Los muros de Jericó (20 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Los muros de Jericó
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—No temo a la muerte, Buen Hombre, pero sí a la rendición. Montsegur debe resistir hasta el fin. Los católicos sólo podrán pisar esta tierra sagrada cuando haya muerto el último defensor.

—No es posible, señora. Los soldados que nos defienden son en su mayoría católicos y sobreviven aún niños inocentes que sólo han empezado a vivir el ciclo de esta vida y deben terminarlo.

—Pero harán renegar a los niños del catarismo y perderán el mensaje del Dios bueno. No, Bertrand, más vale que mueran aquí, con nosotros, a que caigan en sus manos.

—No, señora; no podemos decidir por ellos y terminar contra natura este ciclo de su vida. ¿No veis que, de hacer eso, os pondríais al nivel de nuestros perseguidores? ¿También creéis tener la única verdad y el derecho de decidir la vida de inocentes? Deben vivir, no os preocupéis por sus almas; ellas seguirán el camino hasta llegar al Dios bueno.

—Tenéis razón, padre. Por ello vos sois un elegido y yo no. Pero no puedo soportar ver a mis orgullosos occitanos vencidos, humillados, torturados y quemados. Tampoco veré los colores de nuestros enemigos ondear en Montsegur. Yo no me rindo, pero sé que mi marido pretende negociar mañana la rendición. —Karen le cogió de nuevo las manos al viejo—. ¿Es eso cierto, Bertrand? Vos no podéis mentir y él no quiere decírmelo. ¡Responded por el Dios bueno! ¡Hablad!

El hombre la miró a los ojos sin contestar.

—Luego es cierto —concluyó ella al ver que el silencio continuaba—. Yo moriré libre. No me someteré a los príncipes del odio. Ni me juzgarán ni me quemarán.

—Dama Corba, querida mía, no os dejéis cegar por vuestro orgullo ni hagáis nada que retrase la evolución de vuestra alma. Mostrad vuestra humildad como lo hizo Cristo, que, siendo Dios, se dejó juzgar por los hombres.

—El Dios bueno sabe que voy a morir, y no creo que Él tenga preferencia porque mi muerte sea en la hoguera. Perdonadme, padre, pero en esta vida no dejaré que el enemigo ponga sus manos en mí y me humille. Dadme el
consolamentum.

—¡No, hija mía! —exclamó el anciano soltándole las manos y abrazándola—. Quitaos esos pensamientos de vuestra mente.

Al cabo de unos instantes Corba notó cómo el abrazo se aflojaba, y distanciándose un poco de ella el anciano le dijo:

—No. No os lo puedo dar. El dolor ha ofuscado vuestra razón. Pensadlo de nuevo. Dominad vuestro orgullo.

—Lo tengo decidido desde que empezó el sitio, Bertrand. A Corba de Landa y Perelha, señora de Montsegur, sus enemigos no la cogerán ni viva ni muerta. No darme el
consolamentum
no cambiará mi decisión. Lo sabéis tan bien como yo y por eso me estabais esperando aquí esta noche. Sabíais y sabéis lo que va a pasar. Me esperabais, viejo amigo, para despedirme. Y también para darme el último sacramento.

Notaba de nuevo la mirada profunda de él a través de la oscuridad y sintió otra vez cómo la angustia volvía a crecer dentro de ella, atenazándole las vísceras.

Al cabo de un rato oyó una voz débil pero decidida:

—Arrodillaos, señora.

Los cantos duros y fríos de las piedras la hirieron cuando sus rodillas tocaron el suelo y su cuerpo se estremeció durante unos largos instantes. ¿El frío? ¿El miedo?

El viejo se había quitado los guantes e introdujo sus manos huesudas en la capucha de piel de Karen y las aplicó justo en la parte superior de su cabeza.

Ella cerró los ojos y no sintió nada. Sólo su corazón latiendo locamente, su respiración agitada y el frío.

Bertrand murmuraba algo, pero ella no podía distinguir si era en latín o en la lengua de oc. Poco a poco empezó a sentir una sensación cálida en el pelo. Se iba extendiendo. Ya no sentía frío en las orejas y en la nariz. Su respiración se calmaba y el calor iba bajando al resto del cuerpo al tiempo que empezaba a experimentar una paz que hacía mucho no sentía. Estaba despierta, pero no allí. Estaba por encima de su miseria presente, ya no sentía angustia, y tampoco sentía su cuerpo. Retrocedía en el tiempo viendo imágenes de su juventud, de su niñez, y se sintió en el útero de su madre, protegida, feliz. ¿Era su madre de esta vida o la madre futura? No deseaba salir nunca más de aquel lugar, de aquella sensación. Aquello era lo real, la existencia que quería y su verdadero destino. El resto, su vida actual, era sólo una pesadilla. Perdió la noción del tiempo, pero pasarían sólo unos instantes.

Bertrand había apartado sus manos y estaba tirando suavemente de ella para que se levantara.

—¡Oh, Bertrand! Siento ahora lo que deben de sentir los niños cuando nacen; por eso lloran. ¡Qué desconsuelo volver a este mundo! ¡Qué dura la realidad de la vida física! —dijo arrastrando las palabras—. Pero ahora sé que existe la paz en algún lugar.

—Que el Dios bueno os acoja.

—Y a vos también, querido amigo, cuidad de mis hijos y de los demás.

—Sí, señora.

Ella le abrazó y él correspondió al abrazo, pero Corba no pudo recuperar la maravillosa sensación sentida hacía unos instantes.

El viejo se alejó con lentitud hacia el edificio, del que salía una débil luz.

36

Jaime contempló a la hermosa mujer oriental que, sentada a una mesa, sonreía conversando, a pesar del volumen de la música, con una amiga. Las minifaldas mostraban generosas unas bonitas piernas. Parecían solas. Pero él no intentaría nada sin antes tomar su trago.

La música era en vivo. Un grupo de calidad tocaba una rumba mientras la concurrencia seguía el ritmo de una forma u otra. La gente danzaba en una pista repleta mientras la música caribeña sonaba más alta que de costumbre.

Una variopinta selección de gentes concurría en el lugar, y los latinos no parecían ser mayoría; sin duda la salsa estaba de moda.

Los ojos de Jaime se movían en acto reflejo hacia la concurrencia femenina. Era su instinto cazador. Hermosas latinas, orientales, alguna muy atractiva morenita y bastantes rubias y castañas. ¡Aquella rubia de espaldas! ¡Era Karen! ¿Que haría allí? Estaba hablando con un hombre. Jaime se abrió paso entre la gente acercándose a Karen mientras su corazón se aceleraba; se sentía traicionado. ¿No dijo que se quedaba en casa? Le tocó suavemente el hombro cuando llegó a su altura. Ella se giró. Ojos azules, el mismo tono rubio de pelo, casi el mismo peinado, pero no era ella.

—Lo siento mucho —le dijo experimentando, al contrario, un gran alivio—. Creía que era otra persona.

Algo debió de ver la rubia en su cara, puesto que soltó una carcajada.

—Espero que la otra sea guapa.

—Desde luego, tanto como tú —contestó Jaime, cortés.

—Muchas gracias; eres muy amable —repuso ella.

La rubia quería seguir la conversación y había dejado con toda tranquilidad a su acompañante con la palabra en la boca dándole la espalda como si no lo conociera. ¡Buena ocasión!, pensó Jaime. Está más dispuesta al juego de la caza de lo que lo estoy yo. Pero su corazón aún latía acelerado con el pensamiento de Karen. ¡Lo que ahora necesitaba era una maldita copa!

—¿Has venido con ella? —continuó la chica.

—Sí —dijo Jaime mintiendo—. La estoy buscando.

—Buena suerte —dijo la rubia encogiéndose de hombros con un gesto ambiguo, y se giró hacia el otro hombre.

—Gracias. —Se despidió, abriéndose paso hacia la barra—. Maldita Karen —murmuró—, se me aparece como un fantasma.

Cuando el camarero le sirvió el cubalibre, oyó:

—Estás invitado, hermanito.

Allí estaba Ricardo, tras la barra, con su sonrisa de hermosos dientes y su negro bigote. Jaime se quedó helado; aquella sonrisa, aquella entonación al hablar. De pronto Ricardo le recordaba a alguien, a alguien que había visto aquella misma mañana. No aquí, sino en un lugar muy lejano y en un tiempo remoto. No podía ser, pensó, pero era. Hug de Mataplana. ¡Tonterías! Jaime rechazó de inmediato tan absurda idea. La experiencia de la mañana le había afectado más de lo que imaginaba. Empezaba a sufrir alucinaciones.

—Qué honor tenerte aquí. —Le saludó estrechándole ambas manos. Luego repentinamente interesado y con sonrisa maliciosa añadió—: ¿Trajiste a la rubia?

—Qué placer verte —respondió Jaime con rapidez—. ¿Qué ocurre contigo? ¿Te alegras de verme a mí o querías ver a la rubia?

Ricardo rió.

—Pues sí, era una mujer espléndida y me encantaría volverla a ver. Pero tal como la mirabas parecías muy interesado. ¿Qué pasa? ¿Ya la cambiaste por otra?

—No. He venido solo —respondió escueto. Aun con la confianza que lo unía a Ricardo, Jaime no deseaba iniciar una conversación sobre Karen. No era el momento. No quería.

—Llegaste al lugar indicado. —Ricardo sabía intuir y respetar la intimidad de sus amigos—. Tengo lo que necesitas. —La sonrisa le iluminaba la cara de nuevo.

—¿Y cuántos grados tiene el tequila?

—Vamos, Jaime. Tú no necesitas tequila. Tú necesitas una buena vieja.

—Creo que tienes razón, pero ¿es que te dedicas ahora a la trata de blancas?

—Amarillas, morenitas y la que se me ponga enfrente. Pero lo mío no es por dinero. Me gusta ver felices a mis amigos. ¡Espérame ahí!

Ricardo salió de detrás de la barra; tenía el negocio bajo control y podía dedicar su tiempo al placer. Y para Ricardo el primer placer eran las mujeres; la música y los amigos competían en segundo lugar. Jaime se decía que Ricardo había encontrado finalmente un negocio donde el trabajo le traía el placer a casa.

Cogió a Jaime por el hombro y le dijo con tono de gran confidencialidad:

—Hay una mejicanita nacida aquí pero con todo el sabor de Guadalajara para ti. Es muy cachonda. La amiga con la que va siempre está con un gringo. Quiero que la conozcas. Si te aplicas y le gustas, vas a ver lo que es bueno. Tiene un cuerpo y un ritmo para que te baile. Espero que no me hagas quedar mal. Un amigo mío no puede fallar en eso. ¿Entendido?

Jaime se encogió de hombros; era obvio que Ricardo tenía conocimiento de primera mano de lo que hablaba. No le importaba que lo tuviera. En su época bohemia habían intercambiado amigas mas de una vez, e incluso comparaban notas.

—O sea, que me vas a usar para promocionar el negocio, ¿eh? Aquí viene Jaime a explotar la dinamita que los demás no pudieron encender porque tenían la mecha corta. —Jaime sonreía con malicia mientras miraba a Ricardo con sorna—. No te preocupes. Estoy seguro de que, después de conocerme, no perderás a la cliente.

—Pinche cabrón —repuso Ricardo con una carcajada.

37

Karen sintió frío, pero no temor, y avanzó decidida hacia el otro extremo de la plazuela. Luego, tanteando las paredes, las estrechas callejuelas la llevaron a las defensas exteriores de la aldea. Llegando al muro del noroeste palpó la pared y miró a las estrellas encima de ella. Aún era de noche, pero lo sería por poco tiempo.

Empezó a escalar el muro lentamente y con cuidado. Oyó desde arriba que gritaban:

—¡Alto! ¿Quién es? —Era un guardián.

Sonrió y bendijo a los que resistían hasta el final.

—Soy yo, Corba —le dijo con voz firme.

—Buenas noches, señora.

—¿Frío?

—Mucho, señora.

—Que el Dios bueno os bendiga, soldado.

Continuó subiendo por la escalera, que ahora giraba, apoyada contra el muro orientado al este; la hoguera que los sitiadores mantenían pegada a la muralla se encontraba al otro lado.

—¡Señora, vigilad no exponeros a la luz! ¡Los arqueros están al acecho!

—Gracias.

Al llegar a la parte alta de la fortificación Karen avanzó cubriéndose tras los parapetos para no ser vista desde el exterior. Llegando a un tramo descubierto lo cruzó con rapidez; las llamas no llegaban a aquella altura, pero sí se notaba el calor al cruzar el hueco.

Se quedó en aquel lugar, cubierta por el parapeto de la muralla pero cerca de la abertura.

Pronto despuntaría el día. Las estrellas brillaban rutilantes en el cielo helado de la primera noche de marzo.

Sentándose en una piedra tallada miró desde allí su casa fortificada; a duras penas adivinaba su silueta al otro lado del recinto. Sus hijos, su esposo, su madre estaban allí. El Dios bueno los cuidaría.

Continuaba sintiendo la paz en su interior y recordó tiempos pasados mejores, cuando el rey de Aragón se rindió a su amor. Ella había sido la bella entre las bellas, la noble entre las nobles, la dama de un mayor encanto. Cantada por todos los trovadores, pretendida por los más nobles de Occitania, Borgoña, Gascuña, Provenza, Aragón y Cataluña. Sus ojos verdes embrujaban, su voz seducía. Corba la Hechicera la llamaban las envidiosas.

No había nacido para ser humillada y no les daría ese placer a los inquisidores.

El negro cielo empezaba a mostrar líneas azul oscuro que permitían distinguir las montañas del este y del sur. El alba llegaba, y ella sentía la tranquilidad del que no sufre con las dudas.

Lentamente se desprendió de sus botas de cuero y sacando sus zapatos de baile de los anchos bolsillos de su abrigo se los calzó. Se despojó de su abrigo quedándose sólo con su vestido de gala; con el que danzaba en las fiestas. El vestido del rey, se dijo; el vestido con el que yo esperaba a Pedro y con el que lo despedí.

Un viento helado inclemente le hizo tiritar el cuerpo, pero ella no lo sentía como suyo, porque en su interior conservaba aún el calor que le había dado Bertrand.

Miró de nuevo a las estrellas y empezó a recitar:

—Padre nuestro, que estás en los cielos. Venga a nosotros tu reino. —Dio tres pasos lentamente y se colocó en la abertura de las protecciones de la muralla. Notaba el calor de la corriente de aire ascendente, y al frente, por encima de las montañas, la franja azul se había ampliado dejando ver otra más clara—. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. —Fue consciente de que algo se rompía en el parapeto de piedra a su derecha. Una flecha—. El pan nuestro, supersustancia, dánoslo hoy.

Se acercó al borde sintiendo de pleno un fortísimo calor ascendente. Miró hacia abajo. El fuego, fascinante, se retorcía allí, en el fondo, como un enorme dragón impaciente por su presa.

Notó el silbido de otra flecha. Los hombres gritaban fuera de la muralla, también oía gritos dentro.

—Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos…

Otra flecha.

Corba emprendía su vuelo. Y como un negro cuervo hembra en la oscuridad, voló para propagar la herejía por el mundo. O así lo contaron los católicos, que bruja la llamaban.

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