Los muros de Jericó (43 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Los muros de Jericó
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Se equivocó al no seguir los consejos de Ramón VI. Erró al conducir a su gente a un combate en campo abierto. Obró contra la prudencia y ahora respondía por ello.

Pero quería ser juzgado por Dios y acabar con aquella duda terrible, aun a costa de su vida. Y había sido condenado. Pero ahora comprendía que no sólo él pagaba por su pecado, sino que sus caballeros y las gentes que le eran fieles sufrirían la misma condena.

Las lágrimas brotaron de sus ojos. Había sido un loco obsesionado por el amor de una mujer y por ella se había enfrentado a la voluntad de Dios. Y por ella había buscado su destino en aquel campo de batalla. Y ya lo había encontrado. Su destino era la muerte.

Sentía dos dolores en el pecho: el de la herida física y el de la pena. No sabía cuál dolía más, pero ambos le estaban matando. El dolor era tal que iba a perder la consciencia. La muerte le libraría del dolor físico. Pero ¿cómo se libraría de su angustia, del dolor de su espíritu?

—Señor mi Dios, perdonadme por lo que he hecho a mis gentes.

Con un último esfuerzo Pedro se tumbó hacia el cielo. Casi no oía el estruendo del combate.

Miles de imágenes cruzaron su mente. Su infancia, sus guerras, sus amores. Corba.

—Señor buen Dios, cuidad de mi amada Corba, cuidad de mis súbditos y de mi hijo.

El cielo continuaba con sus nubes grises y blancas. Su vista empezó a nublarse y veía las siluetas de los combatientes como a cámara lenta, bailando un macabro baile de muerte alrededor.

—Señor buen Dios, perdonadme.

De pronto, atravesando un claro de nubes, surgió un pequeño rayo de sol.

Pedro vio una luz blanca salir del cielo, la luz se hizo mayor y se le acercó. Y sintió que había alguien dentro de aquella luz. Ese alguien misericordioso le hablaba, diciéndole que el buen Dios le había perdonado.

Pedro sintió la paz.

85

—El ciclo se ha cerrado —dijo Dubois apartando sus manos.

Jaime recuperaba lentamente la consciencia de dónde estaba. Dubois volvió a hablar.

—Ahora debe encontrarse a sí mismo. Estaré en mi celda, rezando, venga cuando me necesite. —Y dirigiéndose a la puerta lo dejó solo en la capilla subterránea.

Tumbado en el pequeño diván, podía ver de nuevo el tapiz de la herradura cátara con sus personajes y divinidades extrañamente primitivos y ahora inmóviles. El Dios bueno, el mal Dios estaban allí, quietos, pero llenos de un poder oculto y de un significado que Jaime no terminaba de comprender.

Notaba sus ojos y mejillas húmedos y se dio cuenta de que había estado llorando cuando el rey Pedro lloró. Había vivido su propia muerte y, antes de morir, experimentó cómo la pena y sus propios reproches le destrozaban el corazón.

Sentía una gran compasión por Pedro. Por él mismo. Por el caballero, por el rey, que creía en un Dios que juzgaba a sus criaturas, premiando a las justas con la vida terrena y castigando a las equivocadas con la muerte. Lamentaba el destino de aquel hombre, que lo había dado todo por el amor de una mujer: su vida, la de sus caballeros y amigos, su reino y también su alma.

Estaba seguro de que aquella historia antigua se repetiría en el presente y experimentaba lo que Pedro sintió cuando velaba sus armas y rezaba a Dios la noche antes de entrar en batalla.

El lunes, si todo estaba listo, debería ver a Davis, convencerlo y demostrarle que existía un complot dentro de la Corporación y que en los asesinatos estaban involucrados varios de sus más altos ejecutivos. Si fracasaba, los Guardianes sabrían entonces que él era su enemigo y su vida no valdría nada. Lo buscarían para asesinarle. Y también a Karen.

Sentía que la vivencia que acababa de experimentar no era un buen presagio, era un aviso de algo malo. Pero él, como antes Pedro, no tenía otra alternativa. Miró a la imagen del Dios bueno.

—Señor buen Dios —empezó a rezar—, dadme valor. Dadme la victoria.

86

Encontró a Peter Dubois en su celda, rezando de pie frente a un libro apoyado en un atril. La habitación era un simple cuarto de unos veinte metros cuadrados pintado de blanco y amueblado con una austeridad que contrastaba con el resto de la casa. Una cama de madera, una mesa, dos sillas, un pequeño armario, varios estantes de libros. No tenía ventanas, y la luz natural entraba por una claraboya que iluminaba el fondo de la habitación donde estaba el viejo libro. Jaime intuyó que aquella obra sería una copia del nuevo testamento de san Juan Evangelista; el libro del Dios del amor para los cátaros, la voluntad del Dios bueno expresada por Jesucristo.

—Hoy he vivido mi muerte —le dijo Jaime a Dubois una vez que se sentaron en las dos únicas sillas.

—La carne que creó el diablo murió —repuso éste con una sonrisa—. Su verdadero yo espiritual es el que está aquí ahora conmigo. Jamás murió.

—Vi sufrir y perecer a muchos a causa de mis errores; ese recuerdo me desgarra.

—Tomar conciencia del daño que causamos a los demás es parte de nuestro progreso. —La voz de Dubois sonaba suave y le producía a Jaime una sensación de paz—. No puede usted cambiar el pasado, Jaime, simplemente debe aprender para ser mejor en el futuro.

—Tenía una duda terrible sobre si el camino que había tomado era contrario a la voluntad de Dios. Me sometí a una especie de juicio de Dios luchando en primera fila en una batalla, y Éste castigó mi equivocación condenándome.

—Claro que estaba usted equivocado. Pero lo estaba al someterse a tal juicio. ¿Cómo pudo creer que un Dios bueno aceptaría que se matara con otros para juzgarle? Las armas, las guerras, las batallas y las muertes violentas son obra de un espíritu perverso al cual puede llamar diablo y que proviene del Dios malo. O si le es más fácil, llámele Naturaleza, con su gran fuerza de creación y su gran fuerza de destrucción y crueldad. Pedro II jamás se sometió al juicio del Dios bueno. Luego Él jamás le condenó.

—Peter, dice que las armas y las batallas son obra del diablo. Ahora me veo en situación de enfrentarme a otros hombres. Y si venzo, les voy a causar mal y quizá alguno muera pero, si pierdo, ellos me quitarán la vida. Y todo a causa de la guerra que ustedes han iniciado contra los Guardianes del Templo. ¿No representa una gran contradicción de su fe?

—Los Guardianes utilizan la violencia física y el asesinato en nombre de su Dios. Están equivocados. El hombre nació de un animal primitivo y cruel que creó el demonio, el mal Dios, la Naturaleza, pero en su interior tiene un alma pura creada por el Dios bueno. Y evoluciona de forma imparable vida tras vida hacia la bondad, perdiendo en su largo camino su crueldad animal. Dios sólo hay uno, y este Dios es el Dios bueno, que al final de los tiempos recuperará el alma de los hombres para su reino. —Los ademanes de Dubois eran suaves y sus ojos habían perdido la dureza, la amenaza hipnótica que Jaime siempre había visto en ellos. Ahora se sentía bien con aquel hombre de barba blanca—. Pero cada individuo inventa su propia versión de Dios según su estado de evolución. Su Dios se parece psicológicamente a ellos. Antiguamente los dioses pedían sacrificios humanos. Sacrificios de animales. Pero no era el Dios bueno quien lo pedía, sino la Naturaleza brutal y cruel de aquellos hombres; el mal Dios.

» El Dios bueno no ha pedido nunca el asesinato, el robo, la venganza, el engaño y la violación, aunque haya hombres y religiones que los justifiquen en nombre del Altísimo. Pero las creencias también evolucionan y se adaptan a las necesidades de un hombre más cercano al Dios bueno. Lo que la Iglesia católica practicaba hace ocho siglos hoy horrorizaría a los católicos; han evolucionado a formas más caritativas, más puras. Nosotros, los cátaros, también hemos evolucionado, porque nuestra religión, aunque buscara al Dios bueno, tampoco nació perfecta. En el siglo xiii creíamos que el Señor nos pedía que nos dejáramos perseguir, despellejar, quemar. Pero estábamos equivocados. Es lícito que nuestros creyentes se opongan a las gentes que quieran implantar la intolerancia y las creencias retrógradas propias del Dios malo. Sólo que debemos evitar, en lo posible, la violencia contra los demás.

—¿Qué me dice de la seducción y el sexo? —Jaime sabía que Dubois adivinaría el porqué de su pregunta—. ¿Son armas lícitas para esa lucha?

—Yo hice voto de castidad. Pero los creyentes no lo hacen. El sexo es bueno porque permite el nacimiento de los cuerpos físicos y la encarnación de las almas. También es un vehículo para el amor, que es la mejor virtud del ser humano. Sin embargo debe ser usado con cuidado, no porque sea pecado, sino porque puede hacer sufrir. Si no se hace daño a los demás o a uno mismo, el sexo es como cualquier otra cosa en nuestro mundo: fruto de la Naturaleza. O del demonio, como dirían los antiguos. No debería ser usado como arma; pero tampoco debiera usarse ninguna otra arma.

87

Cuando Jaime entró en el salón, Karen y Kevin se encontraban de pie, con papeles en las manos y en acalorada discusión, mientras Tim les escuchaba sentado en una silla. Encima de la mesa había numerosos documentos amontonados y un ordenador portátil en funcionamiento. Pilas de dossiers en el suelo.

Jaime no se había encontrado con Kevin desde el incidente de la noche del miércoles en aquel mismo salón y sobre aquellos malditos sofás. Al verlo con Karen sintió como una punzada en su vientre y mil pasiones se reavivaron en su interior. Odiaba a aquel individuo y en un acto reflejo apretó los puños y la mandíbula. Debía de ser su diablo interior. O la Naturaleza, como diría Dubois. Fuera lo que fuese, allí estaba de nuevo y hacía que odiara a aquel individuo a muerte. Hizo un esfuerzo por contenerse y saludó al grupo.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes —repitieron Karen y Tim.

Kevin se lo quedó mirando desafiante, con los labios apretados, sin responder al saludo; él también debía de sufrir un demonio interior.

Los ojos de Karen se iluminaron al verlo, le dedicó una deliciosa sonrisa y, abandonando la conversación y los papales encima de la mesa, fue a su encuentro. Le besó en los labios y, al cogerle de la mano, Jaime sintió un gran alivio, notando cómo sus músculos se relajaban. Karen estaba con él. Kevin perdía.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó ella.

—He cerrado mi ciclo.

—¿Has hablado con Dubois?

—Sí.

—Preparemos unos sándwiches y salgamos al jardín. Me lo tienes que contar todo. —Sin despedirse de los demás Karen tiró de Jaime en dirección a la cocina.

Era una hermosa tarde soleada. Anduvieron sobre el césped rodeado de arbustos y azaleas. Depositaron los bocadillos y unas bebidas sobre una mesa de jardín cercana a la piscina y Karen lo condujo al mirador, desde donde se contemplaba el valle de San Fernando y las montañas. A pesar de una ligera bruma en el valle, la vista era magnífica.

—Cuéntame —pidió ella al sentarse a la mesa.

Él le contó lo vivido hacía unos minutos, terminando el relato con su propia muerte y con la angustia de ver morir a su gente por su culpa.

—¿Puedo conocer ya la historia oficial? —preguntó al final del relato.

—Sí, pero la verdadera historia es la que tú ya sabes. Las versiones de los que ganaron no te deben importar.

—Aun así, tengo muchas preguntas sobre lo ocurrido.

—Lo que está escrito en los libros se parece mucho a tus recuerdos, pero Dubois te podrá responder mejor. Precisamente ha salido al jardín.

Karen llamó al viejo, que acudió a la mesa.

—Ha revivido usted la batalla de Muret casi exactamente como la cuenta la historia. —Dubois continuaba sonriente—. Es asombrosa la exactitud de sus recuerdos.

—Miguel murió conmigo, pero ¿qué le ocurrió a mi amigo Hug?

—Hug, siguiendo las órdenes del rey, abandonó el campo de batalla. Su escudero y sus hombres lograron ponerle a salvo, lo llevaron a Tolosa, pero estaba muy malherido y murió dos días después.

Salvo un pequeño pesar, Jaime no sintió ninguna otra emoción; Ricardo estaba vivito y lleno de salud. Al revivir la batalla experimentó las emociones con una intensidad cruel, pero ahora aquello se le antojaba una historia antigua.

—¿Qué pasó con el resto de mis caballeros?

—Murieron prácticamente todos. Rodeados de enemigos, se dejaron matar uno tras otro haciendo círculo para defender el cuerpo del rey. Luego los cruzados desnudaron los cadáveres para quedarse con joyas, ropas y armas. Cuando Simón de Montfort llegó para ver al rey, éste yacía desnudo con varias heridas, pero una, en el costado, era mortal de necesidad. Lo pudieron reconocer por su gran estatura. Dicen que el jefe cruzado lloró al ver al rey en tal estado.

» El resto del ejército se derrumbó al morir Pedro y huyó abandonando a los caballeros de la mesnada real que defendían el cadáver de su señor. El conde de Tolosa, Ramón VI, yo (lo siento), no llegó siquiera a salir con sus caballeros al combate. Su hijo Ramón VII, que lo presenció a distancia, recordaba: "El ruido era como el de un bosque de árboles abatidos a golpes de hacha." El conde de Tolosa se retiró con su hijo a su ciudad, de donde huyó rumbo al exilio poco después ante el avance de los cruzados. Perdió y ganó varias veces el condado, demostrando ser un maestro de la intriga y la política, aunque no un gran guerrero. Finalmente, muchos años después, su hijo Ramón VII recuperó definitivamente Tolosa, pero ya como vasallo del rey francés.

—¿Qué pasó con el hijo del rey Pedro? ¿Continuó la guerra de su padre?

—No. Jaime I tenía cinco años cuando Pedro murió. Pocos meses antes se había quedado también huérfano de madre al morir María de Montpellier en Roma y fue puesto bajo la tutela del maestre de los templarios del reino de Aragón. Con un reino lleno de deudas, menor de edad y agradecido al Papa que ayudó a liberarlo de Simón de Montfort, Jaime renunció a sus derechos sobre Occitania obedeciendo al Papa y dejó el campo libre a la corona francesa.

» Jaime I dijo de Pedro II, su padre: "Si perdió su vida en Muret, fue a causa de su propia locura. Sin embargo fue fiel a su estirpe venciendo o muriendo en la batalla." A pesar de renunciar a Occitania, el nuevo rey de Aragón se distinguió militarmente conquistando los reinos de Valencia y Mallorca a los moros y estableciendo las bases para un imperio mediterráneo que posteriormente, con sus sucesores, se consolidó en Cerdeña, Sicilia y Nápoles, llegando incluso a establecer dominios en Grecia.

—¿Y qué ocurrió con el jefe cruzado?

—Simón de Montfort murió en uno de sus intentos de capturar Tolosa cuando unas muchachas tolosanas, defendiéndose con una pequeña catapulta, le aplastaron el cráneo con una piedra. Su hijo Amauric no supo consolidar lo conseguido por el padre y finalmente tuvo que retirarse a Francia.

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