posible —los estudió uno a uno—. Pero no me parecen tan siniestros como usted sugirió…
—Ahí está lo malo. Resultan angelicales. Pero algo me dice que no lo son tanto. Su comportamiento es extraño, por eso me siento tan preocupada.
—¿Va a darles clase esta tarde?
—Será lo mejor. Cuanto más ambiente de normalidad noten se sentirán más relajados, imagino. Son todos ellos muy inteligentes y aplicados. No crean el menor problema durante la clase. Harían las delicias de cualquier maestro.
—Entonces no tendrá queja.
—No debería tenerla. Pero preferiría que escandalizaran de vez en cuando, o cometieran alguna travesura. Eso resultaría
humano
. Esto, no.
Ken asintió en silencio, volviendo a mirar a los niños. Notó los ojos de Norman y de Karin fijos en él. Y casi estuvo de acuerdo en todo con Vera. Quizá no eran sólo imaginaciones de ella. No le gustaba sentirse estudiado por aquellos niños.
Vera Munro se encerró con los muchachos en el aula hasta las cinco de la tarde. La noche caía rápidamente sobre la campiña, y no cesaba de nevar. El nivel de la nieve alcanzaba ya las ventanas enrejadas de la mansión. El cielo nuboso, sin embargo, le pareció a Wilcox algo más tenue y agrisado. Posiblemente en menos de dos o tres horas cesará al fin la maldita nevada, pensó recordando tristemente su Daimler sepultado en alguna parte de aquella estepa blanca.
Eric salió al cementerio usando las raquetas, para abrir una fosa, «por si aparecía al fin el cadáver del señor Steele», según sus palabras. La señora Oates, en la cocina, preparaba alguna cena suculenta, a juzgar por el aroma que llegaba de allí. Ken se encaminó al teléfono de la biblioteca y comenzó a seguir la conexión del mismo cuidadosamente, a lo largo de los empapelados muros de la mansión, de alcoba en alcoba y de pasillo en pasillo.
La casa hubiera parecido en absoluta calma, sumida en un ritmo de vida normal, si no fuese porque resultaba difícil olvidar que había desaparecido el cadáver de su propietario y que otro cuerpo sin vida reposaba en una gélida habitación, esperando su traslado a lugar más adecuado.
A las cinco en punto los niños abandonaron la clase y fueron a la cocina en tropel, para tomar un té con la señora Oates, como acostumbraban hacer a veces. Vera Munro salió del aula ya vacía, encontrándose con Ken Wilcox, que volvía de alguna parte limpiándose las manos con un trapo.
—¿Dónde se ha metido todo este tiempo? —indagó la joven, curiosa.
—Por ahí, removiendo cosas —él meneó la cabeza—. Por cierto, ¿dónde anda Eric?
—No sé. No lo he visto en todo el tiempo. Hicimos un alto en la clase entre tres y tres y cuarto. Los niños fueron al aseo y corretearon un poco por ahí, pero no vi a Eric en absoluto, ¿por qué lo dice?
—Porque si aún no ha vuelto a la casa, lleva ya tres horas en el cementerio. Demasiado tiempo para abrir una fosa.
—Cielos, ¿puede haberle ocurrido algo? —se inquietó la joven.
—No sé. Voy a comprobarlo de inmediato. Si sufrió algún accidente podría morir congelado en la nieve.
Tomó su juego de raquetas y las adaptó a sus pies. Vera le miraba, intrigada.
—¿Puedo ir con usted? —pidió.
—Si encontramos otro par de raquetas, sí —afirmó vivamente Ken—. Vamos a ver si la señora Oates nos las facilita, ya que Eric no aparece.
En la cocina ya no estaban los niños. Sus vacías tazas de té aparecían dispersas sobre la mesa. La señora Oates, complaciente, buscó otras dos raquetas de badminton, y Ken las adaptó al calzado de Vera Munro, encaminándose ambos hacia el cementerio por encima de la blanca capa de nieve, que no siempre resistía bajo sus pies, pero que comenzaba a helarse en algunos puntos.
Alcanzaron la hondonada del cementerio cuando ya era totalmente oscuro. Precavidamente, Ken había cargado con una linterna, que encendió, proyectándola sobre las sobresalientes piedras blancas de cruces y lápidas, en busca de Eric y de la fosa destinada al desaparecido cadáver. El haz de luz reveló la presencia de la nieve apelmazada. Y finalmente, de una pala apoyada junto a una lápida. Eso era todo.
—No lo entiendo —murmuró Ken—. La nieve no puede haberle sepultado. Cae ya con menos fuerza…
Deambularon un poco más por el viejo cementerio. De repente, Vera señaló tras una de las sepulturas, de la que emergía en la nieve una gran cruz de piedra gris.
—¡Mire allí! —jadeó—. Creo que hay algo en el suelo, Ken…
Él asintió. La linterna reveló la presencia de un bulto oscuro, pegado a la cruz. Caminaron hacia aquel punto. Cuando proyectó la luz sobre ello, un grito ronco escapó de la garganta de Vera. Vaciló sobre sus raquetas. Ken la tomó a tiempo con uno de sus fuertes brazos, impidiendo que perdiera el equilibrio. Pero nadie podía ya dominar el terror profundo que acometía ahora a la joven maestra. Su faz estaba lívida y sus dilatados ojos se clavaban en el suelo.
La nieve allí no era blanca, sino de un rojo oscuro, como de óxido. La sangre humana tenía la culpa de ello.
Eric reposaba pegado contra la cruz, sentado apaciblemente sobre la nieve. Sus ojos desorbitados se fijaban en el vacío, sin ver nada. Tenía el cuerpo materialmente cosido a puñaladas, y se había desangrado, dejando sus ropas acartonadas por la sangre, rápidamente coagulada al contacto con el helado aire exterior.
Ken dominó su propio horror, sujetando firmemente a Vera e inclinándose sobre el cadáver desangrado. La luz huyó de la máscara crispada y horrible que era la faz del infortunado criado, para fijarse en su torso, acribillado a cuchilladas.
El joven escritor contó rápidamente los tajos que mostraban las ropas y el cuerpo del difunto mayordomo. Su voz sonó trémula ahora:
—Once… Once cuchilladas, Vera…
—Dios mío… —sollozó ella—. Once… Igual…, igual…
—Sí —afirmó él, rotundo, sombrío—. Igual que el número de niños de este orfanato.
En ese momento una claridad amarillenta brilló en alguna parte. Ken desvió rápido sus ojos hacia el origen de aquel resplandor, apagando la linterna y manteniendo a la estremecida joven pegada a sí.
La luz venía de la puerta de la capilla. Ken dijo duramente:
—Hay alguien en la iglesia, Vera. Vamos allí. Hay que averiguar lo que está pasando en este endiablado lugar…
* * *
Llegaron ante la puerta de la vieja capilla. La claridad dorada que brotaba de allí dentro olía a cera caliente. Ambos se miraron en las tinieblas, sólo heridas ahora por aquel reflejo amarillento que venía del interior del recinto religioso.
—Tengo miedo, Ken —confesó ella apagadamente, apretándose más al hombre.