Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
Se acercó con reparos a la ventana de cristales ahora quietos y silenciosos. El ángulo de visión y la altura le impedían ver qué ocurría abajo.
Afuera flotaban como a cámara lenta un sinfín de papeles.
Las nubes estaban en el mismo lugar, y él continuaba con la taza de café en la mano.
Lentamente apareció el sonido. Primero eran murmullos, luego gritos lejanos. Ahora sirenas.
Jaime dejó la taza de café sobre la maldita mesa de diseño cristalino y se dirigió a la puerta.
—¡Laura! ¿Estás bien?
El grupo se dirigió hacia la zona central del edificio cruzando la puerta de una de las escaleras de emergencia. Algunos empleados salían de los despachos preguntándose qué había ocurrido. No se veía a White.
—Definitivamente no es un terremoto —comentó Karen a Dana, que la seguía vacilante.
Al llegar a la zona de los ascensores, algunos parpadeaban sus luces anunciando su llegada, y un guarda de seguridad hablaba por su teléfono móvil. La lujosa moqueta se encontraba cubierta de papeles y algunos cascotes de yeso. De uno de los ascensores salió Nick Moore, el jefe de seguridad del edificio, acompañado por un guarda portando un extintor. De otro ascensor salieron un par más.
—¡Una explosión en el ala norte! —les gritó Moore—. ¡Seguidme! ¡Jim, consigue otro extintor!
Y los cinco corrieron en la dirección contraria a la del grupo.
Los despachos de White y de Steven Kurth, el presidente de la Eagle Motion Pictures y el hombre más poderoso de la Davis Communications después del propio Davis, estaban ubicados en el extremo norte.
Los ascensores parpadearon de nuevo, y apareció un pretoriano, que, sujetando del brazo a uno de los guardas recién llegados en otro ascensor, preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
—Una explosión ha destrozado el ala norte del piso.
El pretoriano se puso a hablar por su móvil, mientras el guarda se incorporaba a sus compañeros.
La mayoría de los del grupo de Karen se detuvo al llegar allí, dudando entre la huida o la satisfacción de su curiosidad. Extrañamente las alarmas de evacuación no habían sonado aún y los ascensores continuaban funcionando. Karen se dijo que la explosión debía de haber destruido los sensores de alarma.
Andersen se lanzó detrás de los guardas, y Karen siguió a su jefe. «Hay una escalera de seguridad más adelante», se dijo.
Conforme avanzaban, más cascotes y papeles cubrían los suelos. Los pósters originales de algunas de las películas más famosas de la historia del cine que, lujosamente enmarcados, adornaban el corredor estaban inclinados o caídos.
La planta al final del pasillo tenía un aspecto desolador, distinto por completo de como Karen recordaba la zona. Excepto el extremo nordeste del piso, donde aún se alzaban algunas paredes, el resto estaba arrasado. Los despachos de White y Kurth ya no existían.
A la altura de la vista quedaba una enorme área diáfana, y en el suelo se amontonaban mesas, sillas, restos de armarios, escombros y papeles, muchos papeles.
Karen notó que faltaban los cristales tintados de la esquina noroeste y que el sol parecía mucho más agresivo que de costumbre. Allí ocurrió. En el despacho de Steven Kurth.
El falso techo había desaparecido, descubriendo la estructura interior del edificio. Los cables colgaban, y desde varios puntos del techo caían grandes chorros de agua, seguramente del sistema antiincendios.
Un sonido de sirenas empezó a llegar desde la calle.
Moore recuperaba, junto a dos guardas, un cuerpo de los escombros. Otro guarda pedía ayuda médica por teléfono y los demás removían los restos buscando víctimas.
Karen reconoció a la mujer que sacaban de entre un armario caído y una mesa.
—¡Sara! —gritó acercándose a ella. Tenía el pelo lleno de polvo y una herida en la frente que sangraba. Moore le tomaba el pulso.
—Sara, ¿cómo está? —preguntaba Andersen.
La mujer entreabrió los ojos y los cerró de nuevo.
—El señor Kurth —dijo a media voz, esforzándose—. El señor Kurth está en su despacho.
—Ya no hay despacho —dijo Andersen alzando la vista hacia donde unos minutos antes se alzaba la lujosa oficina del segundo ejecutivo más poderoso de la Corporación.
Allí, en una zona extrañamente limpia de cascotes, de espaldas y alzando su amplio cuerpo contra el sol que entraba a raudales por la apertura provocada por la explosión, estaba Charles White.
—Hay que encontrar a Kurth —gritó Andersen a los que buscaban entre los escombros.
White se giró lentamente, apartándose del lado de la calle, y dio varios pasos hacia lo que había sido el centro del despacho.
—No hace falta que busquen a Kurth. —Su vozarrón se impuso al revuelo de los que se afanaban, y todos se detuvieron para mirarle—. Lo he encontrado. —White hizo una pausa—. Está treinta y un pisos más abajo, en la calle. —Y añadió—: Que Dios se apiade de su alma.
Sara sollozó, y varios corrieron a mirar hacia abajo a través de los ventanales rotos. Las sirenas se oían más fuerte.
—¡Oh, Dios mío! —Oyó exclamar Karen a su espalda—. ¡Señor Kurth!
Volvió la cabeza y vio a Dana, que finalmente se había decidido a ver lo ocurrido. La tomó de un brazo como para consolarla y luego la miró. Los ojos azul intenso de Karen brillaban más que de costumbre cuando le dijo:
—El príncipe ha muerto. —Lanzó una mirada resentida en dirección a White, que continuaba alzando su mole en el centro de lo que había sido el despacho del difunto, como cazador fotografiado sobre la pieza cobrada—. Y ése quiere su corona —murmuró entre dientes.
El amplio salón situado en el ala norte del piso treinta y dos estaba adornado con cuadros y esculturas de conocidos artistas modernos. Los ventanales mostraban aún una brillante mañana, como si la tragedia ocurrida minutos antes hubiera sucedido en otro planeta.
Silenciosos, sentados alrededor de la gran mesa de raíz de nogal, estaban los presidentes de las distintas funciones de la Corporación, con las únicas ausencias de un viajero, de los responsables de las divisiones de Música y Editorial, con oficina en Nueva York, y del presidente de la Prensa Internacional, con base en Londres. Davis había requerido la presencia del jefe de seguridad del edificio, Nick Moore, un extraño en aquellas reuniones. Un pretoriano lo había acompañado, ya que, a pesar de su cargo, Moore no tenía tarjeta de acceso a la planta.
La breve agenda que les habían entregado descansaba sobre la mesa. «Desaparición de Steve. Acciones a tomar.»
—El viejo es increíble —comentó Andersen a Bob Cooper, presidente de Finanzas—. Acaban de matar a su mejor amigo, y colaborador durante más de cuarenta años, y aquí le tienes, dictando agendas para reuniones.
Un sillón vacío, colocado en el centro de la mesa, esperaba al presidente ejecutivo, y justo a su hora entró Davis, con semblante serio pero firme. A su lado, el inseparable Gutierres.
—Buenos días —dijo mientras andaba hasta su lugar.
—Buenos días —contestaron los demás a media voz.
—Bien —comenzó una vez acomodado, recorriendo con la mirada los semblantes de los presentes—, ya sabéis por qué nos reunimos. —Hizo una pausa—. Vamos a discutir la situación y a establecer la estrategia adecuada.
Se interrumpió de nuevo y nadie hizo un solo movimiento. La atención de todos se centraba en su rostro.
—Hemos localizado a Alexander, que está de viaje, y a Chris y a Peter en sus oficinas de Nueva York. También a Arthur, en Londres —continuó después de unos segundos—. Les he comunicado personalmente lo ocurrido. —Davis hizo una tercera pausa y contempló otra vez el semblante de cada uno. Parecía como si le costara trabajo continuar con su explicación—. Dada la situación, he invitado al señor Moore, ya que la seguridad es el tema a tratar. Empecemos.
—David —dijo Andersen con voz solemne—, estoy seguro de que hablo en nombre de todos al expresar nuestro gran dolor e indignación por lo ocurrido a Steve. Era un caballero, un gran amigo y una persona muy querida por todos. Deseamos expresarte a ti en particular nuestra más sentida condolencia por la íntima amistad que sabemos os unía.
—Gracias, Andrew, y gracias a todos —repuso quedamente Davis. Luego, alzando la voz y mirando a Moore con dureza, dijo—: Señor Moore, explíquenos lo ocurrido.
La cara habitualmente roja de Moore palideció. El hombre, ex policía de gran tamaño, andares chulescos y voz autoritaria, estaba ahora sentado en el extremo de su silla y obviamente nervioso. La situación y el lugar parecían intimidarlo.
—Una bomba, señor Davis —farfulló—. Creemos que ha sido una bomba.
—¿Quién diablos ha podido entrar y poner una bomba en pleno piso treinta y uno? —preguntó White—. Poca gente tiene acceso a esa planta, y todos son empleados.
—Y los de mantenimiento y limpieza son estrictamente controlados a la entrada y a la salida, señor —añadió Moore.
—¿Quiere decir que lo hizo un empleado de la Corporación? —interrogó Davis, arqueando las cejas incrédulo.
—La policía iniciará la investigación de inmediato, señor, pero lo más probable es que haya sido un paquete o carta bomba exterior.
—Entonces ¿qué demonios hacía su gente? —saltó Davis—. ¡Les pagamos para que nos protejan!
—No lo sé, señor —balbuceó Moore—. Lo siento, señor, es sólo la teoría más probable. Tendremos que esperar a preguntar a Sara cuando esté en condiciones. Al señor Kurth le llegaban muchas cartas y paquetes con libros o posibles guiones para películas. Le aseguro que jamás se entregaba un paquete sospechoso y sólo los de remitente identificado y aceptado por Sara entraban en su oficina.
Se hizo el silencio. La furia de Davis parecía haber remitido y quedó como deshinchado. Su avanzada edad se manifestaba ahora como nunca antes, haciéndole parecer más pequeño.
—David —intervino White—, los empleados están muy excitados y no creo que nadie esté haciendo otra cosa que hablar de esta desgracia. Propongo que, en honor de Steve, los enviemos a casa y se cierre el edificio durante el resto del día en señal de duelo.
—Si me permite, señor —dijo Moore—. Es una buena idea. Deberíamos desalojar el edificio por si hay más bombas. Además, la policía está insistiendo en ello.
—¡Y una mierda! ¡No vamos a desalojar el edificio! —repuso Davis golpeando la mesa con la palma de la mano. La súbita elevación de su voz sobresaltó a los concurrentes—. ¡Eso es lo que quiere el hijo de puta de la bomba! —El viejo se interrumpió un momento y, uno a uno, buscó con su mirada los ojos de los reunidos—. ¡Quieren intimidarnos, asustarnos, doblegarnos! ¡Ah no, David Davis no les dará ese placer!
—Perdona, David, pero algunos empleados están al borde del pánico por temor a otra bomba. No les podemos pedir que sean héroes —habló Andersen—. Creo que es buena idea cerrar hoy el edificio.
—Esta Corporación, como otras del país, está permanentemente amenazada —contestó con calma Davis— y algunos de nosotros mucho más. ¿Cuántas amenazas recibes a la semana, Tom?
—Bastantes —afirmó el presidente del grupo televisivo.
—Señor Moore, ¿cuántas amenazas, insultos y bromas de mal gusto reciben nuestras centralitas?
—Docenas al día, señor.
—Charly, ¿cuántas cartas recibimos con comentarios negativos sobre nuestros programas de televisión o películas, que van desde un desacuerdo razonado hasta el insulto o incluso la amenaza de muerte?
—Incontables, David —contestó White.
—¡Incontables, ésta es la palabra! —continuó Davis subiendo de nuevo el tono—. ¡Steve había recibido incontables coacciones y amenazas de muerte! ¡Yo recibo incontables coacciones y amenazas de muerte! ¿Sabéis qué hago con ellas?
La mayoría de los asistentes movió ligeramente la cabeza afirmando conforme Davis les miraba.
La costumbre del presidente ejecutivo de seleccionar y coleccionar las cartas amenazantes más originales y violentas, o las escritas por alguien importante, para luego enmarcarlas y colgarlas en todos los aseos de la planta trigésimo segunda era casi de dominio público. Las paredes de los aseos estaban materialmente cubiertas de tales cuadros de techo a suelo, y los más intimidantes se ubicaban en los excusados.
—¡Me cago en ellas! —añadió después de la pausa—. ¡Yo no sólo luché por este país y contra los nazis, sino también por la libertad! ¡Incluida la libertad de expresar ideas!
Todos sabían que Davis había combatido voluntario como piloto de caza en Europa durante la Segunda Guerra Mundial y que poseía la medalla al valor.
—Steve no es el primer amigo que he visto morir a mi lado. —Su voz se quebró.
Los demás le miraban consternados y con el corazón en un puño. Sus ojos estaban brillantes por las lágrimas. ¿Iba David Davis, leyenda de duro entre los duros de Hollywood, a llorar?
—En la época del senador McCarthy y su caza de brujas conseguimos sobrevivir con dignidad —continuó con voz más firme—. Directores, guionistas, actores, todo el mundo lo sabe y se nos respeta por ello.
»¿Con qué frecuencia los defensores de la mayoría moral bloquean las centralitas, mandan toneladas de cartas, presionan a los anunciantes de nuestras televisiones porque en un
talk show
se habló a favor del aborto, o porque en tal película se hace apología de las madres solteras o por lo que llaman lenguaje obsceno? Cualquier pretexto es bueno.
»¿Con qué frecuencia hacen lo mismo desde el otro extremo? Alegan que damos papeles «indignos» en nuestras producciones a hispanos y a negros, o que pagamos menos por el mismo trabajo a las actrices que a los actores, o que no les gusta la cara de alguien. También bloquean centralitas, amenazan, y presionan a los anunciantes.
»Cada día aparecen nuevos grupos de radicales. Incluso una organización extremista hebrea nos acusó de apoyar la causa árabe contra los judíos. ¡Y promovió un boicot! ¡Diablos! Steve era judío, yo soy judío, y desde esta casa hemos apoyado activamente la justicia y el derecho del estado de Israel. Pero no somos fanáticos y los árabes también son seres humanos.
»Siempre hemos seguido lo que nuestra conciencia dice que es lo correcto y no nos dejamos intimidar. Lo hicimos cuando Steve vivía y lo haremos ahora que uno de esos locos hijos de puta lo ha matado. —Se encaró a Charles White—. Y al contrario de lo que tú propones, en señal de respeto a Steve, hoy se trabajará normalmente.