Los niños del Brasil (15 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Los niños del Brasil
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—¿Qué edad tiene Springer?

—Treinta y ocho o treinta y nueve. La noche del accidente él actuaba con la orquesta en la ópera de Essen, de manera que eso le excluye, ¿no le parece?

—¿Puede usted decirme algo sobre Döring? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿A qué organizaciones pertenecía?

Haas sacudió la cabeza.

—No tengo más que los datos del censo —dio la vuelta a una página del legajo abierto frente a él—. Le vi unas cuantas veces, pero en realidad no le conocía; no hace más de un año que se mudaron aquí. Mire usted: 65 años, un metro setenta, 86 kilos… —miró a Liebermann—. Ah, hay una cosa que tal vez le interese; llevaba un arma.

—¿Un arma?

—Una pieza de museo —sonrió Haas—. Una «Máuser Bolo», que no había sido disparada, ni limpiada ni lubricada durante sabe Dios cuántos años.

—¿Estaba cargada?

—Sí, pero lo más probable es que, de haberla disparado, le hubiera reventado en la mano.

—¿Podría usted darme la dirección y el número telefónico de Frau Döring? —preguntó Liebermann—. Y de su hermana. Y también la dirección del bar. Con eso me arreglaré solo. —Se inclinó hacia delante y apoyó una mano sobre su cartera.

Haas escribió los datos en una hoja del bloc, copiándolos de una página mecanografiada incluida en el legajo.

—¿Puedo preguntarle cómo es que se interesa usted por esto? —quiso saber Haas—. Döring no era un «criminal de guerra», ¿verdad?

Liebermann le miró un momento mientras el otro escribía antes de contestar:

—No, hasta donde yo sé, no era un criminal de guerra. Quizás haya estado en contacto con alguno. Estoy comprobando la veracidad de un rumor, pero es probable que no tenga nada de cierto.

*

—Lo estoy investigando —le dijo al propietario del «Lorelei-Bar»— por cuenta de un amigo suyo que tiene la impresión de que tal vez el derrumbamiento no fuera accidental.

El otro abrió los ojos.

—¡No me diga! Quiere decir que alguien, a propósito… Vaya, vaya —era un hombre menudo y calvo, que gastaba bigotes con las guías enceradas. Desde su solapa roja sonreía un botón amarillo con una carita. No le preguntó su nombre, ni tampoco Liebermann se lo dijo.

—¿Era cliente habitual?

El barman frunció el ceño y se atusó el bigote.

—Mmm… más o menos. No venía todas las noches, sino una o dos veces por semana. De vez en cuando, a la tarde.

—Supongo que esa noche salió solo de aquí.

—Exactamente.

—¿Estuvo con alguien
antes
de salir?

Estuvo solo, ahí mismo donde está usted ahora Un asiento más allá, tal vez. Y salió muy de prisa.

—¿Sí?

—Yo tenía que darle ocho marcos y medio de cambio, porque me pagó con un billete de cincuenta, pero no lo esperó. Es cierto que dejaba buenas propinas pero no tanto como eso. Yo había pensado devolvérselo la próxima vez que viniera.

—¿No le dijo a usted nada mientras bebía?

El hombre negó con la cabeza.

—No era una noche en la que yo pudiera quedarme charlando. Tenían baile en la escuela de comercio —por encima del hombro de Liebermann señaló la dirección—, y ya desde las ocho estábamos llenos de gente.

—Estaba esperando a alguien —intervino un hombre que se hallaba en el extremo del bar, un anciano que vestía un astroso abrigo abotonado hasta el cuello—. No dejó de mirar a la puerta a ver si entraba alguien.

—¿Conocía usted a Herr Döring? —le preguntó Liebermann.

—Muy bien —respondió el anciano—. Fui a su funeral y me quedé sorprendido al ver la poca gente que había. ¿Sabe usted quién no estuvo? —le preguntó al barman—. Ochsenwalder. Me llamó la atención. No sé qué cosa más importante podía tener que hacer.

Con ambas manos levantó la jarra de cerveza para beber.

—Discúlpeme —dijo el propietario a Liebermann y se dirigió al otro extremo del bar, donde esperaban unos cuantos hombres.

Liebermann se levantó, y llevando en la mano su cartera y su jugo de tomate, fue a sentarse junto al viejo, dando la vuelta al ángulo del mostrador.

—Por lo general se sentaba aquí con nosotros —mientras hablaba, el anciano se enjugó la boca con el dorso de la mano—, pero esa noche se quedó solo ahí en el medio, y no dejaba de mirar la puerta. Esperaba a alguien, estaba mirando la hora. Apfel dijo que probablemente fuera el viajante de la noche anterior. Era bastante charlatán Döring. A decir verdad, no lamentamos que no se quedara con nosotros aunque se podría haber acercado a saludarnos, ¿no le parece? No quisiera que me entienda mal; nos gustaba, y no solamente porque a veces pagara él la cuenta. Pero es que no dejaba de repetir las mismas historias. No es que fueran malas, pero ¿cuántas veces puede escucharlas uno? Una y otra vez la misma historia de cómo no se dejó engañar por tal o cuál persona.

—Y la noche antes le estuvo contando esos cuentos a un viajante —Liebermann le hizo volver al tema.

El viejo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—De productos farmacéuticos. Primero estuvo hablando con todos nosotros, haciéndonos preguntas sobre el pueblo, y después siguió con Döring. Döring hablaba y él se reía. Cuando uno las oía por primera vez, sus historias eran realmente graciosas.

—Tiene razón, me había olvidado —terció el barman, que había vuelto con ellos—. Döring estuvo aquí la noche
antes
del accidente. Era raro en él que viniese dos noches seguidas.

—¿Sabe usted qué edad tiene su mujer? —preguntó el viejo—. Yo pensé que era una hija, pero era su mujer, la viuda.

—¿Recuerda usted al viajante con quien estuvo hablando? —preguntó Liebermann al propietario.

—No sé si era viajante, pero lo recuerdo —le aseguró el otro—. Un ojo de cristal, y una manera de chasquear los dedos como si ya hiciera diez minutos que debiera haberle atendido; me sacaba de quicio.

—¿Qué edad tendría?

El hombre se acarició el bigote para afinarse mejor las puntas.

—Diría que algo más de cincuenta —calculó—. Cincuenta y cinco, tal vez. ¿No le parece a usted? —preguntó, mirando al viejo.

—Aproximadamente —coincidió el otro.

—Tengo aquí unas fotografías —dijo Liebermann mientras abría la cartera que conservaba sobre las rodillas—. Hace mucho tiempo que fueron tomadas pero ¿querrían ustedes mirarlas y decirme si alguno de los hombres que se ven en ellas podría haber sido el viajante?

—Con mucho gusto —asintió el del bar, y se acercó un poco más. El anciano hizo lo mismo.

—¿No dijo cómo se llamaba? —preguntó Liebermann, mientras sacaba las fotos.

—Creo que no. En todo caso, yo no lo recuerdo. Pero soy buen fisonomista.

Liebermann apartó su jugo de tomate, dio vuelta a las fotos y las dispuso sobre el mostrador, separando las tres. Después, las acercó más a los dos hombres.

Ambos se inclinaron sobre la superficie abrillantada; el viejo se llevó la mano al sombrero.

—Agréguenles treinta años —les recordó Liebermann, mientras los observaba—. O treinta y cinco.

Los dos levantaron la cabeza para mirarle, con desconfianza. El viejo se volvió.

—No sé —declaró, mientras volvía a levantar el jarro.

El propietario miró a Liebermann en los ojos.

—No puede usted mostrarnos fotos de… unos soldados, y esperar que reconozcamos en ellas a un hombre de cincuenta y cinco años al que vimos hace un mes.

—Tres semanas —corrigió Liebermann.

—Es lo mismo.

El viejo seguía bebiendo.

—Estos hombres son criminales —les dijo Liebermann— buscados por su Gobierno.


Nuestro
Gobierno —precisó el anciano, y volvió a dejar el jarro sobre su huella húmeda—, no es el de usted.

—Es verdad —admitió Liebermann—. Yo soy austríaco.

El barman se alejó seguido por la mirada del viejo carirredondo.

—Es posible —explicó Liebermann, mientras se inclinaba hacia delante, apoyando sobre las fotos ambas manos abiertas—, que ese viajante matara a su amigo Döring.

Con los labios fruncidos, el viejo miraba el jarro. Después lo hizo girar hasta que el asa quedó frente a él.

Liebermann le miró con amargura, recogió las fotos y volvió a guardarlas en la cartera. Cerró ésta, le aseguró la correa y se levantó.

—Dos marcos —dijo el barman al volver. Liebermann dejó sobre el mostrador un billete de cinco.

—Déme monedas para el teléfono, por favor —pidió.

Entró en la cabina y marcó el número de Frau Döring. Daba la señal de ocupado.

Probó con el teléfono de la hermana de Döring en Oberhausen. Nadie respondió.

Siguió enjaulado en la cabina telefónica, con la cartera entre los pies, tironeándose el lóbulo de la oreja mientras pensaba qué le diría a Frau Döring. Era muy posible que ella se sintiera hostil hacia Yakov Liebermann, cazador de nazis; y aunque así no fuera, después de las acusaciones de su cuñada tal vez no quisiera hablar con ningún extraño de Döring ni de su muerte. Pero ¿qué podía decirle, a no ser la verdad? ¿De qué otra manera podría obtener una entrevista con ella? Se le ocurrió que tal vez Klaus von Palmen, en Pforzheim, estuviera consiguiendo mejores resultados que él. Era lo único que le faltaba: que Von Palmen le ganara.

Volvió a llamar a casa de Frau Döring, leyendo los números pulcramente dibujados por el inspector jefe Haas. Esta vez, el teléfono sonaba.

—¿Sí? —preguntó una voz de mujer, presurosa, fastidiada.

—¿Hablo con Frau Klara Döring?

—Sí, ¿quién habla?

—Soy Yakov Liebermann, de Viena.

Se hizo un silencio.

—¿Yakov Liebermann? ¿El que… se dedica a encontrar a los nazis? —La voz estaba sorprendida, intrigada, pero no era hostil.

—El que se dedica a buscarlos —precisó Liebermann— y no siempre los encuentra. Estoy aquí, en Gladbeck, Frau Döring, y querría saber si sería usted tan amable de concederme algo de su tiempo, una media hora, más o menos. Me gustaría hablar con usted sobre su difunto esposo. Creo que pudo haber estado complicado… de manera totalmente inocente y sin que él mismo lo supiera, en los manejos de ciertas personas que me interesan. ¿Podría verme con usted, en el momento que le resulte más cómodo?

Débilmente, se oía sonar un clarinete. ¿Mozart?

—¿Que Emil estaba complicado…?

—Posiblemente, y sin que él lo supiera. En este momento estoy cerca de su casa. ¿Podría acercarme? ¿O preferiría usted salir para que nos encontráramos en alguna parte?

—No, no puedo verle.

—Por favor, Frau Döring…, es muy importante.

—No es posible, en este momento. Es el peor día para mí.

—¿Mañana, entonces? He venido a Gladbeck con el propósito exclusivo de hablar con usted. —El clarinete se interrumpió y volvió a sonar, repitiendo la última frase: Mozart, decididamente. ¿Sería Springer, el amante, quien tocaba? ¿Por eso sería un día tan malo para verlo
a él
?—. ¿Frau Döring?

—Está bien. Yo salgo del trabajo a las tres, puede usted venir mañana a las cuatro.

—La dirección, ¿es Frankenstrasse, doce?

—Eso mismo. Apartamento treinta y tres.

—Gracias. Hasta mañana a las cuatro. Gracias Frau Döring.

Salió de la cabina telefónica y preguntó al barman cómo se llegaba al edificio donde había muerto Döring.

—Lo han derribado.

—¿Hacia dónde
quedaba
, entonces?

Sin mirarle, sin dejar de lavar los vasos, el hombre señaló con un dedo goteante.

—Por ahí.

Liebermann tomó una callejuela y atravesó otra más ancha y más bulliciosa. Gladbeck, o por lo menos ese barrio, era urbano, gris, desabrido. Y el
smog
no lo favorecía.

Se quedó mirando un solar lleno de escombros flanqueado por las paredes de mampostería de viejos edificios fabriles. Tres niños apilaban piedras para levantar una barrera en zigzag. Uno de ellos llevaba una mochila militar.

Continuó andando. La transversal siguiente era la Frankenstrasse, y por ella siguió hasta el número 12 un edificio de apartamentos convencionalmente moderno, tiznado de hollín, que se alzaba tras una estrecha franja de césped bien cuidado. De la cumbrera del techo se elevaba un índice de humo negro que iba a perderse en el sudario de
smog
.

Se quedó mirando a una mujer que pugnaba por hacer pasar un cochecito de bebé por las puertas de cristal de la entrada y siguió andando hacia su hotel, el «Schultenhof».

Desde su pulcra y severa habitación alemana intentó de nuevo hablar con la hermana de Döring.

—Sea usted quien fuere, ¡Dios le bendiga! —lo saludó una mujer—. En este mismo momento acabamos de entrar, y es usted la primera persona que nos llama.

Estupendo. Ya se lo imaginaba.

—¿Está Frau Toppat?

—Huy, no. Lo lamento, pero se ha ido. Está en California, si es que ha llegado. Nosotros le compramos la casa anteayer.
¡Es para Frau Toppat!
Se fue a vivir con su hija. ¿Quiere usted la dirección? Debo tenerla en alguna parte.

—No, gracias, no se moleste —declinó Liebermann.

—Ahora, todo es nuestro: los muebles, los peces de colores…, hasta tenemos verduras en la huerta. ¿Conoce usted la casa?

—No.

—Es espantosa, pero para nosotros, perfecta. Bueno, pues sigo deseándole que Dios le bendiga. ¿Está seguro de que no quiere la dirección? Puedo buscársela.

—Sí, seguro, gracias. Buena suerte.

—Ya tenemos bastante, pero gracias; nunca viene mal un poco más.

Liebermann colgó, suspiró, asintió. A mí tampoco me vendría mal, señora.

Después de haberse lavado y de tomarse las píldoras de última hora de la tarde, se sentó ante la mesa, demasiado exigua para escribir, abrió su cartera y sacó el borrador de un artículo que estaba escribiendo sobre la extradición de Frieda Maloney.

*

La puerta se abrió hasta donde lo permitía el cerrojo de seguridad y un chico miró hacia fuera, mientras con un gesto se apartaba de la frente un mechón de pelo oscuro. De trece años más o menos, era delgado y tenía la nariz afilada.

—¿Es éste el apartamento de Frau Döring? —preguntó Liebermann, pensando si se habría equivocado de número.

—¿Es usted Herr Liebermann?

—Sí.

La puerta se cerró un poco, y se oyó un chirrido de metal.

—El chico sería nieto, se imaginó Liebermann, o tal vez hijo de Frau Döring, ya que ella era mucho menor que su marido. O quizá fuera algún vecino, invitado para estar presente durante la visita de un desconocido.

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