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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (21 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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—En verdad —dijo Avyctes—, sería inútil esperar más. Porque, con seguridad, de alguna manera, hemos interpretado mal el sentido del escrito, o hemos fracasado a la hora de duplicar los materiales utilizados en la invocación, o en la entonación correcta de las palabras. O puede ser que, con el transcurso de tantos evos, la cosa que anteriormente estaba acostumbrada a contestar ha dejado por fin de existir, o ha alterado sus atributos de manera que el hechizo es ahora nulo y sin valor.

Ante esto, asentí, bien dispuesto, con la esperanza de que el asunto había llegado a su fin. Y después reasumimos nuestros estudios acostumbrados, e hicimos escasa mención el uno al otro de la extraña tableta y de su inútil fórmula.

Igual que antes, transcurrieron nuestros días, y el mar trepó y rugió furioso sobre los acantilados, y los vientos gritaron con su invisible y adusta cólera, inclinando los cedros igual que los brujos se inclinan ante el aliento de Taaran, el dios del mal. Con la maravilla de nuevos experimentos y encantamientos, casi olvidé el inútil conjuro, y parecía que Avyctes también lo había olvidado.

Todas las cosas eran igual que antes, todas nuestras mágicas percepciones, y no había nada para preocuparnos en nuestra sabiduría y serenidad, que considerábamos segura por encima de la soberanía de los reyes. Leyendo en las estrellas nuestro horóscopo, no descubrimos un mal futuro en este aspecto; tampoco nos fue revelada una sombra de mal a través de la geomancia, o de los otros modos de adivinación que empleábamos. Y nuestros demonios familiares, aunque horribles y temibles a la mirada de los mortales, eran del todo obedientes a nosotros, sus amos.

Entonces, durante una clara tarde de verano, paseamos, como era nuestra costumbre, por la terraza de mármol de la parte trasera de la casa. Vestidos con túnicas de púrpura oceánica, andábamos entre los árboles barridos por el viento con sus retorcidas sombras, y allí, siguiéndonos, vi la azul sombra de Avyctes y la mía propia sobre el mármol; y, entre ellas, una sombra que no era proyectada por ninguno de los cedros. Y me quedé muy sorprendido, pero no le hablé a Avyctes del asunto, sino que observé a la sombra con disimulo y cuidado. Vi que seguía de cerca a la del maestro, manteniendo siempre la misma distancia. Y no temblaba a causa del viento, sino que se deslizaba como algún líquido pesado, denso y purulento, y su color no era ni azul ni púrpura ni negro, ni ningún otro color al que los ojos del hombre estén acostumbrados, sino un tono como de una putrescencia más oscura que la muerte, y su forma era completamente monstruosa, como proyectada por algo que caminaba erguido, pero que tenía la cabeza roma y el largo cuerpo ondulante de algo que debería arrastrarse en vez de andar.

Avyctes no se había fijado en la sombra, y yo todavía tenía miedo de hablar, aunque pensé que era mala cosa para mi maestro tener semejante compañía. Y me acerqué a él, con el fin de descubrir por medio del tacto, o de cualquier otro sentido, la presencia invisible que proyectaba esa sombra. Pero el aire estaba vacío en dirección al sol, desde la sombra, y no encontré nada opuesto a él, ni en ninguna otra dirección oblicua, aunque busqué con cuidado, sabiendo que ciertos seres proyectan su sombra de esta manera.

Después de un rato, a la hora acostumbrada, volvimos a la casa a través de las retorcidas escaleras y los portales, flanqueados por monstruos. Y vi a la extraña sombra moviéndose siempre detrás de la sombra de Avyctes, cayendo horrible y sin interrupciones sobre los escalones y pasando, claramente separada y distinta, sobre la larga sombra de los elevados monstruos. Y en los oscuros salones más allá del sol, en los cuales no debería haber sombras, contemplé con horror la mancha asquerosa y distorsionada, con su pestilente color sin nombre, siguiendo a Avyctes como en lugar de su propia perecida fuente. Y durante todo aquel día, a todas partes a las que nos dirigimos, a la mesa servida por espectros o a la biblioteca vigilada por momias, la cosa persiguió a Avyctes pegándosele como la lepra al leproso. Y el maestro aún no la había notado, y yo me abstenía de avisarle con la esperanza de que nuestro visitante se retiraría en su momento, marchándose tan discretamente como había llegado.

Pero a la medianoche, cuando estábamos sentados juntos bajo la luz de las lámparas de plata, estudiando las runas escritas con sangre de Hyperbórea, vi que la sombra se había acercado más a la sombra de Avyctes, levantándose detrás de su silla, sobre la pared. Y la cosa era un chorreo torrencial de la podredumbre del cementerio, la asquerosidad más allá de las negras lepras del Infierno; y ya no pude soportarlo más y, gritando de miedo y de asco, informé al maestro de su presencia.

Contemplando la sombra ahora, Avyctes la estudió con atención, y no había ni miedo ni temor ni repugnancia en las profundas arrugas de su rostro. Y me dijo por fin:

—Esta cosa es un misterio más allá de mi ciencia, pues nunca, en su práctica, había acudido a mí una sombra sin ser llamada. Y, dado que todas nuestras invocaciones anteriores han sido contestadas, debo considerar que esta sombra es la entidad, la umbría o la señal de una entidad, que ha acudido en retrasada respuesta a la fórmula de los hechiceros serpientes, que habíamos considerado nula y sin poder. Y pienso que estaría bien que nos dirigiésemos ahora a la cámara de las conjuraciones, e interroguemos a la sombra de la manera que podamos.

Nos dirigimos entonces a la cámara de conjuraciones, e hicimos los preparativos que resultaban necesarios y posibles. Y, cuando estuvimos preparados para interrogarla, la sombra desconocida se había acercado todavía más a la sombra de Avyctes, así que la distancia entre las dos no era mayor que la anchura del bastón del nigromante.

Entonces, de todas las maneras posibles, interrogamos a la sombra, hablando a través de nuestros propios labios y de los labios de momias y de estatuas. Pero no hubo respuesta, y, llamando a algunos de los diablos y fantasmas que eran nuestros espíritus familiares, intentamos interrogarla a través de sus bocas, pero no hubo resultado. Y, mientras tanto, nuestros espejos estaban vacíos de cualquier presencia que pudiese haber proyectado la sombra; y aquellos que habían sido nuestros portavoces no podían detectar nada en el cuarto. Y no había hechizo alguno, eso parecía, que tuviese poder sobre el visitante. Así que Avyctes se preocupó, y, dibujando en el suelo, con sangre y cenizas, la elipse de Oumor, en la cual no puede entrar espíritu ni demonio alguno, se retiró a su centro. Pero, aun dentro de la elipse, la sombra siguió a la suya, como una fluida mancha de corrupción líquida, siendo el espacio entre las dos no mayor que la pluma de un mago.

Sobre el rostro de Avyctes, el horror había trazado nuevas arrugas, y su frente estaba perlada con un sudor de muerte. Porque sabía, como yo, que ésta era una cosa que estaba más allá de toda ley, y que no representaba otra cosa que un desastre y una maldad incontables. Y me gritó con voz temblorosa diciendo:

—No tengo conocimientos sobre esta cosa o sobre sus intenciones hacia mí, ni poder para frenar su avance. Vete y abandóname ahora, porque no deseo que hombre alguno contemple la derrota de mi brujería y la condena que de esto puede resultar. Además, estaría bien que te marchases cuando todavía hay tiempo, no sea que tú también te conviertas en presa de la sombra...

Aunque el terror había calado en lo más profundo de mi alma, era reacio a abandonar a Avyctes. Pero había jurado obedecer su voluntad en todo momento y en todos los sentidos, y, lo que es más, me sabía dos veces impotente frente a la sombra, ya que el propio Avyctes era impotente.

Así que, despidiéndome de él, marché con miembros temblorosos de la cámara encantada y, mirando atrás desde el umbral, vi que la sombra extraña, arrastrándose como una repugnante mancha sobre el suelo, había tocado la sombra de Avyctes. Y, en ese momento, el maestro gritó en voz alta como quien tiene una pesadilla, y su rostro ya no era el rostro de Avyctes, sino que estaba convulso y contorsionado como el de un loco furioso que lucha contra invisibles súcubos. Y ya no miré más, sino que escapé por el oscuro pasillo exterior, hacia las puertas que dan a la terraza.

Una luna roja, ominosa y con giba, se había puesto sobre los acantilados, y las sombras de los cedros eran alargadas bajo la luna, temblando bajo la galerna como las túnicas de los brujos. Inclinándome contra la tormenta, escapé a través de la terraza, hacia las escaleras exteriores que daban a un empinado sendero que iba al desierto de rocas y precipicios más allá de la casa de Avyctes. Me aproximé al borde de la terraza, corriendo con una velocidad producto del miedo, pero no pude alcanzar la parte superior de la escalera exterior; porque, a cada paso, el mármol fluía debajo de mí, escapando como el pálido horizonte de quien lo busca. Y, aunque corría sin pausa, no podía acercarme al borde de la terraza.

Al cabo, desistí notando que algún hechizo había alterado el propio espacio en torno a la casa de Avyctes, de forma que nadie pudiese escapar de allí. Así que, resignándome a lo que quiera que fuese a suceder, regresé a la casa. Y, ascendiendo las escaleras blancas, bajo los rayos, bajos e igualados, de la luna atrapada en los acantilados, vi una figura que me esperaba en las puertas. Y supe, por la túnica colgante de púrpura marino, pero no por ninguna otra señal, que la figura era Avyctes. Porque la cara ya no era por completo la cara de un hombre, sino que se había transformado en una amalgama, asquerosamente fluida, de rasgos humanos con una cosa que no podría identificarse sobre la tierra. La transfiguración era más repugnante que la muerte o la corrupción, y el rostro ya estaba coloreado, con la tonalidad sin nombre, corrupta y purulenta, de la extraña sombra, y su silueta había adquirido un parecido parcial con la achatada de la sombra. Las manos de la figura ya no eran aquellas de un ser terrenal, y la forma debajo de la túnica se había alargado con una blandura nauseabundamente ondulante, y el rostro y los dedos parecían gotear a la luz de la luna una podredumbre delicuescente. Y la oscuridad perseguidora, como una plaga que fluía densa, había corroído y distorsionado la propia sombra de Avyctes, que ahora era doble de una manera que aquí no será contada.

Con ganas habría gritado, o hablado en voz alta, pero el horror había secado la fuente del lenguaje. Y la cosa que había sido Avyctes me llamó en silencio, sin pronunciar palabra con sus labios vivos y podridos. Y con ojos que ya no eran ojos, sino una abominación purulenta, me miró firmemente. Y agarró mi hombro con fuerza, con la blanda lepra de sus dedos, y me condujo, medio desmayado a causa del asco, por el pasillo hasta el salón donde se encontraba la momia de Oigos, quien nos había ayudado en el triple encantamiento de los hombres serpientes, junto a varios de sus semejantes.

Bajo las lámparas que iluminaban la habitación, ardiendo con una luz pálida, fija y perpetua, vi que las momias estaban erguidas a lo largo de la pared en su exánime reposo, cada una en su lugar acostumbrado, con su larga sombra acompañada con una sombra en todo similar a la cosa maléfica que había perseguido a mi maestro y ahora se había incorporado a él.

Recordé cómo Oigos había realizado su parte del ritual, y cómo había repetido una palabra desconocida que se indicaba después de Avyctes, y así supe que el horror le había llegado a Oigos por turno y se descargaría sobre los muertos al igual que sobre los vivos. Porque la repugnante cosa sin nombre, que en nuestra presunción habíamos llamado, no era capaz de manifestarse ante nuestra percepción de mortales de otra manera que no fuese ésta. La habíamos arrastrado desde profundidades insondables del tiempo y el espacio, utilizando, de una manera ignorante, una fórmula terrible, y la cosa había acudido en su propia hora elegida, para dejar su marca de la abominación más extrema en quienes la habían invocado.

Desde entonces, la noche ha menguado, y un segundo día ha pasado con un perezoso fluir del horror... He contemplado la completa identificación de la sombra con la carne y la sombra de Avyctes... y también he visto la lenta usurpación de la otra sombra de la sombra flaca del cuerno seco y abetunado de Oigos, y convertirlos en algo parecido a la cosa en que Avyctes se ha transformado. Y he escuchado a la momia gritar, como un hombre vivo, con gran dolor y miedo, como en la agonía de una segunda muerte, al chocar con la sombra. Y hace tiempo que se ha quedado en silencio, al igual que el otro horror, y no conozco ni sus pensamientos ni sus intenciones...

Y, en verdad, no sé si la cosa que ha venido es única o múltiple; tampoco sé si su avatar se dará por satisfecho con aquellos que la invocaron en su momento, o si se extenderá a otros.

Pero estas cosas, y muchas otras, las sabré pronto, porque ahora es mi turno, hay una sombra que sigue a la mía acercándose más y más. El aire se congela y se cuaja con un miedo desconocido, y los que fueron nuestros demonios familiares han escapado de la mansión, y las grandes mujeres de mármol parecen temblar visiblemente en sus puestos en la pared.

Pero el horror que fue Avyctes y el segundo horror que fue Oigos no me han abandonado. Con ojos que no son ya ojos, parecen meditar y vigilar, esperando hasta que yo me convierta en algo como ellos. Y su silencio es más terrible que si me hubiesen descuartizado miembro a miembro. Y hay voces extrañas en el viento y rugidos discordes en el mar, y los muros tiemblan como si fuesen un delgado velo frente al negro aliento de remotos abismos.

Así que, consciente de que el tiempo es escaso, me he encerrado en el cuarto de los volúmenes y de los libros, y he escrito esta memoria. Y he tomado la brillante tableta triangular cuya solución fue nuestra ruina, y la he arrojado desde la ventana al mar, con la esperanza de que nadie la encuentre después de nosotros.

Y ahora debo finalizar, y meter este escrito dentro de un cilindro sellado de oricalco, y arrojarlo para que flote sobre las olas. Porque el espacio entre mi sombra y la sombra del horror disminuye por momentos... y el espacio no es mayor que la pluma de un mago.

EL HABITANTE DE LA SIMA

Creciendo y levantándose rápidamente, como un genio liberado de una de las botellas de Salomón, la nube ascendió en el horizonte del planeta. Una columna descomunal y rojiza se movía por la llanura muerta, por un cielo que era tan oscuro como la salmuera de los mares del desierto que han menguado hasta estanques.

—Parece una tormenta de arena de lo más animado —comentó Maspic.

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